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HIPEREPÍLOGO




Córdoba, 7 de Junio de 1981.


Al lector de este libro:
           
                        Verdaderamente, era mi intención dar por concluido “El Misterio de la Sabiduría Hiperbórea” en la página anterior. En ese momento no tenía más que decir. Pero hoy, una semana después, ha sucedido algo que echó nueva luz sobre el problema que me ocupaba, esto es, la localización de la Orden de Caballeros Tirodal: creo haber obtenido, al fin, una pista segura. Y creo que es mi deber de Honor compartirla con el lector, brindarle a él la misma oportunidad que dispongo Yo ahora.
                        Pero, antes de ofrecer tal información, expondré en forma sucinta lo que me ha ocurrido en el día de ayer.
                        Buscaba una iluminación interior, ya que la búsqueda exterior no me llevaba a ninguna parte. Por eso escribí el presente libro; y fue al terminarlo que, ya mucho más sereno, decidí probar por una vía que aún no había intentado. Ayer por la tarde, sin mediar aviso alguno, me dirigí a la casa de Oskar Feil, el difunto amigo de tío Kurt, y quien había encontrado primero la Orden de Caballeros Tirodal. Como lo supusiera, su esposa, una amable y simpática mujer de nacionalidad italiana, ignoraba todo lo concerniente a la ubicación de la Orden Tirodal. Me aseguró que Oskar murió de muerte natural, pero muy feliz por las satisfacciones espirituales que recibiera en los últimos años.
                        Sabía sobre la existencia de la Orden, y bastante más sobre la historia de tío Kurt, y se extrañó de que él no la hubiera mencionado. Le expliqué que con tío Kurt no tuvimos demasiado tiempo para hablar, y que él había dejado pendiente muchos temas a los que ya jamás me daría respuesta:
                        –Pero ¿qué le ha pasado a Kurt? –preguntó ella–. ¿Ha muerto? Si es así le diré todo lo que sé, que no es bastante, y mucho menos de lo que busca. Mire, yo sé de Ud.: sé que es un sobrino de Salta, hijo de su hermana y de un alemán argentino. ¿Y sabe como lo sé? No por Kurt, que jamás diría nada, sino por el bueno de Oskar, que le amaba como a un hermano y compartió conmigo toda su historia. Por eso le referiré lo que él no le dijo: Yo soy italiana, eso es obvio; lo que no es tan obvio es que Yo era una novicia del Monasterio donde Von Grossen y Oskar Feil debieron refugiarse dos años, después de 1945, con la compañía posterior de su tío Kurt. Bien, Oskar y Yo nos enamoramos, y cuando se vino a la Argentina, no tardé en seguirlo y casarme con él en este país, donde hemos sido muy felices: tuvimos una pareja de hijos que ya van a la Universidad. Por eso me extraña que no me mencionara, pues su tío me conocía casi tanto como Oskar. ¿Y qué le ha ocurrido a él? Cuéntemelo con confianza; ¿ha debido huir de esos terribles enemigos que según Oskar no cesarían de buscarlo hasta su muerte?
                        –No Señora –aclaré–. Afortunadamente tío Kurt no ha muerto, no obstante ser cierto lo que Ud, supone: aquellos “terrribles enemigos” al fin lo encontraron, y exterminaron a toda su familia, que era también la mía. Es decir, toda mi familia, mis padres, mi hermana, sobrinos, y parientes lejanos, fueron asesinados hace un año; pero los asesinos no consiguieron acabar con nosotros. Y por ese motivo, tío Kurt partió hace más de un año, asegurando que jamás regresaría. Sólo he quedado Yo, con la misión de encontrar a los Caballeros Tirodal.
                        –¡Lamento mucho lo sucedido, pues conocía cuánto él quería a su hermana Beatriz! Justamente, evitaba los encuentros con ella por temor a comprometerla y causarle daño involuntariamente.
                        Me mordí los labios al oír esa verdad: tío Kurt la protegió durante 35 años y Yo la entregué en un instante en mano de sus verdugos. Las noticias de la Señora Feil no eran, por otra parte, muy alentadoras con respecto a la Orden:
                        –Me temo que nada podré hacer por Ud., pues es muy poco lo que me reveló Oskar sobre la Orden de Caballeros Tirodal. Desde luego, no me dio ningún dato sobre sus miembros o los lugares de las reuniones.
                        La miré sin poder disimular la decepción. Mi expresión le resultó cómica, porque sonrió y me alentó a tener esperanzas: existía una posibilidad.
                        –Algo haremos, Dr. Siegnagel; es lo único que está en mis manos; y ruegue a sus Dioses para que dé resultado. Oskar tenía una caja de seguridad en su escritorio en la que guardaba las cosas de la Orden. Varias veces me recomendó que si “algo” le sucediese, y alguien de la Orden se presentaba a reclamar sus pertenencias, debía devolverles sin discusión el contenido de ese cofre. Pero hasta el presente nadie, salvo Ud., ha solicitado informes sobre la Orden, por lo que Yo jamás he abierto su caja de seguridad. Lo que haremos, entonces, será examinar el contenido de la caja y tratar de encontrar alguna pista.
                        Fuimos enseguida al estudio del finado Oskar y, con ansiedad creciente, aguardé que la Señora Feil digitara la combinación de la cerradura. Al fin se abrió y quedaron a la vista los objetos reservados. La magra herencia esotérica de Oskar Feil consistía en dos objetos: un libro y una revista vulgar.
                        Será difícil que alquien logre representarse mi perplejidad de ese momento. El libro era un ejemplar de “Fundamentos de la Sabiduría Hiperbórea”, por Nimrod de Rosario, exactamente igual al que tío Kurt me diera a leer en Santa María, y que ahora tenía en mi poder. Y la revista, se trataba de un número de Spot's, con tres años de antigüedad.
                        La Señora Feil terminó compartiendo mi preocupación y, no sabiendo de qué modo conformarme, o deseando que la entrevista concluyese cuanto antes, me entregó las dos publicaciones. Estaba convencida, dijo, que Oskar Feil aprobaría su proceder pues Yo era el sobrino de su más entrañable Camarada, a quien nada podía negarle.

