LIBRO PRIMERO - Capítulo VIII


Capítulo VIII


Canuto, el perro ovejero, se acercó corriendo para festejar mi llegada, mientras maniobraba con el coche y cerraba la tranquera. Todavía me faltaba recorrer otros doscientos metros hasta la casa; hice subir a Canuto en el asiento delantero y arranqué. Así era siempre; manejaba con una mano y con la otra acariciaba al viejo can durante esos doscientos metros, que le pertenecían sólo a él.
Vi acercarse la figura de mis padres, sentados bajo los centenarios lapachos del patio y sentí las risas de mis amados sobrinos. Era la familia, una de las cosas más bellas que puede concebir un solterón empedernido como Yo.
Bongiorno a tutti –bromeé mientras bajaba el maletín y buscaba las consabidas golosinas para los niños–. ¿Qué tal van las viñas Papá?
–Mejor que nunca Arturo. ¡Hay unas uvas que son la gloria de Baco! pero ¿de qué nos sirve esta abundancia si este año no tendremos vendimia? ¡Oh Mein Gott! ¡Este gobierno llevará a todo el mundo a la quiebra!
–Bueno Papá, calma, ya no tienes que hacerte mala sangre. Mira, te traje un regalo.
Le alcancé el cassete de Angelito Vargas y, mientras lo colocaba en el reproductor portátil, sorbí el mate que mi hermana cebaba y hacía circular silenciosamente de mano en mano.
–Toma hijo, hace cinco días llegó una encomienda para ti. La retiramos para hacértela llegar, pero como nadie iba para Salta quedó aquí. Debes dar tu domicilio de la Ciudad; algún día puede llegarte algo urgente aquí y tú no estarás..., –Mamá continuó riñéndome en tanto la voz de Angelito Vargas desgranaba el tango “A Pan y Agua”. Pero Yo no escuchaba nada. Absorto en el remitente del paquete, donde claramente se leía “Belicena Villca”, mi corazón parecía haberse detenido.
El paquete contenía el portafolios y, dentro de él, un sobre con una extensa carta, tan extensa que, se diría, Belicena Villca empleó todo su tiempo libre, durante meses, en escribirla. A continuación la transcribo sin quitar ni agregar una coma. Deseo que el lector comparta en toda su dimensión el Misterio que se abría ante mí al leer aquella  asombrosa misiva. El sobre ostentaba una leyenda, escrita a mano con fina caligrafía:
                     

            Dr. Arturo Siegnagel
       PRESENTE

                       
Rasgué el sobre y leí febrilmente: