Capítulo VIII
Me
dirijía, pues, a la casa de mis padres, imbuido de ese optimismo místico que
sólo experimentan los que se saben renacidos. Tomada la decisión de partir,
sólo pensaba en los fenómenos de la fatídica noche del 21 de Enero, tratando de
interpretar su sentido trascendente. En pocos minutos llegaría a Cerrillos,
pero luego, estos pensamientos me acompañarían por muchas horas del viaje que
emprendería.
Treinta
minutos después, conducía el coche por los doscientos metros del camino de
entrada en compañía del fiel perro Canuto.
Mis
padres, que promediaban el desayuno, se sentían felices de verme y lo
expresaban entre saludos y risas.
Trataban
de borrar, con su afecto, el recuerdo del desastre vivido. Yo agradecía
interiormente estos halagos, pues necesitaba adquirir reservas de paz y
tranquilidad, en previsión de futuros infortunios. Sabía que una hora más
tarde, al partir, mi mente se concentraría en analizar todos los pormenores del
complicado embrollo en que me hallaba comprometido.
–Dispones
de un hermoso día para viajar –decía Papá mientras atacaba una salchicha asada
de apetitoso aspecto–. Conduce con cuidado, hijo, recuerda que por la mañana
los camioneros vienen medio dormidos.
–Descuida
Papá; iré despacio y en tres horas estaré en Tucumán –afirmé sin mucha
convicción.
Katalina,
mi hermana, me alcanzó la salchicha con huevos, los panecillos humeantes y el
café. Comprobé asombrado que se me hacía agua la boca de hambre, y caí en la
cuenta de que venía alimentándome mal desde varios días antes. Sentir hambre
es, si hay con qué saciarlo, siempre una señal de buena salud. No pensé más y
me entregué, decididamente, a consumir el desayuno.
Sentado
frente a la ventana con vista a los viñedos, tomaba el desayuno en compañía de
los míos y revivía la nostalgia de muchos amaneceres semejantes. Pero una nube
negra turbaba mi Espíritu; una, como secreta voz, me advertía que quizá éste
fuese el último desayuno consumido de esa agradable manera. Y entonces Yo
luchaba por ahuyentar tan lúgubres presagios masticando con fiereza la
salchicha asada...
–Hasta
pronto Arturo –se despidió mi padre– voy a recorrer los canales de riego.
–Chau
Papá –lo acompañé hasta la puerta trasera y me quedé mirándolo mientras se
alejaba hacia la caballeriza en busca de su viejo zaino. Minutos después lo
veía alejarse al trote por el camino que corre de Este a Oeste, paralelo a la
acequia principal. Ya debía haber partido pero me retrasaba adrede pues deseaba
hablar a solas con Mamá.
Aún
estaba en la cocina y bastó una seña para que solícitamente viniera junto a mí.
Esta actitud no le habría llamado normalmente la atención, pero cuando pasé una
mano por su hombro y comencé a hablar, un gesto de sorpresa se pintó en su
rostro.
–Mamacita
querida –le dije zalamero– deberías perdonarme si lo que voy a pedirte te causa
algún dolor...
–Sabes
hijo que lo que tengo es tuyo... –cayó en la cuenta que no le solicitaba nada
material y su rostro se mostraba ahora francamente alarmado– ¿qué puedo hacer
por ti Arturo?
–Tranquilízate
Mamá, sabes que no te causaría ninguna preocupación si no lo creyese
absolutamente necesario.
–Déjate
de rodear y dime qué diablos quieres –dijo mi madre, que estaba comenzando a
perder la calma.
–¿En
qué año nací Mamá? –pregunté, yendo al grano.
–Tú
lo sabes bien; en el 44. El 30 de Enero de 1944. Tienes ahora 36 años.
–Bien
Mamá; escucha atentamente. Nunca hablamos de ello pero quiero decirte que
recuerdo una noche, más de treinta años atrás; Yo tendría tres o cuatro años y
algo, un ruido, no se qué, me despertó. Era tarde, Katalina dormía en la cama
contigua y por la ventana se veía la luna cayendo del Oeste. Creo que sentí
voces pues me levanté sin vestirme y bajé la escalera del hall, debatiéndome
entre el sueño que me cerraba los ojos y la curiosidad que me los abría.
