LIBRO TERCERO - Capítulo IV


Capítulo IV


El regreso a mi departamento lo hice sumido en sombrías cavilaciones, luchando por evitar que el desaliento me ganara. Pasado el entusiasmo inicial, el peso de la realidad se apoyaba duramente en mi Espíritu y me planteaba un interrogante insoslayable: ¿cómo podría Yo, valiéndome sólo de mis propias fuerzas, cumplir con la solicitud de Belicena Villca? Es cierto que me sentía dueño de una voluntad inquebrantable, que no cedería así porque sí en mi determinación de llegar hasta el final, que todas mis fuerzas, sin reservas, las pondría a disposición de la Causa de la Casa de Tharsis; pero era cierto, también, lo reconocía humildemente, que Yo no estaba dotado con las virtudes de Ulises. No; definitivamente Yo no era el Héroe Perseo que según Belicena descendiera hasta el mismo Infierno para conquistar la Sabiduría: pero no sólo a aquellos Héroes mitológicos Yo no me parecía; no me aproximaba ni remotamente a alguno de los Señores de Tharsis. Ellos sí que sabían cómo resolver toda clase de situaciones. Se habían enfrentado durante milenios a una infernal conspiración, inconcebible para una mente humana corriente, soportaron varios intentos de exterminio, y salieron airosos de todas las pruebas, sortearon todos los peligros, triunfaron de todos los enemigos. Y lo consiguieron porque, al decir de Belicena, sus corazones eran más duros que la Piedra diamante y poseían la certeza del Espíritu Eterno; y porque experimentaban una hostilidad esencial hacia las “Potencias de la Materia”, que les permitía exhibir una fortaleza indescriptible frente a cualquier enemigo. Ellos se habían mantenido “al margen de la Historia”, tratando de preservar la herencia de la Sabiduría Hiperbórea de los Atlantes blancos. Eran Iniciados que actuaban conscientes de su responsabilidad espiritual. Cumplían con la “Estrategia” de sus Dioses y los Dioses se dirigían a Ellos y los guiaban.
Yo, en cambio, era incomparablemente más débil. No distinguía tan claramente como ellos entre el Alma y el Espíritu, aunque la lectura de la carta me produjo como una revelación del “Yo espiritual”, como la intuición innegable de la verdad del Espíritu encadenado en la materia; pero por ahora era sólo una intuición espiritual. Tampoco recibí una tradición esotérica, una sabiduría heredada, y mucho menos tuve la posibilidad de ser Iniciado en el verdadero Misterio del Espíritu: busqué, eso sí, la verdad por muchos años, como narraré luego, y hasta llegué a descubrir por mí mismo la realidad de la Sinarquía Universal, pero jamás se me ocurrió luchar contra tales fuerzas satánicas, ni nunca imaginé que fuese necesario hacerlo, imprescindible, inevitable, una cuestión de Honor. Por el contrario, como expresa el conocido tango, “Yo me entregué sin luchar”: dejé que el sentimentalismo me ablandara el corazón, que me impregnaran las costumbres decadentes del siglo, toleré y conviví con las más abominables realidades, las mismas en que se hunde lentamente la Cultura occidental, sin reaccionar. Y no reaccioné nunca porque carecía de reflejos morales, estaba como dormido, quizás porque en el fondo, como ahora, tenía miedo de luchar y reaccionar, de enfrentar a fuerzas demasiado poderosas. ¡Oh, Dios! ¡Me habían convertido en un idiota útil, en un estúpido pacifista!
Pero ahora las cosas cambiarían: si había que destruir ¡destruiría!; si había que matar ¡mataría!; cualquier cosa haría antes de transar con el Enemigo del Espíritu, descripto por Belicena Villca. Sólo necesitaba ayuda, algún tipo de ayuda espiritual. En resumen, Yo estaba decidido a llegar hasta el final, a jugar, como dije, todas mis fuerzas por la Causa de la Casa de Tharsis, pero era también realista, consciente de mis limitaciones, y sabía que sin ayuda no podría llegar a ninguna parte. Mas ¿a quién podría recurrir por tal auxilio? Eso no lo podía decidir por el momento, pero es sobre lo que me ocuparía de pensar en las siguientes horas.