                        Ocioso es aclarar que revisé el libro hoja por hoja, y renglón por renglón, buscando algún indicio secreto, algún mensaje criptográfico, alguna indicación oculta, alguna clave sólo destinada a ser interpretada por los Iniciados Hiperbóreos. Muy pronto tuve que descartar que el libro ofreciese tal posibilidad.
                        Y ocioso es explicar que leí y estudié todos los artículos de la revista, buscanso allí una pista sobre la Orden de Caballeros Tirodal. Muy pronto arribé a los mismos resultados que con el libro: nada; ni un indicio. Tarea desagradable esta última, pues Spot's es una revista sensacionalista del más bajo nivel intelectual o moral.
                        Crudamente oficialista en su línea política general, carece de criterio editorial definido pues sus artículos se redactan con el evidente propósito de causar el golpe bajo o el escándalo, efectos que, naturalmente, agradan a sus 2.000.000 de lectores. Los límites éticos del desarrollo de los temas, como es de suponer, están determinados únicamente por las protecciones jurídicas con que sus víctimas logran defenderse si son atacadas o por el monto de las ­coimas pagadas por los “amigos” de la publicidad barata. Lógicamente, una revista así no puede pertenecer a cualquiera: su editor-propietario es el celebérrimo periodista amarillo, no por “oriental” precisamente, Samuel Isaacson, exponente de la más rancia prosapia hebrea, y sionista declarado. Por el ejemplar que había llegado a mis manos, me enteré de los pormenores de ocho separaciones de no muy unidas parejas de actores y actrices; conoci los reclamos del Movimiento de Liberación Nacional de Homosexuales; leí dos artículos distintos sobre O.V.N.I.S., en los que, sendos “Profesores en Parapsicología”, aseguraban que sus tripulantes van a salvar a la humanidad; me interioricé de los detalles de cinco asesinatos, tres violaciones y un estupro; accedí a los crímenes del nazismo, gracias a una biografía de Ana Frank y un relato abreviado de su “diario” apócrifo; vi cinco notas críticas, que en verdad contenian publicidad solapada, sobre películas con temática izquierdista, y otras cinco notas sobre ecología y pacifismo; etc; etc. En verdad, prácticamente no existía materia en la que la revista no incursionara con su habitual y repugnante vulgaridad.
                        ¡Main Gott! ¡Qué cloaca era aquella publicación! ¿Para qué Demonios habría conservado Oskar Feil ese ejemplar? Alguna razón debía existir. Y ésta posibilidad era mi única esperanza.
                        Pero ¿cuál razón? Ya la había leído varias veces: setenta, o más, artículos y notas con el tono sinárquico señalado. Y eso que no mencioné la increíble y variada serie de avisos publicitarios sobre objetos de porno-shop's y hechicería afro-brasileña; y la nómina interminable de pais, maestros, gurúes, magos, quiromantes, tarotistas, etc., que ofrecían toda clase de “ayuda espiritual”, desde “solución a problemas de pareja” o “impotencia”, hasta “desbloqueos” psicológicos complejos. Claro que a estos avisos no les presté la misma atención que a los artículos periodísticos: había tantos ¡cientos de ellos!
                        ¡Y allí estaba la solución al enigma! ¡Tan a la vista, que parecía una broma: una broma pesada de Nimrod de Rosario!
                        De improviso, donde menos lo hubiese supuesto, en una hoja cubierta de carteles ofertando los “servicios” de diversas escuelas esotéricas y maestros, en una hoja sobre la que había paseado muchas veces la vista sin ver nada, se realzó la frase “Sabiduría Hiperbórea”. Cuando inspeccioné detenidamente el aviso, leí con sorpresa lo siguiente:          
                     
  

                        ¿Parecía o no una broma? La respuesta sólo puede ser afirmativa, y más si se toma en cuenta la clase de pasquín en la que estaba publicado. Sin embargo, nada de lo que afirmaba o proponía el anuncio era extraño a la Sabiduría Hiperbórea: cualquiera que haya leído este libro estará de acuerdo conmigo. Lo que tornaba absurdo e increíble aquel texto era su lectura fuera del contexto de la Sabiduría Hiperbórea; o en el contexto del periodismo sinárquico de las características de Spot's u otros pasquines semejantes. Mas no se me escapaba que tal efecto sería buscado deliberadamente por los Caballeros Tirodal. ¿Con qué fin? Lo ignoraba, y no me aventuraba a imaginarlo: quizás el aviso fuese una contraseña; quizás, efectivamente, estuviese destinado a personas espirituales dotadas de intuición en alto grado.
                        Sea la verdad lo que fuese, el caso era que Yo no tenía más remedio que escribir a la misteriosa casilla de correo. Ya lo he hecho, antes de redactar este Hiperepílogo. Y ahora esperaré la respuesta, que sin dudas aclarará todas las cosas. Mas, como dije al comienzo, no he querido dar por finalizado este libro sin brindar a los lectores la misma posibilidad que Yo poseo. Es una forma, también, de compensarlos por la fatigosa tarea de asimilar los elementos de la Sabiduría Hiperbórea aquí expuestos; para que, quien quiera, y se atreva, pueda prolongar esos conocimientos en la Realidad, que no obstante es tan ilusoria como la ficción de este libro.
                        Resumiendo, a mí la intuición me dice que la casilla pertenece a la Orden de Caballeros Tirodal o comunica con ellos. Cada cual podrá comprobarlo por sí mismo, de igual modo que haré Yo. Y con este descubrimiento, que constituye la última y única pista que conseguí sobre la Orden de Caballeros Tirodal, doy por finalizado “El Misterio de Belicena Villca” y me despido de todos los lectores con el deseo de que tengan el coraje de escribir y la espiritualidad necesaria para merecer la respuesta de la Orden.

                                                                                                                                                        
Dr. Arturo Siegnagel
             

             

Post Scriptum
Córdoba, 4 de Septiembre de 1987:





















Colección “Espada de Tharsis”


1-        El misterio de Belicena Villca
            Por Nimrod de Rosario
            Novela Mágica
            1 Tomo


2-        Historia secreta de La Thulegesellschaft
            Por Conrad Tarstein
            Novela Mágica complementaria de “El Misterio de Belicena Villca”
            1 Tomo


3-        Fundamentos de la Sabiduría Hiperbórea
            Por Nimrod de Rosario
            Ensayo: una exposición científica general sobre La Sabiduría Hiperbórea
            1 Tomo


4-        Fundamentos de la Sabiduría Hiperbórea
            Por Nimrod de Rosario (segunda parte)
            Ensayo sobre temas específicos de la primera parte
            13 tomos















ESTA EDICION DE 100 EJEMPLARES
SE TERMINO DE IMPRIMIR ARTESANALMENTE
EN TALLER PROPIO DEL AUTOR ARMADO A TAL EFECTO
CITO EN CALLE ROCA 325
CORDOBA - REPUBLICA ARGENTINA
EN OCTUBRE DE 2.003




EPÍLOGO - Capítulo XVIII


Capítulo XVIII

 


Escudos de Provincias Argentinas.





