Capítulo X
A
las 14,30 hs. me hallaba nuevamente en camino, rodeando el arroyo De las
Conchas y dispuesto a emprender la segunda parte del viaje a Santa María.
La
tierra estaba suelta pues al parecer hacía tiempo que no llovía y el viento era
lo suficientemente fuerte como para que este trayecto fuera por demás lento.
Dos
horas después sólo había recorrido 70 Km . y me aprestaba a cruzar por el medio el
pueblo Colalao del Valle pues el camino se continuaba por la calle principal.
Este pueblo se encuentra en la
Provincia de Tucumán, a mitad del camino que atraviesa la
cuña geográfica que un mal trazado de límites legó al mapa actual. Tiene unas
veinte cuadras de largo por cuatro o cinco de ancho. Mientras lo atravesaba
observaba el mismo síndrome que se manifiesta en mil pueblos y caseríos del
Norte Argentino: la decadencia.
La
pobreza es un mal endémico en estas, paradójicamente, ricas Provincias,
olvidadas por el centralismo burocrático de la Megápolis Buenos
Aires y por la desidia o impotencia de los gobernantes locales que suelen tener
las manos atadas por un federalismo inexistente más allá de los discursos
oficiales.
La
pobreza es un mal que duele. Pero más castiga ver la decadencia; esto es:
contemplar lo que ayer fue espléndido ejemplo transformado hoy en censurable
visión.
Mientras
rodaba el automóvil la calle de tierra, miraba las casas de estilo colonial
español, que hoy son sombras de lo que fueron en pasados días de esplendor.
Caricaturas crueles de la esperanza y la fe de sus constructores.
–Quienes
edificaron estas casas –pensaba compungido– creyeron en la Argentina , tuvieron fe
en América.
El
derrumbe inexorable de ellas es la contundente respuesta a esas ilusiones.
Se
veía que ese pueblo, como tantos otros, evolucionó hasta un apogeo que deberá
situarse en 50 o más años atrás, y luego sobrevino un período de decadencia
durante el cual no se levantó una pared, ni siquiera se pegó un ladrillo.
Ventanas clausuradas años ha, al podrirse los marcos de madera; paredes
desconchadas y leprosas; frentes roídos por mil inclemencias del tiempo y del
Alma.
La
decadencia de una comunidad urbana, de su arquitectura, es un retroceso que
indefectiblemente se implanta en el Alma de los pobladores. Y allí estaban
ellos, mirándome pasar con ese aire ausente, con esa contemplativa indiferencia
tan característica de la
América Indígena.
Porque
en ellos se veía descarnadamente la decadencia; en esos niños en pata que me
espiaban detrás de una esquina; en esos ojillos oscuros y achinados que me
miraban candorosos al ofrecerme la venta de una tortilla de maíz pero que se
tornaban desconfiados a la menor pregunta. ¿Qué diferencia presenta este
poblado, estas casas, estos pobladores, estos niños, con sus equivalentes de
otras partes de América; de Bolivia, del Perú, del Ecuador o Colombia? Ninguna.
En
esa respuesta radicaba también la decadencia; en que, pagando el alto precio de
aislarnos de Latinoamérica, cien años de “Cultura Europea” no han dejado ni un
rastro en estos criollos olvidados por todos. No les hemos dado nada distinto a
lo que han recibido en los países mencionados. No son ni más ni menos
civilizados que ellos a pesar de la creencia en contrario que sustenta la Oligarquía Europeizante
que dirige este país desde hace cien años.
