Capítulo V
Me hallaba sentado en el sofá del living,
dormitando. Había ingerido 3 mg. de un tranquilizante y tenía el sistema
nervioso bastante sedado. Serían las diez de la noche y, entre sueños, oía a
tío Kurt hablar en árabe y en alemán. Pero no se trataba de un sueño: al
mediodía, tío Kurt solicitó una llamada internacional y recién acababan de
comunicarlo. Minutos después llegaba hasta mi y me sacudía sin contemplaciones.
–¡Todos han muerto, Arturo! ¡Todos! ¡Tú y Yo
somos los únicos Von Sübermann con vida que han quedado!
Lo miré entre brumas. El continuó:
–¡Mis tíos y mis primos de Egipto, incluso
algunos primos lejanos que vivían y estudiaban en Europa, todos murieron esta
mañana a las 0,15 horas!
Tio Kurt no levantaba la voz, pero sus gestos
eran elocuentes: estaba fuera de sí. Traté de calmarlo, de transmitirle mi
farmacológica tranquilidad, pero sólo conseguí ponerme nuevamente nervioso; ¡la
furia de tío Kurt era contagiosa!
A pocos pasos de distancia, en el Comedor
donde viera a mis padres muertos, yacían dos ataúdes sobre pares de caballetes;
coronas, palmas de flores, candelabros con velas encendidas, y cruces,
completaban los elementos ceremoniales del funeral católico. Mi padre era
conocído en ese pueblo desde la infancia y mamá desde 1938, de modo que el
desfile de vecinos y amigos que deseaban darle el último adiós era incesante.
Muchos, pertenecientes a las gentes más humildes, pero con quienes siempre
contamos para el rudo trabajo del campo, se quedarían la noche.
Alguien contrató a unas lloronas
profesionales de La Merced ,
famosas por el sentimiento y fervor que imponían a sus lamentos, las que se
dedicaban en ese momento a representar su función.
Momento
terrible aquel, de impotencia, de comprobar la manera en que nuestros enemigos
nos atacaban y de no poder responder en la misma medida. Cosa sorprendente, el
duro tío Kurt se había sentado, finalmente, en otro sofá y por momentos
sollozaba con aflicción. Yo debía recibir el pésame de los visitantes, de
acuerdo a la tradicional costumbre, quienes antes de marcharse dejaban su
nombre anotado en una tarjeta, que les aseguraba recibir más adelante, en un
plazo no mayor de diez días, el agradecimiento postal. Costumbres, hábitos en
práctica desde tiempo inmemorial, de las que no podría zafarme sin causar un
gran escándalo.
A la medianoche la casa estaba atestada de
gente. Unas vecinas se encargaron gentilmente de preparar café y atender a los
conocidos. Diversos grupos de amigos formaron corrillos para comentar los
horribles crímenes, y los rumores más insólitos circulaban de boca en boca del
supersticioso vecindario indio y mestizo. Tío Kurt y Yo intentamos vanamente
que la Policía
nos entregara los cuerpos de Katalina y los niños, temiendo que en pocas horas
se corrompiesen como sucediera con los miembros de la Casa de Tharsis. Mas nuestra
gestión fue inútil. La autopsia no se completaría hasta el día siguiente. Y,
aunque la Policía
no lo admitiera, sabíamos el porqué de aquella demora: los Médicos forenses no
conseguían establecer la causa de las muertes. Mi hermana y sobrinos fueron
encontrados en sus cuartos, en la planta superior de la casa, y presumiblemente
fallecieron sin enterarse de los espantosos asesinatos que se estaban
cometiendo afuera; habrían muerto, como los miembros no Iniciados de la Casa de Tharsis, en el momento
en que el poder del Dordje de Bera transformaba la sangre del lagar en
Alquitrán, es decir, a las 0,15 horas. Y obviamente, esto no lo sabían los
Médicos forenses.
Nos resignamos, pues, a velar sólo a mis
padres, aunque comisionamos a la empresa de servicios fúnebres para que
insistiese periódicamente en la morgue y reclamase los cuerpos pendientes. Un
coche se detuvo y descendió una persona conocida, pero a quien no hubiese
imaginado ver allí: ¡el oficial Maidana, el policía que interviniera en el caso
de Belicena Villca! Al verme, se acercó presuroso y me hizo presente “su más
sentido pésame”, como era de rigor. Y luego se explayó sobre los motivos que lo
habían decidido a concurrir al funeral, hablando en su particular estilo,
simple y franco.