     Córdoba            Buenos Aires            Santa Fe            San Luis


Y aquí estamos en Córdoba, tratando de hallar a la bendita Orden.
Hoy es 30 de Mayo de 1981. Hace, pues, más de un año que compré el departamento en el centro, donde convivo con Segundo. Acabo de terminar este libro, en el capítulo XVII del Epílogo, o Prólogo, y muchos se preguntarán cómo y por qué lo escribí. La respuesta es simple: este libro es el producto de una reflexión, de una recapitulación escrita sobre mi extraordinaria experiencia con la Sabiduría Hiperbórea. He debido hacerla al fracasar todos los intentos por ubicar a la Orden de Caballeros Tirodal. Meses atrás, ante los resultados nulos de la búsqueda, me pregunté a Mí Mismo si no sería Yo el causante de la no coincidencia con la Orden, si no me faltaría llegar a una conclusión previa . Y decidí poner las cosas en claro para Mí Mismo. Y me dije “¿qué mejor que ponerlas por escrito?”. Así, pues, comencé a redactar mis recuerdos a partir del asesinato de Belicena Villca, que fue cuando comenzó todo.
       Y ahora, al terminar, comprendo que la intuición era certera, que me faltaba asumir gran parte de todo lo que asimilara en tan breve tiempo y que mantenía a mi Espíritu todavía conmocionado : no sería posible que con tal estado mental me fuese permitido hallar a la Orden. Pero escribir este libro me ha ayudado, y por eso he decidido darlo a conocer:   ... para que otros, como Yo ahora, encuentren el Mundo de la Sangre de Tharsis.

EPÍLOGO - Capítulo XVII


Capítulo XVII



Es muy poco lo que me resta por agregar a este Epílogo, o Prólogo.
Pasado el shock que indudablemente me produjo la partida de tío Kurt, evidenciado en la anormal serenidad con la cual me puse a reflexionar sobre los símbolos de la Espada, Perros, Aves y Fieras, y superado el efecto doloroso del golpe en la cabeza, comecé a tomar conciencia de la realidad y mi sistema nervioso entró en violenta crisis. Por dentro sentía que me desmoronaba, y traté de mantenerme armado por fuera, gritando mil insultos y juramentos contra todos nuestros enemigos, y del que al final no quedaron excluidos nuestros Camaradas y aliados: Belicena Villca, su hijo Noyo, el Capitán Kiev, los Siddhas Leales, el Führer, y hasta el Incognoscible, resultaron abarcados por mis irreproducibles blasfemias. No me justificaré, pues los sucesos conocidos explican esta reacción irracional. ¿Cómo no se iba a quebrar mi voluntad, si en el plazo de cuatro días mi familia fue atrozmente asesinada, toda mi familia, los parientes cercanos y lejanos, y el único sobreviviente fuera de mí, el tío Kurt, se acababa de marchar para no regresar jamás?
Me puse como loco. Profería insultos y pateaba con impotencia los cadáveres de los asesinos orientales. Con irracional agresividad, estaba a punto de vaciar en esos cuerpos diabólicos las cargas de la inútil pistola ametralladora, cuando unos quejidos procedentes del interior me trajeron providencialmente a la realidad. ¡No estaba solo! Recordé de golpe que durante el ataque habíamos escuchado unos gritos de dolor.
Con el rostro aún descompuesto por la furia, algún brillo demencial en los ojos, y pistola en mano, entré decididamente en la casa, causando la consiguiente alarma de la persona que se encontraba maniatada sobre la mesa del comedor. Era Segundo, el indio descendiente del Pueblo de la Luna, que Belicena Villca mencionaba en su Carta, y a quien viera un par de veces como visitante en el Hospital Neuropsiquiátrico de Salta.
Lucía terrible, porque Bera y Birsa le habían arrancado las uñas de las manos y de los pies; sin embargo, debía estar agradecido a los Dioses, y a la Operación Bumerang, porque los Demonios carecieron de tiempo para cortarle la lengua y las orejas, y vaciarle los ojos, y finalmente despellejarlo o degollarlo. Cuando lo desaté y le pregunté si había un botiquín de primeros auxilios, el indio recuperó el habla.
–¿Y los dos hombres? –preguntó con cautela.
–No eran hombres –respondí de mala manera– sino los Demonios Bera y Birsa. Ambos están muertos, allí afuera: nosotros los matamos con los disparos que Ud. escuchó. Y ahora mi tío los está persiguiendo hasta el Fondo del Abismo Central del Universo, hasta un lugar infernal del que quizás no logren regresar jamás.
Ahora comprendo que tal respuesta era impropia y absurda para ofrecerla a un indio desconocido que posiblemente no tendría ni la menor idea de lo que le estaba hablando. Pero Yo padecía los efectos del shock y de la crisis y no me detenía a pensar en lo que decía. Antes bien me maldecía permanentemente por todos mis errores: por ser la causa de que los Demonios descubrieran el Mundo y el domicilio donde vivía mi familia; porque en el plan de ataque olvidé considerar la acción compasiva de Avalokiteshvara; y por no hacer caso del mal presentimiento que me produjo la despedida de tío Kurt en Cerrillos, antes de levitarse con los perros daivas: tío Kurt sabía lo que iba a pasar, que íbamos a ser probados por la Pasión Maternal de Avalokiteshvara, quien defendería piadosamente a los Inmortales, y que con toda probabilidad debería partir en persecución de los Demonios, para mantener despierto su miedo; ¡y por eso se quiso despedir antes de entrar en operaciones! ¡Y Yo fui el imbécil que seguí hasta el final con el plan, sin reparar en nada, subestimando la capacidad de tío Kurt! ¡Ahora me encontraba solo, más solo de lo que estuvo tío Kurt en su exilio, aunque él afirmara lo contrario para consolarme y darme coraje!
Tales eran los pensamientos que ocupaban mi mente cuando respondí al indio de la forma referida. Afortunadamente no estaba del todo solo: el indio repitió, con cautela aún mayor:
 –¿Beraj y Birchaj?
Es posible que recién en este momento cayera en la cuenta que el indio era real.
–¿Beraj...? –repetí, tratando de recordar dónde había escuchado antes esa pronunciación. Entonces recordé la Carta de Belicena Villca y la historia del Pueblo de la Luna–. ¡Cierto que Ud. también los conoce! ¡Esos Hijos de Puta exterminaron a su familia, igual que a la Casa de Tharsis y a mi propia Estirpe! –exclamé con exagerada euforia.
–¿Y Ud. cómo lo sabe? –interrogó el indio en el colmo del asombro–. ¿No es del Ejército?
–Ja, Ja, Ja –me reí con ganas, al descubrir la impresión que causaba el uniforme de comando–. No, hombre, no. No pertenezco a la Fuerzas Armadas. El que fue miembro del Ejército era Noyo Villca, como Ud. bien sabe. ¿Es que no me recuerda? Yo soy Arturo Siegnagel, el Médico psiquiatra que atendía a Belicena Villca en Salta. Ella me lo contó todo en una extensa carta: por ejemplo, sé que Ud. desciende del Pueblo de la Luna, que habitaba en la Isla Koaty en el lago Titicaca, y que sus remotos antepasados residían en escandinavia, en el país del Rey Kollman, del linaje de Skiold.
–Ah, el Médico. Si, lo recuerdo. Estaba al tanto que Doña Belicena escribía una carta con datos sobre la Casa de Tharsis, pero ignoraba quién sería su destinatario.
¿Y dice Ud. –agregó– que estos torturadores son los mismos Beraj y Birchaj que guiaron hace más de seiscientos años a los malones de indios diaguitas-hebreos, al mando del Cacique Cari, en la invasión a la Isla del Sol?
–Eran –le corregí–. En efecto, eran los mismos, aunque tal vez emplearon otros cuerpos; eso no lo sé con exactitud. Pero lo que es cierto es que hace tres meses asesinaron a Belicena Villca en el Hospital, y sólo cuatro días que terminaron con toda mi familia; por estos malditos Demonios, sólo quedamos tres sobrevivientes de tres Estirpes espirituales: Noyo Villca, de la Casa de Tharsis; Segundo, de la Casa de Skiold; y Arturo Siegnagel, de la Casa Von Sübermann. Belicena Villca me solicita en su Carta que busque a Noyo Villca en Córdoba, y me asegura que Ud. me ayudará. Además me recomienda tener mucho cuidado con Bera y Birsa, que eran Demonios poderosos; pero ya ve: a pesar de los golpes que nos dieron, y gracias a la ayuda de los Dioses, pudimos acabar por el momento con Ellos. Habrá otros Demonios que sin duda nos perseguirán, y mil peligros desconocidos, pero es poco probable que regresen Bera y Birsa al Mundo de la Sangre de Tharsis; en los otros Mundos de Ilusion empero seguiran existiendo; ¡y ay de aquellos hombres espirituales que no encuentren pronto el Mundo de la Casa de Tharsis! ¿Qué le parece, Segundo? ¿Me ayudará?
–¡Por supuesto que sí! Sepa, Dr. Siegnagel, que Ella era para los de mi Raza una Reina: sus deseos son órdenes para mí. Ella me pidió que no fuera más al Hospital de Salta porque era vigilada y sospechaba que la iban a matar: y Yo cumplí al pie de la letra sus órdenes; no fui más a Salta y no respondí a la correspondencia del Hospital, del Juez, de la Policía, etc. Y nadie vino aquí porque esta casa es muy difícil de encontrar. Muy grandes deben ser sus poderes para haber llegado así, por sorpresa, y conseguir boletear a los Demonios. ¡Me ha salvado la vida, y seguramente me ha evitado un terrible sufrimiento previo! Mas no sé hasta qué punto agradecerle, puesto que, como comprenderá, ya estoy harto de vivir.
Lo comprendía perfectamente puesto que Yo también estaba harto de vivir; y si seguía adelante, como aquel indio germánico, sería exclusivamente por Honor, porque era un Honor quedarse a cumplir la misión que a uno le habían asignado los Dioses que dirigian la Guerra Esencial, y porque después de la Batalla Final, una vez ajustadas las cuentas con las Potencias de las Materia, regresaríamos definitivamente al Origen del Espíritu Increado. Vi la cara de Segundo descompuesta de dolor y corrí a un galpón contiguo a buscar el botiquín que estaba en la guantera de una pick-up. Con paciencia, desinfecté los veinte dedos y los fui vendando uno por uno. Traía conmigo las grageas sedantes, y le hice tragar dos: cuatro miligramos que lo harían dormir hasta el mediodía.
Antes de concluir la cura ya cabeceaba de sueño, así que lo llevé hasta su habitación, haciéndolo pisar con los talones, y lo dejé acostado en su humilde cama de algarrobo.


