LIBRO TERCERO - Capítulo II


Capítulo II


Desde que mamá me entregó el portafolios con la carta de Belicena Villca, hasta el momento en que tomé la decisión de cumplir con su pedido póstumo, habían transcurrido cuatro días. Ciertamente, leí la carta en tiempo récord, dada su extensión y profundidad, permaneciendo encerrado en mi cuarto y haciéndome subir, de tanto en tanto, algún alimento. Al fin, una tarde, descendí calladamente, con el misterioso portafolios en la mano, y tomé asiento entre los míos, que se encontraban como era la costumbre a esa hora desplegados en el patio posterior. Reclinada la cabeza, la mirada perdida en la lejanía de los cerros, estuve en silencio un largo rato. Durante ese lapso nadie me interrumpió, acostumbrados por años a verme estudiar bajo la sombra del gigantesco roble. Sólo el murmullo del viento entre las hojas, el trino de las aves, y el ras, ras, de Canuto al rascarse cada tanto, acompañaban mi meditación.
Me paré bruscamente, haciendo a un lado el sillón de hormigón del juego de jardín. Junto a los lapachos cercanos a la casa, estaban mis padres: Mamá zurciendo medias de mis sobrinos y Papá leyendo un semanario europeo que llega quince días atrasado; mientras, la casette de Angelito Vargas, rebobinada por enésima vez, nos envolvía a todos con “Tres esquinas”.
–Papá, Mamá –dije enfáticamente– ¿en vuestras familias habéis tenido antepasados o parientes que siguiesen un oficio o artesanía por tradición?
–Eso era una costumbre muy común en Europa –respondió Papá pensativo– hoy lamentablemente olvidada. En mi familia hubo muchos médicos como tú, Arturo, y hasta boticarios como mi padre, pero sin que esto fuese una ley, pues tuvimos también buenos agricultores como Yo: jof, jof, jof, –reía mi padre celebrando su ocurrencia.
En cambio la familia de tu madre, –prosiguió más calmo– sí que tiene una tradición en el cultivo y la producción del azúcar. Tú sabes que a ella la conocí en Egipto cuando mi padre, allá por el 35, decidió abrir nuevos mercados al comercio del tanino, en vista de que la industria textil de Europa y América funcionaba sujeta a rígidos monopolios. Mi padre pensaba vender tanino a las florecientes industrias textiles árabes y turcas, por lo que inició un viaje por Medio Oriente cuya etapa final era Egipto. Yo tenía 18 años en esa época y, contrariando los deseos de mi padre que prefería verme convertido en Ingeniero, mi aspiración más grande era ser agricultor. Confiando que el largo viaje acabaría por disipar lo que mi padre tomaba como un capricho, fue que accedió a llevarme consigo.
Al llegar a Egipto fuimos recibidos por un tío abuelo, Hans Siegnagel, miembro de una rama de la familia que habita, aún hoy, cerca de El Cairo. Los Siegnagel de Egipto viven allí, al parecer, desde la invasión de Napoleón, junto a cientos de familias de origen germano, las que conforman una fuerte colectividad.
                        Bien; durante los días que pasamos en El Cairo, mi interés estaba centrado en observar los grandes Ingenios Azucareros que se extienden a lo largo del Nilo y las interminables extensiones sembradas con caña de azúcar.
Papá, al ver que mi inclinación por la Agricultura en vez de disminuir se hacía más intensa, comprendió que ésa era mi verdadera vocación y decidió aceptar la amable invitación del Barón Reinaldo Von Sübermann, dueño de un poderoso Ingenio con plantaciones propias, para que permaneciera en su hacienda estudiando las técnicas de cultivo.
Estuve allí desde el año 35 hasta el 38, en que las perspectivas de una paz mundial duradera se diluían rápidamente, debiendo ceder a los insistentes llamados de mi padre para que regresara a la Argentina.
Emprendí el viaje de regreso en junio del 38, pero no lo hice solo; conmigo venía la hija del Barón Von Sübermann, una bella Walquiria que por la gracia de Wothan, puedes contemplar aquí presente.
Reímos todos, especialmente mi madre que había permanecido con los ojos en blanco, mientras Papá recordaba su fascinante vida.
–¿Qué ocurrió desde entonces? –pregunté, sabiendo que le haría bien a mi viejo padre completar la historia.
–La guerra abrió brechas dolorosas y forzó separaciones definitivas. Muertos tus abuelos (mi padre y el Barón) ya no volvimos a conectarnos con los parientes de Egipto. Muchas veces lo he sentido por tu madre –la voz se le aflojó– que es alemana-egipcia y ha debido sufrir mucho por la separación.
En cambio –continuó ya más compuesto– mis sentimientos patrióticos sólo son para este país y en ningún otro lugar estaría mejor que aquí. Fíjate que tu Bisabuelo, el primer Siegnagel que vino a América, lo hizo en 1860 a pedido del Gobierno para trabajar en la fabricación de explosivos, ya que él estaba reputado como Químico de prestigio. ¡En más de un siglo, mi buen Arturo, los Siegnagel se han hecho más argentinos que el mate!
Cuando papá hizo referencia al sufrimiento que había experimentado por permanecer lejos de su familia y del solar natal, mi madre se acercó y comenzó a mecerle tiernamente los cabellos mientras vertía amorosos reproches.
En tanto que los viejos se hacían arrumacos, Yo sentía arder las mejillas; estaba como alelado, viendo a la imaginación desbocada ya, trazar las más audaces hipótesis. La afirmación que hacía Belicena Villca en su carta sobre la misión familiar de “trabajar alquimísticamente el azúcar”, se veía confirmada en principio por el relato de mi padre. Era una indudable realidad, el que los Von Sübermann fueron productores de azúcar desde tiempos inmemoriales, pero ¿cómo lo había sabido ella?
Pobre de mí; ni soñaba que esta confirmación del acierto de Belicena era sólo la primera de las muchas situaciones que, en el futuro, me demostrarían hasta qué punto lo absurdo y lo real estaban compenetrados en torno a ella. Ting, Ting, el sonido del triángulo, que tocaba la criada india llamando a cenar, me sacó de tan grises pensamientos.
Esa noche fui sorprendido gratamente por una parva de humitas deliciosas; ese plato constituye, desde mi niñez, el más preciado manjar; así que gratificado emotiva y gastronómicamente por mi familia, pronto me tranquilicé y hasta logré olvidar, por momentos, el obsesionante asunto de Belicena Villca.