LIBRO TERCERO - Capítulo X


Capítulo X


A las 14,30 hs. me hallaba nuevamente en camino, rodeando el arroyo De las Conchas y dispuesto a emprender la segunda parte del viaje a Santa María.
La tierra estaba suelta pues al parecer hacía tiempo que no llovía y el viento era lo suficientemente fuerte como para que este trayecto fuera por demás lento.
Dos horas después sólo había recorrido 70 Km. y me aprestaba a cruzar por el medio el pueblo Colalao del Valle pues el camino se continuaba por la calle principal. Este pueblo se encuentra en la Provincia de Tucumán, a mitad del camino que atraviesa la cuña geográfica que un mal trazado de límites legó al mapa actual. Tiene unas veinte cuadras de largo por cuatro o cinco de ancho. Mientras lo atravesaba observaba el mismo síndrome que se manifiesta en mil pueblos y caseríos del Norte Argentino: la decadencia.
La pobreza es un mal endémico en estas, paradójica­mente, ricas Provincias, olvidadas por el centralismo burocrático de la Megápolis Buenos Aires y por la desidia o impotencia de los gobernantes locales que suelen tener las manos atadas por un federalismo inexistente más allá de los discursos oficiales.
La pobreza es un mal que duele. Pero más castiga ver la decadencia; esto es: contemplar lo que ayer fue espléndido ejemplo transformado hoy en censurable visión.
Mientras rodaba el automóvil la calle de tierra, miraba las casas de estilo colonial español, que hoy son sombras de lo que fueron en pasados días de esplendor. Caricaturas crueles de la esperanza y la fe de sus constructores.
–Quienes edificaron estas casas –pensaba compungido– creyeron en la Argentina, tuvieron fe en América.
El derrumbe inexorable de ellas es la contundente respuesta a esas ilusiones.
Se veía que ese pueblo, como tantos otros, evolucionó hasta un apogeo que deberá situarse en 50 o más años atrás, y luego sobrevino un período de decadencia durante el cual no se levantó una pared, ni siquiera se pegó un ladrillo. Ventanas clausuradas años ha, al podrirse los marcos de madera; paredes desconchadas y leprosas; frentes roídos por mil inclemencias del tiempo y del Alma.
La decadencia de una comunidad urbana, de su arquitectura, es un retroceso que indefectiblemente se implanta en el Alma de los pobladores. Y allí estaban ellos, mirándome pasar con ese aire ausente, con esa contemplativa indiferencia tan característica de la América Indígena.
Porque en ellos se veía descarnadamente la decadencia; en esos niños en pata que me espiaban detrás de una esquina; en esos ojillos oscuros y achinados que me miraban candorosos al ofrecerme la venta de una tortilla de maíz pero que se tornaban desconfiados a la menor pregunta. ¿Qué diferencia presenta este poblado, estas casas, estos pobladores, estos niños, con sus equivalentes de otras partes de América; de Bolivia, del Perú, del Ecuador o Colombia? Ninguna.
En esa respuesta radicaba también la decadencia; en que, pagando el alto precio de aislarnos de Latinoamérica, cien años de “Cultura Europea” no han dejado ni un rastro en estos criollos olvidados por todos. No les hemos dado nada distinto a lo que han recibido en los países mencionados. No son ni más ni menos civilizados que ellos a pesar de la creencia en contrario que sustenta la Oligarquía Europeizante que dirige este país desde hace cien años.
Por eso una explicación para la decadencia general que asola a los poblados de sangre americana, puede ser ésta: en quinientos años la Cultura europea no prendió en el Alma del americano porque, ni los que la implantaron a sangre y fuego, ni los que la enseñaron beatíficamente, creían realmente en ella. Se les reemplazó a las Razas americanas su milenaria Cultura, dinamizada por la acción de Grandes Mitos, por la Cultura materialista europea, carente de espiritualidad y trascendencia. Y la religión de América, que conservaba el recuerdo de los Dioses Blancos, fue prohibida en favor de la Doctrina racionalista del catolicismo: en adelante los nativos tendrían que glorificar la historia bíblica del Pueblo Elegido, adorar a un Dios-hebreo-crucificado del que jamás habían oído hablar, y quedarían fuera de la discusión teológica porque la nueva religión ya llegaba terminada, acabada en su fundamentación filosófica. Si allá, en la ignota Nicea, un Concilio había decidido que Dios era triple ¿qué podrían decir aquí los recientemente paganos sometidos? Y los que estaban aquí ¿acaso sabían qué significaba el Dogma católico? No; éstos mataban y saqueaban en nombre del Dogma católico que nadie comprendía ni nadie se preocuparía en explicar. Pero la riqueza se acabaría. Finalmente llegaría el tiempo de crear nueva riqueza, de hacer producir objetos culturales a aquellos imperios evangelizados. Y entonces, en ese mismo momento, comenzaría la decadencia. La Iglesia medraría con la conquista de América destruyendo sistemáticamente todo vestigio del origen atlante de las grandes civilizaciones, toda prueba sobre la naturaleza extraterrestre del Espíritu del hombre. Y el español, enloquecido tal como lo profetizara la Gran Madre Binah a Quiblón, derramaría de manera pareja la sangre y el semen sobre los pueblos nativos. De ese Holocausto de Agua saldrían “los Hijos del Horror”, la población mestiza de América, hombres como los que ahora veía al pasar por sus poblados decadentes. Hombres culturalmente indiferentes; que se muestran decididos a no hacer nada. Si no viene un gringo con fe en algo, y vuelve a levantar casas y poblados, ellos no lo harán. Y todo caerá, al suelo, a pedazos, –venganza pueril, pero efectiva– como cayeron sus Culturas ayer y como caerá mañana el Alma de Occidente si se empeña en continuar divorciada de la sangre de América.


Al pasar por Fuerte Quemado, no pude menos que recordar que en aquel sitio acampara Diego de Rojas cuatro siglos antes, cuando marchaba en persecución de Lito de Tharsis. El no había podido localizar el Pucará de Tharsy, a pesar de internarse en Tafí del Valle durante meses. Empero, ¿Yo lo lograría? Creía que sí; que las indicaciones de Belicena Villca eran muy precisas y conseguiría llegar hasta la Chacra; y que entrevistaría al indio Segundo, el insólito descendiente del Pueblo de la Luna. Y el optimismo no me había abandonado al llegar a Santa María.
Al cruzar el puente sobre el Río Santa María, miré el reloj: las siete y media de la tarde. Había tardado cinco horas desde Cafayate y ya estaba anocheciendo. A pesar de mi impaciencia por llegar cuanto antes a la casa de tío Kurt, había decidido esperar la noche para cumplir con las promesas a Mamá en cuanto a prudencia y seguridad.
Detuve el coche frente a otra casa de artículos regionales para adquirir los famosos productos de la zona: el pimentón, el arrope, las uvas pasas y el vino. Luego que hube pagado la compra me entretuve indagando al vendedor sobre la calle Fray Mamerto Esquiú. Así supe que iba de Este a Oeste, yendo a morir en el Río Santa María, que es uno de los límites periféricos de la ciudad y corre de Norte a Sur.
–El número 95 –pensaba– debe estar cerca del río, quizás en la última cuadra.
–¿Busca a alguien en la calle Esquiú?
A lo mejor puedo ayudarle –me sorprendió con su pregunta el vendedor. ¡Ah la curiosidad pueblerina! Pero no me dejé impresionar.
–Sí, busco a una vendedora de ponchos –mentí–. En Salta me dieron la dirección aproximada pues no la recordaban con exactitud.
–¿Una vendedora de ponchos en la calle Esquiú? Uhm... No, lamentablemente no conozco a ninguna vendedora de ponchos que viva en la calle Esquiú... Pero, dígame ¿Qué clase de ponchos busca? Porque Yo tengo un buen surtido. Y a buen precio...
Un rato después salía con mi compra original más un poncho catamarqueño blanco con guarda incaica.

Elegí para cenar un fondín de segunda pero que, según el vendedor de productos regionales, preparaba el mejor guiso de conejo del valle Yocavil. No bien me ubiqué en una mesa apartada, comprobé lo acertado de la elección, pues éste era un lugar frecuentado por vendedores y viajantes de comercio en el que a nadie sorprendía la presencia de un forastero.
                       