Calenté café, y lo bebí ya más tranquilo sentado en una silla de la cocina. El encuentro con Segundo me había calmado bastante y ahora meditaba sobre los próximos pasos a seguir. Sobre la mesa deposité la garrafa de ácido, trasmutado como un líquido muy negro pero de liviana densidad. Para recuperar las rosas de piedra, los pendientes de Avalokiteshvara, derramaría aquella substancia inservible en la pileta, y neutralizaría la acidez residual con un poderoso detergente concentrado que descubrí en un armario. Un minuto después, los aretes Esther se hallaban en mi bolsillo, ya vacío de armas. Ciertamente, exageramos la artillería, y ahora descansaban sobre la mesa, la Itaka, cincuenta cartuchos, la pistola ametralladora con su incómoda cartuchera sobaquera, sus cargadores, las diez granadas de fragmentación, las bombas de trotyl, y el cuchillo de monte. Más suelto de cuerpo, me cercioré con discreción del Sueño profundo de Segundo, y decidí ocuparme de eliminar los restos de los asesinos orientales. Provisto de una poderosa linterna de doce unidades, exploré los alrededores de la Chacra.
Comprobé entonces que, en efecto, la edificación de la casa seguía el trazado del antiguo pucará de Tharsy, y que la fortaleza perimetral fue reducida a un tapial bajo, de no más de un metro, para disimular su función de guarnecer una plaza liberada. En su interior aún existía el antiquísimo cromlech, cuyas piedras formaban un círculo enorme, en cuya área cabía sobradamente la planta de la Chacra. Pero a mi me intrigaba la suerte del Meñir de Tharsy, el que plantaron los Atlantes blancos para establecer el pacto de Sangre con la Estirpe de Tharsis y determinar su misión familiar. Tomando los diámetros del Cromlech, busqué en su intersección el centro, y comprobé con intriga que aquel lugar central caía en el interior de la Chacra. Al fin, no me cabían dudas que el sitio central se encontraba adentro de un enorme tinglado herméticamente cerrado. Corté las cadenas y candados con una pinza adecuada, y abrí las puertas del tinglado: increíblemente, luego de siglos y milenios, aún se encontraba en su lugar de origen el meñir de Tharsy. Era de piedra verde y mostraba en su base la milenaria apacheta de Vultan: purihuaca voltan guanancha unanchan huañuy. Sobre la apacheta estuvo durante cuatrocientos cuarenta y tres años la Espada Sabia de la Casa de Tharsis, custodiada como en Huelva por incansables Noyos Y Vrayas descendientes de Lito de Tharsis. Frente a esa actitud de respeto y confianza en los Dioses Leales, asumida en milenios de paciente guardia, ¿qué significaban mis ansiedades actua­les, mis egoístas angustias? El imponente meñir, y su rústico altar de piedra, tuvieron la virtud de avergonzarme de mí mismo, de mis debilidades humanas, y de fortalecer mi voluntad de seguir hasta el Final.
Contando con todos los vanos y crueles esfuerzos realizados en el pasado por los Demonios Bera y Birsa, no es de extrañar el odio que les despertaría aquella Chacra en la que vivieran fuera de su alcance los miembros de la Casa de Tharsis conservando la Piedra de Venus de la Espada Sabia. Pero Ellos llegaron tarde, siempre llegaron tarde a América: no consiguieron exterminar al linaje de Skiold con los diaguitas-hebreos, ni con los españoles de Diego de Almagro, de Diego de Rojas, y de tantos otros; ni el asesinato de Belicena Villca les sirvió para nada pues Ella los despistó sabiamente; ni el exterminio de los Von Sübermann les permitió acabar con tío Kurt. ¡América les había resultado fatal! No sabían adónde estaba Noyo Villca con la Espada Sabia y quisieron tomar venganza en el indio Segundo, sacrificarlo por medio de horrible suplicio antes de partir del impredecible Mundo de la Casa de Tharsis. Y habían sido atacados y muertos cuando menos lo esperaban. Como un Bumerang, sus propios golpes regresaron contra ellos; como en un golpe de Jiu-Jitsu, sus enemigos aprovecharon los movimientos propios y volvieron sus fuerzas contra ellos.