Por
eso una explicación para la decadencia general que asola a los poblados de
sangre americana, puede ser ésta: en quinientos años la Cultura europea no prendió
en el Alma del americano porque, ni los que la implantaron a sangre y fuego, ni
los que la enseñaron beatíficamente, creían realmente en ella. Se les reemplazó
a las Razas americanas su milenaria Cultura, dinamizada por la acción de
Grandes Mitos, por la Cultura
materialista europea, carente de espiritualidad y trascendencia. Y la religión
de América, que conservaba el recuerdo de los Dioses Blancos, fue prohibida en
favor de la Doctrina
racionalista
del catolicismo: en adelante los nativos tendrían que glorificar la historia
bíblica del Pueblo Elegido, adorar a un Dios-hebreo-crucificado del que jamás
habían oído hablar, y quedarían fuera de la discusión teológica porque la nueva
religión ya llegaba terminada, acabada en su fundamentación filosófica. Si
allá, en la ignota Nicea, un Concilio había decidido que Dios era triple ¿qué
podrían decir aquí los recientemente paganos sometidos? Y los que estaban aquí
¿acaso sabían qué significaba el Dogma católico? No; éstos mataban y saqueaban en
nombre del Dogma católico que nadie comprendía ni nadie se preocuparía
en explicar. Pero la riqueza se acabaría. Finalmente llegaría el tiempo de
crear nueva riqueza, de hacer producir objetos culturales a aquellos imperios
evangelizados. Y entonces, en ese mismo momento, comenzaría la decadencia. La Iglesia medraría con la
conquista de América destruyendo sistemáticamente todo vestigio del origen
atlante de las grandes civilizaciones, toda prueba sobre la naturaleza
extraterrestre del Espíritu del hombre. Y el español, enloquecido tal como lo
profetizara la Gran Madre
Binah a Quiblón, derramaría de manera pareja la sangre y el semen sobre los
pueblos nativos. De ese Holocausto de Agua saldrían “los Hijos del Horror”, la
población mestiza de América, hombres como los que ahora veía al pasar por sus
poblados decadentes. Hombres culturalmente indiferentes; que se muestran
decididos a no hacer nada. Si no viene un gringo con fe en algo, y vuelve a
levantar casas y poblados, ellos no lo harán. Y todo caerá, al suelo, a
pedazos, –venganza pueril, pero efectiva– como cayeron sus Culturas ayer y como
caerá mañana el Alma de Occidente si se empeña en continuar divorciada de la
sangre de América.
Al
pasar por Fuerte Quemado, no pude menos que recordar que en aquel sitio
acampara Diego de Rojas cuatro siglos antes, cuando marchaba en persecución de
Lito de Tharsis. El no había podido localizar el Pucará de Tharsy, a pesar de
internarse en Tafí del Valle durante meses. Empero, ¿Yo lo lograría? Creía que
sí; que las indicaciones de Belicena Villca eran muy precisas y conseguiría
llegar hasta la Chacra ;
y que entrevistaría al indio Segundo, el insólito descendiente del Pueblo de la Luna. Y el optimismo no me
había abandonado al llegar a Santa María.
Al
cruzar el puente sobre el Río Santa María, miré el reloj: las siete y media de
la tarde. Había tardado cinco horas desde Cafayate y ya estaba anocheciendo. A
pesar de mi impaciencia por llegar cuanto antes a la casa de tío Kurt, había
decidido esperar la noche para cumplir con las promesas a Mamá en cuanto a
prudencia y seguridad.
Detuve
el coche frente a otra casa de artículos regionales para adquirir los famosos
productos de la zona: el pimentón, el arrope, las uvas pasas y el vino. Luego
que hube pagado la compra me entretuve indagando al vendedor sobre la calle
Fray Mamerto Esquiú. Así supe que iba de Este a Oeste, yendo a morir en el Río
Santa María, que es uno de los límites periféricos de la ciudad y corre de
Norte a Sur.
–El
número 95 –pensaba– debe estar cerca del río, quizás en la última cuadra.
–¿Busca
a alguien en la calle Esquiú?
A
lo mejor puedo ayudarle –me sorprendió con su pregunta el vendedor. ¡Ah la
curiosidad pueblerina! Pero no me dejé impresionar.
–Sí,
busco a una vendedora de ponchos –mentí–. En Salta me dieron la dirección
aproximada pues no la recordaban con exactitud.
–¿Una
vendedora de ponchos en la calle Esquiú? Uhm... No, lamentablemente no conozco
a ninguna vendedora de ponchos que viva en la calle Esquiú... Pero, dígame ¿Qué
clase de ponchos busca? Porque Yo tengo un buen surtido. Y a buen precio...
Un
rato después salía con mi compra original más un poncho catamarqueño blanco con
guarda incaica.
Elegí
para cenar un fondín de segunda pero que, según el vendedor de productos
regionales, preparaba el mejor guiso de conejo del valle Yocavil. No bien me
ubiqué en una mesa apartada, comprobé lo acertado de la elección, pues éste era
un lugar frecuentado por vendedores y viajantes de comercio en el que a nadie
sorprendía la presencia de un forastero.
Me
hallaba saboreando el postre, dulce de cayote con nueces, cuando un niño en
harapos se ofreció a lustrar mis botas.
