Capítulo VII
Decir
que no era el mismo hombre de siete días atrás sería incorrecto pues, esencialmente,
nada había cambiado en mi interior. Sin embargo Yo no me sentía igual y sabía
que jamás volvería a ser el de antes. –Como Dante, bajé al Infierno y volví
–pensaba–. Vivir a partir de ahora con el recuerdo del Abismo, lógicamente, tiene
que ser distinto.
Pero
no se trataba sólo de un recuerdo siniestro. Yo buscaba ayuda espiritual y la
había recibido. Cierto que el auxilio llegó en coincidencia con el ataque de
las Potencias de la Materia ,
simultáneamente con el sismo. Mas eso no le quitaba mérito al hecho sino que lo
dotaba de un particular significado, de un sentido que por el momento no
comprendía pero que luego, durante el viaje a Santa María, absorbería
toda mi atención. ¿Qué ocurrió, en realidad? Pues que Yo había tenido una Visión: la más
maravillosa Visión de mi existencia, que era, a la vez, la ayuda buscada.
Lo
sintetizaré cronológicamente. Al parecer, el proceso comenzó realmente cuando
tuve esa intuición de no ser Yo quien sufría y agonizaba, quien padecía
el dolor
de la extinción de la vida. Entonces, dije, “todo se trasladó afuera”.
En verdad, en ese instante fue patente para mí que el dolor y el sufrimiento,
la agonía
de la vida y la misma vida, eran cosas ajenas, de naturaleza no
espiritual. Vale decir, que en ese instante, había distinguido claramente
entre el Espíritu y el Alma, entre mi Yo espiritual y mi naturaleza animal.
Había comprendido que el Espíritu no conoce el dolor ni el miedo, sino que es
pura Alegría y Valor, puro Honor resuelto, pura Fuerza volitiva. Y
entonces “vivir” o “morir” no significaron nada para mí porque ya me encontraba
más allá de la vida y de la muerte, tal vez más allá, también, del bien y del
mal. Fue allí cuando el Alma, y el Dios del Alma, perdieron la capacidad de
actuar sobre mi Yo y se disolvió una como Ilusión Antigua, se
cortó uno como Encantamiento Primordial: de pronto todo lo anímico y vital, que
era asimismo todo lo maligno, se trasladaron “fuera” de mi Yo, a mi cuerpo
animal y al Mundo donde habita el cuerpo animal. Por primera vez me
sentí Yo, solo Yo; Yo, rodeado por las Potencias de la Materia ; Yo, sitiado por
el Dios Creador del Universo. Y entonces, indudablemente como
consecuencia de haber sostenido una batalla contra el Alma, y haber resultado
vencedor, se produjo la Visión
y recibí la ayuda buscada. Y sucedieron los fenómenos telúricos.
No
entraré en detalles, que poco contribuirían a la comprensión de mi experiencia
mística, y sólo conseguirían degradarla. En resumen: la visión correspondía a una
Diosa. La Aparición
acaeció durante un instante infinitesimal, no sabría decir si dentro o fuera de
mi estructura psíquica, pero lo efectivo fue que Ella arrobó mi Espíritu. Sí;
para comunicar lo acontecido no puedo hacer otra cosa que conjugar las palabras
arrobar
y extasiar
como verbos y afirmar que Ella arrobó mi Espíritu, extasió
mi Yo y lo sacó fuera del Alma y del Mundo. Ella me raptó por un segundo del cuerpo,
y de la Tierra ,
y se mostró ante mi Yo espiritual en toda la magnificencia de su Belleza
Increada. Porque aquel rapto espiritual me revelaba a quien tantas veces
mencionara Belicena Villca en su carta, a la Virgen de Agartha, a la Abogada Carismática
del Espíritu encadenado. Y entonces comprendí, en medio del arrebato místico,
que la Raptora
del Espíritu prisionero en la
Materia era la
Gracia , necesaria, después de que el Yo del
hombre dormido ha luchado contra el Alma y ha vencido: sólo por su intervención, por la
acción de Su Gracia, el hombre dormido conseguirá mantener esa Victoria contra
las Potencias de la Materia ;
sólo Ella auxiliará al Yo, carismáticamente, con el aporte de una fuerza
volitiva extra que le permitirá sostenerse independizado del Alma Creada.
Fue
un instante sin principio ni fin, porque siempre estará presente en la
intimidad de mi Espíritu, un momento absoluto en el que, sin dudas, me asomé a la Eternidad. Ella me
secuestró y me retuvo ese instante en la Esfera Increada de
Su Propia Existencia, y me infundió la fuerza volitiva extra que el Espíritu
necesitaba para emprender la misión de Belicena Villca. ¡Qué fuerte e
invencible me sentí Yo entonces! Y, por sobre todas las cosas, comprendí ¡qué
libre, absolutamente libre, era en su esencia el Espíritu Increado, sin
límites Creados para su Existencia Eterna, vale decir, Infinito! Me
sentí Yo, Increado, Eterno, Infinito, Libre, pletórico de Sabiduría;
me sentí Yo, y advertí que fuera de mí habían quedado lo psiquico y lo
anímico, la conciencia de la vida cálida, y el contenido de la vida cálida, la Ilusión externa e interna
que causaban el sopor espiritual; supe de pronto, experimenté su descubrimiento
evidente, lo que era el “Gran Engaño”, sobre cuyo peligroso
poder de encantamiento me previniera Belicena Villca.
