LIBRO SEGUNDO
“La Carta de Belicena Villca”
Dr. Arturo Siegnagel:
Ante todo deseo agradecer cuanto hizo
Ud. por mí durante este largo año en que he sido su paciente. Sé que muchas
veces su bondad le ha llevado a sobrepasar los límites de la mera
responsabilidad profesional y me ha dedicado más tiempo y cuidados de los que
sin dudas merecía mi condición de alienada: mucho se lo reconozco, Dr., mas,
como comprenderá al leer esta carta, mi recuperación era prácticamente
imposible. De cualquier manera, la Diosa Pyrena sabrá recompensar justamente sus
esfuerzos.
Seguramente, cuando esta carta llegue
a sus manos, yo estaré muerta: Ellos no perdonan y Nosotros no pedimos
clemencia. Esta posibilidad no me preocupa, ya que la Muerte es, en nuestro caso,
sólo una ilusión, pero entiendo que para Ud. la ausencia será real y por eso he
decidido escribirle. Soy consciente de que no me creerá por anticipado y es así que me tomé el atrevimiento de enviarle la
presente a su domicilio de Cerrillos. Se preguntará cómo lo hice: sobornando a
una enfermera, quien obtuvo la dirección registrada en el fichero
administrativo y efectuó el despacho de la correspondencia. Le ruego que olvide
la falta de disciplina y no indague la identidad de la enfermera pues, si
muero, cosa probable, el miedo le hará cerrar la boca, y, por otra parte, tenga
presente que ella sólo cumplía con mi última voluntad. Ahora iré al grano, Dr.:
deseo solicitarle un favor postrero; mas, para ser justa con Ud., antes le
pondré en antecedentes de ciertos hechos. Creo que me ayudará, pues una
Voluntad, más poderosa que nosotros, le ha puesto en mi camino: quizás Ud.
también busca una respuesta sin saberlo, quizás en esta carta esté esa
respuesta.
Si ésto es así, o si ya se ha hecho
Ud. consciente del Gran Engaño, entonces lea con detenimiento lo que sigue pues
allí encontrará algunas claves para orientarse en el Camino de Regreso al
Origen. He escrito pensando en Ud. y fui clara hasta donde pude, pero descuento
que me comprenderá pues lleva visiblemente plasmado el Signo del Origen.
Comenzaré por informarle que soy de
los últimos descendientes de un antiguo linaje portador de un Secreto Mortal,
un Secreto que fue guardado por mi familia durante siglos y que corrió peligro
de perderse para siempre cuando se produjo la desaparición de mi hijo, Noyo
Villca. Ahora no importa que los Golen me asesinen pues el objetivo de mi
Estrategia está cumplido: conseguí distraerlos tras mis pasos mientras Noyo
llevaba a cabo su misión. En verdad, él no fue secuestrado sino que viajó hacia
la Caverna de
Parsifal, en la Provincia
de Córdoba, para transportar hasta allí la Espada Sabia de la Casa de Tharsis. Y yo partí
enseguida, en sentido contrario, con la consigna de cubrir la misión de Noyo
desviando sobre mí la persecución de los Golen. La Sabiduría Hiperbórea
me ayudó, aunque nada podría hacer al final contra el poder de sus diabólicas
drogas, una de las cuales me fue suministrada hábilmente en uno de los viajes
que hice a la Provincia
de Jujuy. Después de eso vino la captura por parte del Ejército y la historia
que Ud. conoce. Pero todo esto lo entenderá con más claridad cuando le revele,
como mi legado póstumo, el Secreto familiar.
El Secreto, en síntesis, consiste en
lo siguiente: la familia mantuvo oculto, mientras transcurrían catorce
generaciones americanas, el Instrumento de un antiguo Misterio, tal vez del más
antiguo Misterio de la
Raza Blanca. Tal Instrumento permite a los Iniciados
Hiperbóreos conocer el Origen extraterrestre de Espíritu humano y adquirir la Sabiduría suficiente
como para regresar a ese Origen, abandonando definitivamente el demencial
Universo de la Materia
y la Energía ,
de las Formas Creadas.