En el galpón que guardaba la pick-up había toda clase de herramientas. Fui hasta allí, tomé una pala ancha, y comencé a buscar un lugar adecuado para excavar las sepulturas. A cincuenta metros de la Casa crecía un tupido cañaveral de tacuaras que me pareció sería el sitio ideal: costaría penetrar la capa de raíces, pero luego de unos días nadie podría descubrir el menor rastro de la remoción. Regresé dos veces hasta la casa y cargué los malditos cadáveres en una carretilla para facilitar el transporte; en el último viaje llevé también un machete para abrir la picada. Miré el reloj de la casa y comprobé que señalaba las 3 horas del día 23 de Abril. El mío, en cambio, exhibía la 1,30 horas del 26 de Abril. Lógicamente, sincronicé mi reloj con el cuadrante local.
Así, pues, a las 6 horas, tres horas después, terminé la macabra tarea de sepultar los cadáveres destrozados de los asesinos orientales. Ya amanecía y me sentía exhausto, psíquica y físicamente agotado. Y todavía faltaban varias cosas por hacer, asuntos ineludibles que no admitían dilación. Uno de ellos era consumar la destrucción del coche negro de los asesinos, a fin de evitar el rastreo policial: mas, para eso, necesitaba contar con la ayuda de Segundo.
Bebí una nueva taza de café y luego me dediqué a echar baldes de agua jabonosa en el patio, para eliminar las ­huellas de sangre, precaución que más que evitar las investigaciones policiales apuntaba a frustrar la acción todavía más terrible de las moscas tucumanas. Con la luz del día, descubrí junto a un árbol, a quince pasos de distancia de la puerta de la casa, la chaqueta y todas las armas de tío Kurt: evidentemente, las había abandonado antes de partir, cuando llamó silenciosamente a los perros daivas. En ese momento, pensé que mi voluntad se quebraría nuevamente. Pero me sobrepuse y uní aquellos objetos con el resto de mi equipo.
Ya no podía continuar vestido de comando, especialmente si habría de salir fuera de la Chacra, así que me entregué a realizar una prolija inspección del interior de la casa. Descarté la ropa del indio, por su talla apreciablemente menor que la mía, y confié en que Noyo Villca tuviese más contextura y se conservase su ropa. Al fin dí con su habitación, después de pasar por la de la difunta Belicena, y hallé, en efecto, un ropero surtido: encontré un pantalón vaquero, más o menos de mi medida, y una camisa semejante. Decidí quedarme con los borceguíes de Maidana, e hice dos grandes paquetes con las armas y las ropas de combate: sólo dejé sin envolver las cuatro bombas de trotyl.
En una caja de zapatos, del más vil cartón, deposité el nefasto Dordje, el Cetro de Poder que Rigden Jyepo le entregara a los Demonios Bera y Birsa, conjuntamente con los padmas de piedra, los pendientes Esther de Avalokiteshvara.
Y entonces, cuando hube concluido esos trabajos menores, me dirigí hacia el coche negro para calmar la comprensible curiosidad que el mismo me despertara desde el momento que conocí su existencia.
Visto de lejos, no cabían dudas que se trataba de una clásica limusina norteamericana. Empero, al inspeccionarlo de cerca, surgía la confusión por no poder establecer ni la marca ni el modelo, como afirmaban los policías de Salta; porque marca tenía; y bien visible: “Aviant”. Mas ¿quién conocía esa marca? ¿a qué país pertenecía? De inmediato, me asaltó la sospecha de que el automóvil no era de este Mundo, que provenía de una Realidad paralela a la nuestra, donde los “Caballeros” como Bera y Birsa se desplazaban en coches “Aviant”. De todos modos ¿era realmente un automóvil? Sí, lo era. Un auténtico y excelente coche de lujo, al parecer recién salido de la fábrica. Levanté el capó y observé un poderoso motor de ocho cilindros en “V”. Las llaves estaban puestas; le dí arranque y funcionó sin problemas. Y fue inútil revisar su interior porque los Demonios no llevaban nada consigo, ni papeles, ni equipaje: nada de nada, lo que indicaba que no entraba en sus planes la posibilidad de ser detenidos o interrogados en los caminos; o que no circulaban de ninguna manera por los caminos y rutas de la civilización humana .


A las 8,30 horas me recosté en un sillón del comedor y dormí sin sobresaltos hasta las 13,30 horas. Preparé más café, tosté panes, y lo desperté a Segundo para el tardío desayuno. Se admiró al saber que trabajé toda la noche y que ya no quedaban huellas de la muerte de los asesinos. Mientras bebía un café, le revisé las heridas; especialmente me interesaban sus pies: estaban muy hinchados:
–¿Cree que podrá conducir la pick-up? –le pregunté.
–Haré lo que sea necesario –dijo valientemente–. No importa el dolor.
–Será al anochecer –le expliqué–. Tendrá que manejar unos quince o veinte kilómetros para deshacernos del automóvil de los asesinos. Pero antes le traeré medicinas y calmantes: sólo dígame donde queda la Farmacia más cercana.
Quedaba en Tafí del Valle, a cinco kilómetros de distancia. A las 15, después de asar un pollo y comerlo entre ambos, fui a la Farmacia en la pick-up y compré la vacuna antitetánica, jeringas, desinflamatorios y calmantes. 
          