Estaban
Papá, tú y alguien a quien nunca había visto antes; un hombre alto, de mirada
aguda. Todavía hoy recuerdo su mirada penetrante y su altura mayor que la de
Papá, que mide 1,80 mts. Fue él quien me descubrió en la escalera y lanzó
aquella carcajada estruendosa, ante la mirada angustiosa de ustedes. En fin, no
es mucho más lo que retengo en la memoria. Me parece estar en sus brazos y creo
recordar que me daba algo brillante que atrajo completamente mi atención. Luego
tú me acostaste nuevamente y al día siguiente el desconocido ya no estaba allí,
ni tampoco volví a ver su obsequio.
Mamá
había palidecido. Nos detuvimos junto al juego de jardín y le hice una muda
indicación de que nos sentáramos bajo el roble.
–Al
pasar los años –continué– solía recordar aquella noche pero sin darle mayor
importancia. Sólo una vez, tendría unos nueve o diez años, me atreví a
preguntarle a Papá y su reacción fue muy extraña: sufrió una gran ofuscación y
me prohibió volver a hablar de ello, pero unos minutos después cambió y trató
de convencerme que Yo recordaba un sueño, un mal sueño, que había tenido de
niño.
Por
lo tanto jamás volví a mencionar el asunto. Hasta hoy. –Mamá suspiró y sacudió
la cabeza como si despertara de una pesadilla.
–¿Por
qué Arturo, por qué treinta y dos años después, todavía te acuerdas de esa
noche? –preguntaba más para sí misma que a mí– ¿por qué te empeñas en revivir
un fugaz recuerdo que no significa nada para ti?
–Madre,
te repito que no deseo causarte dolor; aguarda que aún no te he dicho lo que
deseo saber –dije con voz tranquilizadora–. Dime dos cosas solamente: si ese
hombre era de nuestra familia y si tenía que ver con la guerra.
Aquí
usé un tono firme que convenció a Mamá de lo inútil de negarse a responder.
–Mira
Arturo, tú eres ya un hombre hecho y no ignoras lo atroz que ha sido la guerra.
En los años siguientes a 1945, los ánimos estaban caldeados y mucha gente tuvo
que vivir huyendo. Pero ahora es diferente; mucho tiempo ha pasado... ¡no
conviene a nadie escarbar aquello...! –había una súplica en la voz de Mamá.
–Mamá,
no respondes a mis preguntas y eso está mal ¿es que no confías en mí?
–.
. . . . –Sólo una mirada muda por
respuesta.
–Debes
decirme lo que sabes pues es muy importante para mí, para mi futuro,
¿entiendes? –aseguré con firmeza.
Era
evidente que no entendía y decidí ser más convincente.
–Estoy
atravesando una terrible crisis espiritual, Mamá. El Destino me ha puesto
frente a una diabólica encrucijada de caminos, en donde un error de elección,
significa extraviarse por el camino equivocado, lleno de obstáculos y peligros
reales. Tus respuestas me ayudarían a no fallar; créeme Mamá. –Tomé sus manos
con las mías en un desesperado esfuerzo por infundirle confianza.
–No
entiendo nada de lo que dices, pero presiento que estás realmente preocupado,
hijo. Te diré lo que deseas saber, y Dios me perdone si me equivoco al hacerlo,
–respiró profundamente y continuó: –Kurt; él era quien vino esa noche de 1947. Mi hermano Kurt, que
fue dado por muerto o desaparecido en Berlín en 1945, estaba en realidad
cumpliendo una misión en Italia cuando terminó la guerra. Permaneció dos años
oculto en un Monasterio franciscano del Sur de Italia, hasta que en 1947 pudo
venirse a la Argentina ,
merced a una red de ayuda para fugitivos de guerra que funcionaba apoyada por
el gobierno del Presidente Perón.
–Pero,
Mamá –interrumpí– ¿por qué no volvió a Egipto, a la hacienda familiar? El
gobierno egipcio fue muy protector de los alemanes, especialmente después de la
fundación del Estado de Israel en 1948.
–Es
un misterio. Jamás quiso decirlo, ni el motivo de la persecución, ya que sólo
contaba con 30 años –razonaba Mamá ingenuamente– y casi siempre tuvo destinos
diplomáticos.
–Pero
¿qué era él durante la guerra? –pregunté intrigado– ¿civil o militar?