¿Cómo llegó a nuestro poder ese
Instrumento? En principio le diré que fue traído a América por mi antepasado
Lito de Tharsis, quien desembarcó en Colonia Coro en 1534 y, pocos años
después, fundó la rama tucumana de la Estirpe. Pero esto no responde a la pregunta. En
verdad, para aproximarse a la respuesta directa, habría que remontarse a miles
de años atrás, hasta la época de los Reyes de mi pueblo, de quienes Lito de
Tharsis era uno de los últimos descendientes. Aquel pueblo, que habitaba la península
ibérica desde tiempos inmemoriales, lo denominaré, para simplificar, “ibero” en
adelante, sin que ello signifique adherir a ninguna teoría antropológica o
racial moderna: la verdad es que poco se sabe actualmente de los iberos pues
todo cuanto a ellos se refería, especialmente a sus costumbres y creencias, fue
sistemáticamente destruido u ocultado por nuestros enemigos. Ahora bien, en la Epoca en que conviene
comenzar a narrar esta historia, los iberos se hallaban divididos en dos bandos
irreconciliables, que se combatían a muerte mediante un estado de guerra
permanente. Los motivos de esa enemistad no eran menores: se basaban en la
práctica de Cultos esencialmente contrapuestos, en la adoración de Dioses
Enemigos. Por lo menos esto era lo que veían los miembros corrientes de los
pueblos combatientes. Sin embargo, las causas eran más profundas y los miembros
de la Nobleza
gobernante, Reyes y jefes, las conocían con bastante claridad. Según se
susurraba en las cámaras más reservadas de las cortes, puesto que se trataba de
un secreto celosamente guardado, había sido en los días posteriores al
Hundimiento de la Atlántida
cuando, procedentes del Mar Occidental, arribaron a los continentes europeo y
africano grupos de sobrevivientes pertenecientes a dos Razas diferentes: unos
eran blancos, semejantes a los miembros de mi pueblo, y los otros eran de tez
más morena, aunque sin ser completamente negros como los africanos. Estos
grupos, no muy numerosos, poseían conocimientos asombrosos, incomprensibles
para los pueblos continentales, y poderes terribles, poderes que hasta entonces
sólo se concebían como atributos de los Dioses. Así pues, poco les costó ir
dominando a los pueblos que hallaban a su paso. Y digo “que hallaban a su paso”
porque los Atlantes no se detenían jamás definitivamente en ningún lugar sino
que constantemente avanzaban hacia el Este. Mas tal marcha era muy lenta pues
ambos grupos se hallaban abocados a muy difíciles tareas, las que insumían
mucho tiempo y esfuerzo, y para concretar las cuales necesitaban el apoyo de
los pueblos nativos. En realidad, sólo uno efectuaba la tarea más “pesada”
puesto que, luego de estudiar prolijamente el terreno, se dedicaba a
modificarlo en ciertos lugares especiales mediante enormes construcciones
megalíticas: meñires, dólmenes, cromlechs, pozos, montes artificiales, cuevas,
etc. Aquel grupo de “constructores” era el de Raza blanca y había precedido en
su avance al grupo moreno. Este último, en cambio, parecía estar persiguiendo
al grupo blanco pues su desplazamiento era aún más lento y su tarea consistía
en destruir o alterar mediante el tallado de ciertos signos las construcciones
de aquellos.
Como decía, estos grupos jamás se
detenían definitivamente en un sitio sino que, luego de concluir su tarea,
continuaban moviéndose hacia el Este. Empero, los pueblos nativos que
permanecían en los primitivos solares ya no podían retornar jamás a sus
antiguas costumbres: el contacto con los Atlantes los había trasmutado
culturalmente; el recuerdo de los hombres semidivinos procedentes del Mar
Occidental no podría ser olvidado por milenios. Y digo esto para plantear el
caso improbable de que algún pueblo continental hubiese podido permanecer
indiferente tras su partida: realmente esto no podía ocurrir porque la partida
de los Atlantes no fue nunca brusca sino cuidadosamente planificada, sólo
concretada cuando se tenía la seguridad de que, justamente, los pueblos nativos
se encargarían de cumplir con una “misión” que sería del agrado de los Dioses.