Me hallaba saboreando el postre, dulce de cayote con nueces, cuando un niño en harapos se ofreció a lustrar mis botas.
Hay una edad –pensé con desaliento– la infancia, que todos los animales de la naturaleza emplean para jugar y retozar, protegidos por sus padres y demás miembros adultos de la población. El ser humano en cambio no puede garantizar a sus niños el goce de vivir la más bella edad como debe ser vivida: disfrutando de la fantasía.
Por principio, detesto que los niños trabajen con fines de lucro y mi primer impulso fue alejar a aquel lustrín; pero una idea se me ocurrió en ese instante y extendí el pie derecho en muda aceptación. Era un changuito de unos siete años e indudable ascendencia india. Comenzó lavando y cubriendo de pomada las botas, para luego, por medio de vigorosos masajes con una banda de lienzo, tratar de obtener el ansiado brillo.
–¿Cómo te llamás? –pregunté, buscando ganar su confianza.
–Antonio Huanca, Señor –respondió de prisa.
–Decime Antonio ¿Vivís lejos de aquí?
Levantó la cabecita crinuda y me miró con un gesto de interrogación en los ojos. Al fin se encogió de hombros y señalando un lugar indefinido dijo:
–Uuuf, muy lejos Señor, por allá, al otro lado del río.
Decidí que mi pregunta había sido desafortunada. Debía probar de nuevo, pero esta vez sería más directo:
–¿Conocés la calle Esquiú?
Se quedó pensativo un momento, pero enseguida se le ­iluminó la carita:
– Sí, Señor; es la que está al final de la ciudad. Si va por ésta derecho –señalaba la calle del fondín– la va a encontrar cuando se termina el pavimento. Justo donde termina el pavimento está la calle Esquiú, sí Señor.
Hablaba sin dejar de lustrar y a ese paso pronto terminaría. Me agaché un poco a fin de hablar sin levantar la voz y le dije:
–Voy a verlo a Cerino Sanguedolce, ¿lo conocés?
Se largó a reír mientras se relamía.
–¿Al dulcero? ¿Quién no lo conoce a Don Cerino, Señor?
Estiró la cabecita y me dijo en tono de confidencia:
–No le diga nada Usted, pero mis hermanitos y yo, siempre tratamos de robarle frascos de dulce; –se le caían las babas al chango– no hay quien los haga más ricos en Santa María. Ji. ji, ji.               
Reía como un gorrión y era, festejando su travesura, finalmente un niño.
                       
Tío Kurt es “dulcero” –pensé maravillado. Se me antojó en ese momento que sería un tonto por no haberlo previsto pero esa idea no tenía sentido y la deseché.
El chango había terminado su labor y Yo disponía de la información suficiente para ubicar a tío Kurt. Le pagué generosamente y se alejó hacia otras mesas a ofrecer sus servicios.
Un reloj de pared, colgado bajo un cuadrito con una colección de puntas de flechas, marcaba las 21 hs. Aboné el gasto de la cena y salí.
La noche era fresca pero el cielo estaba cubierto de nubes y no corría ni un soplo de viento. Retiré el coche y partí siguiendo las instrucciones del lustrín.
A medida que me acercaba a la calle Esquiú, las casas se iban esparciendo y disminuían en calidad, hasta que al fin me encontré en un arrabal de miserable aspecto, adonde no sólo el pavimento terminaba sino que también las luces de las calles eran casi inexistentes.
Doblé por la calle Esquiú hacia donde el instinto me indicaba que debía estar el río y busqué en vano una señal, un punto de referencia que me permitiera calcular la numeración.
Maldiciendo por dentro la idea de visitar de noche a tío Kurt, comprendí rápidamente que circulaba por un barrio formado por pequeñas fincas de cuatro o cinco hectáreas cada una.
En el Noroeste Argentino las fincas obedecen todas a un mismo patrón de construcción: un rectángulo de tierra correctamente alambrado y una Sala (casa del dueño o cuidador) edificada a una corta distancia de la tranquera de entrada. Pueden existir variaciones o agregados, pero éste es el “tipo” general, que Yo conocía bien pues nuestra propia finca en Cerrillos se adaptaba al mismo esquema. Sabía entonces de la inutilidad de llamar desde la entrada, dado que la casa suele estar alejada de ella y acepté inconscientemente el hecho de que iba a tener que internarme en una de las finquitas para dar aviso de mi llegada.
El automóvil llevaba corriendo unos cinco minutos por la sombría calle Esquiú que ahora daba la inequívoca sensación de una pendiente pronunciada. El río debía estar cerca pero aunque la poderosa luz alta de cuatro cuarzos perforaba las tinieblas, no lograba distinguir nada más allá de veinte metros. Detuve el coche y le puse el freno de mano; sería mejor realizar una exploración a pie.
Tomé de la guantera una linterna tipo lapicera, cuya exigua luz suele ser útil a veces, y descendí tomando la precaución de cerrar el auto para el caso que me alejara del lugar. Un momento después comprobaba lo oportuno de la decisión de detener el coche pues, cincuenta metros más adelante, la calle se estrechaba abruptamente y caía en un barranco pronunciado sobre el Río Santa María que corría abajo, a una distancia de cien o ciento cincuenta metros. De haber seguido avanzando con el coche, me habría visto en dificultades para girar y retroceder.

Estaba, por fin, en el origen de la calle Esquiú, no muy lejos de la vivienda de tío Kurt.
Esta presunción me dio nuevos ánimos para tratar de orientarme; algo que, estaba viendo, era bastante difícil.
La calle Esquiú había perdido sus veredas varias cuadras atrás y, donde me encontraba ahora, era sólo un callejón de grueso ripio que se extendía desde uno hasta otro alambrado, sendos límites de desconocidas propiedades. Hacia el Este estaba el río por lo que, si ésta era la última cuadra, presunta morada de tío Kurt, la dirección buscada debía estar en uno de ambos lados de la calle, a pocos pasos de allí.
Exploré la mano del Norte que se componía de una fila de tres hilos de alambre, hasta una altura de un metro cincuenta, pero flanqueados en toda su extensión por arbustos de ligustro muy tupidos y perfectamente podados en forma de pilar. Recorrí unos ciento cincuenta metros sin hallar ninguna puerta o tranquera por lo que deduje que estaba a los fondos de una finca.
Tratando de calmar la contrariedad que sentía por tan insólita situación, crucé a la mano Sur y reemprendí la búsqueda. Esta finca estaba mejor limitada pues pronto descubrí una gruesa malla de alambres a rombos, que dejaban entrever la maraña del consabido ligustro.
La noche se tornaba impenetrable, reduciendo la ayuda de la pequeña linterna, y por eso mi paso era torpe y vacilante, mientras revisaba palmo a palmo ese tenebroso tramo de la calle Esquiú. Cuando ya desesperaba de encontrar una entrada en esa pared, se produjo el milagro: un enorme portón de caño y malla de alambre emergió de las tinieblas casi al fin de la calle, a unos diez metros del barranco. Orienté el haz de la linterna hacia adentro pero, tal como lo suponía, no vi ninguna construcción sino un camino, formado por dos huellas paralelas, que se perdía en la oscuridad. A la izquierda se apreciaba una cuidada plantación de vides, pequeñas y cargadas de racimos; a la derecha infinidad de almácigos de una surtida huerta.
Volví a revisar la puerta, pero no hallé timbre ni llamador alguno; en cambio descubrí dos anillas de acero, una en la puerta y otra en el marco de hormigón, ensartadas por un pesado candado de hierro.
Desalentado me recosté contra el portón, tratando de tomar una determinación. Lo más razonable sería irme y volver de día, pero me frenaba la suposición de que hubiera peones o acaso familiares de tío Kurt, a quienes le resultaría muy extraña mi presencia. Quedaba la posibilidad de persistir en la búsqueda nocturna, entrando en la finca a pesar del candado; siempre que aquella fuese realmente la vivienda de mi tío...
Permanecía indeciso, abrazado a la malla del portón, aguzando la vista en dirección al camino de entrada, cuando me pareció ver fugazmente el brillo de una luz. Fue sólo un segundo, pero suficiente para que renaciera la esperanza de obtener algún resultado esa noche.
Imaginé que la Sala debía quedar bastante lejos, razón por la cual no llegaba luz hasta el portón, interceptada, quizás, por árboles u otros obstáculos. No lo pensé más y trepé por la malla contigua al portón. Salvo el contratiempo de que una porción de mi saco “Safari” quedó en los alambres de púas, que coronaban el bastidor de malla, pude ingresar sin problemas. Unos segundos después, me desplazaba tranquilamente por el camino interior, siguiendo con la linterna las marcadas huellas de vehículo que ostentaba el mismo. Llevaba caminados unos cien metros, cuando la senda dobló bruscamente a la  derecha y se internó entre un grupo de frondosos árboles. No bien tomé esta curva, avisté a unos treinta o cuarenta metros una casa de tipo alpino, de dos plantas, con techo de tejas media caña cuyo color contrastaba con el blanco de las paredes y las negras rejas de ventanas y balcones. Contra la oscuridad de la noche se recostaba fantasmalmente sin que, al parecer, hubiera luces encendidas.
Esta visión y el silencio sólo roto por el zumbido de los coyuyos, contribuyeron a desmoralizarme. Me detuve un instante y contemplé la inmensa mole de la casa, apantallada por las ramas de unos sauces gigantes que se hamacaban al compás de una suave brisa. Tuve inexplicables deseos de echar a correr y abandonar ese escenario irreal, pero me repuse enseguida y avancé a grandes pasos con la intención de llamar a la puerta para requerir la presencia de tío Kurt o Cerino Sanguedolce.
Fue entonces que lo escuché.
Estaba a pocos metros de la casa cuando sentí venir de mis espaldas, hacia la derecha, un sonido conocido... Era un quejido agudo. Un lamento muy especial que sólo pueden reconocer de inmediato quienes hayan tenido experiencia en la cría de perros. Pues ese quejido es la expresión del deseo de atacar que manifiesta el perro, cuando el amo le impide hacerlo.
Yo recordaba que Mamá había traído un pequeño gato a la finca y, para evitar que Canuto lo atacara, decidió hacérselo oler mientras lo retaba con fuertes voces y le prohibía tocarlo. Entonces Canuto temblaba, debatiéndose entre el instinto de matar y la obediencia que debía a sus amos, y lanzaba unos quejidos engañosos que no expresaban dolor sino el deseo contenido de atacar.
Este tipo de quejido era el que había sonado a mis espaldas.
¿Perros! –pensé alarmado– ¿cómo no noté la falta de perros? Dios, ¡qué imbécil! Todas las fincas tienen perros. Pero... ¿por qué no ladraban? ¿por qué no habían ladrado?
Me di vuelta lentamente. Lo que vi me indujo un súbito terror, paralizándome en el sitio en que estaba. Dos pares de ojos verdes relampagueaban en la penumbra a pocos pasos de mí. Eran ojos de animal, de perros quizás; pero creo que el pánico me lo produjo el tomar conciencia de dos cosas; una, el tamaño anormal de esas bestias, y otra, su también anormal cautela. Porque resultaba inconcebible que hubiera podido transitar tanto por la finca sin que los animales emitieran ni un ladrido y que en cambio me siguieran silenciosamente, casi arrastrándose, hasta situarse tan cerca de mí que podía tocarlos con la punta del pie.
Volvió a quejarse una de las bestias con el evidente deseo de saltar sobre mí. En el momento en que me asaltaba la certeza de que su amo no debía estar lejos, sonó un silbido modulado de indudable origen humano. No alcancé a volverme esta vez pues las bestias, al oír el silbido, actuaron como movidas por un resorte y de un gran salto se arrojaron sobre su presa.
A pesar de estar casi paralizado de espanto, el instinto de conservación y varios años de Karate, me hicieron poner en guardia. Pero sólo para comprobar que aquellas fieras gozaban de un particular adiestramiento pues, en lugar de dar dentelladas y buscar el cuello como hacen los perros de combate, estos parecían saber exactamente qué hacer: cada uno se dirigió a un brazo y clavó en él sus dientes. Sentí la carne lacerada y vi que las fieras cerraban las mandíbulas sin intenciones de soltar. El impacto del ataque me hizo trastabillar pues ambos perros parecían pesar más que mis 90 kg.; un segundo después caía hacia atrás mientras sentía crujir el hueso de mi brazo izquierdo en la boca del gigantesco can. Pensé, mientras caía, en varias tácticas para zafarme de los perros: me revolcaría, patearía sus testículos, mordería,....
Crack– sonó el golpe en mi cráneo y todo se oscureció.