–Dr. Siegnagel, este caso, como se imaginará,
ha conmovido a la Provincia :
todos desearíamos aprehender a los dementes asesinos de su familia. Pero este
asunto queda esta vez fuera de mi jurisdicción: ahora soy Comisario del
Departamento Investigaciones, pero no el Jefe de la División. Con esta
aclaración quiero asegurarle que no he venido hasta aquí como policía sino como
amigo. ¿Me comprende, Dr.?
Asentí sin comprender adónde quería llegar.
Tío Kurt se hallaba junto a mí y miraba con curiosidad al Comisario Maidana.
–Entonces iré al grano: ¿está Ud. en un
apuro? ¿necesita algún tipo de ayuda? Sea lo que sea, no vacile Ud. en confiar
en mí. Tengo gente amiga, valiente y leal, hombres probados en la lucha
antisubversiva, que estarían dispuestos a actuar, digamos fuera de los
reglamentos, para ajustar cuentas con los judíos o con quien sea que lo esté
persiguiendo.
Tío Kurt frunció el seño y por un momento
temí que lanzase una de sus estruendosas carcajadas; mas se hallaba demasiado
dolido para ello y en cambio sonrió con clemencia. Yo, por mi parte estaba
irritado y estupefacto; irritado, no por la oferta de Maidana, que agradecía
pues, aunque absurda, era sincera, sino por tener que vivir toda aquella
alucinante situación, incluyendo el funeral; y estupefacto, porque no imaginaba
cómo el oficial había llegado a la conclusión de que Yo necesitaba esa clase de
ayuda.
–¿No me responde? –dijo consternado– ¿O es
que no confía en mí? Pero Yo sé que a Ud. lo persiguen, aunque lo niegue. Es mi
profesión descubrir estas cosas. Lo sé desde ayer, cuando recibí en el
Departamento de Investigaciones el informe sobre lo sucedido en Cerrillos.
Entonces lo recordé a Ud. y al caso de la enferma Belicena Villca. Haciendo un
paréntesis, le confesaré ahora que Ud. tenía razón en cuanto afirmaba que en
ese crimen había un punto oscuro: ese punto nunca se aclaró; pero también es
cierto que a nadie interesaba aclararlo, y que la Policía tiene urgencias
más importantes que atender con el dinero de los contribuyentes. ¡Lo sé!: a Ud.
eso no le importa; Ud. quiere ver triunfar a la Justicia ; le interesa
mucho Belicena Villca porque el caso le tocó de cerca. Pero nosotros tenemos
que atender cientos de casos y ése era sólo uno más, uno que, le repito, no
interesaba a nadie. Le cuento esto porque le doy en cierto modo la razón a Ud.
Dr. ¡Tómelo de ese modo! En verdad Yo quería enterrar ese caso porque carecía
de importancia. ¡Mas ahora sé que no es así!
–¿Qué quiere decir? –pregunté a mi pesar.
–Pues, cerrando el paréntesis que abrí para
disculparme con Ud., ocurre que esta mañana intenté localizarlo en el Hospital
Neuropsiquiátrico donde trabajaba y allí me informaron que
renunció hace dos meses, durante sus vacaciones. Llamé entonces a la Universidad y me
enteré que solicitó su baja en las materias que cursaba y abandonó la
residencia médica. Todos actos muy extraños para proceder de alguien tan...
¿normal?... como Ud. Fue entonces, a la media mañana, que decidí tomarme el día
libre y dedicarme a realizar una pequeña investigación por mi cuenta. Averigüé
así, que vendió su departamento del Cerro San Bernardo sin comunicar a nadie su
nuevo domicilio; y que sus amigos obtuvieron de sus padres la noticia de que
Ud. “investigaba por su cuenta un yacimiento arqueológico en Catamarca”; todo
muy vago, Dr. Siegnagel. Cuentas bancarias cerradas, cambio de domicilio,
abandono del trabajo, de los estudios, de las amistades: se diría que son los actos de
quien desea borrar sus pasos, de alguien que huye. Pero Ud. no es un
delincuente, no tenia motivos ni enemigos que lo obligasen a huir hace dos
meses. ¿O es que entonces surgieron los misteriosos enemigos?
