LIBRO TERCERO - Capítulo V


Capítulo V


Mi único aliado –pensaba al comienzo de la reflexión– es el discernimiento. El me indicará adónde dirigirme, en quién confiar. Si es que hay alguna línea filosófica o religiosa afín, él me permitirá descubrirla; él me dirá si es “bueno o malo” y cómo recurrir a ella.
Pero el análisis efectuado al cabo de profunda meditación, arrojaba una conclusión escalofriante: a medida que eliminaba posibilidades, todas las organizaciones quedaban en un bando (enemigo) y en el otro nadie.
Por más que intentaba polarizar maniqueamente la miríada de Religiones, Sectas, Asociaciones, Sociedades Secretas, Organizaciones, Grupos, Ordenes, Ligas, Hermandades y Fraternidades, no lograba discernir sobre una siquiera que ostentase un rayo de Luz Increada, un destello de la Verdad Primordial del Espíritu. Sin embargo, si todo cuanto afirmaba Belicena Villca sobre el Origen del Espíritu Increado era cierto, si el Espíritu sólo podía experimentar hostilidad hacia este Mundo, hacia la Cultura judaica que hoy predomina en este Mundo, no sería extraño el resultado de mis reflexiones. Por el contrario, sería más bien lógico que estando la Fraternidad Blanca a punto de realizar la Sinarquía Universal, como en el siglo XIII, no existiese sino una organización de Iniciados en la Sabiduría Hiperbórea. Sí: del mismo modo que en el siglo XIII el Circulus Domini Canis se opuso a los planes de la Fraternidad Blanca, quizás ahora existiese únicamente la Orden de Constructores Sabios del Señor de la Orientación Absoluta.
–Entonces, –me decía desolado, sintiendo que una angustia, muy parecida al terror, ascendía desde el estómago hasta la garganta– entonces no debo esperar ninguna ayuda concreta para cumplir mi misión. ¡Estoy librado a mis propias fuerzas! –Me costaba aceptar esto.
La misión propuesta por Belicena era claramente una tarea que requería el desempeño de un hombre superior, de alguien dotado con mucho más de lo que Yo contaba en ese momento. Si de algo estaba seguro empero era de que la ayuda espiritual sería imprescindible para cumplir la misión. Pero la ayuda, según mis recientes conclusiones no debía esperarla de las organizaciones humanas: no podía haber intermediarios entre lo espiritual y Yo. Era evidente pues, que la ayuda espiritual tendría que manifestarse directamente en mi interior; que Dios, o los “Dioses Liberadores”, o mi propio Espíritu, Eterno, Increado, Infinito, si respondían a la solicitud de auxilio, tendrían que hacerlo en lo más profundo de mi intimidad psíquica.
Desde hacía rato sentía una especie de ahogo, una opresión en el pecho a la que no daba mucha importancia, pues la atribuía al tórrido Febrero. Esta presunción pronto se desvaneció, pues las noches de Salta suelen ser bastantes frescas, aún en verano, y ésa no era la excepción. Lo noté de inmediato cuando abrí la ventana: vi el parque tenuemente iluminado por el crepúsculo de las 4 horas, al tiempo que una brisa fría me obligó a cerrar el postigo. Parado junto a la ventana, extrañamente sofocado por una angustia desconocida, pensé torpemente que en unos minutos más amanecería.
Una sensación de soledad cósmica me había embargado poco a poco, sin notarlo, y al fin logró calar hasta el fondo de mi Alma. Por un instante pensé que el análisis anterior me había aislado solipsisticamente del Mundo; o, en otras palabras, que la polarización maniquea a que sometí las organizaciones humanas, había continuado inconscientemente saltando de categorías hasta un enfrentamiento: Yo y el Mundo. Esto podría darse por mi instintivo rechazo de lo material. Pero no era así pues al pensar en mis amigos, mi familia, los seres que admiro, intuí enseguida la potencia espiritual en ellos. Y la conocida sensación de alegría que me inspira lo espiritual, hizo vibrar mi cuerpo. Sí; era capaz de intuir el Espíritu en algunos seres y por lo tanto no estaba realmente solo. La desgarradora soledad que sentía ahora –pensé velozmente– no era producto de una desviación patológica como la que suelen padecer en sus melancolías los solipsistas egoístas. Esta era una sensación totalmente distinta. Lacerante y dolorosamente aguda podía traducirse en una palabra: abandono.
Me sentía solo y cósmicamente abandonado, pero en esa sensación de abandono, compenetrada, había una segunda sensación, más sutil pero menos dolorosa: era como un reproche mudo que vibraba en el fondo de mi Alma, pero a una profundidad inimaginable. Era el reproche de un Dios que se transmitía a través de un espacio sin dimensiones y que parecía llorar por una pérdida; una amputación metafísica de Su Substancia que era sufrida como sólo El es capaz de sufrir.
Y esa pérdida que reprochaba el Dios, era Yo mismo...
Yo que lo traicionaba, que cometía una herejía condenada y abominable.
Me sentía solo y cósmicamente abandonado, repito, pero en un grado tan intenso que por un instante creí morir.
Debe comprenderse que todo esto ocurrió muy rápido, quizás en unos minutos o segundos. Y lo más probable es que hubiese realmente muerto –esto lo comprendí mucho después– de haberme dejado ganar totalmente por ese extraño estado anímico.
Si no ocurrió así fue porque remotamente, en las fronteras ya de la conciencia que me abandonaba rápidamente, tuve una certera intuición: ¡esa emoción que me estaba matando era externa a mi propio ser!
No era Yo quien se lamentaba y gemía emotivamente con una fuerza tal que lo llenaba todo; que atravesaba mis múltiples esferas de percepción y se difundía por la realidad circundante; que disolvía mi conciencia al perder la diferenciación entre sujeto y objeto.
Lo curioso fue que al hacer consciente esta intuición, todo se cortó de golpe, en un estallido silencioso y brillante en el que creí distinguir fugazmente un círculo blanco que me rodeaba.
Es decir, no todo se cortó, porque ahora la sensación se había trasladado totalmente fuera mío, al Mundo concreto.
Yo me sentí de pronto lúcido y alerta, mientras a mi alrededor, los muebles, el piso, las paredes del Departamento, todo parecía irradiar una maldad espantosa y amenazadora. Era algo tenebroso que se inducía epidérmicamente, que se percibía con todo el cuerpo, con cada órgano, con cada átomo. El mismo estado anterior, pero invertido y exacerbado: la soledad cósmica profunda era ahora, pura Presencia; el abandono: un llamado mudo, pero de una violencia irresistible; el reproche del Dios, que parecía tan Divino al brotar de las honduras del Alma, se había convertido en un rugido bestial, obsceno y agraviante.