Escudos de Provincias Argentinas
FORMOSA

CHACO

SANTIAGO DEL ESTERO

MISIONES

CORRIENTES

ENTRE RIOS
     

LIBRO TERCERO - Capítulo IX


Capítulo IX


Me detuve en la Estación de Servicio de Cerrillos a cargar combustible y aproveché para mirar nuevamente la tarjeta con la dirección de tío Kurt. Era increíble que estuviese tan cerca y en buenas condiciones un familiar a quien tenía por fallecido 35 años atrás. Leí nuevamente:

                        Sr. Cerino Sanguedolce
                        Calle Fray Mamerto Esquiú 95
                        Santa María - Provincia de Catamarca

–¿Sr.? –me interrumpió el despachante.
–Llene el tanque con nafta especial, por favor; ¡Ah! revísele el aceite... –dije.
Mi brusca partida no permitió que Mamá diera suficiente información sobre tío Kurt. Ahora empezaban a surgir los interrogantes pues no sabía si se había casado, si tenía hijos y nietos, a qué se dedicaba...
–Bah –pensé– debo concentrarme en el viaje y tener fe. Todo lo sabré en unas pocas horas.
–Treinta litros de nafta y dos de aceite señor.
–Tome, cóbrese –le alargué un billete– ¿tiene un mapa de Rutas de la Provincia de Catamarca?
–Sí señor.
Fue a la cabina y retornó rápidamente trayendo un plano desplegable, en colores, con profusa información turística.
–Son mil más.
Le pagué y arranqué el motor para quitar el coche del surtidor, pero estacioné veinte metros más adelante y me puse a examinar el mapa.