A las 19,00 horas salimos de la Chacra. Segundo iria adelante, en la pick-up, y Yo lo seguiría en el Aviant. Tomaríamos por caminos secundarios, normalmente intransitados, pues el éxito de la maniobra dependería de que nadie viese el automóvil negro, nadie que lo pudiese denunciar a la policía; y menos aún la policía, que ya tendría su descripción.
Pero todo salió bien. Segundo, con los dedos vendados, y descalzo, pues no podría calzar una alpargata, llevaba con destreza la camioneta en dirección a la Sierra del Aconquija. Cruzamos el Río Tafí del Valle, el Río Blanco, y entramos en un camino casi intransitable que subía hasta la cumbre del Cerro La Ovejería. Tuve que hacer proezas con la enorme limusina para doblar por las agudas curvas del camino de cornisa. Finalmente, pocos kilómetros antes de la cumbre, dimos con el lugar ideal: el borde de un abismo de mil metros o más de profundidad. Allí estacioné el coche negro, mientras Segundo volvía con la pick-up varios metros hacia atrás: la senda era tan estrecha que tendríamos que retroceder cientos de metros marcha atrás, hasta hallar un ensanche que nos permitiese virar.
El regreso de Segundo era necesario para prevenir un posible derrumbe del camino, que dejase la pick-up aislada e imposibilitada de bajar del Cerro. Porque Yo planeaba dinamitar el Aviant y eso era muy probable que ocurriera, como realmente ocurrió.
Derramé el contenido de un bidón de diez litros de gasolina dentro del coche; programé los detonadores electrónicos con un tiempo de cinco minutos; y coloqué una bomba sobre el block del motor, otra en el interior de la cabina, otra en el baúl, y otra debajo del chassis. Acto seguido cerré el capó, las puertas y el baúl, y corrí hacia la pick-up, que me esperaba cien metros más atrás.
La explosión de los cuatro kilogramos de trotyl fue impresionante en aquellas montañas generadoras de ecos prolongados. El automóvil jamás sería encontrado, pues sólo quedaron de él restos diseminados en cientos de metros de inaccesible precipicio. Cuando cesó la explosión nos acercamos un poco, y nos aseguramos que así sucedería, pues donde estacionara el coche había desaparecido el camino, y la avalancha de piedras había arrastrado los restos más grandes hasta el fondo de la garganta, sepultándolos para siempre.
          
          
Permanecí diez días en la Chacra de Belicena Villca, durante los cuales conversé mucho con Segundo y nos pusimos de acuerdo sobre los pasos futuros. Le referí las últimas partes de la Carta de Belicena Villca y le expliqué que tenía indicios ciertos sobre la posible residencia de Noyo Villca: todo consistía en ubicar a la misteriosa Orden de Caballeros Tirodal y a su Pontífice, Nimrod de Rosario. Puesto que un capítulo se había cerrado en mi vida y ya no habría vuelta atrás, sólo me quedaba proseguir la aventura e iniciar la búsqueda de la Orden en la Provicia de Córdoba. Segundo se manifestó decidido a acompañarme en esa misión. Además de ser también un Iniciado Hiperbóreo, discípulo de Belicena Villca, y poseer un lógico interés espiritual en el asunto, el indio, que contaba cincuenta años de edad, conocía a Noyo Villca desde niño y haría lo posible por volverlo a ver o prestarle su ayuda.
Diseñamos, así, un sencillo plan destinado a solucionar los últimos problemas que quedaban para trasladarnos finalmente a Córdoba. En la Chacra existía una fortuna en oro inga, a la que aludiera Belicena Villca en su Carta. Segundo me enseñó el escondite secreto, cerca del Meñir, donde subsistían 250 kg. de oro en lingotes: originalmente, me explicó el indio, el oro constituía la vajilla de la Princesa Quilla, pues los ingas no le daban valor monetario a dicho metal; ya en Tucumán, y para evitar posibles sorpresas, los descendientes de Lito de Tharsis fundieron todos los utensilios en el siglo XVII y ocultaron los lingotes donde todavía se encontraban. Nunca la familia tuvo necesidad de esa reserva, pero nosotros podríamos tomar lo que quisiéramos, pues tal era la voluntad de Belicena Villca.
Sin embargo, a mi entender aquella riqueza pertenecía a Noyo de Tharsis y no convenía tocarla por el momento. Con lo que me dejara tío Kurt teníamos más que suficiente para empezar. Resultaba primordial, pues, asegurar el cuidado de la Chacra, aún si nosotros nos ausentábamos por mucho tiempo. De ello se ocupó Segundo, trayendo de Tafí del Valle una nutrida parentela que ya en otras ocasiones habían cohabitado el lugar: vivirían en la casa de servicio y vigilarían el lugar.
Arreglado esto, partimos el 4 de Mayo hacia Santa María, en la pick-up de Segundo. A Salta no pensaba regresar jamás; pero los negocios de tío Kurt los tenía que cancelar indefectiblemente. Aparte de que en la Finca de mi tío me aguardaban las dos cosas más queridas que me quedaban en la vida: el manuscrito de Belicena Villca, reproducido en este libro, y el manuscrito de Konrad Tarstein, de su libro inédito “Historia Secreta de la Thulegesellschaft”, que espero publicar en el futuro.

La Finca de Santa María era imposible de vender pues tío Kurt no estaba muerto sino “desaparecido” y su testamento a mi favor carecía de valor en este caso. Mas sí podía arrendarla y eso fue lo que hice, pactando un contrato con los Tolaba, que por tantos años acompañaron a mi tío Kurt: ellos se encargarían de la pequeña fábrica de dulces y de guardar las pertenencias de mi tío. Sólo pagarían una moderada renta anual. Claro que en el futuro, si necesitase reducir esa propiedad a dinero contante, apelaría al conocido expediente de falsificar la partida de defunción de “Cerino Sanguedolce” y haría valer el testamento. Pero el futuro está aún en manos de los Dioses.
Lo que sí podía vender, era la Finca de Cerrillos, a la que no deseaba conservar ni un minuto más. Escribí, así, a mis abogados de Salta para que la pusiesen de inmediato en venta y la liquidasen cuanto antes. Seis meses después, en Córdoba, firmé los documentos definitivos de la transacción y recibí una apreciable cantidad de dinero. Y el último día que estuve en Santa María, envié por encomienda los dos bultos a Maidana, comunicándole en una breve nota que la operación comando resultó un éxito y que sería inútil que nadie buscase más a los “asesinos orientales”; y que, no repuesto del dolor por la muerte de mi familia, emprendía un viaje de descanso a cuya vuelta me reuniría con él. Una “mentira piadosa”, es claro, pero ¿qué otra cosa le podía decir a Maidana? Quizás en el futuro; quizás si los Dioses lo deciden en el futuro.