Hay
una edad –pensé con desaliento– la infancia, que todos los animales de la
naturaleza emplean para jugar y retozar, protegidos por sus padres y demás
miembros adultos de la población. El ser humano en cambio no puede garantizar a
sus niños el goce de vivir la más bella edad como debe ser vivida: disfrutando
de la fantasía.
Por
principio, detesto que los niños trabajen con fines de lucro y mi primer
impulso fue alejar a aquel lustrín; pero una idea se me ocurrió en ese instante
y extendí el pie derecho en muda aceptación. Era un changuito de unos siete
años e indudable ascendencia india. Comenzó lavando y cubriendo de pomada las
botas, para luego, por medio de vigorosos masajes con una banda de lienzo,
tratar de obtener el ansiado brillo.
–¿Cómo
te llamás? –pregunté, buscando ganar su confianza.
–Antonio
Huanca, Señor –respondió de prisa.
–Decime
Antonio ¿Vivís lejos de aquí?
Levantó
la cabecita crinuda y me miró con un gesto de interrogación en los ojos. Al fin
se encogió de hombros y señalando un lugar indefinido dijo:
–Uuuf,
muy lejos Señor, por allá, al otro lado del río.
Decidí
que mi pregunta había sido desafortunada. Debía probar de nuevo, pero esta vez
sería más directo:
–¿Conocés
la calle Esquiú?
Se
quedó pensativo un momento, pero enseguida se le iluminó la carita:
–
Sí, Señor; es la que está al final de la ciudad. Si va por ésta derecho
–señalaba la calle del fondín– la va a encontrar cuando se termina el
pavimento. Justo donde termina el pavimento está la calle Esquiú, sí Señor.
Hablaba
sin dejar de lustrar y a ese paso pronto terminaría. Me agaché un poco a fin de
hablar sin levantar la voz y le dije:
–Voy
a verlo a Cerino Sanguedolce, ¿lo conocés?
Se
largó a reír mientras se relamía.
–¿Al
dulcero? ¿Quién no lo conoce a Don Cerino, Señor?
Estiró
la cabecita y me dijo en tono de confidencia:
–No
le diga nada Usted, pero mis hermanitos y yo, siempre tratamos de robarle
frascos de dulce; –se le caían las babas al chango– no hay quien los haga más
ricos en Santa María. Ji. ji, ji.
Reía
como un gorrión y era, festejando su travesura, finalmente un niño.
Tío
Kurt es “dulcero” –pensé maravillado. Se me antojó en ese momento que sería un
tonto por no haberlo previsto pero esa idea no tenía sentido y la deseché.
El
chango había terminado su labor y Yo disponía de la información suficiente para
ubicar a tío Kurt. Le pagué generosamente y se alejó hacia otras mesas a
ofrecer sus servicios.
Un
reloj de pared, colgado bajo un cuadrito con una colección de puntas de
flechas, marcaba las 21 hs. Aboné el gasto de la cena y salí.
La
noche era fresca pero el cielo estaba cubierto de nubes y no corría ni un soplo
de viento. Retiré el coche y partí siguiendo las instrucciones del lustrín.
A
medida que me acercaba a la calle Esquiú, las casas se iban esparciendo y
disminuían en calidad, hasta que al fin me encontré en un arrabal de miserable
aspecto, adonde no sólo el pavimento terminaba sino que también las luces de
las calles eran casi inexistentes.
Doblé
por la calle Esquiú hacia donde el instinto me indicaba que debía estar el río
y busqué en vano una señal, un punto de referencia que me permitiera calcular
la numeración.
Maldiciendo
por dentro la idea de visitar de noche a tío Kurt, comprendí rápidamente que
circulaba por un barrio formado por pequeñas fincas de cuatro o cinco hectáreas
cada una.
En
el Noroeste Argentino las fincas obedecen todas a un mismo patrón de
construcción: un rectángulo de tierra correctamente alambrado y una Sala (casa
del dueño o cuidador) edificada a una corta distancia de la tranquera de
entrada. Pueden existir variaciones o agregados, pero éste es el “tipo”
general, que Yo conocía bien pues nuestra propia finca en Cerrillos se adaptaba
al mismo esquema. Sabía entonces de la inutilidad de llamar desde la entrada,
dado que la casa suele estar alejada de ella y acepté inconscientemente el
hecho de que iba a tener que internarme en una de las finquitas para dar aviso
de mi llegada.