Ir a Santa María desde Salta, no reviste ningún problema sino que, por el contrario, tiene la ventaja de incluir uno de los circuitos turísticos más bonitos del Noroeste Argentino. Es el trayecto desde Salta hasta Cafayate “la hermosa”, como denominan popularmente a esta ciudad famosa en todo el mundo por sus exquisitos vinos, situada en el corazón de los valles calchaquíes.
Con un camino recientemente asfaltado, la Ruta provincial Nº 68, que facilita el viaje y permite gozar de unos paisajes únicos por sus cerros multicolores, estos doscientos kilómetros se recorren rápidamente. Los inconvenientes recién aparecen al salir de Cafayate, al cruzar el arroyo “de las Conchas” y abandonar la Provincia de Salta. Se penetra entonces en la Provincia de Tucumán, pero sólo por unos 40 km. ya que ésta presenta allí una pequeña cuña, que se incrusta en la Provincia de Catamarca. Luego de recorrido este corto trayecto, se accede a Catamarca en un punto que dista 80 km. de Santa María.
Al atravesar el mencionado arroyo, vadeándolo pues no hay puente, tiene el viajero la impresión de haber entrado en otro Mundo.
Fuera de la artificial fisonomía de rasgos civilizados que presenta el valle en Salta, aquí se está en un ámbito realmente autóctono. Los caminos son de tierra, descuidados a medida que se avanza hacia el Sur, y menudean los pueblos con casas de adobe habitadas por criollos mestizos, más cerca del indio que del blanco.
La pobreza se hace patente al entrar a Catamarca, una provincia injustamente olvidada por el resto del país y abandonada por sus propios hijos que, año tras año, emprenden el éxodo inevitable del que busca superar la miseria y progresar materialmente.
La belleza del paisaje no mengua en Catamarca, por el contrario, se hace agreste y primitiva, dotando de excelentes atractivos visuales al sinuoso camino, que avanza bordeando a las Sierras de Quilmes. Este nombre viene de los indios Quilmes, una de las tribus de la Feroz Raza ­Diaguita, los que al fin de las Guerras Calchaquíes, que duraron 35 años en el siglo XVII, fueron llevados en número de 300 familias al destierro de Buenos Aires y dieron lugar a la población del mismo nombre.
Entre las Sierras Quilmes y del Cajón al Oeste y las Cumbres Calchaquíes y Nevados del Aconquija por el Este, se abre el fértil valle Yocavil, regado longitudinalmente por el Río Santa María, asiento de la ciudad de Santa María de la Candelaria.
Yo conocía Santa María por haber ido en viaje de estudios a varios yacimientos arqueológicos de los valles Yocavil y Calchaquí para investigar la Cultura Diaguita y, repetir el viaje, no me desagradaba. Naturalmente, el internarme en la región de Valles y Quebradas, me hacía dificultoso cruzar a Tafí del Valle, en Tucumán, plena región de los Bosques Occidentales y separada de Catamarca por las inhóspitas Cumbres Calchaquíes y Nevados del Aconquija. Pero, afortunadamente, desde Santa María existe un camino que sube hacia el Norte, hasta Amaichá del Valle: desde allí se podría tomar la Ruta 307, que cruza las Cumbres Calchaquíes por el Paso del Infiernillo y lleva directamente a Tafí del Valle. En total, desde Santa María hasta Tafí del Valle, sólo tendría que recorrer 80 km. pero que serían agotadores por el estado de las Rutas y las sinuosas alturas a que arribaban.
Corría a más de 100 km. por hora aprovechando el buen camino hasta Cafayate para ganar tiempo, pues luego la marcha sería lenta, a no más de 40 km/h.
Tenía unas horas para pensar y decidí aprovecharlas de inmediato.
El paisaje, el viento fresco, el silencio del Valle, todo contribuía para que me sintiera laxo y tranquilo, predispuesto a meditar. Pero esta actitud era un tanto anormal si se tiene en cuenta la cantidad de cosas que me habían sucedido últimamente. La falta de preocupación evidenciaba un cambio muy grande en mi interior, que se manifestaba también en una sensación de desapego por las cosas del Mundo. Me sentía en paz porque no necesitaba nada. Estaba arruinado materialmente, quizás en peligro de muerte, y esta revelación sólo me arrancaba una sonrisa insensata.
Sí, había cambiado mucho. Y todo ese cambio se produjo entre el 7 de Enero, fecha en que experimenté el rapto espiritual y creí morir, y sincronísticamente se produjo el sismo que terminó con mis bienes.
¡Cuántas cosas me habían sucedido! y parecía que esto no acabaría más pues seguían sucediéndome cosas insólitas. Como el asunto de tío Kurt.
Fue sin duda una intuición. Cuando finalizaba la reunión con el Profesor Ramirez y el sabio mencionó que casi todos los documentos sobre los Druidas habían sido saqueados en Europa por las , pensé para mis adentros –¿A quién preguntarle sobre la Orden Negra y su interés sobre los Druidas?– en ese momento me vino a la mente el recuerdo de aquella noche en mi niñez. Ninguna relación lógica que permita asociar ambas cosas. Nada racional. Si lo hubiese pensado un minuto seguramente habría rechazado esta suposición por absurda. Pero los recientes sucesos me hacían desconfiar de la “razón” y he aquí que, cediendo a una corazonada, le pregunté a mi madre lo que había ocurrido esa noche 33 años atrás. ¡Y allí estaba la clave! Inexplicablemente, irracionalmente, había una relación; porque Yo quería saber sobre las y mi tío, de quien no conocía su existencia, había sido militar alemán. ¡Y de las !
Renuncié a buscarle una explicación y me concentré en la noche del 21 de Enero, cuando ocurrieron los fenómenos narrados. A partir de entonces, como ya dije, me sentía renacido, y si pensaba en ello era sólo con el fin de analizar la forma en que dos aconteceres de distinto orden, uno mi experiencia mística, otro el movimiento telúrico, se ligaban. Porque para mí no cabían dudas que una relación no causal, sincronística, existía entre ambos fenómenos. Que estaba en un caso similar al del asesinato de Belicena, cuando el asesino, en un acto de demencial orgullo, deja pruebas irrefutables de un Poder terrible.
El 21 de Enero, la Materia, exaltada hacia mí, estalla en un sismo de singular violencia sincrónicamente con una experiencia mística en que ambos aconteceres se confunden alucinantemente, dando la sensación de estar vinculados causalmente. Si yo así lo creyera, me sentiría tentado a pensar que mi propia psiquis desató los “fenómenos sísmicos” y esa sería la derrota moral de mi Espíritu.
Esto es justamente lo que Alguien, el Autor del sismo, deseaba que yo creyera para, de esa suerte, perderme. Y esta celada colosal, es otra demostración de infernal orgullo y arrogancia.
La tentación de “dominar los fenómenos” es uno de los errores primarios en que caen los que buscan abrirse paso en el sendero del Espíritu. Los únicos fenómenos que realmente importan para una elevación espiritual son los que ocurren personal y cualitativamente, no transferibles ni comunicables. Los fenómenos concretos, de percepción colectiva, llevan el sello de lo cuantitativo y material; es dudoso, por otra parte, que puedan producirse por un acto de voluntad.
Sobre esto, la gente no especializada es víctima de una información intencionalmente confusa. Pero Yo, en mi calidad de Médico Psiquiatra, estaba familiarizado con toda clase de actos fenoménicos derivados de patologías psicológicas o de crisis histéricas. En los Hospitales Neuropsiquiátricos es común, pero obviamente poco publicitada, la manifestación de fenómenos de este tipo. Pueden observarse, en ciertos casos, fenómenos parapsicológicos acaecidos en relación con uno o varios enfermos. Estos fenómenos, muy atractivos para el profano, no cuentan con una adecuada fundamentación científica y ese hecho es la principal razón de su ocultamiento. Suelen ser de muy distinta tipología: elevación de un objeto en el espacio sin una fuerza evidente que lo sustente (levitación), desplazamiento de objetos (telekinesis), aumento del brillo de los objetos en la celda del enfermo o viraje en el tono de los colores (cromación), aparición de objetos desconocidos o desaparición de otros (aporte de materia), etc.
Demás está decir que todos estos fenómenos son suceptibles de verificación colectiva cuando se presentan, pero completamente irreproducibles en condiciones de estudio o laboratorio. Esto se debe principalmente a que los “responsables” de semejantes fenómenos están locos de remate y generalmente son inconscientes de las alteraciones que producen.
Lo que torna incomprensibles a tales fenómenos, es su aparente contradicción a las leyes naturales, pero suele admitirse en medios académicos y científicos que una mejor “comprensión de la naturaleza” (esto es: un mayor progreso de la Ciencia) traerá, justamente, la solución a estos interrogantes. Se confía entonces en que “la Ciencia” dará las soluciones a las contradicciones de “la Ciencia”, proposición que es lógicamente inconsistente y suena cuando menos ridícula.
El meollo está en que fenómenos tales como la mencionada telekinesis, presentan fallas a la ley de causalidad. Esta ley dice que “a todo efecto (fenómeno) le corresponde una causa que lo origina”. En la telekinesis por ejemplo el objeto se mueve como si actuara una “fuerza de acción a distancia” (del tipo de la gravedad o el magnetismo) sin que, hasta hoy, se haya comprobado la acción de alguna fuerza. Es decir, “se mueve como si actuara” una fuerza, pero no actúa ninguna fuerza. Se dice entonces que “falla la ley de causalidad” porque el efecto no tiene causa que lo origine y, consecuentemente, se niega la existencia del efecto (fenómeno) para “salvar” la ley de causalidad.
Lo más acertado sería aceptar que se desconoce el vínculo (la ley) que une causa (el enfermo) y efecto (el objeto desplazado).
En la Psicología Analítica, desarrollada por C. G. Jung, se ha ensayado una teoría muy atractiva para salvar estas dificultades y las que surgen del caso común de los hombres que, estando separados cultural, geográfica, y temporalmente, sin ningún vínculo comprobable entre ellos, tienen ideas idénticas o análogas. Actuaría aquí un “Principio de Sincronía” desconocido por la Ciencia, debido a su incorrecta comprensión del Tiempo.
Conviene recordar, a este respecto, lo que dice C. G. Jung en “El Secreto de la Flor de Oro”: “Hace algunos años me preguntó el entonces presidente de la British Anthropological Society cómo podía Yo explicar que un pueblo espiritualmente tan elevado como el chino no hubiese ­materializado ninguna Ciencia. Le repliqué que eso debía muy bien ser una ilusión óptica, pues los chinos poseían una “Ciencia” cuyo Standard Work era precisamente el ­I-Ching pero que el principio de esta Ciencia, como tantas otras cosas en la China, es por completo diferente de nuestro principio científico. La ciencia del I-Ching, en efecto, no reposa sobre el principio de causalidad, sino sobre uno, hasta ahora no denominado –porque no ha surgido entre nosotros– que a título de ensayo he designado como Principio de Sincronicidad . Mis exploraciones de los procesos inconscientes, me habían ya obligado, desde hacía muchos años, a mirar en torno mío en busca de otro principio explicativo, porque el de causalidad me parecía insuficiente, para explicar ciertos fenómenos notables de la psicología de lo inconsciente. Hallé en efecto que hay fenómenos psicológicos paralelos que no se dejan en absoluto relacionar causalmente entre sí, sino que deben hallarse en otra relación del acontecer. Esta correlación me pareció esencialmente dada por el hecho de la simultaneidad relativa, de ahí la expresión sincronicidad . Parece, en realidad como si el tiempo fuera, no algo menos abstracto, sino más bien un continuum concreto, que contiene cualidades o condiciones fundamentales que se pueden manifestar, con simultaneidad relativa, en diferentes lugares, con un paralelismo causalmente inexplicable como, por ejemplo, en casos de la manifestación simultánea de idénticos pensamientos, símbolos o estados psíquicos. Otro ejemplo sería la simultaneidad destacada por R. Wilhelm de los períodos estilísticos chinos y europeos, que no pueden ser causalmente relacionados entre sí”.
Este era el pensamiento del prestigioso Psiquiatra C. G. Jung sobre el tema que me ocupaba. Con sus conceptos, la aparición de dos fenómenos idénticos (idea común a dos personas), separadas por el espacio, dependerá de un Arquetipo colectivo (causa) y la simultaneidad (sincronía) de los aconteceres fenoménicos.
Para interpretar el principio de sincronía, es preciso tener presente un concepto clave de la Psicología Analítica: el de “Inconsciente colectivo”. Este concepto permite manejar de manera más real a los Arquetipos, que no son ya seres estáticos como las Ideas de Platón sino entes dinámicos de poderosa fuerza anímica, soporte y sustentación de los Mitos que influyen inconscientemente en la conducta del hombre.
El concepto de Inconsciente colectivo ha sido resumido por Jung en la misma obra citada: “...así como el cuerpo humano muestra una anatomía general por encima y más allá de todas las diferencias raciales, también la psique posee un sustrato general que trasciende todas las diferencias de Cultura y Conciencia, al que he designado como lo Inconsciente Colectivo . Esta psique inconsciente, común a toda la Humanidad, no consiste meramente en contenidos capaces de llegar a la Conciencia, sino en disposiciones latentes hacia ciertas reacciones idénticas. El hecho de lo Inconsciente colectivo es sencillamente la expresión psíquica de la identidad, que trasciende todas las diferencias raciales, de la estructura del cerebro. Sobre tal base se explica la analogía, y hasta la identidad, de los temas míticos y de los símbolos, y la posibilidad de la comprensión humana en general”.
Conviene ahora, a la luz de lo expuesto, extraer una importante conclusión: si bien la Psicología Analítica permite interpretar los fenómenos sincronísticos, nadie ha afirmado seriamente jamás que fuese posible ejercer alguna forma de control sobre ellos. Esta clase de fenómenos, muy vistosos o atractivos para el profano, corresponden a lo más bajo en una escala de valoración de la experiencia trascendente. Como que se presentan siempre en relación a personas altamente perturbadas, estén o no en el manicomio.
En general la gente suele creer que la disciplinación de funciones orgánicas o psíquicas otorga cierto tipo de Poder sobre los mencionados fenómenos. Esta creencia abreva su sed en dos fuentes: la ignorancia (ingenua) y la desinformación (producto de la Estrategia Sinárquica). Hay ignorancia en la creencia popular de que los “milagros” que suelen acompañar las actividades de Santos y Grandes Místicos son realizados merced a un “Poder” que éstos tendrían o que les habría sido otorgado por una Deidad. En verdad los “Santos” jamás han dicho tal cosa, manifestando en cambio que los milagros son “hechos por Dios” o admitiendo, como máxima concesión, el haber sido vehículos de una “Gracia” o de una “Fuerza” superior que los trascendía.
Naturalmente, existen miembros de la Sinarquía, considerados también “Santos”, “Místicos”, “Gurúes”, “Maestros”, etc., que han afirmado la búsqueda del Poder como fin de la práctica de ciertas disciplinas, tales como la “meditación trascendental”, “yogas”, “oraciones o mantrams”, etc. Pero es posible sospechar de inmediato sobre los verdaderos fines ocultos que persiguen dichos agentes satánicos. Por el contrario, los Iniciados Hiperbóreos, quienes son realmente “Santos” –ahora podía distinguirlos bien, luego de leer la carta de Belicena Villca– siempre han orientado a sus discípulos para que se liberen de los lazos que su Espíritu Increado mantiene con la Materia Creada.
La desinformación obedece a un fin sinárquico y, quienes son víctimas de ella, creen ciegamente que existen “Escuelas Esotéricas” donde se imparte una enseñanza “secreta” que acaba por transformar al neófito –al cabo de unas cuantas lecciones en fascículos– en un Krishnamurti versión occidental. Pero, lo que la desinformación presenta como Escuelas Esotéricas, son en realidad “Escuelas Exotéricas”, cuyo fin inconfesado es la captación de adeptos.
Todas estas Escuelas Exotéricas pretenden poseer el secreto de los Grandes Misterios de la Antigüedad que ofrecen “revelar” a los incautos, si estos se ajustan a una regla interna que invariablemente exige como primera prueba la “obediencia ciega” y la “fe” en los Maestros ­Desconocidos de la escuela. La enseñanza que van presentando al candidato a Gurú, no puede ser más misteriosa ya que su base es el plagio de distintas Tradiciones Antiguas ensambladas eclécticamente en una supuesta “Doctrina Oculta” (que sólo lo es, por la imposibilidad de “desocultar” alguna Verdad en ella). Los Grandes Misterios de la Antigüedad (Persia, India, Grecia, etc.) han dejado un sedimento de Mitos y Símbolos Sagrados –con más frecuencia opuestos que coincidentes– a los que sólo un Alma mediocre y malintencionada (un Pícaro, ¡vamos!) intentaría unir en un sincretismo moderno.