–Militar;
Oficial de las Waffen . Mayor o algo así. Debes tener
presente que en 1938 Yo me casé con tu padre y vine a la Argentina perdiendo
contacto con él por muchos años.
Kurt
ya por el 32 era Jefe de Escuadra, es decir, Faehnleinsführer, de la Juventud Hitleriana
o Hitlerjugend,
en la colectividad germana de Egipto. Gracias a una gestión de Papá, que por su
título nobiliario gozaba de cierta influencia en Alemania, en 1938 partió para
estudiar a una de las escuelas Napola, Nationalpolitischen
Erziehugsanstalten, de Berlín. Después sólo le vi en tres ocasiones, la
última antes de partir hacia la
Argentina , en las Navidades de 1937; luego pasarían 10 años
hasta que en 1947 apareció por aquí. Durante ese tiempo no supe mucho de él,
pues recibía cartas a razón de una por año y nunca directamente, ya que Kurt
escribía a Egipto y de allí Papá las enviaba aquí.
De
modo que no sé casi nada sobre su carrera; sólo lo poco que me pudo contar en la
correspondencia de sus años de estudiante y menos durante la guerra, en que se
mostraba parco por demás. Sé que en la escuela Napola sobresalió por su
conocimiento de las lenguas de Medio Oriente y esto le valió para realizar
varios cursos especiales, pero no conozco específicamente en qué consistían.
Recuerdo
que en sus primeros años estaba feliz, porque se le había permitido ingresar a
una división de la escuela Napola llamada, si no me equivoco Fliejer
H-J, donde se impartía entrenamiento aéreo; pero te repito poco es lo
que supe de él luego de su graduación en 1937. Ingresó a alguna división
especial de las , mas, por lo que estoy enterada,
jamás combatió. Su función era algo vinculada al Servicio Exterior pues casi
toda la guerra la pasó en el Asia. Y eso es todo. En 1945 fue dado oficialmente
por muerto pues su destino, se dijo, era Berlín en el mes de Abril, cuando esta
ciudad cayó en manos de los Rusos. Su cadáver fue “hallado” en un avión
carbonizado que no pudo despegar por recibir un disparo ruso de artillería.
Se
nos notificó –prosiguió Mamá– de su muerte y mucho lo lloramos hasta que en
1947, sorpresivamente, se hizo presente aquí. El resto ya te lo he dicho; fue
ayudado por los Kameraden y con una nueva identidad se aprestaba a comenzar
“otra vida” en la
Argentina. Según dijo en esa ocasión, era preferible
desaparecer para siempre, ya que si los aliados sospechaban de su existencia no
tardarían en buscarle. Creo que es una decisión que debemos respetar ¿no te
parece? –me miraba esperanzada en que mi “curiosidad” estuviera satisfecha.
Decidí continuar interrogando antes que reaccionara.
–Sí
Mamá, lo comprendo y te agradezco cuanto me has dicho, pero falta lo principal.
¿Adónde está ahora tío Kurt? –le disparé a boca de jarro y pareció que la pregunta
provocaría su desmayo.
–Arturo,
hijo mío, eres adulto e inteligente ¿por qué preguntas lo que la prudencia
aconseja no saber? El está bien; nadie le ha molestado en todos estos años y
sería de desear que nadie lo haga antes de su cercana muerte. –Algo pasó por su
mente y se quedó mirándome boquiabierta–. ¿No estarás pensando ir tú a verlo?
¡Oh no!
Debes
sacarte esa idea de la cabeza. El ha vivido 35 años en un mismo sitio y todos
le conocen en su nueva personalidad. Sería una torpeza poner en peligro tal
cobertura por un capricho.
Había
adivinado mi intención y respondido en consecuencia; comprendí que sería
difícil sonsacarle la dirección de mi resucitado tío Kurt.
–No
comprendes Mamá; no se trata de un capricho; es importante que hable con él
para obtener una información que es posible él posea y que para mí es tan vital
como el aire que respiro. Por la seguridad no debes preocuparte, ¿en qué puede
afectarle la visita de un desconocido una sola vez en la vida? Hay mil
justificativos para recibir a un visitante que luego no volverá nunca más.