El
automóvil llevaba corriendo unos cinco minutos por la sombría calle Esquiú que
ahora daba la inequívoca sensación de una pendiente pronunciada. El río debía
estar cerca pero aunque la poderosa luz alta de cuatro cuarzos perforaba las
tinieblas, no lograba distinguir nada más allá de veinte metros. Detuve el
coche y le puse el freno de mano; sería mejor realizar una exploración a pie.
Tomé
de la guantera una linterna tipo lapicera, cuya exigua luz suele ser útil a
veces, y descendí tomando la precaución de cerrar el auto para el caso que me
alejara del lugar. Un momento después comprobaba lo oportuno de la decisión de
detener el coche pues, cincuenta metros más adelante, la calle se estrechaba
abruptamente y caía en un barranco pronunciado sobre el Río Santa María que
corría abajo, a una distancia de cien o ciento cincuenta metros. De haber
seguido avanzando con el coche, me habría visto en dificultades para girar y
retroceder.
Estaba,
por fin, en el origen de la calle Esquiú, no muy lejos de la vivienda de tío
Kurt.
Esta
presunción me dio nuevos ánimos para tratar de orientarme; algo que, estaba
viendo, era bastante difícil.
La
calle Esquiú había perdido sus veredas varias cuadras atrás y, donde me
encontraba ahora, era sólo un callejón de grueso ripio que se extendía desde
uno hasta otro alambrado, sendos límites de desconocidas propiedades. Hacia el
Este estaba el río por lo que, si ésta era la última cuadra, presunta morada de
tío Kurt, la dirección buscada debía estar en uno de ambos lados de la calle, a
pocos pasos de allí.
Exploré
la mano del Norte que se componía de una fila de tres hilos de alambre, hasta
una altura de un metro cincuenta, pero flanqueados en toda su extensión por
arbustos de ligustro muy tupidos y perfectamente podados en forma de pilar.
Recorrí unos ciento cincuenta metros sin hallar ninguna puerta o tranquera por
lo que deduje que estaba a los fondos de una finca.
Tratando
de calmar la contrariedad que sentía por tan insólita situación, crucé a la
mano Sur y reemprendí la búsqueda. Esta finca estaba mejor limitada pues pronto
descubrí una gruesa malla de alambres a rombos, que dejaban entrever la maraña
del consabido ligustro.
La
noche se tornaba impenetrable, reduciendo la ayuda de la pequeña linterna, y
por eso mi paso era torpe y vacilante, mientras revisaba palmo a palmo ese
tenebroso tramo de la calle Esquiú. Cuando ya desesperaba de encontrar una
entrada en esa pared, se produjo el milagro: un enorme portón de caño y malla
de alambre emergió de las tinieblas casi al fin de la calle, a unos diez metros
del barranco. Orienté el haz de la linterna hacia adentro pero, tal como lo
suponía, no vi ninguna construcción sino un camino, formado por dos huellas
paralelas, que se perdía en la oscuridad. A la izquierda se apreciaba una
cuidada plantación de vides, pequeñas y cargadas de racimos; a la derecha
infinidad de almácigos de una surtida huerta.
Volví
a revisar la puerta, pero no hallé timbre ni llamador alguno; en cambio
descubrí dos anillas de acero, una en la puerta y otra en el marco de hormigón,
ensartadas por un pesado candado de hierro.
Desalentado
me recosté contra el portón, tratando de tomar una determinación. Lo más
razonable sería irme y volver de día, pero me frenaba la suposición de que
hubiera peones o acaso familiares de tío Kurt, a quienes le resultaría muy
extraña mi presencia. Quedaba la posibilidad de persistir en la búsqueda
nocturna, entrando en la finca a pesar del candado; siempre que aquella fuese
realmente la vivienda de mi tío...
Permanecía
indeciso, abrazado a la malla del portón, aguzando la vista en dirección al
camino de entrada, cuando me pareció ver fugazmente el brillo de una luz. Fue
sólo un segundo, pero suficiente para que renaciera la esperanza de obtener
algún resultado esa noche.