Sí, Dr. Siegnagel. Cedí un tanto en mi
posición y conecté su extraña conducta con el crimen del Hospital
Neuropsiquiátrico. “Podría ser que allí hubo algo más, algo que forzó al Dr. a
huir”, me dije, y me entregué a releer el expediente sobre el asesinato de
Belicena Villca. ¿Y qué descubro? Pues que no prestamos la menor atención a
las medallas judías que tenía en sus extremos la cuerda mortal. Quise saber,
lo más pronto posible, qué decían las inscripciones y, sin respetar la siesta,
me fui a la Universidad
e indagué en una laberíntica sección, creo que se llamaba Departamento de
Filología, hasta que dí con un increíble personaje llamado “Profesor Ramirez”.
¿Y qué me dice el Dr. Ramirez? Pues, el pobre hombre salió huyendo al saber que
Yo era policía y al ver las fotos de las medallas. Tuve que convencerlo durante
horas para que hablara. Resultó al fin que él le conocía muy bien a Ud. Que Ud.
le había consultado hace tres meses sobre las mismas inscripciones, pero sin
mencionarle el crimen (hizo bien, pues al conocerlo se le cerró automáticamente
la boca). Y que atrás de todo esto hay una historia asombrosa en la cual están,
como
Yo decía Dr. Siegnagel, los malditos judíos.
Sí; sí. Ya sé lo que piensa. Que Yo no sé
distinguir a los Druidas de los judíos, ni soy capaz de comprender la
estructura universal de la
Sinarquía. Ud., como todo alemán, cree que nosotros somos
idiotas. (¿Druida se dice? creo que así los nombraba el Profesor Ramirez).
Mire, es posible que Yo no sepa lo que es un Druida. Pero le anticipo que
recién vengo de estar seis o siete horas con el profesor Ramirez en las que
éste se empeñó en demostrarme que un Druida es lo mismo que un judío, si es que
no entendí mal su síntesis final. Así que, para el caso es lo mismo, sutilezas
intelectuales. Yo tenía razón: a Belicena Villca la liquidaron los judíos,
judíos especiales pero judíos al fin. Y Ud. también tenía razón cuando me decía
que la forma del asesinato, el modus operandi, era cuasi-masónico.
Sí, Ud. tenía razón y Yo no le hice caso.
Mas ahora no cometeré el mismo error pues he
estado pensando. He reflexionado sobre lo que ocurrió hace tres meses, los
pasos posteriores suyos, y lo que ha pasado aquí ayer. ¿Y sabe a qué conclusión
he llegado?
–No me atrevo a imaginarlo –le dije con
sinceridad.
–Pues que el asesinato de su familia constituye
un crimen Ritual.
–No puedo negarlo –acepté, pues el policía se
merecía la confirmación de sus conclusiones.
–¿Y de la misma clase del de Belicena Villca,
quizás cometido por los mismos asesinos?
–No podría probarlo, pero estoy seguro de que
la respuesta es afirmativa –concedí.
–¡Eso está mejor Dr. Siegnagel! Ya le dije
que no estoy aquí como policía sino como amigo. Entiendo que por alguna razón
Ud. no puede denunciar la verdad y por eso vengo a ofrecer mi ayuda, la mía y
la de mis Camaradas nacionalistas. ¡Tengo un grupo de tareas preparado para
entrar en operación en cualquier momento! –dijo, bajando hasta un nivel
inaudible el tono de voz.
Aunque parezca increíble, Yo seguía sin
entender lo que me proponía el oficial Maidana.
–¿Y qué es lo que quiere hacer? –le pregunté
sin disimulo.
–¿Y me lo pregunta Dr.? ¡Ayudarlo contra sus
enemigos, que sin dudas son enemigos nuestros, y son enemigos del país! ¡Le
ofrecemos ayuda concreta, hombres, armas, equipos! Sólo debe darnos los nombres de
los asesinos, facilitarnos una pista, revelarnos cuál es su organización . ¿No desea vengar a su familia?
Nosotros lo haremos por Ud., o junto a Ud.
Contemplé a Maidana desalentado. ¿Cómo podría
explicarle la realidad de Bera y Birsa? Indudablemente en la cabeza del policía
ni cabía la posibilidad de que atrás de los asesinos hubiese una causa
sobrenatural. No reconocía existencia real a lo mágico; y a su juicio, lo
esotérico sería solamente un método de inteligencia, destinado a conseguir la
“acción psicológica” y la “penetración cultural”. En resumen, el oficial
Maidana, como buen veterano del fragote nacionalista, sólo concebía enemigos
de carne y hueso, blanos sólidos, judíos, marxistas, masones, sionistas, o lo
que fuere, pero enemigos permeables a la artillería de variado calibre y al
trotyl.