Me
sentí Yo, y supe del no ser Yo del Alma, en el rapto de
inspiración espiritual que la impresión de la Virgen de Agartha me causaba. Me impresionó
el Espíritu, y la huella aún subsiste, Su Radiante Belleza Increada, la majestuosidad
de Su Poder, Su espléndida Gracia. Vi en Ella a una Diosa, pero allí en el
ámbito del rapto, Yo también era un Dios. Por eso presentí en Ella a una Gottkamerad,
a una Camarada, a una Hermana, a una Compañera de la Raza del Espíritu; solo que Yo
había sido arrebatado momentáneamente de la prisión en que me encontraba y en
cambio Ella era un Espíritu Hiperbóreo absolutamente libre. Ella se aproximaba
a mí, para brindarme el socorro de Su Gracia, motivada por el Honor, que es la
esencia del Espíritu Increado. Eso también resultaba evidente para mí, en ese
instante infinito, y así mi propio Espíritu, movido por su Honor esencial,
pugnaba por dar gracias a la
Diosa de algún modo, por expresar que Su Auxilio no sería en
vano, por asegurar que mi decisión sería inquebrantable. Pero nada llegué a
hacer en tal sentido pues la
Diosa sonrió maravillosamente, dándome a entender que
comprendía todos mis pensamientos.
Esencialmente,
luego, nada había cambiado en mi interior, pero ya nunca volvería a ser el
mismo: sólo la relación de fuerzas que mantenían el Espíritu y el Alma se
trastocaron por efecto de la fuerza volitiva extra aportada por la Virgen de Agartha. Al
recobrar la conciencia sobre la realidad del Mundo, luego de ver la Divina Imagen , mi Yo
era capaz de dominar con singular potencia a la naturaleza anímica, de una
manera como jamás consiguiera antes, luego de años de prácticas yoguísticas de
concentración y control mental; y no estaba dispuesto a perder tal poder, a que
se invirtiesen los papeles y el Yo quedase nuevamente sometido a los deseos
del Alma. Pero eso no sucedería, podía asegurarlo, pues era evidente que no
sólo el Yo salió fortalecido del rapto espiritual sino que el Alma se
debilitaba permanentemente en lo que constituía su propia esencia: los
sentimientos y emociones, el amor a la vida y a las cosas de la vida, el
buen corazón que siempre había manifestado y que impidió más de una vez
que emplease la violencia para solucionar los problemas que obstaculizaban mi
camino, todas estas cálidas pasiones y muchas más, se enfriaban rápidamente,
parpadeaban y se extinguían como la llama de la vela que ha consumido su cebo.
Ciertamente, si me viese obligado a sintetizar el nuevo estado de mi ser, diría
que era algo muy semejante al renacimiento : sí; no temo afirmarlo, a pesar de ser Médico
Psiquiatra y, además, hombre culto. Aunque ello sea inaceptable para la
ortodoxia oficial, no podría negar lo que ciertamente experimentaba, y que ya
había producido una transformación apreciable en mi conducta: fue notable para
casi todos los que me conocían, y es por eso que suponían un shock postsísmico;
que Yo “sufría” una especie de regresión psicológica. De pronto me
había vuelto “como niño”: “reía por cualquier motivo” y parecía que “ya nada me
importaba”, tal los reproches de los amigos y parientes, que revelaban el
particular cambio regresivo de mi carácter. Pero también me estaba tornando
cruel y despiadado, esto lo sabía Yo mismo mas no me lo reprochaba, pues, como
nunca, despreciaba mi vida y la vida en general. Quiero aclarar que “como
nunca” significa “como nunca de adulto” ya que, y esto lo conocía
profesionalmente, los niños, al igual que Yo renacido, eran capaces de matar sin
prejuicios ni remordimientos.
Quizás,
durante aquel rapto espiritual, en ese instante infinito, muriese realmente y
resucitase a su término, lo que implica una paradoja pues no puede terminar lo
que no tiene fin, un instante que estaría eternamente presente en mi Espíritu.
Siendo así, el cambio infantil del carácter, la fuerza volitiva reforzada, los
sentimientos que morían, los deseos que se apagaban, el corazón que se enfriaba
sin remedio, la sensación de renacimiento, la seguridad espiritual de sentirse
salvado, próximo a la liberación definitiva de los lazos materiales, todo se
explicaría suponiendo que la verdadera vida espiritual continuaba en el ámbito
del rapto, del que jamás salí ni saldría, es decir, en el Infinito, y que esta
aparente vida, vivida al “término” de lo que no puede terminar, era en efecto
una forma de muerte, una ilusión espiritual inexistente pero inevitable.