Imaginé
que la Sala
debía quedar bastante lejos, razón por la cual no llegaba luz hasta el portón,
interceptada, quizás, por árboles u otros obstáculos. No lo pensé más y trepé
por la malla contigua al portón. Salvo el contratiempo de que una porción de mi
saco “Safari” quedó en los alambres de púas, que coronaban el bastidor de
malla, pude ingresar sin problemas. Unos segundos después, me desplazaba
tranquilamente por el camino interior, siguiendo con la linterna las marcadas
huellas de vehículo que ostentaba el mismo. Llevaba caminados unos cien metros,
cuando la senda dobló bruscamente a la
derecha y se internó entre un grupo de frondosos árboles. No bien tomé
esta curva, avisté a unos treinta o cuarenta metros una casa de tipo alpino, de
dos plantas, con techo de tejas media caña cuyo color contrastaba con el blanco
de las paredes y las negras rejas de ventanas y balcones. Contra la oscuridad
de la noche se recostaba fantasmalmente sin que, al parecer, hubiera luces
encendidas.
Esta
visión y el silencio sólo roto por el zumbido de los coyuyos, contribuyeron a
desmoralizarme. Me detuve un instante y contemplé la inmensa mole de la casa,
apantallada por las ramas de unos sauces gigantes que se hamacaban al compás de
una suave brisa. Tuve inexplicables deseos de echar a correr y abandonar ese
escenario irreal, pero me repuse enseguida y avancé a grandes pasos con la
intención de llamar a la puerta para requerir la presencia de tío Kurt o Cerino
Sanguedolce.
Fue
entonces que lo escuché.
Estaba
a pocos metros de la casa cuando sentí venir de mis espaldas, hacia la derecha,
un sonido
conocido... Era un quejido agudo. Un lamento muy especial que sólo
pueden reconocer de inmediato quienes hayan tenido experiencia en la cría de
perros. Pues ese quejido es la expresión del deseo de atacar que manifiesta el
perro, cuando el amo le impide hacerlo.
Yo
recordaba que Mamá había traído un pequeño gato a la finca y, para evitar que
Canuto lo atacara, decidió hacérselo oler mientras lo retaba con fuertes voces
y le prohibía tocarlo. Entonces Canuto temblaba, debatiéndose entre el instinto
de matar y la obediencia que debía a sus amos, y lanzaba unos quejidos
engañosos que no expresaban dolor sino el deseo contenido de atacar.
Este
tipo de quejido era el que había sonado a mis espaldas.
¿Perros!
–pensé alarmado– ¿cómo no noté la falta de perros? Dios, ¡qué imbécil! Todas
las fincas tienen perros. Pero... ¿por qué no ladraban? ¿por qué no habían
ladrado?
Me
di vuelta lentamente. Lo que vi me indujo un súbito terror, paralizándome en el
sitio en que estaba. Dos pares de ojos verdes relampagueaban en la penumbra a
pocos pasos de mí. Eran ojos de animal, de perros quizás; pero creo que el
pánico me lo produjo el tomar conciencia de dos cosas; una, el tamaño anormal
de esas bestias, y otra, su también anormal cautela. Porque resultaba inconcebible
que hubiera podido transitar tanto por la finca sin que los animales emitieran
ni un ladrido y que en cambio me siguieran silenciosamente, casi arrastrándose,
hasta situarse tan cerca de mí que podía tocarlos con la punta del pie.
Volvió
a quejarse una de las bestias con el evidente deseo de saltar sobre mí. En el
momento en que me asaltaba la certeza de que su amo no debía estar lejos, sonó
un silbido modulado de indudable origen humano. No alcancé a volverme esta vez
pues las bestias, al oír el silbido, actuaron como movidas por un resorte y de
un gran salto se arrojaron sobre su presa.
A
pesar de estar casi paralizado de espanto, el instinto de conservación y varios
años de Karate, me hicieron poner en guardia. Pero sólo para comprobar
que aquellas fieras gozaban de un particular adiestramiento pues, en lugar de
dar dentelladas y buscar el cuello como hacen los perros de combate, estos
parecían saber exactamente qué hacer: cada uno se dirigió a un brazo y clavó en
él sus dientes. Sentí la carne lacerada y vi que las fieras cerraban las
mandíbulas sin intenciones de soltar. El impacto del ataque me hizo
trastabillar pues ambos perros parecían pesar más que mis 90 kg .; un segundo después
caía hacia atrás mientras sentía crujir el hueso de mi brazo izquierdo en la
boca del gigantesco can. Pensé, mientras caía, en varias tácticas para zafarme
de los perros: me revolcaría, patearía sus testículos, mordería,....
–Crack–
sonó el golpe en mi cráneo y todo se oscureció.
FORMOSA |
CHACO |
SANTIAGO DEL ESTERO |
MISIONES |
CORRIENTES |
ENTRE RIOS |