–Le agradezco su oferta Maidana. Se la
agradezco profundamente porque sé que es honesta y desinteresada. Pero Uds. no
pueden ayudarnos y Yo no puedo darle ninguna información. Créame que es mejor
dejar las cosas así. Ahora no es una mera interna del loquero: se trata de mi
familia, Maidana; de toda mi familia .
Si Ud. pudiera ayudarme ¿cómo no aceptaría? Sin embargo ahora soy Yo quien
desea dejar las cosas como están. Sé lo que estoy diciendo.
–¿Cómo que no podemos ayudarlo? –protestó
Maidana–. ¿Sabe lo que pienso?: ¡que Ud. tiene miedo! No se quién ha cometido
los crímenes. Pero es evidente que Ud. sabe y no quiere compartir el secreto.
¿Y por qué haría tal cosa? Pues, porque supone que el enemigo es demasiado
“poderoso” para nosotros, los torpes sudamericanos. Lo comprendo; Ud. es un
alemán y tiene un prejuicio contra el nacionalismo argentino; y quizás tenga
razón, porque toda una fauna de imbéciles y traidores nos han desprestigiado;
Yo no puedo responder por esos cargos. ¡Mas se equivoca si supone que siempre
será igual! Estamos en otra época, y hay otros hombres: a nuestra generación, Dr.
Siegnagel, no la podrán detener materialmente –afirmó con firmeza–.
Somos muchos, tenemos ideales, y estamos hartos de corrupción y materialismo;
se acerca el día en que propinaremos a las fuerzas sinárquicas un gran
escarmiento nacional. ¡Confíe en nosotros y no se arrepentirá! Ningún enemigo
es demasiado fuerte en nuestra patria como para que no le asestemos un golpe
inolvidable. ¡Tal vez no le ganemos la guerra, pero podemos castigarlo
parcialmente, herir su orgullo, quebrar su soberbia, evitar que saboree el
triunfo de sus crímenes! ¿Qué me dice, Dr.? ¿Es el Mossad? ¿El MI5 inglés? ¿La C.I .A.?
¿Qué responderle al Comisario Maidana?
–Sólo le diré esto, y es lo único: –dije– si el
Enemigo fuese humano, estoy seguro que su ayuda sería efectiva . Sí, Maidana: si el enemigo
fuese humano le aseguro que contaría con su apoyo. Esto le debe bastar.
–Pero ¿qué dice?– preguntó con tono de
burla–. Me sorprende que Ud., una persona a quien respeto por su sinceridad, me
demuestre que recurre a un simple escapismo para evadir la amenaza de los
asesinos. ¡Ud. tiene miedo y no quiere afrontar el hecho de que tarde o
temprano será atacado también por los asesinos! Porque sino, si estuviese en sus
cabales, comprendería que los asesinos son bien humanos.
–¿Cómo? –exclamé involuntariamente.
–Sí, Dr.; reaccione –solicitó Maidana–. Los
asesinos son seres humanos: si no lo fueran ¿Por qué emplearían
cuchillos y porras? –preguntó con irrefutable lógica policíaca.
Era una conclusión simple, absurda y
elementalmente simple. Por eso no podía aceptarla, le negaba entrada en mi
razón; por eso, y por provenir de Maidana, un mero policía salteño.
–¡No! ¡No! –negué tercamente– Ud. no
comprende la naturaleza del Enemigo. Ud. no puede ayudarnos.
Me había encerrado en una lamentable actitud
infantil, cuando la intervención de tío Kurt nos sorprendió a ambos.
–¡Sí puede ayudarnos! –aseguró.
Lo miramos boquiabiertos.
–Quizás pueda conseguir que nos devuelvan los
cuerpos de Katalina y los niños –sugirió.
–¡Ah! –suspiró Maidana–. Se trata de un trámite
burocrático. Es otra la clase de ayuda que vine a ofrecerle, pero no crean que
los voy a defraudar si me piden un favor.
Observó su reloj pulsera y agregó:
–Son las 2,15. Mala hora para hacer
gestiones. No obstante me llegaré hasta la Comisaría local para indagar qué sucede con esos
cuerpos, y luego regresaré. ¡No olvide lo que le dije, Dr.! Mientras tanto,
considere mi ofrecimiento.