EPÍLOGO - Capítulo II


Capítulo II


Nos despedimos hasta el día siguiente, con la consigna de partir enseguida hacia Tucumán. Al fin y al cabo llevaba casi tres meses desde el asesinato de Belicena Villca y todavía no había intentado cumplir su pedido. Los conté mentalmente: 74 días. ¡Setenta y cuatro días! Podría ser mucho tiempo; quizás para Noyo Villca lo fuera, y lo lamentaba. Pero para mí serían los setenta y cuatro días más fructíferos de mi vida. Me causaba risa y lástima recordar lo que era Yo antes del 6 de Enero, en aquel siniestro Hospital Neuropsiquiátrico: “el Dr. Arturo Siegnagel, uno de nuestros mejores internos” –me presentaban las enfermeras. ¡En lo que me había convertido el sistema! Antes del 6 de enero lo tenía todo, desde el punto de vista material, pero carecía de ideales claros: ¡me habían lavado el cerebro! Por el contrario, ahora no tenía nada, comparándome con el Dr. prestigioso que había sido, carecía de futuro material, de porvenir predecible dentro de las leyes del sistema; pero tenía claro el ideal de la Sabiduria Hiperbórea. ¡Y con ese ideal que tenía ahora, no necesitaba poseer nada más en la vida, y mucho menos la determinación de un futuro mediocre !
Me introduje en la cama, jubilosamente diría. ¡Cómo había cambiado todo para bien! ¡Cómo había cambiado Yo para bien! La noche se presentaba estrellada y un poco fresca, tal vez anunciando el comienzo del otoño. Al principio pensé leer el libro de Konrad Tarstein, mas luego me contuve. Yo también estaba algo cansado y no quería descontrolarme del todo, no deseaba que el gozo actual me dominase completamente: si tío Kurt se guardó 35 años de leerlo ¿por qué habría Yo de impacientarme? ¿no era acaso capaz de aguardar un día más? Y entonces, luego de generar tan necios pensamientos, apagué la luz y me dispuse a dormir.
¡Oh, Dioses, qué necio! en eso me había convertido ahora, aparte de “iluminado por la Sabiduría Hiperbórea”, que por cierto no tuvo nada que ver con lo que sucedió. Fui Yo, mi orgullo desmesurado por efecto de todo lo que sabía en tan corto tiempo y que me inflaba el plumaje como un pavo real, el único culpable de que la Desgracia, que acechaba, se arrojase aquella noche sobre nosotros. Por supuesto; no descarto ni subestimo la asombrosa vigilancia que el enemigo mantiene sobre todo el Mundo, o “sobre muchos Mundos”, según los conceptos que el Capitán Kiev empleaba con Belicena Villca. No; no voy a subestimar la atenta tarea de observación que los Demonios desarrollaban tratando de ubicar a tío Kurt; tal vez esa guardia habría dado un día sus frutos y lo hubiesen hallado de alguna manera. ¡Pero de lo ocurrido esa noche Yo fui el principal responsable! ¡¡¡Cien veces, mil veces, hubiera sido preferible que leyera el libro de Tarstein, como “normalmente” lo deseaba, en lugar de hacer lo que hice!!!