Quizás, en efecto, estaba realmente muerto y por tal condición no temía ya a
nada vivo; y mucho menos a la
Muerte. Quizás todo fuese producto de aquella misteriosa
semilla que la Virgen
de Agartha soltase en el Ojo de Fuego del Espíritu. Yo, aún, no podía saberlo.
Pero lo cierto, lo concreto, era que había recibido la ayuda espiritual
solicitada, que, muerto o renacido, me sentía alegre y valeroso, que no temía a
la Muerte ni
temía matar, y que sentía que, ex-trañamente, mi Yo participaba del Infinito actual : sí, inequívocamente, me sentía
indeterminado por el lado del Yo; todo cuanto contenía el Universo, incluida mi
propia vida biológica, y el Universo mismo, eran limitados y perecederos: éste
era el lado finito de mi ser, la
Ilusión ; mas ahora sabía con certeza que, en el Yo, se abría
un abismo interminable: éste era el lado Infinito de mi ser, la Verdad.
Tal
vez se comprenda en parte lo que entonces experimentaba recurriendo a una
metáfora.
Imagínese a
una persona acostumbrada a vivir en un bello bosque solitario. Los días
transcurren allí suavemente, sin demasiadas sorpresas, y, si bien la lucha por
la vida impone un permanente alerta, esta misma persistencia hace que la
atención se mantenga dentro de niveles constantes y, al fin, rutinarios.
Se
diría que este hombre “domina la situación” de su vida cotidiana. Cerca de
allí, sereno y manso, el lago ofrece el placer esporádico de un baño
refrescante y reparador. Pero el lago no es un lugar seguro en el cual se pueda
permanecer por mucho tiempo, como el bosque.
El
agua no tiene la firmeza de la tierra y para sustentarse en ella es necesario
disponer de un cierto control, de una cierta atención extra, exigencia que al
final termina por cansar al hombre. Por eso las visitas al lago se regulan por
la necesidad de pescar o el placer del baño. Un día este hombre, por error o
audacia, genera una circunstancia que escapa a su control: el fuego, que le
había ayudado a vivir hasta entonces, escapa al bosque, furioso y destructor.
El hombre se queda estático o lucha por sofocarlo o blasfema desesperado;
cualquier actitud da lo mismo; nada puede evitar la catástrofe pues el fuego ha
superado su control, le ha sobrepasado. Las llamas se propagan por doquier
consumiéndolo todo y se hace imprescindible buscar la salvación; pero ¿a dónde
ir? ¿Dónde está la seguridad? De pronto, como un rayo, surge la luz: el lago.
Una
ironía; el sitio donde nunca se le hubiera ocurrido buscar refugio, es ahora el
único que ofrece posibilidad de sobrevivir al cambio brutal del mundo
cotidiano, que se desvanece consumido por la hoguera voraz y asesina.
Corre;
corre el hombre desesperado hacia el lago salvador. Atrás de él, un monstruo
ardiente e implacable parece perseguirlo de cerca, crujiendo los dientes,
rugiendo y arrojando bocanadas sofocantes.
Pero
no es posible volverse a mirar, no habría otra oportunidad. Sólo queda ganar el
lago, que nunca pareció quedar tan lejos como ahora. Finalmente, visión
paradisíaca, gozo indescriptible, aparición mística, el lago emerge en su
horizonte.
Fantásticamente
calmo, es, para el que huye por milímetros a la muerte, un oasis de paz. Se
arroja el hombre a las aguas protectoras y nada muchas brazadas, intuitivamente
hacia
el centro. Recién puede darse vuelta, momentáneamente, cuando está
seguro entre las frescas aguas, y puede así mirar hacia su, hasta poco tiempo
atrás, también seguro Mundo.
Considerando
las analogías que ofrece esta metáfora con los sucesos que he narrado
anteriormente, podrá comprenderse cual era mi estado espiritual. Como el hombre
del ejemplo, al ver el bosque arder y transformarse desapareciendo por momentos
entre el humo, lo que constituía su Mundo y su seguridad, así Yo también vi
disolverse la realidad confiable y cotidiana en un fuego de maldad
inconfundible.
Como
el hombre de la metáfora que se sentía extrañamente seguro en las aguas del
lago, hasta ayer volubles e ignotas, también Yo estaba ahora seguro y firme en
las hasta ayer desconocidas aguas del Espíritu.
El
hombre del bosque, mientras flotaba a salvo, miraba el mundo consumirse y
pensaba: –he nacido de nuevo. También Yo me sentía renacido en el confín
del Alma y sólo por este sentimiento inexpresable podría decirse que Yo era
otro hombre, aunque esencialmente siguiera siendo el mismo.