Para ello habían trabajado pacientemente sobre las mentes dúctiles de ciertos
miembros de las castas gobernantes, convenciéndolos sobre la conveniencia de
convertirse en sus representantes frente al pueblo. Una oferta tal sería
difícilmente rechazada por quien detente una mínima vocación de Poder pues
significa que, para el pueblo, el Poder de los Dioses ha sido transferido a
algunos hombres privilegiados, a algunos de sus miembros especiales: cuando el
pueblo ha visto una vez el Poder, y guarda memoria de él, su ausencia posterior
pasa inadvertida si allí se encuentran los representantes del Poder. Y sabido
es que los regentes del Poder acaban siendo los sucesores del Poder. A la
partida de los Atlantes, pues, siempre quedaban sus representantes, encargados
de cumplir y hacer cumplir la misión que “agradaba a los Dioses”.
¿Y en qué consistía aquella misión?
Naturalmente, tratándose del compromiso contraído con dos grupos tan diferentes
como el de los blancos o los morenos Atlantes no podía referirse sino a dos misiones esencialmente opuestas. No
describiré aquí los objetivos específicos de tales “misiones” pues serían
absurdas e incomprensibles para Ud. Diré, en cambio, algo sobre las formas
generales con que las misiones fueron impuestas a los pueblos nativos. No es
difícil distinguir esas formas e, inclusive, intuir sus significados, si se
observan los hechos con la ayuda del siguiente par de principios. En primer
lugar, hay que advertir que los grupos de Atlantes desembarcados en los
continentes luego del “Hundimiento de la Atlántida ” no eran meros sobrevivientes de una
catástrofe natural, algo así como simples náufragos, sino hombres procedentes
de una guerra espantosa y total: el Hundimiento de la Atlántida es, en rigor
de la verdad, sólo una consecuencia, el final de una etapa en el desarrollo de
un conflicto, de una Guerra Esencial que comenzó mucho antes, en el Origen
extraterrestre del Espíritu humano, y que aún no ha concluido. Aquellos
hombres, entonces, actuaban regidos por las leyes de la guerra: no efectuaban
ningún movimiento que contradijese los principios de la táctica, que pusiese en
peligro la Estrategia
de la Guerra
Esencial.
Los Atlantes blancos estaban con los
Dioses que querían liberar al hombre del Gran Engaño de la Materia y afirmaban que se
había luchado reciamente por alcanzar ese objetivo. Pero el hombre fue débil y
defraudó a sus Dioses Liberadores: permitió que la Estrategia enemiga
ablandase su voluntad y le mantuviese sujeto a la Materia , impidiendo así
que la Estrategia
de los Dioses Liberadores consiguiese arrancarlo de la Tierra.
Entonces la Batalla de la Atlántida concluyó y los
Dioses se retiraron a sus moradas, dejando al hombre prisionero de la Tierra pues no fue capaz de
comprender su miserable situación ni dispuso de fuerzas para vencer en la lucha
por la libertad espiritual. Pero Ellos no abandonaron al hombre; simplemente, la Guerra ya no se libraba en la Tierra : un día, si el
hombre voluntariamente reclamaba su lugar en el Cielo, los Dioses Liberadores
retornarían con todo su Poder y una nueva oportunidad de plantear la Batalla sería aprovechada;
sería esta vez la
Batalla Final , la última oportunidad antes de que los Dioses
regresasen definitivamente al Origen, más allá de las estrellas; entretanto,
los “combatientes directos” por la libertad del Espíritu que se reorientasen en
el teatro de la Guerra ,
los que recordasen la Batalla
de la Atlántida ,
los que despertasen del Gran Engaño, o los buscadores del Origen, deberían
librar en la Tierra
un durísimo combate personal contra las Fuerzas Demoníacas de la Materia , es decir, contra
fuerzas enemigas abrumadoramente superiores... y vencerlas con voluntad heroica: sólo así serían admitidos en el
“Cuartel General de los Dioses”.