Se advertirá que, durante aquel viaje a Santa María, un sentimiento de feroz crítica cultural se había instalado en mi corazón y amenazaba con fraccionar y amputar definitivamente los últimos restos de racionalismo que aún poseía. Me sentía vacío por dentro, pero me hallaba pronto para aceptar una Verdad que sustituyera toda la “inútil información” enciclopédica que había asimilado en tantos años de estudio. ¿Qué valor tenía aquel pomposo saber académico si no me servía para afrontar y resolver las situaciones misteriosas que he narrado, situaciones que me involucraban metafísicamente? Ninguno. Me hallaba, pues, pronto a desembarazarme de aquel lastre para recibir la ansiada Verdad. Una Verdad que consistía, y jamás había estado tan seguro antes de la realidad de una cosa como de este enunciado, en la Sabiduria Hiperbórea. En efecto: para mí, ahora, la Verdad era la Sabiduría Hiperbórea, cuyos alcances apenas vislumbraba en la carta de Belicena Villca.
Por momentos me invadía una rabia sorda, que era a su vez un reproche personal, una especie de reclamo que mi Yo actual, extrañamente trasmutado, realizaba implacablemente al Dr. Arturo Siegnagel de los años de búsqueda, a mi Yo pasado, que tan ingenuamente había creído que el progreso era una consecuencia lógica de la educación. En una época había aceptado, casi sin pensar, que una ley de evolución permitía al Alma expandirse a partir de ciertas pautas de vida. Creía que “seguir determinadas reglas de rectitud moral” y afrontar la vida con un criterio positivo redundaría inevitablemente en un bien interior. –Sí. Esa era la clave del progreso. Viviría de acuerdo a una “filosofía trascendente”, adoptaría un “modo de vida” religioso, a la manera de los orientales, y, en el devenir de la búsqueda, de la instrucción, de la ascesis, el progreso, inevitablemente, sobrevendría por “evolución”–. Esa había sido mi elección y ahora, al comprender que todo el razonamiento estaba errado, que nada había ganado tras tantos años de disciplinación y sacrificios inútiles, sentía cómo la rabia me invadía y cómo, también, un reproche impotente me arrancaba gemidos desolados.
Y que todo el razonamiento estaba errado se desprendía claramente de la carta de Belicena Villca. La ley de evolución existía y regía, y facilitaba, el progreso del Alma creada, y de todo ente creado, de acuerdo al Plan del Dios Creador. Pero nada tenía que ver tal ley, y ningún “progreso” se obtendría por su intervención, con el Espíritu Increado. Recordaba con horror las palabras del Inmortal Birsa: “el Alma del hombre de barro, creada luego del Principio, comenzó a evolucionar hacia la Perfección Final. Al parecer, aquella evolución “era muy lenta” y los Dioses Traidores, para acelerarla, realizaron la prodigiosa e infernal “hazaña” de encadenar el Espíritu Increado al animal hombre u “hombre de barro”: toda la Raza Hiperbórea, que era Increada, que procedía de “fuera del Universo creado”, del mismo Mundo de donde viniera el Creador, quedó entonces ligada a la evolución del animal hombre y a la evolución en general, al progreso en el Tiempo inmanente del Mundo. Según la Sabiduría Hiperbórea, el Espíritu debía liberarse del encadenamiento a la materia evolutiva, aislarse de la ley de evolución, y emprender el Regreso al Origen. Allí estaba la Verdad buscada. De cierto que mi Espíritu se agitaba por efecto de una intuición certera: esa Verdad, capaz de brillar para el Espíritu con una Luz Increada e inextinguible, debería ser conquistada en una lucha de dimensiones sobrehumanas, durante la que sería necesario exhibir una determinación inclaudicable.
Que existía un Enemigo, contra el que había que librar semejante lucha, un Enemigo que “cortaba el camino hacia el Origen”, eso lo sabía con certeza desde la noche del 21 de Enero. Pero las reflexiones precedentes, y la intuición que he mencionado, me permitían comprender ahora que los errores pasados provenían de mi debilidad estratégica, de haber cedido ingenuamente ante la Estrategia enemiga. Y esta Estrategia, que sin dudas afecta a todos los planos de la actividad humana, y aún las más desconocidas esferas psíquicas, es aplicada en el campo de la Cultura por intermedio de un Sistema de Control de características colosales. Al decir de Belicena Villca: “la Cultura es un arma estratégica de la Sinarquía”. Dicho Sistema de Control es el encargado de fomentar la confusión y el engaño, y era, por lo tanto, el responsable de la celada en la cual Yo había caído. Porque si Yo fui engañado, si Yo participé de la Estrategia enemiga, ello ocurrió por ignorancia o “debilidad estratégica”, por desconocer la naturaleza, y aún la existencia misma, del Enemigo: jamás podría haber colaborado conscientemente con los planes sinárquicos, jamás podría haber sido comprado por la Fraternidad Blanca, tal como se tentó la integridad espiritual del heroico Nimrod. En síntesis, si Yo hube cedido, en tiempos pasados, frente a la presión engañosa de la Estrategia enemiga, ello se debía a que entonces me encontraba dormido, espiritualmente dormido. Pero ahora había despertado, merced a la carta de Belicena Villca y al rapto espiritual del 21 de Enero, y la prueba estaba, justamente, en la determinación inclaudicable de luchar hasta el fin, contra todos y contra todo, para regresar al Origen y liberar mi Espíritu Eterno de su prisión material. Sí; Yo había despertado gracias a Belicena Villca, pero ahora era capaz de formular mis propias conclusiones sobre el modo de actuar del Enemigo, quien tenía en el fondo los alcances de un Demiurgo. La Sinarquía, expresión de Su Poder entre los hombres, conformaba un formidable abanico de organizaciones y Sociedades Secretas imposibles de detectar completamente; y en medio de este despliegue ofensivo me encontraba Yo, hasta ayer nomás ignorante de esas realidades; víctima fácil para la Estrategia enemiga. Porque, aunque se me escapaba, como es natural, la totalidad del Plan Demoníaco, veía con bastante claridad las tácticas aplicadas al campo de la Cultura. Los “sincretismos modernos” que mencionaba anteriormente, obedecen a esa voluntad de engaño que demuestra la Sinarquía en todas sus Sociedades Secretas. Y la idea de progreso evolutivo del Alma, por el “Karma”, la “vida recta”, o cualquier vía semejante de expiación, es presentada desde la base de las doctrinas Secretas Esotéricas, o los meros Sincretismos religiosos, como una verdad tan evidente que sólo un necio se atrevería a dudar de ella. Fuera de la religión, la misma idea ha invadido la mayoría de las disciplinas “científicas” o “humanísticas”. Es instructivo, por ejemplo, comprobar con qué habilidad los agentes sinarcas han impuesto conceptos geométricos para inducir interpretaciones teleológicas de la Historia: con un rigor racionalista admirable, definen arbitrariamente una trayectoria geométrica para el progreso de la Humanidad y luego proyectan esta figura sobre la Historia, estableciendo asociaciones, analogías, y coincidencias, la más de las veces tendenciosas e intencionadas. El progreso puede seguir así una trayectoria circular (r2=x2+y2), parabólica (y=x2), en espiral (ρ=αθ), en ciclos (y=sen x), uniforme (y=x), exponencial (y=ex), etc., procurando forzar a la Historia para que se ajuste y corresponda a la forma de tales funciones, “confirmando” de ese modo la teoría o dogma oficial de la secta sinárquica.
La utilización de la Geometría Analítica en la interpretación religiosa de la Historia no debe sorprender: “Dios geometriza” afirman algunos notorios sinarcas; “Dios es el Gran Arquitecto del Universo” sostienen otros; pero, en general, todos sostienen que la intención del Dios Uno es que el hombre, y la Materia, el Mundo, Todo, evolucione. Esta es una de las claves del racionalismo subyacente en las mentadas “Doctrinas Ocultas”. Porque evolucionar significa devenir en la Historia de acuerdo a una cierta ley. “Es la ley de evolución la que imprime al progreso humano una trayectoria geométrica” postula la Sinarquía. Pero, siendo así, ¿cuál es el beneficio esotérico que obtiene la Sinarquía al imponer culturalmente el evolucionismo, inclusive esotérico, en cualquiera de sus variantes geométricas? Muy sencillo: si todo el mundo cree que el hombre evoluciona, que la Sociedad evoluciona, que el Universo evoluciona, que el progreso responde a una ley, aceptará sin chistar que el futuro está determinado por la ley de evolución . Esto implica que, en bien de un futuro mejor, se pueden ejercer ciertos controles en el presente. Es decir: “dejemos que quienes conocen la ley, controlen hoy la Sociedad, para tener mañana un futuro mejor”. Vana utopía; ¿quién conoce la ley sino los Maestros de Sabiduría de la Fraternidad Blanca, además de los Sabios de Sión?
Ahora se hace todo claro; el fin de la Sinarquía es el Control del Mundo y, naturalmente, prepara sus cuadros dirigentes con una infraestructura de adoctrinamiento bien montada, mientras la humanidad, convenientemente desinformada, espera los “Hombres del Destino” que controlen los resortes del poder y “planifiquen” para el futuro. Esta es la realidad que palpita atrás de una Escuela Exotérica y que los incautos, fanatizados y deslumbrados por el sincretismo tan vistoso como hueco y racionalista, no pueden advertir.

