LIBRO PRIMERO - Capítulo II


Capítulo II


Aquel desagradable suceso, perturbó la marcha impecable del Nosocomio sumiéndonos a todos en un estado de malestar y angustia indescriptible. Especialmente afectado resultó nuestro Director, el eminente Dr. Cortez, quien temía que el escándalo llegase a mancillar el nombre del ilustre prócer local que lleva el Hospital, hecho que, según su clara lógica, influiría en los cheques que la poderosa familia del finado hacía llegar mensualmente. No cansaré al lector con detalles porque este caso fue muy comentado por la prensa y si desea hacerlo puede consultar el diario “El Heraldo” de Salta, en las ediciones de la semana que va del 7 al 15 de Enero de 1980, donde hallará toda la información. Sólo recordaré aquí lo esencial, ya que el desarrollo de este verídico caso, requiere considerar las extrañas circunstancias en que ocurrió el crimen y el misterio que lo rodeó; ... y que aún persiste, pues la Policía no logró esclarecerlo y dignos funcionarios manifiestan dudas sobre si ­ello será posible algún día. Porque dos elementos tan absurdos como irracionales intervienen de manera definitiva en el fatal desenlace, impidiendo toda posibilidad de realizar conjeturas coherentes; el primero es un hecho inobjetablemente verificado: el crimen se concretó en una celda para enfermos psicóticos herméticamente cerrada con una pesada puerta de acero, entre las 0,00 hs. y las 2,00 hs. del 6 de Enero, sin que nadie, absolutamente nadie hubiese entrado durante ese lapso. Esto se comprobó, felizmente, gracias a un suceso fortuito.
Siendo la noche anterior 5 de Enero, es decir, día de festejo de Reyes Magos, parte del personal fue a repartir regalos al Hospital de Niños y al Orfelinato San Francisco de Asís. Entre ellos estaba nuestro eximio Director, Dr. Cortez, quien a las 23 hs. ya había regresado, luciendo aún el traje de Papá Noel y dispuesto a efectuar la recorrida diaria que, desde incontables años, realiza por todos los pabellones para recoger los informes finales. Pues bien, el propio Dr. Cortez vio por última vez viva a Belicena Villca a las 23,50 hs., cuando, a raíz de una crisis histérica en su segunda fase, promovió un general desorden en el pabellón “B”: corría desesperadamente en el reducido espacio de su celda, con los ojos fijos y desorbitados, mientras gritaba “Pachachutquiy”“Pachachutquiy”, palabras que en ese momento eran incomprensibles, si bien reconocimos que se trataba del idioma quechua. Por otra parte, el ataque era sintomáticamente anormal en ella.
El Dr. Cortez ordenó una inmediata dosis de Valium, sumiendo a la infortunada Belicena Villca en un sopor del que sólo habría de salir un instante para ver la Muerte de Cerca, tal como lo sugería la expresión de tremendo horror con que se hallaba crispado su rostro cuando fue encontrada, ya muerta, tres horas más tarde. Y aquí surge el misterio; el primer elemento que desconcertó y sorprendió a los avezados policías: luego de ser atendida la paciente, serían las 0,00 horas, todos nos retiramos de la celda siendo ésta cerrada por el Dr. Cortez, quien inadvertidamente guardó la llave en uno de los bolsillos de su traje de Papá Noel olvidando luego depositarla en el tablero general de llaves. A las tres de la mañana al ir la enfermera de turno a recorrer la ronda habitual, notó la falta de la llave, de la cual nadie supo dar parte. Dedujo de ello que habría sido llevada por el Dr. Cortez y, como los duplicados se encuentran en la oficina del mismo, no le quedó otra alternativa más que llamarle a su casa. No fue necesario hacerlo, pues la operadora del conmutador interno informó que el Dr. aún permanecía en el Hospital, aunque estaba a punto de retirarse. Avisado éste de su error, decidió subir al pabellón “B” para entregar la llave y realizar una breve inspección ocular. Es decir, que durante esas tres horas, la llave, único medio para abrir la puerta blindada de la celda, estuvo en poder del Dr. Cortez. Pero el Director del Hospital era un hombre de reconocida trayectoria social, cuyas virtudes morales han sido siempre exaltadas como ejemplo digno de emulación, y de quien, por último, nadie osaría dudar, ni siquiera el experimentado policía Maidana a cargo de la investigación del caso.