En síntesis, según los Atlantes
blancos, “una fase de la
Guerra Esencial había finalizado, los Dioses se retiraron a
sus moradas y los combatientes estaban dispersos; pero los Dioses volverían: lo
probaban las presencias atlantes allí, construyendo y preparando la Tierra para la Batalla Final. En la Atlántida , los Atlantes
morenos fueron Sacerdotes que propiciaban un culto a los Dioses Traidores al
Espíritu del hombre; los Atlantes blancos, por el contrario, pertenecían a una
casta de Constructores Guerreros, o Guerreros Sabios, que combatían en el bando
de los Dioses Liberadores del Espíritu del hombre, junto a las castas Noble y Guerrera
de los hombres rojos y amarillos, quienes nutrieron las filas de los
‘combatientes directos’. Por eso los Atlantes morenos intentaban destruir sus
obras: porque adoraban a las Potencias de la Materia y obedecían el designio con que los
Dioses Traidores encadenaron el Espíritu a la naturaleza animal del hombre”.
Los Atlantes blancos provenían de la Raza que la moderna
Antropología denomina “de cromagnón”.
Unos treinta mil años antes, los Dioses Liberadores, que por entonces
gobernaban la Atlántida ,
habían encomendado a esta Raza una misión de principio, un encargo cuyo
cumplimiento demostraría su valor y les abriría las puertas de la Sabiduría : debían
expandirse por todo el mundo y exterminar al animal hombre, al homínido
primitivo de la Tierra
que sólo poseía cuerpo y Alma, pero carecía de Espíritu eterno, es decir, a la Raza que la Antropología ha
bautizado como de “neanderthal”, hoy
extinguida. Los hombres de Cromagnón cumplieron con tal eficiencia esa tarea,
que fueron recompensados por los Dioses Liberadores con la autorización para
reagruparse y habitar en la
Atlántida. Allí adquirieron posteriormente el Magisterio de la Piedra y fueron conocidos
como Guardianes de la
Sabiduría Lítica y Hombres
de Piedra. Así, cuando digo que “pertenecían a una casta de Constructores
Guerreros”, ha de entenderse “Constructores en Piedra”, “Guerreros Sabios en la Sabiduría Lítica ”.
Y esta aclaración es importante porque en su Ciencia sólo se trabajaba con piedra, vale decir, tanto las herramientas,
como los materiales de su Ciencia, consistían en piedra pura, con exclusión explícita de los metales. “Los metales,
explicarían luego a los iberos, representaban a las Potencias de la Materia y debían ser
cuidadosamente evitados o manipulados con mucha cautela”. Al transmitir la idea
de que la esencia del metal era demoníaca, los Atlantes blancos buscaban
evidentemente infundir un tabú en los pueblos aliados; tabú que, por lo menos
en caso del hierro, se mantuvo durante varios miles de años. Inversamente los
Atlantes morenos, sin dudas por su particular relación con las Potencias de la Materia , estimulaban a los
pueblos que les eran adictos a practicar la metalurgia y la orfebrería, sin
restricciones hacia ningún metal.
Y éste es el segundo principio que hay
que tener presente, Dr. Arturo Siegnagel: los Atlantes blancos encomendaron a
los iberos que los habían apoyado en las construcciones megalíticas una misión
que puede resumirse en la siguiente forma: proteger
las construcciones megalíticas y luchar a muerte contra los aliados de los
Atlantes morenos. Estos últimos, por su parte, propusieron a los iberos que
los secundaban una misión que podría formularse así: “destruir las construcciones megalíticas; si ello no fuese posible,
modificar las formas de las piedras hasta neutralizar las funciones de los
conjuntos; si ello no fuese posible, grabar en las piedras los signos
arquetípicos de la materia correspondientes con la función a neutralizar; si
ello no fuese posible, distorsionar al menos el significado bélico de la construcción
convirtiéndola en monumento funerario; etc.”; y: “combatir a muerte a los aliados de los Atlantes blancos”.