Por otra parte, cabe advertir que los sincretismos se concretan cuando los hombres han perdido la capacidad de percibir el Mito en toda su pureza simbólica. Esta pérdida es una grave lesión en la capacidad del pensar metafísico y de la percepción metafísica, análogo, si se quiere, a una pérdida de la visión o ceguera. Por analogía se habla de Edad Oscura o Era de Tinieblas: perder la visión, no ver, es lo mismo que “ver” todo negro.
Existen textos sobre Doctrina ocultista que parecen poseer buena fundamentación filosófica y científica: pero también existen falsificaciones de los cuadros de Leonardo Da Vinci, tan perfectas que resisten el examen de prestigiosos peritos. Y es lógico, tanto en uno como en otro caso, la calidad del fraude depende de la habilidad del falsificador. En el caso esotérico, por desgracia, los falsificadores han alcanzado un alto grado de destreza: los hay muy bien “preparados” para su misión, dueños de una gran “Cultura general”. Tomemos, por ejemplo, escritos “esotéricos” de autores “sabios” y “eruditos” tales como H. P. Blavatski, Rudolph Steiner, René Guenon, Max Heindel, etc., y comparemos el fárrago de teosofismo que sustenta cualquiera de ellos con la elemental sencillez de los símbolos metafísicos de la Sabiduría Antigua; ¿qué surge en esta comparación? Que no podemos leer un símbolo (ver su verdad) y sí podemos leer un libro sobre el símbolo, que no nos revelará el sentido del mismo, pero nos entretendrá con descripciones y asociaciones múltiples, susceptibles de interpretación racional, que nos crearán la ilusión de una comprensión y un progreso, tal como conviene a la Sinarquía.
“Existe un daltonismo sensorial y un daltonismo gnoseológico”, escribió alguna vez el gran epistemólogo Luciano ­Allende Lezama. Se puede agregar que “existe también un daltonismo semiótico”: es el que padecen quienes no pueden ver la verdad de un símbolo y que debe ser sanado previamente a la búsqueda de un “Conocimiento Oculto”. Para no ser engañado. Para no ser usado por la Sinarquía.
Sin una clara visión de lo simbólico y un adecuado discernimiento moral, es imposible acceder al conocimiento de la Sabiduría Hiperbórea, la que, por otra parte, no está en las Escuelas Exotéricas. La falta de estas virtudes, o, el desprecio por las mismas, lleva al adepto-daltónico a la búsqueda de los “fenómenos” y del Poder, a seguir disciplinas “orientales” sin comprenderlas o a ceder a la fascinación de “investigaciones cientificistas” en parapsicología (Kámara Kirlian, psicobioenergética, y otras patrañas).
El peligro está en que dichas Escuelas “Ocultas” (con Personería Jurídica, Razón Social y teléfono) no vacilan en prometer, a gentes de dudosa capacidad espiritual, pero útiles a sus planes, todo tipo de Poderes y “experiencias liberadoras”. Por supuesto: el progreso vendrá “luego”, después de unas cuantas “Iniciaciones”, “progresando” en los “grados internos”.
“No se ayuda a un pobre –dice C. G. Jung– con que le pongamos en la mano una limosna más o menos grande, a pesar de que así lo desee. Se lo ayuda mucho más, cuando le señalamos el camino para que, mediante el trabajo, pueda librarse duramente de su necesidad. Los mendigos espirituales de nuestros días están, por desgracia, en exceso inclinados a aceptar en especie la limosna de Oriente, es decir a apropiarse sin reflexionar de las posesiones espirituales de Oriente e imitar ciegamente su manera y modo”.
Todos estos razonamientos me llevaban a una conclusión: En quien busca Poder fenoménico parapsicológico –taumaturgia– hay siempre un ignorante o un desinformado. En quien promete otorgarlo, sólo puede haber una voluntad perversa. De aquí que hubiese decidido considerar “coincidencia sincronística” a cualquier posible relación entre el rapto espiritual del dia 21 de Enero y el sismo simultáneo. ¡Podían estar tranquilos en el Valhala Belicena Villca y todos sus antepasados de la Casa de Tharsis, y los Dioses Liberadores, y todo aquel Ser espiritual que observase mi conducta!: para mí, el término de la visión mística señalaba el fin de la experiencia trascendente: ni Yo disponía de un Poder que operase sobre la Materia, ni deseaba tenerlo. Las Potencias de la Materia no habian conseguido engañarme esta vez y, posiblemente, nunca volverían a lograrlo.