                       

Guardé el automóvil en la cochera de la Torre en que vivía desde unos años atrás y subí por una detestable escalera caracol de hormigón armado hasta el palier de los ascensores. Unos minutos después, me encontraba cómodamente embutido en mi pijama, dispuesto a meditar sobre aquello que me preocupaba.
“Tres ambientes es demasiado grande para un hombre solo” me repitieron hasta el cansancio mis padres cuando lo adquirí, pero ahora el Departamento no lo parecía, debido a la acumulación desordenada de objetos arqueológicos, publicaciones varias y libros. En realidad para los libros destiné un pequeño cuarto al que doté de estanterías en las cuatro paredes; pero pronto la capacidad de esta biblioteca se vio colmada y los nuevos libros fueron ganando los demás ambientes como huéspedes indeseables.
El único lugar más o menos arreglado con cierto orden, era el amplio hall que contaba con un juego de sillones, mesa ratona y lámpara de leer. Junto a mi sillón predilecto, la ventana dejaba ver la ladera de un pequeño morro a cuyo pie, imponente y majestuosa, se yergue la estatua ecuestre del General Martín Miguel de Güemes. Allí me senté, presa de un sentimiento muy especial, como se verá con el correr del relato, y permanecí varias horas; hasta que se produjeron los fenómenos.
Pero no nos adelantemos; eran las 12 de la noche y Yo, retomando el hilo de los pensamientos anteriores, me preguntaba obsesivamente: debo solicitar ayuda, pero ¿a quién?

Como siempre ocurre cuando el hombre se enfrenta a situaciones que le sobre-pasan y clama por ayuda exterior, queda indefectiblemente planteado un problema moral; es la antiquísima confrontación entre el bien y el mal. En estos casos el principio fundamental que debe primar en el juicio sobre la “amistad” o la “enemistad” de las Potencias a las cuales nos dirigimos, es el discernimiento. Cuando la “ley” es precisa, en sucesos que deben encararse jurídicamente por ejemplo, el discernimiento es automático, racional diríamos. En la compleja trama legislativa, miles de leyes entrelazadas cualitativa y jerárquicamente regulan la conducta del hombre en la sociedad civilizada. Existen “figuras” jurídicas typo que permiten orientar el juicio y determinar con precisión si lo que hace un hombre es bueno o es malo: es bueno si no produce contradicciones jurídicamente demostrables, es malo si falta a la ley.
Esto en cuanto a la conducta del hombre colectivamente ajustada a la “ley”. En la esfera individual el sujeto, generalmente ignorante de la gran variedad de leyes que reglamentan el Derecho, se conduce de acuerdo a su “conciencia moral”. Este concepto alude a que el hecho de ser miembro de una sociedad humana, tanto por la transferencia cultural de generaciones de antepasados como por la educación o simplemente la imitación del prójimo, capacita al hombre en el ejercicio de una especie de reflejo condicionado moral que actúa, al fin, como una intuición (conciencia moral o “voz de la conciencia”). Pero no se trataría de una verdadera intuición, sino de la apariencia de ésta y lo que sucedería sería que un estrato de experiencias morales, asimiladas por los medios mencionados o por cualquier otro y reducidas a nivel inconsciente, actuarían automáticamente guiando a la razón en el discernimiento de las oposiciones establecidas y determinando la lógica del juicio.
Se comprende que cuanto más “automáticamente” se desencadena este mecanismo psicológico, tanto más debilitada está la voluntad de discernir. El gusto o la comodidad por habitar en medios poblados o ciudades, habla sobre el predominio de estos procesos inconscientes y explica el miedo pánico a enfrentarse con situaciones o circunstancias originales donde pueda fallar el discernimiento. De allí la falacia de creer que el “habitat” ciudadano, ámbito cultural por excelencia, hace al hombre más “equilibrado”, cuando la verdad es que el individuo de los medios rurales suele poseer un discernimiento moral más certero, no racional sino emanado de las profundidades del Espíritu.