EPÍLOGO - Capítulo XVI


·   Capítulo XVI



·   A continuación ocurrió un fenómeno que he decidido exponer por separado, debido a que todavía no encontré una explicación convincente para el mismo. Como dije, me hallaba aún mirando el Cielo, hacia la Cruz del Sur y pensando en las cosas que mencioné, tratando de dominar la nostalgia por la partida de tío Kurt, intentando superar la depresión nerviosa.
·   El golpe fue violento, contundente, en el centro del cráneo, unos centímetros más arriba del lugar donde tío Kurt me aplicara su certero culatazo. Caí fulminado al suelo, viendo estrellas que no eran precisamente producto de un proceso alquimista, pero consciente de que algo había caído del Cielo sobre mi cabeza, algo de pequeño tamaño y considerable peso. Me incorporé, todavía aturdido, y comencé a buscar en derredor con ayuda de la linterna lapicera. No tardé en hallar el proyectil, causante del chichón cuyos efectos dolorosos duraron varios días y cuya cicatriz conservo: como es fácil imaginar, se trataba de una piedra.
·   Pero aquella era una piedra artísticamente tallada, y resultaba evidente que pertenecía a un conjunto mayor, del que fuera fracturada. Era la mano de un niño de Piedra, mutilada a la altura de la muñeca, que expresaba el Bala [1] Mudra [2], el Saludo Interno de la Casa de Tharsis: los dedos índice y pulgar, estaban estirados formando el ángulo recto; y los dedos mayor, anular, y meñique, se hallaban flexionados sobre la palma de la mano.
·   Al encontrar la mano de piedra, recordé instantáneamente el Día Trigesimotercero de la Carta de Belicena Villca, y luego lo comprobé releyendo aquel párrafo una y otra vez: en ese día Belicena narraba el exterminio de su Estirpe realizado por Bera y Birsa, al trasmutar a los miembros no Iniciados de la Casa de Tharsis, como a los de mi familia, en betún de Judea . Fue entonces cuando el Noyo, Noso de Tharsis, llegó hasta la iglesia de la Virgen de la Gruta, en Turdes, para rescatar la imagen al saqueo generalizado de Lugo de Braga. Y fue al cumplir este cometido cuando comprobó que al Niño de Piedra le había sido amputada la mano que expresaba la Vruna Bala. Pero tal desaparición sucedió en el siglo XIII, setecientos años atrás: cuando menos parecía aventurado, por no decir absurdo, relacionar este hecho con aquel. Y sin embargo, contra todos los argumentos lógicos, a mí el accidente me parecía sugestivo. Y no he cambiado de idea: hice engastar la manecilla en una manilla de plata, le agregué cadena, y me la colgué al cuello. ¿Cómo cayó sobre mi cabeza, o de dónde? no lo sé; si es la misma mano del siglo XIII, tampoco lo sé; y qué significa que cayera contra mi cabeza en ese momento, es algo que pertenece al campo de los más oscuros enigmas. Pero la pieza me agrada y la llevaré conmigo hasta el Final.


[1] Fuerza.
[2] Expresión.

