Capítulo VI
Mentiría
si dijera que Yo no aguardaba algo paranormal.
Mis
ojos estaban fijos en los objetos de la habitación, esperando verlos saltar en
cualquier momento sobre mí.
Lo
esperaba y en verdad esperaba que ocurriera cualquier cosa anormal, menos lo
que realmente pasó: todo comenzó a moverse y a cambiar de posición; a caer y a
saltar sobre el piso.
Estanterías
y muebles, todo caía y saltaba sin cesar, mientras Yo absorto, creí vivir una
pesadilla.
Tardé
unos segundos –preciosos– en comprender que asistía a un movimiento sísmico y
cuando, al fin, me decidí emprender la fuga, el temblor ya casi finalizaba.
¿Casualidad?
¿Sincronía? Piense el lector lo que quiera, pero no podrá evitar considerar el
hecho de que el temblor del 21 de Enero de 1980 al único edificio que dañó en
forma irreversible fue el que Yo habitaba y que tuvo que ser evacuado como pude
comprobar leyendo los periódicos de esos días.
No
hubo víctimas, pero el edificio resultó inexplicablemente dañado en su
estructura, por lo que las autoridades municipales emprendieron, sin
resultados, una investigación a la firma de arquitectos que lo construyó. Al no
existir seguros, las pérdidas fueron totales para los propietarios del Consorcio,
entre los que me contaba.
De
mis pertenencias poco es lo que pude salvar pues, lo que fue suficientemente
fuerte para sobrevivir el sismo, sucumbió a la caída de los cielorrasos. Entre
ello mi coche, que si bien podría repararse de las múltiples abolladuras, no
saldría de la cochera en varios días por estar obstruída la rampa de entrada.
Había
quedado arruinado de la noche a la mañana como Job.
Pero sin su famosa paciencia.
No
voy a negar que en un primer momento me ganó la desesperación; cualquiera lo
encontrará comprensible situándose en mi lugar. Luego de la siniestra
experiencia narrada, con el peso de una larga noche sin dormir y la carga del
día anterior en que visité al Profesor Ramirez, había que ser más que fuerte
para no ceder y desmoronarse. Pero conforme pasaron unos días, mi Espíritu fue
recobrando su temple habitual, y las cosas comenzaron a resolverse. Alquilé un
Departamento en un barrio cercano y lo amueblé con la ayuda de mi hermana y
algunos amigos. Las cosas que se rompieron, y era imprescindible reponer, las
adquirí echando mano de mis escasos ahorros.
Todos
estos arreglos los hacía impulsado por mis seres queridos, quienes en su
solidaridad se preocupaban de mi estado de ánimo abstraído e indiferente.
Pensaban –por desconocer las extrañas circunstancias en que ocurrió el sismo–
que el desastre me había sumido en un shock volitivo.
El
razonamiento no era desacertado pues, si bien nunca fui demasiado apegado a los
bienes materiales, la pérdida de cuatro años de trabajo y sacrificios resultaba
una prueba demasiado dolorosa, que en otra ocasión me habría afectado bastante.
En ese momento, la verdad era otra: mi mente, desde el instante que recobré la
serenidad, no cesaba de analizar los momentos vividos. Estando absorbido por el
recuerdo de esa noche infernal, se entiende que apareciese a la vista de los
demás como ausente y abatido.
Lejos
de estarlo, iba creciendo en mi interior una rabia sorda, un furor ciego que,
sin obnubilarme, parecía más bien que me nutría de fuerza vital y valor. ¡No me
echaría atrás! ¡Ahora menos que nunca!
Una
semana después de ocurrido el temblor, me hallaba preparado y listo para salir
de viaje. El retraso no afectaba substancialmente mis planes anteriores y por
ello, con una saludable impaciencia juvenil, deseaba largarme cuanto antes.
Era
nuevamente lunes; preveía pasar por Cerrillos para despedirme de mis padres y,
si me apuraba a salir, llegaría a tiempo para desayunar con ellos.
Cargué
un bolso y un maletín en el maltrecho Ford, finalmente rescatado de entre los
escombros, y partí hacia la aventura.