El sereno juicio de hombres a los que solemos tomar por ignorantes, podría llegar a sorprendernos. Sin la costra de infinitas costumbres decadentes cristalizadas en todos los sitios de la mente, estas gentes sencillas experimentan también estados de conciencia trascendente, sin hacer demasiada bulla y, lo que es bueno, sin efectuar “clasificaciones parapsicológicas”.
A los efectos de comparar ambas conductas, supongamos que han sido puestos (el ciudadano y el hombre rural) a elegir entre Dios y el Demonio, siendo el segundo la imitación del primero. Con toda probabilidad, la inclinación racionalista del ciudadano, lo incapacitaría para discernir entre esencia y apariencia Divina. Tal vez esta distinción tampoco la pueda realizar la simple mente del campesino; pero, por esta misma simpleza o pureza, él podrá “presentir” la presencia de Dios, tener la “certeza” de distinguir entre la verdad y la mentira.
Podrá parecer muy difícil que a alguien se le plantee una disyuntiva semejante, pero para mí ésa era la cuestión al considerar la necesidad de recibir “ayuda exterior”. Porque esta ayuda sería, por sobre todas las cosas, “ayuda espiritual”, y ese auxilio sólo podría provenir del “más allá”, de un Mundo trascendente a la materia y al hombre. Y aquí es donde Yo me había detenido perplejo en el pasado: ese “otro Mundo” ¿qué Dios lo rige? ¿cuál es la verdadera Religión del Espíritu? ¿quiénes son sus representantes en la Tierra? ¿dónde está la Puerta hacia Dios, hacia el Mundo de Dios, hacia la Patria del Espíritu?
Durante muchos años busqué la verdad de estas preguntas, pero jamás como ahora estuve ante una situación límite en que la necesidad de discernir se hacía incompatible con la vida corriente. Pues, estaba seguro, ya no podría avanzar más en mi vida sin encontrar una respuesta; tenía 36 años, pero hacía por lo menos 15 que “buscaba” res-puestas. En esa búsqueda había transitado un camino sinuoso que no desdeñó las cumbres intelectuales de la Filosofía y la Ciencia, ni los abismos irracionales de Religiones y Sectas.
Recordaba que al principio había estado orgulloso de tener una formación “occidental”. Preparado en un ambiente de crudo cientificismo racionalista, hubo tiempos en que llegué a confiar ciegamente que las metodologías de la investigación empírica eran el único camino para obtener un conocimiento cierto del Universo. Pero pasaron los años, aparecieron angustias que no podían reducirse por ninguna “metodología” y entonces consideré la posibilidad de explorar otras vías de conocimiento.
Recorrí en esa búsqueda mil tendencias filosóficas y religiosas; leí cientos de libros y practiqué muchos ritos de Cultos distintos. Pero siempre ocurría lo mismo; mientras las teorías y dogmas, expresados de todas las formas ­imaginables, eran cuando menos dignas de respeto, no podía decirse lo mismo de las organizaciones que sustentaban tales ideas. A menos que uno estuviese cegado por una fe fanática, acababa por descubrir “atrás” de las Ordenes o Sectas –o simplemente de los “Líderes”–, el fin subalterno e inconfesable; la ligazón inadmisible e intolerable.
Estos fines ocultos, fui descubriendo con indignación, obedecían a tres modos de operar de las fuerzas sinárquicas: un modo “militar”, un modo “político”, y un modo “religioso”, sin que esta clasificación implique orden de importancia o aparición. Las “Sociedades Secretas sinárquicas”, usaré este nombre genérico, podían comportarse de acuerdo a uno, dos, o a los tres modos mencionados, y tender firmemente al cumplimiento de sus fines secretos. En última instancia, comencé a sospechar, todas se unían en un objetivo común: obtener el dominio del Planeta, favorecer la toma del Poder mundial por parte de un grupo jerárquico de hombres. Naturalmente, que entonces Yo ignoraba, hasta la lectura de la carta de Belicena Villca, que los destinatarios del esfuerzo universal de la Sinarquía eran los miembros del Pueblo Elegido. Pero, he aquí lo que Yo comprobaba: los Servicios de Inteligencia de cualquier especie y país, modo “militar” de las Sociedades Secretas sinárquicas, se ocupan de infiltrar todas las organizaciones posibles, incluídas las sectas o Iglesias religiosas, cuando no las controlan directamente, como por ejemplo ocurre con la Iglesia de los Santos de los Ultimos Días (Mormones) que está hábilmente manejada por la C.I.A. El marxismo internacional, el trotskismo, el sionismo, etc., modos “políticos” de las Sociedades Secretas, están atrás de cientos de inocentes organizaciones que les sirven de fachada. Y dentro de los modos “religiosos” se cuentan miles de grupos o grupúsculos controlados por la Sinagoga, las Iglesias Protestantes, el Islam, el Budismo, y hasta la Iglesia Católica. Y siempre el fin último es el formar un espectro lo más amplio posible para abarcar  todas las variantes ideológicas y captar a todos los disidentes de las Grandes Líneas Internacionales. “Nadie debe quedar fuera del control de la Sinarquía parece ser la consigna que los guía.