EPÍLOGO - Capítulo XV


Capítulo XV



Fui sobresaltado por aquellas inesperadas palabras de tío Kurt. Sin embargo, preguntó a continuación:
–¿Qué ves ahora?
–Los Jabalíes gemelos han subido al Cielo estrellado buscando al Dragón. Pero el Dragón no está en el Cielo sino en la Batalla Final. Y los Jabalíes se han convertido nuevamente en estrellas, y se han situado bajo los pies de la Virgen, cerca del cuervo. Y en el cielo faltan muchas constelaciones, como un libro de imágenes al que le hubiesen arrancado muchas páginas.
–¿Qué ves ahora?
–Las estrellas del Cielo, todas las que quedaban, abandonan sus puestos y giran en torno de las dos estrellas-Jabalí. ¡Es el chaos primordialis, la massa confusa !
¡Proyectaré el Signo del Origen sobre la massa confusa! –gritó tío Kurt. Al parecer ubicado ahora muy cerca mio, a mis espaldas. Imaginaba sus cuencas vacías y negras, profundas e infinitas, asomándose al recipiente alquimista, cuya superficie brillante alojaría sin remedio lo que él era: el Signo del Origen, el Signo del Vril, la Marca de la Virgen, el Signo de Lúcifer, el Signo de Shiva . Lo imaginaba, pues no deseaba mirarlo y ver, como antes, a la Muerte Frya, al Hombre Oso y al Hombre Lobo.
En la matrix, la superficie del Sulphur Philosophorum mostraba la imagen de un remolino de lumen naturae que giraban alrededor de las dos estrellas gemelas, las mónadas de Bera y Birsa . Cuando la primera Runa se reflejó sobre ellas, perdieron gran parte de su brillo y comenzaron a solidificarse. Y así continuaron, opacándose y solidificándose, a medida que se sucedían las siguientes Runas. Y cuando, al fin, se hubieron plasmado las trece Runas, las dos estrellas experimentaron una metamorfosis y se transformaron en flores de Piedra . Entonces, como si tío Kurt me hubiese hecho la pregunta, describí en voz alta lo que veía:
–Las estrellas son ahora dos flores de piedra; son dos padmas o lotos: Esther es el nombre de esas Piedras. Y las trece Runas se mueven y se asocian entre sí de incomprensible manera. Y las trece Runas forman un Signo que desintegra al remolino, al chaos confusum, y lo reemplaza por las tinieblas más impenetrables; sólo las flores de piedra han quedado en el Sulphur Philosophorum : y ahora se precipitan al fondo de la matrix. ¡Opus consumatum est! [1]
–¡Posees ahora dos lapis philosophorum ! –dijo tío Kurt– ¡Tú has completado la Obra, por intermedio de la Virgen, porque tu has visto la Obra ! ¡Y tú has recibido el descensus spiritus sancti creator ! ¡Eres igual que Yo, y Yo soy igual que tú! ¡Naturalissimun et perfectissimun opus est generare tale quale ipsum est! [2]. De improviso caí en la cuenta que se habían acallado los rugidos, gruñidos y ladridos. Me volví bruscamente y busqué a tío Kurt con la mirada: no lo vi por ninguna parte. En cambio observé dos manchas blancas que se alejaban hacia el cielo. Agucé la vista y creí distinguir dos Jabalíes que huían presa del pánico, con el pelo erizado y gruñendo de terror. La Naturaleza se había aquietado y las nubes ectoplasmáticas ya no estaban sobre los cadáveres de los asesinos orientales. ¡Los Jabalíes eran las Almas de Bera y Birsa que huían hacia el Principio del Tiempo! ¿Había dado resultado el plan, al fin y al cabo, pese a la intervención de Avalokiteshvara? ¿Cómo lo había logrado tío Kurt, cómo consiguió que la Piedad de la Dea Mater no calmase el pánico de los Inmortales Bera y Birsa? Sí, ahora lo recordaba: con sus corazones en el Sulphur Philosophorum, con sus Almas en el vaso de las proyecciones alquimistas, había llevado a Bera y Birsa hacia el futuro, hacia la Batalla Final, cuando el Dragón perdería su Poder; Y allí habían padecido más terror que el de la muerte de sus cuerpos físicos por nuestros escopetazos.
De todos los Futuros posibles, es dable esperar uno que corresponda al Mundo “que afirma Wothan desde el Origen”, el Mundo que ­constituye la Realidad de la Sangre de Tharsis”. A ese Futuro, en el que el Espíritu triunfará sobre las Potencias de la Materia, habían sido llevadas alquimísticamente las Almas de Bera y Birsa: a la Batalla de Chang Shambalá, a la Batalla Final; a la Derrota de Chang Shambalá, a la Derrota de Sión; y el Terror del Final de Chang Shambalá, del Final de Sión, causaron el retorno de Bera y Birsa al Principio del Tiempo, al punto donde se asientan todos los Futuros posibles y donde Chang Shambalá o Sión no tiene determinado su Final antes del Final del Tiempo. Porque el que ví en la matrix es un Futuro Increado, no previsto por el Creador, sólo posible en el Mundo de la Sangre de Tharsis, en el Mundo de la Realidad del Führer: y tío Kurt había demostrado tener fe ciega en ese Futuro Increado, en el que los hombres espirituales se levantarían como Fieras contra el Cordero y los “ciento cuarenta y cuatro mil” Sacerdotes de Israel. Creo que el éxito de la trasmutación alquimista, y el terror infundido a los Inmortales Bera y Birsa, se debieron fundamentalmente a esa fe inquebrantable que tío Kurt profesaba por el Führer y su Futuro.
Aunque él afirmaba extrañamente que la Obra era mía. Mas Yo abrigaba la certeza de que fue él quien marcó las Piedras Calientes, las Almas de Bera y Birsa, mónadas sobre el Caos Primordial, con el Signo del Origen, con la “Abominable Señal” que temían los Demonios. Y sus Almas habían precipitado la Piedra del Principio, el lapis ignis, y ahora debían estar en el Principio. Con pánico, en el Principio : la meta del plan. Yo olvidé la Piedad de Avalokiteshvara, pero gracias a tío Kurt el objetivo se había alcanzado.
A todo esto ¿adónde estaba tío Kurt? Comenzaba a preocuparme, cuando escuché su voz: venía de arriba, y sonaba irónica y tranquila.
–Yo tenía razón, neffe: Los Inmortales no pueden morir. Y tu tenías razón: su miedo los haría huir hacia el Principio. Se trata de un empate ¿no crees? ahora debo partir tras ellos, Oso contra Abejas, Lobo contra Cerdos, he de perseguirlos hasta el Principio: solo así el Final será igual al Principio, la Potencia se hará Acto, lo Posible se tornará Real, la Obra estará Presente entre el Final y el Principio; y podrás cumplir tu misión.
Supe lo que ocurría: tío Kurt se había elevado con los perros daivas hasta ponerse fuera de mi alcance. Su decisión era, pues, irrevocable. Me sentí morir de tristeza y desolación. Las piernas se me aflojaron. Un nudo me trabó la garganta. No obstante grité con impotencia:
–¡Tío Kurt, no te vayas! ¡No me dejes solo aquí!
Escuché entonces aquella carcajada atronadora que mi tío emitía con inevitable espontaneidad: no constituía una burla, sino la expresión de su estado de ánimo.
–¿Y tú eres quien cuestionaba mi obstinación, cuando me resistía a quedarme solo en este Infierno, después de la Segunda Guerra? –preguntó riendo–. Pues recuerda que Yo soporté 35 años: tú tendrás que aguantar mucho menos. ¡Anda, sé valiente neffe Arturo! ¿O tendré que preguntarte como Belicena Villca si eres capaz de ser un Kshatriya? Pero sé que comprendes por qué lo hago: es parte de la Estrategia del Führer. La cacería que ahora inicio pronto será imitada por miles de hombres-lobo-de-Piedra. Tendré el Honor de determinar el Fin de la Era del Jabalí y de la Abeja, así como la Espiga de la Virgen destruirá la Era de la Paloma . Tú eres como Yo y Yo soy como tú. Y si Yo soy, tú eres: esa era la gran Estrategia de la Estirpe Von Sübermann, que no pudimos conocer hasta ahora; el secreto de los Tulkus . Hoy, el signo del Origen está en ti, en el lóbulo de tus orejas; y los que tengan la Sangre Pura lo verán . Por eso los lapis philosophorum adoptaron la forma de las flores de piedra : porque tales lotos son el adorno de los aretes de Avalokiteshvara, los pendientes que la Misericordiosa coloca en las orejas de los señalados con el Signo del Origen, para tapar el Signo del Origen . Tú los has obtenido en la matrix de las proyecciones porque tu propio Signo del Origen ha quedado descubierto: ¡Sus tapas han caído! ¡Y esa es la Gran Obra! ¡Tú eres ahora el Signo del Origen, y eres, en el Origen del Espíritu Eterno e Increado, igual que Yo! Yo nunca pude ver el Signo del Origen ¿recuerdas?; pero ambos lo vimos hoy: tú en mí, y Yo en ti, en la proyección sobre la Piedra Caliente. Separados jamás lo habríamos visto. Por eso fue bueno estar contigo, neffe; porque juntos cumpliremos la misión de nuestra Estirpe: lo haremos por Honor, puesto que vimos el Origen, y tenemos el Origen, y podemos regresar cuando querramos al Origen . Ya no me necesitas; ni necesitas de nada ni de nadie. Adiós neffe; nos volveremos a ver durante la Batalla Final. ¡Heil Hitler!
–¡Heil Hitler! –respondí mecánicamente, mientras el rugido de una Fiera indescriptible atronaba el espacio y una ráfaga de viento sobrenatural, helado, me golpeaba como un latigazo y agitaba los árboles y levantaba nubes de polvo.
Dirigí la vista en la dirección que habían huido los Jabalíes, esto es, hacia el Sur, y juro que observé por última vez a tío Kurt. O por lo menos esa impresión recibí. Porque vi, o creí ver, contrastada por el firmamento estrellado, una Fiera que corría tras dos astros brillantes que se alejaban con pavor: ora parecía un Oso, ora un Lobo; y sus rugidos y aullidos se fueron haciendo menos fuertes hasta que se apagaron por completo. Me sentí sano: era La Peste que se alejaba.
          
Pensativo, mirando aún hacia la Cruz del Sur, rememoré la Carta de Belicena Villca, la parte donde el Rabino Benjamín refería a Bera el Misterio de la debilidad del Pueblo Elegido: “Advirtió Jehová al Pueblo de Israel sobre cuatro clases de males, frente a los cuales serían débiles : Cuidaos de la Espada, porque Ella os puede matar; Cuidaos de los Perros, porque Ellos os pueden despedazar; Cuidaos de las Aves del Cielo, porque Ellas os pueden devorar; Cuidaos de las Fieras de la Tierra, porque Ellas os aniquilarán (Jer. 15)”. Allí, en el suelo de la Chacra, yacían los cuerpos humanos sin vida de Bera y Birsa: habían sido débiles, estratégicamente débiles. Y en su caso, los símbolos advertidos por Jehová habían intervenido, los cuatro, a la vez:

Espada : la Espada Sabia de la Casa de Tharsis.
Perros : los perros daivas.
Aves : la Virgen de Agartha, y toda Dama Kâlibur, cuya Negrura Infinta devore la luz de las Almas.
Fieras : los Berserkr y los Ulfhednar, es decir, los Hombres-Oso y los Hombres-Lobo, de Piedra Frya.
          
Y de nada les valieron en esta ocasión, los “remedios” propuestos por Bera: la Paz del Oro; la Ilusión de la Rabia; la Ilusión de la Tierra; y la Ilusión del Cielo.
Habíamos ganado la partida contra los Demonios, pero nunca jamás, hasta hoy, volví a ver a tío Kurt.



[1] La Obra está realizada.
[2] La Obra más natural y perfecta consiste en crear algo igual a Si Mismo.