Estas reflexiones las hacía mientras pasaban los kilómetros velozmente y Salta se abría generosamente en sus valles y quebradas. “Entre zonas de coloridos y enhiestos picos, se suceden las cuestas con exuberante vegetación y enmarcadas por rocas de agreste apariencia, algunas famosas como la del Obispo, un faldeo verdaderamente llamativo por su desarrollo y variedad de motivos” leí en el mapa que había adquirido en Cerrillos. Ya me encontraba próximamente a Cafayate, donde planeaba almorzar y adquirir algunos regalos, especialmente el exquisito vino de la zona. Cuando se realizan viajes improvisados, como el que Yo emprendía, por Provincias o regiones de extrema pobreza, conviene llevar siempre regalos comestibles. Un litro de buen Torrontés o unos alfajores pueden abrir puertas imposibles, controles fronterizos y salvar toda clase de dificultades.
Entré a Cafayate y luego de realizar algunas compras en una casa de artículos regionales, estacioné frente a la Plaza Libertad para almorzar en un restaurante que prometía desde una pizarra “Menú del día: Empanadas y Picante de Pollo”.

LIBRO TERCERO - Capítulo VIII


Capítulo VIII


Me dirijía, pues, a la casa de mis padres, imbuido de ese optimismo místico que sólo experimentan los que se saben renacidos. Tomada la decisión de partir, sólo pensaba en los fenómenos de la fatídica noche del 21 de Enero, tratando de interpretar su sentido trascendente. En pocos minutos llegaría a Cerrillos, pero luego, estos pensamientos me acompañarían por muchas horas del viaje que emprendería.
Treinta minutos después, conducía el coche por los doscientos metros del camino de entrada en compañía del fiel perro Canuto.
Mis padres, que promediaban el desayuno, se sentían felices de verme y lo expresaban entre saludos y risas.
Trataban de borrar, con su afecto, el recuerdo del desastre vivido. Yo agradecía interiormente estos halagos, pues necesitaba adquirir reservas de paz y tranquilidad, en previsión de futuros infortunios. Sabía que una hora más tarde, al partir, mi mente se concentraría en analizar todos los pormenores del complicado embrollo en que me hallaba comprometido.

–Dispones de un hermoso día para viajar –decía Papá mientras atacaba una salchicha asada de apetitoso aspecto–. Conduce con cuidado, hijo, recuerda que por la mañana los camioneros vienen medio dormidos.
–Descuida Papá; iré despacio y en tres horas estaré en Tucumán –afirmé sin mucha convicción.
Katalina, mi hermana, me alcanzó la salchicha con ­huevos, los panecillos humeantes y el café. Comprobé asombrado que se me hacía agua la boca de hambre, y caí en la cuenta de que venía alimentándome mal desde varios días antes. Sentir hambre es, si hay con qué saciarlo, siempre una señal de buena salud. No pensé más y me entregué, decididamente, a consumir el desayuno.
La Finca posee un amplio comedor con un ventanal orientado al Este, de frente al camino de entrada; pero por las mañanas el desayuno lo tomábamos en la cocina. Esta se encuentra detrás del comedor, ocupando la pared Sur que tiene una gran ventana fija de cuatro metros de largo con una mesa de madera rústica a la par. Toda la pared Oeste de la cocina, la ocupa el fogón y el hogar contiguo.
Sentado frente a la ventana con vista a los viñedos, tomaba el desayuno en compañía de los míos y revivía la nostalgia de muchos amaneceres semejantes. Pero una nube negra turbaba mi Espíritu; una, como secreta voz, me advertía que quizá éste fuese el último desayuno consumido de esa agradable manera. Y entonces Yo luchaba por ahuyentar tan lúgubres presagios masticando con fiereza la salchicha asada...
–Hasta pronto Arturo –se despidió mi padre– voy a recorrer los canales de riego.
–Chau Papá –lo acompañé hasta la puerta trasera y me quedé mirándolo mientras se alejaba hacia la caballeriza en busca de su viejo zaino. Minutos después lo veía alejarse al trote por el camino que corre de Este a Oeste, paralelo a la acequia principal. Ya debía haber partido pero me retrasaba adrede pues deseaba hablar a solas con Mamá.
Aún estaba en la cocina y bastó una seña para que solícitamente viniera junto a mí. Esta actitud no le habría llamado normalmente la atención, pero cuando pasé una mano por su hombro y comencé a hablar, un gesto de sorpresa se pintó en su rostro.
–Mamacita querida –le dije zalamero– deberías perdonarme si lo que voy a pedirte te causa algún dolor...
–Sabes hijo que lo que tengo es tuyo... –cayó en la cuenta que no le solicitaba nada material y su rostro se mostraba ahora francamente alarmado– ¿qué puedo hacer por ti Arturo?
–Tranquilízate Mamá, sabes que no te causaría ninguna preocupación si no lo creyese absolutamente necesario.
–Déjate de rodear y dime qué diablos quieres –dijo mi madre, que estaba comenzando a perder la calma.
–¿En qué año nací Mamá? –pregunté, yendo al grano.
–Tú lo sabes bien; en el 44. El 30 de Enero de 1944. Tienes ahora 36 años.
–Bien Mamá; escucha atentamente. Nunca hablamos de ello pero quiero decirte que recuerdo una noche, más de treinta años atrás; Yo tendría tres o cuatro años y algo, un ruido, no se qué, me despertó. Era tarde, Katalina dormía en la cama contigua y por la ventana se veía la luna cayendo del Oeste. Creo que sentí voces pues me levanté sin vestirme y bajé la escalera del hall, debatiéndome entre el sueño que me cerraba los ojos y la curiosidad que me los abría.
Estaban Papá, tú y alguien a quien nunca había visto antes; un hombre alto, de mirada aguda. Todavía hoy recuerdo su mirada penetrante y su altura mayor que la de Papá, que mide 1,80 mts. Fue él quien me descubrió en la escalera y lanzó aquella carcajada estruendosa, ante la mirada angustiosa de ustedes. En fin, no es mucho más lo que retengo en la memoria. Me parece estar en sus brazos y creo recordar que me daba algo brillante que atrajo completamente mi atención. Luego tú me acostaste nuevamente y al día siguiente el desconocido ya no estaba allí, ni tampoco volví a ver su obsequio.
Mamá había palidecido. Nos detuvimos junto al juego de jardín y le hice una muda indicación de que nos sentáramos bajo el roble.
–Al pasar los años –continué– solía recordar aquella noche pero sin darle mayor importancia. Sólo una vez, tendría unos nueve o diez años, me atreví a preguntarle a Papá y su reacción fue muy extraña: sufrió una gran ofuscación y me prohibió volver a hablar de ello, pero unos minutos después cambió y trató de convencerme que Yo recordaba un sueño, un mal sueño, que había tenido de niño.
Por lo tanto jamás volví a mencionar el asunto. Hasta hoy. –Mamá suspiró y sacudió la cabeza como si despertara de una pesadilla.
–¿Por qué Arturo, por qué treinta y dos años después, todavía te acuerdas de esa noche? –preguntaba más para sí misma que a mí– ¿por qué te empeñas en revivir un fugaz recuerdo que no significa nada para ti?
–Madre, te repito que no deseo causarte dolor; aguarda que aún no te he dicho lo que deseo saber –dije con voz tranquilizadora–. Dime dos cosas solamente: si ese hombre era de nuestra familia y si tenía que ver con la guerra.
Aquí usé un tono firme que convenció a Mamá de lo inútil de negarse a responder.

–Mira Arturo, tú eres ya un hombre hecho y no ignoras lo atroz que ha sido la guerra. En los años siguientes a 1945, los ánimos estaban caldeados y mucha gente tuvo que vivir huyendo. Pero ahora es diferente; mucho tiempo ha pasado... ¡no conviene a nadie escarbar aquello...! –había una súplica en la voz de Mamá.
–Mamá, no respondes a mis preguntas y eso está mal ¿es que no confías en mí?
                       