El descubrimiento de esta negra realidad, subyacente bajo falsas promesas de elevación y progreso espiritual, me llevó a ese estado de “ausencia de ideal” que definí en otra parte del relato. A partir de allí continué viviendo más o menos normalmente y hasta me interesé por la Antropología, pero la reacción a las engañosas experiencias pasadas me indujo a desconfiar sistemáticamente de la “buena fe” de las instituciones socialmente organizadas. Llegué a sentir espontánea repugnancia al tomar contacto, por primera vez, con alguna asociación cuyo fin declarado –Yo lo adivinaba inmediatamente– era veladamente traicionado en favor de sus internacionales tendencias ocultas.
Definitivamente Yo no confiaba en ninguna organización terrenal como intermediaria entre un Orden Espiritual Superior y el Mundo Material.
Considerando lo dicho, se entenderá mejor el dilema que se me planteaba en ese momento: para cumplir el pedido de Belicena Villca, debería enfrentarme a una Sociedad Secreta de Druidas, hombres que poseían poderes terribles según se desprendía de la carta y de las declaraciones del Profesor Ramirez, y hasta correría el riesgo de llamar la atención de los Inmortales Bera y Birsa, quienes me liquidarían en un abrir y cerrar de ojos. ¡Aquello no era juego! Yo debía, a la sazón, buscar ayuda contra Ellos; y ese socorro sólo podía ser espiritual, suministrado por seres que compartiesen el objetivo de la misión vale decir, por partidarios de la Sabiduría Hiperbórea. Mas, ¿adónde estaban tales seres?
En verdad, Yo creía seriamente que para emprender la misión con posibilidades de éxito hacía falta algo concreto, que no era cuestión de sentarse a orar o desgastarse en especulaciones metafísicas. Mas, me repetía, ¿a qué organizaciones podía recurrir en busca de ayuda? La Masonería, la Teosofía, la Antroposofía, el Martinismo, los Rosacruces, los Gnósticos, y otras Sociedades Secretas más ocultas aún, pero de la misma calaña sinárquica, están en oposición esencial con la Sabiduría Hiperbórea, ahora lo veía bien claro. Y así, por más que pensaba y repasaba la lista de todas las organizaciones conocidas, siempre concluía que eran cuando menos sospechosas de pertenecer a la Fraternidad Blanca, la superorganización oculta enemiga de la Casa de Tharsis. ¡Oh dilema! Existía una Sociedad Secreta de Iniciados Hiperbóreos en la Argentina, una Orden de Constructores Sabios, según revelara Belicena en su carta, pero nadie sabía dónde se hallaban ni cómo llegar hasta Ellos; Yo trataría de encontrarlos, pero era plenamente consciente que cientos, tal vez miles, de agentes de la Sinarquía estarían aguardando que alguien se aproximase para ejecutarlos sin piedad. Dudaba si podría emprender solo esta búsqueda y por eso examiné la posibilidad de recurrir a alguna organización “amiga” de la Sabiduría Hiperbórea para solicitar ayuda. Empero, lo repito, por más que pensaba no daba con la solución: ¿es que la Sabiduría Hiperbórea no contaba con partidarios en este Mundo? La respuesta parecía ser “no”; por lo menos no contaba con seguidores socialmente organizados; o Yo desconocía la existencia de alguna organización semejante.