Como dije antes, luego de imponer
estas “misiones” los Atlantes continuaban su lento avance hacia el Este; los
blancos siempre seguidos a prudente distancia por los morenos. Es por eso que
los morenos tardaron miles de años en alcanzar Egipto, donde se asentaron e
impulsaron una civilización que duró otros tantos miles de años y en la cual
oficiaron nuevamente como Sacerdotes de las Potencias de la Materia. Los Atlantes
blancos, en tanto, siguieron siempre hacia el Este, atravesando Europa y Asia
por una ancha franja que limitaba en el Norte con las regiones árticas, y
desapareciendo misteriosamente al fin de la pre-Historia: sin embargo, tras de
su paso, belicosos pueblos blancos se levantaron sin cesar, aportando lo mejor
de sus tradiciones guerreras y espirituales a la Historia de Occidente.
Mas ¿a dónde se dirigían los Atlantes
blancos? A la ciudad de K'Taagar o Agartha, un sitio que, conforme a las
revelaciones hechas a mi pueblo, era el refugio de algunos de los Dioses
Liberadores, los que aún permanecían en la Tierra aguardando la llegada de los últimos
combatientes. Aquella ignota ciudad había sido construida en la Tierra hacía millones de años,
en los días en que los Dioses Liberadores vinieron de Venus y se asentaron
sobre un continente al que nombraron “Hiperbórea” en recuerdo de la Patria del Espíritu. En
verdad, los Dioses Liberadores afirmaban provenir de “Hiperbórea”, un Mundo
Increado, es decir, no creado por el Dios Creador, existente “más allá del
Origen”: al Origen lo denominaban Thule
y, según Ellos, Hiperbórea significaba “Patria del Espíritu”. Había, así, una
Hiperbórea original y una Hiperbórea terrestre; y un centro isotrópico Thule,
asiento del Gral, que reflejaba al Origen y que era tan inubicable como éste.
Toda la Sabiduría
espiritual de la Atlántida
era una herencia de Hiperbórea y por eso los Atlantes blancos se llamaban a sí
mismos “Iniciados Hiperbóreos”. La mítica ciudad de Catigara o Katigara, que
figura en todos los mapas anteriores al descubrimiento de América situada
“cerca de China”, no es otra que K'Taagar,
la morada de los Dioses Liberadores, en la que sólo se permite entrar a los
Iniciados Hiperbóreos o Guerreros Sabios, vale decir, a los Iniciados en el
Misterio de la Sangre
Pura.
Finalmente, los Atlantes partieron de
la península ibérica. ¿Cómo se aseguraron que las “misiones” impuestas a los
pueblos nativos serían cumplidas en su ausencia? Mediante la celebración de un
pacto con aquellos miembros del pueblo que iban a representar el Poder de los
Dioses, un pacto que de no ser cumplido arriesgaba algo más que la muerte de la
vida: los colaboradores de los Atlantes morenos ponían en juego la inmortalidad
del Alma, en tanto que los seguidores de los Atlantes blancos respondían con la
eternidad del Espíritu. Pero ambas misiones, tal como dije, eran esencialmente
diferentes, y los acuerdos en que se fundaban, naturalmente, también lo eran:
el de los Atlantes blancos fue un Pacto
de Sangre, mientras que el de los Atlantes morenos consistió en un Pacto Cultural.
Evidentemente,
Dr. Siegnagel, esta carta será extensa y tendré que escribirla en varios días.
Mañana continuaré en el punto suspendido del relato, y haré un breve paréntesis
para examinar los dos Pactos: es necesario, pues de allí surgirán las claves
que le permitirán interpretar mi propia historia.