No es posible expresar con palabras lo que viví entonces; sólo puedo dar una pálida idea si digo que esa Fuerza Primordial era vagamente semejante al aliento de una bestia enorme y maligna.
Un aliento fétido y ofensivo que brotaba de todas las cosas, que eran a su vez las vísceras, los órganos, de ese Dragón erizado y peligroso. Un aliento que imponía su Presencia llena de Vida; pero esta Vida era al Espíritu, lo que el ruido es a la música: vil imitación y miserable copia. Un aliento voluptuoso que halaba y exhalaba en una cadencia grosera y animal.
En el silencio y la calma de la noche, esta Presencia se realzaba viciando el aire de amenaza; como si, invisible y poderoso, un Enemigo mortal me acechara presto a arrojarse sobre mí; para cobrar mi vida y más que mi vida...

Tenía la impresión de haber caído a un brumoso precipicio del que fui rescatado antes de llegar al fondo. Estaba ahora parado al borde del Abismo, milagrosamente a salvo, pero víctima de esa aprensión que sólo experimenta el que sobrevive al desastre. Por eso permanecí inmóvil y no huí de aquel ambiente cargado de una maldad indescriptible, que parecía dirigirse agresivamente hacia mí.
Y esa inmovilidad, serena y reflexiva, parecía excitar más la tensión dramática, elevándola a niveles insoportables.
Comprendí en ese momento que “lo que irradiaba la Materia” –como quiera que esto se llame– estaba perdiendo su capacidad de actuar sobre mí, pues, en medio de la insoportable tensión, se adivinaba como una impotencia para consumar la agresión. Al llegar a este punto, parecía que todo iba a estallar, a volar en pedazos por el aire...
Y estalló.