Porque eso es lo que haré, Mamá, ¡lo juro! Una vez que le haya preguntado lo
que deseo saber me iré y no volveré jamás –trataba de convencerla con cualquier
argumento y ella, dudando, miraba hacia las viñas como buscando la protección
de mi padre.
–Vamos
Mamacita, dime dónde está. Tengo derecho a ver una vez en la vida a tío Kurt.
Al
fin se decidió aunque demostrando gran contrariedad, y mientras ella hablaba,
lejos de alegrarme por mi persuación, maldecía por dentro el dolor que le había
causado y la angustia que sin duda le produciría esta confidencia; por lo menos
hasta la vuelta de mi viaje.
–El
está cerca de aquí, en la
Provincia de Catamarca. Nunca he ido a visitarlo pues me lo
prohibió expresamente aunque me dio la dirección para un caso de emergencia.
Le
di una tarjeta y la estilográfica, comprobando que mi madre había memorizado
los datos.
–¿En
estos 35 años no lo has vuelto a ver ni le has escrito? –pregunté incrédulo.
Sonrió
mientras me devolvía la tarjeta y la estilográfica.
–Sí
tontuelo. Le hemos visto con tu padre unas pocas veces, en Salta y una vez en
Buenos Aires, para unas vacaciones. Pero nosotros no le escribimos nunca. El
nos escribe un par de veces por año, a una casilla de Correo que tu padre tiene
en Cerrillos y nos avisa cuando irá a Salta, ocasión que aprovechamos para
reunirnos unas pocas horas. No llegan a veinte las veces que lo he visto en
estos años.
Me
costaba creer que dos hermanos separados por sólo 350 km . no pudiesen
visitarse a causa de hechos que nadie recuerda, ocurridos cuarenta años atrás y
a miles de millas de distancia. No obstante justificaba los temores de mi madre
y comprendía el esfuerzo que debió hacer para ceder a mi solicitud y confiarme
su secreto.
Súbitamente
recordé a Papá y temblé por anticipado, calculando la ira que le acometería al
conocer mi impertinencia. Mamá no le ocultaría mis reclamos desconsiderados y
él montaría en cólera. La vergüenza me cubriría y tal vez tendría que prometer
no ir a Catamarca. Decidí evitar cualquier discusión y partir inmediatamente.
Besé
a Mamá en la frente y me dirigí al automóvil. Ella no debió notar mi prisa pues
antes que alcanzara a poner el motor en marcha me gritó:
–Aguarda,
Arturo; espera unos minutos que te daré algo.
Entró
en la casa y a pesar de mi impaciencia, hube de esperar diez largos minutos. Al
fin volvió con un sobre en la mano.
–Escribí
unas líneas para Kurt. Eres tan apresurado que no piensas que él no te conoce.
Te vio cinco minutos cuando eras un chiquillo ¿cómo crees que te recordará?
Me
entregó el sobre que recibí agradecido pues, admitía, me sería de gran ayuda
para identificarme.
–Abre
tu mano derecha y pon la palma hacia arriba –dijo Mamá con aire entre
misterioso y cómplice.
Hice
lo que me pedía y abrió su puño izquierdo, que había tenido todo el tiempo
cerrado. Cayó algo en mi mano que en un primer momento no pude distinguir. Era
un objeto brillante y mientras lo examinaba escuchaba asombrado:
–Esto
es lo que te dio Kurt la noche de 1947. Lo tomé mientras dormías por temor a
que lo perdieras jugando y lo conservé en mi joyero. Con el paso de los años se
hizo complicado entregártelo, porque habrías exigido explicaciones que no
podríamos haberte dado. El quiso en ese momento hacerte un obsequio, pero nada
había traído pues ignoraba que tuviese un sobrino. Permanecía soltero y cuando
te vio, se conmovió y dijo que, al no tener hijos, serías tú, su único sobrino,
quien debía conservarla.
Yo
miraba atónito la Cruz
de Hierro con Esvástica y Hojas de Roble que tenía en mis manos y me preguntaba
cómo un Oficial que jamás combatió pudo obtener la más alta condecoración que
daba Alemania para premiar actos de heroísmo y valor.
–Hasta
pronto madre –saludé por la ventanilla del coche–. No te preocupes, que seré
prudente. Saluda nuevamente a Papá y a Katalina. Chau. Chau.
Arranqué
y unos minutos después estaba en la ruta.