–. . . . .   –Sólo una mirada muda por respuesta.
–Debes decirme lo que sabes pues es muy importante para mí, para mi futuro, ¿entiendes? –aseguré con firmeza.
Era evidente que no entendía y decidí ser más convincente.
–Estoy atravesando una terrible crisis espiritual, Mamá. El Destino me ha puesto frente a una diabólica encrucijada de caminos, en donde un error de elección, significa extraviarse por el camino equivocado, lleno de obstáculos y peligros reales. Tus respuestas me ayudarían a no fallar; créeme Mamá. –Tomé sus manos con las mías en un desesperado esfuerzo por infundirle confianza.
–No entiendo nada de lo que dices, pero presiento que estás realmente preocupado, hijo. Te diré lo que deseas saber, y Dios me perdone si me equivoco al hacerlo, –respiró profundamente y continuó: –Kurt; él era quien vino esa noche de 1947. Mi hermano Kurt, que fue dado por muerto o desaparecido en Berlín en 1945, estaba en realidad cumpliendo una misión en Italia cuando terminó la guerra. Permaneció dos años oculto en un Monasterio franciscano del Sur de Italia, hasta que en 1947 pudo venirse a la Argentina, merced a una red de ayuda para fugitivos de guerra que funcionaba apoyada por el gobierno del Presidente Perón.
–Pero, Mamá –interrumpí– ¿por qué no volvió a Egipto, a la hacienda familiar? El gobierno egipcio fue muy protector de los alemanes, especialmente después de la fundación del Estado de Israel en 1948.
–Es un misterio. Jamás quiso decirlo, ni el motivo de la persecución, ya que sólo contaba con 30 años –razonaba Mamá ingenuamente– y casi siempre tuvo destinos diplomáticos.
–Pero ¿qué era él durante la guerra? –pregunté intrigado– ¿civil o militar?
–Militar; Oficial de las Waffen . Mayor o algo así. Debes tener presente que en 1938 Yo me casé con tu padre y vine a la Argentina perdiendo contacto con él por muchos años.
Kurt ya por el 32 era Jefe de Escuadra, es decir, Faehnleinsführer, de la Juventud Hitleriana o Hitlerjugend, en la colectividad germana de Egipto. Gracias a una gestión de Papá, que por su título nobiliario gozaba de cierta influencia en Alemania, en 1938 partió para estudiar a una de las escuelas Napola, Nationalpolitischen Erziehugsanstalten, de Berlín. Después sólo le vi en tres ocasiones, la última antes de partir hacia la Argentina, en las Navidades de 1937; luego pasarían 10 años hasta que en 1947 apareció por aquí. Durante ese tiempo no supe mucho de él, pues recibía cartas a razón de una por año y nunca directamente, ya que Kurt escribía a Egipto y de allí Papá las enviaba aquí.
De modo que no sé casi nada sobre su carrera; sólo lo poco que me pudo contar en la correspondencia de sus años de estudiante y menos durante la guerra, en que se mostraba parco por demás. Sé que en la escuela Napola sobresalió por su conocimiento de las lenguas de Medio Oriente y esto le valió para realizar varios cursos especiales, pero no conozco específicamente en qué consistían.
Recuerdo que en sus primeros años estaba feliz, porque se le había permitido ingresar a una división de la escuela Napola llamada, si no me equivoco Fliejer H-J, donde se impartía entrenamiento aéreo; pero te repito poco es lo que supe de él luego de su graduación en 1937. Ingresó a alguna división especial de las , mas, por lo que estoy enterada, jamás combatió. Su función era algo vinculada al Servicio Exterior pues casi toda la guerra la pasó en el Asia. Y eso es todo. En 1945 fue dado oficialmente por muerto pues su destino, se dijo, era Berlín en el mes de Abril, cuando esta ciudad cayó en manos de los Rusos. Su cadáver fue “hallado” en un avión carbonizado que no pudo despegar por recibir un disparo ruso de artillería.
Se nos notificó –prosiguió Mamá– de su muerte y mucho lo lloramos hasta que en 1947, sorpresivamente, se hizo presente aquí. El resto ya te lo he dicho; fue ayudado por los Kameraden y con una nueva identidad se aprestaba a comenzar “otra vida” en la Argentina. Según dijo en esa ocasión, era preferible desaparecer para siempre, ya que si los aliados sospechaban de su existencia no tardarían en buscarle. Creo que es una decisión que debemos respetar ¿no te parece? –me miraba esperanzada en que mi “curiosidad” estuviera satisfecha. Decidí continuar interrogando antes que reaccionara.
–Sí Mamá, lo comprendo y te agradezco cuanto me has dicho, pero falta lo principal. ¿Adónde está ahora tío Kurt? –le disparé a boca de jarro y pareció que la pregunta provocaría su desmayo.
–Arturo, hijo mío, eres adulto e inteligente ¿por qué preguntas lo que la prudencia aconseja no saber? El está bien; nadie le ha molestado en todos estos años y sería de desear que nadie lo haga antes de su cercana muerte. –Algo pasó por su mente y se quedó mirándome boquiabierta–. ¿No estarás pensando ir tú a verlo? ¡Oh no!
Debes sacarte esa idea de la cabeza. El ha vivido 35 años en un mismo sitio y todos le conocen en su nueva personalidad. Sería una torpeza poner en peligro tal cobertura por un capricho.
Había adivinado mi intención y respondido en consecuencia; comprendí que sería difícil sonsacarle la dirección de mi resucitado tío Kurt.
–No comprendes Mamá; no se trata de un capricho; es importante que hable con él para obtener una información que es posible él posea y que para mí es tan vital como el aire que respiro. Por la seguridad no debes preocuparte, ¿en qué puede afectarle la visita de un desconocido una sola vez en la vida? Hay mil justificativos para recibir a un visitante que luego no volverá nunca más. Porque eso es lo que haré, Mamá, ¡lo juro! Una vez que le haya preguntado lo que deseo saber me iré y no volveré jamás –trataba de convencerla con cualquier argumento y ella, dudando, miraba hacia las viñas como buscando la protección de mi padre.                
–Vamos Mamacita, dime dónde está. Tengo derecho a ver una vez en la vida a tío Kurt.
Al fin se decidió aunque demostrando gran contrariedad, y mientras ella hablaba, lejos de alegrarme por mi persuación, maldecía por dentro el dolor que le había causado y la angustia que sin duda le produciría esta confidencia; por lo menos hasta la vuelta de mi viaje.
–El está cerca de aquí, en la Provincia de Catamarca. Nunca he ido a visitarlo pues me lo prohibió expresamente aunque me dio la dirección para un caso de emergencia.
Le di una tarjeta y la estilográfica, comprobando que mi madre había memorizado los datos.
–¿En estos 35 años no lo has vuelto a ver ni le has escrito? –pregunté incrédulo.
Sonrió mientras me devolvía la tarjeta y la estilográfica.
–Sí tontuelo. Le hemos visto con tu padre unas pocas veces, en Salta y una vez en Buenos Aires, para unas vacaciones. Pero nosotros no le escribimos nunca. El nos escribe un par de veces por año, a una casilla de Correo que tu padre tiene en Cerrillos y nos avisa cuando irá a Salta, ocasión que aprovechamos para reunirnos unas pocas horas. No llegan a veinte las veces que lo he visto en estos años.
Me costaba creer que dos hermanos separados por sólo 350 km. no pudiesen visitarse a causa de hechos que nadie recuerda, ocurridos cuarenta años atrás y a miles de millas de distancia. No obstante justificaba los temores de mi madre y comprendía el esfuerzo que debió hacer para ceder a mi solicitud y confiarme su secreto.
Súbitamente recordé a Papá y temblé por anticipado, calculando la ira que le acometería al conocer mi impertinencia. Mamá no le ocultaría mis reclamos desconsiderados y él montaría en cólera. La vergüenza me cubriría y tal vez tendría que prometer no ir a Catamarca. Decidí ­evitar cualquier discusión y partir inmediatamente.
Besé a Mamá en la frente y me dirigí al automóvil. Ella no debió notar mi prisa pues antes que alcanzara a poner el motor en marcha me gritó:
–Aguarda, Arturo; espera unos minutos que te daré algo.
Entró en la casa y a pesar de mi impaciencia, hube de esperar diez largos minutos. Al fin volvió con un sobre en la mano.
–Escribí unas líneas para Kurt. Eres tan apresurado que no piensas que él no te conoce. Te vio cinco minutos cuando eras un chiquillo ¿cómo crees que te recordará?
Me entregó el sobre que recibí agradecido pues, admitía, me sería de gran ayuda para identificarme.
–Abre tu mano derecha y pon la palma hacia arriba –dijo Mamá con aire entre misterioso y cómplice.
Hice lo que me pedía y abrió su puño izquierdo, que había tenido todo el tiempo cerrado. Cayó algo en mi mano que en un primer momento no pude distinguir. Era un objeto brillante y mientras lo examinaba escuchaba asombrado:
–Esto es lo que te dio Kurt la noche de 1947. Lo tomé mientras dormías por temor a que lo perdieras jugando y lo conservé en mi joyero. Con el paso de los años se hizo complicado entregártelo, porque habrías exigido explicaciones que no podríamos haberte dado. El quiso en ese momento hacerte un obsequio, pero nada había traído pues ignoraba que tuviese un sobrino. Permanecía soltero y cuando te vio, se conmovió y dijo que, al no tener hijos, serías tú, su único sobrino, quien debía conservarla.
Yo miraba atónito la Cruz de Hierro con Esvástica y Hojas de Roble que tenía en mis manos y me preguntaba cómo un Oficial que jamás combatió pudo obtener la más alta condecoración que daba Alemania para premiar actos de heroísmo y valor.
–Hasta pronto madre –saludé por la ventanilla del coche–. No te preocupes, que seré prudente. Saluda nuevamente a Papá y a Katalina. Chau. Chau.
Arranqué y unos minutos después estaba en la ruta.