En fin, el Dr. Cortez abrió la puerta de la celda acompañado por mí y la enfermera García exactamente a las 3,05 hs. Un olor penetrante y dulzón fue lo primero que nos llamó la atención. Era una fragancia como a sahumerio de sándalo o incienso y resultaba tan fuera de lugar allí, que nos miramos perplejos. Pero esto sólo fue un instante pues lo que vino después concentró toda nuestra atención.
Belicena Villca yacía en su lecho, sin duda muerta desde un tiempo atrás, con el cuello tumefacto a causa del estrangulamiento a que había sido sometida. El arma homicida, una cuerda color marfil, estaba enlazada aún en su cabeza pero suelta ya. Y los dos extremos caían suavemente sobre el pecho hacia el costado de la cama.
Era un espectáculo tan horrible que la avezada enfermera García lanzó un grito de espanto y tambaleó hacia atrás, debiendo sostenerla por los hombros, a pesar de que mis piernas no se hallaban del todo firmes. Y no era para menos; la muerta tenía las manos cerradas sobre las frazadas a ambos lados del cuerpo, posición en que debieron estar en el momento de la muerte y que la rigidez cadavérica conservó, lo que indicaba que no se había defendido de su misterioso asesino. Este debió infundirle tal terror que, aún observando cómo le pasaban el lazo por el cuello, y luego, sintiendo que el mismo se cerraba y le cortaba la respiración, sólo atinó a aferrarse desesperadamente a la frazada. Tal deducción se afirmaba al contemplar el gesto de la cara: los ojos muy grandes y desorbitados; y la boca entreabierta, permitiendo ver la lengua hinchada, que parecía quebrarse en una palabra inconclusa, algo que quizá ya nunca sería pronunciado, quizá la misteriosa pachachutquiy.
Expondré ahora el segundo elemento absurdo e irracional que, al intervenir con el peso contundente de lo concreto, eliminó cualquier esperanza de obtener una pronta y simple solución. Me explicaré mejor. El hecho incomprensible de que la puerta estuviese cerrada con llave cuando se cometía el crimen, primer elemento, podía pasarse por alto estableciendo las hipótesis lógicas, aunque improbables, de que el asesino poseyese otra llave o que existiese una conspiración por parte de miembros del cuerpo médico, etc. Al fin y al cabo tales hipótesis las formulaba la policía y lo que ellos pretendían era despojar al caso de todo “misterio” o ilusión sobrenatural. Pero la cuerda color marfil, segundo elemento, consistía en un objeto demasiado tangible para pasarlo por alto.
El segundo elemento fue la evidencia de que algo siniestro e irracional se había instalado irresistiblemente entre nosotros. Se trataba de una cuerda de un metro de largo; construida con cabello, al parecer, humano, trenzado y teñido. Pero lo insólito estaba representado por las dos medallas de oro, una en cada extremo, girando locamente en dos pequeños conos de oro. Las medallas en sí constituían lo más absurdo del conjunto: exactamente iguales en sus formas de Estrella de David, no lo eran, sin embargo, sus grabados e inscripciones. Una de ellas llevaba cincelado en relieve un trébol de cuatro hojas labrado en el hexágono central; la otra mostraba un fruto que, indudablemente, correspondía a la granada.
Yo las encontré parecidas a ciertas joyas masónicas que vi en una exposición del Rotary Club; pero la familiaridad terminó en cuanto hice memoria y razoné que el único punto de semejanza entre éstas y aquéllas era la Estrella de David que, como todos saben, está formada por dos triángulos equiláteros entrelazados. Es un símbolo adoptado desde hace milenios por el pueblo hebreo para identificarse, tal como puede comprobarse hoy día viéndola en la bandera del Estado de Israel.
Las partes posteriores de las medallas llevaban inscripciones. Mas, éstas, lejos de aclarar algo, aumentaban nuestra confusión pues estaban redactadas en dos idiomas distintos. Una frase, grabada horizontalmente en el centro, estaba escrita en caracteres hebreos, aunque tales signos no eran los mismos en cada medalla. Rodeando a estas palabras había otra inscripción en letras latinas, esta vez idéntica para ambas joyas. En ese momento nadie pudo aclarar a qué idioma pertenecía: “ada aes sidhe draoi mac hwch”.  Las palabras hebreas, por su parte, decían; en la granada  בונח; y en el trébol וחבח.
Como se comprenderá, esta curiosa cuerda enjoyada daba toda la sensación de ser algo de uso ceremonial o religioso, atributo que el oficial Maidana captó de inmediato pues al examinarla no pudo evitar un gesto de repugnancia y una exclamación:
–Puaj ¡esto es algo judío!