Como dije, apagué la luz y me dispuse a dormir. Ví el cielo estrellado a través de los cristales, y cerré los ojos. Mas, estando aún bastante nervioso, además de cansado, decidí adormecerme mentalizando el Kilkor svadi. ¡Y ese sería el error fatal!
Tío Kurt me reveló la forma del Kilkor e hizo demostraciones sobre el dominio mental que permitía ejercer sobre los perros daivas. Comprendí entonces que el “silbido” empleado para lanzar los perros sobre mi, cuando entré furtivamente en su finca, no había sido en verdad un sonido audible: fue mi inconsciente predisposición a captar los símbolos del Kilkor, desde “más allá de Kula y Akula”, la causa de la percepción de la orden de tío Kurt. Igualmente había sucedido con los quejidos de los dogos tibetanos que expresaban sus deseos contenidos de atacar: todo fue mental, percepciones extrasensoriales, símbolos que la ignorancia de mi razón traducia como originados por sonidos, la ilusión de sonidos. Desde luego que sólo Yo, o alguien que poseyera como Yo “el Signo del Origen” hubiera podido oírlos: cualquier persona “normal”, por más adiestramiento que poseyera su sentido auditivo, sólo habría notado la presencia de los canes cuando las fauces mortales se hubiesen cerrado sobre sus miembros.
En fin, tío Kurt había quedado, como tantas cosas inconclusas que quedaron, en permitir que Yo lo empleara de acuerdo a sus indicaciones; pero la ocasión no se presentó y no llegué a efectuar ningún tipo de práctica sobre los dogos. Aquella noche, faltando quince o veinte minutos para las 12, me entretuve un buen rato fijando la imagen del Kilkor en la mente y al cabo, sin reflexionar en ello, emití una orden. Vale decir, que compuse la palabra de una orden sin imaginar que ésta se cumpliría inexorablemente. Fue una directiva simple, “ladrar” pensé, que en modo alguno permitía suponer lo que causaría.
Instantáneamente, los dogos emitieron un aullido lobuno, desgarrador, y comenzaron a ladrar a dúo, sin parar. Los rugidos que lanzaban eran estremecedores, y muy intensos, por lo que me incorporé en la cama, helado de espanto y desesperado. “Despertarán a tío Kurt” pensé tontamente, y me concentré nuevamente en el Yantra, tratando de formar una palabra que detuviera el concierto canino. Imaginé que la palabra seria “silencio” mas ¿cómo se dice silencio en sánscrito o tibetano, únicas lenguas en las que se podía traducir el concepto con la clave del Kilkor svadi? “Tío Kurt me lo había dicho”, me aseguraba a mí mismo, mientras procuraba infructuosamente recordar. Y fue entonces que se produjo el primero de la serie de nefastos fenómenos que sucederían durante esa noche infernal.
Ocurrió como si mi conciencia se hubiese expandido de pronto ilimitadamente: percibí toda la habitación de un sólo golpe de vista, pero sin mirar, como si una voluntad más poderosa que la mía me obligase a hacerlo. Luego vi el exterior de la casa, la Finca, toda a la vez ; y la ciudad de Santa María, y el camino a Salta, y mi propia Finca en Cerrillos. Vi a Papá, a Mamá, a Katalina, a Enrique y Federico, mis sobrinos, y hasta al perro Canuto. Como hipnotizado, lo veía todo y no podía dejar de ver. De improviso, desde el fondo de mi campo de visión, justamente frente a mí, y como surgiendo detrás de las Cumbres del Obispo, un punto comenzó a crecer a velocidad portentosa hasta ocupar toda mi atención. ¡Jamás lo podré olvidar! Tomando las palabras que la Princesa Isa le dijera a Nimrod, afirmaría que se trataba de “el monstruo más espantoso y abominable que imaginarse pueda en una eternidad de locura”, uno “que no puede ser descripto por ningún mortal sin perder la cordura”. ¿Y qué me salvó a mí de esa Presencia del Infierno? Sin dudas la Virgen de Agartha, la Semilla de Piedra que Ella depositara el 21 de Enero en un corazón humano y mortal; la Semilla que, pese a todo, había germinado y hecho de mí lo que ahora era.
Porque en el pasado habría muerto allí mismo, frente al Demonio que me había contemplado por un instante con un odio que nunca creí posible que nadie pudiese experimentar. Pero ahora tuve fuerzas suficientes para enfrentarme a él y apartarle de mí. Sí; desapareció de la vista y la visión se disipó. De nuevo me encontré en la habitación de Santa María, sentado en la cama y oyendo cómo los dogos aullaban sin parar. Comprendí en un instante que mi mente, al intentar silenciar a los perros daivas, se “descuidó”, ofreció un flanco débil, y fue “sintonizada”, captada, por un Demonio de la Fraternidad Blanca, un representante de las Potencias de la Materia, quizás el Inmortal Bera, quizás Rigden Jyepo, tal vez el mismo Enlil-Jehová-Satanás.
Evidentemente, no me hallaba del todo desconcentrado pues oí, o creí oir, la voz de tío Kurt que tronaba las palabras “Nischala miravâta svadi” directamente en el interior de mi psiquis, con lo que los perros cesaron de inmediato de ladrar. Lo cierto fue que un instante después irrumpía verdaderamente tío Kurt en mi cuarto, gritando “¡Arturo! ¡Arturo!”
–¡Arturo! ¡Estás bien, gracias a los Dioses! –exclamó al encender la luz y cerciorarse de que me hallaba con vida–. ¿Qué has hecho, Arturo? ¡El Demonio Bera te ha localizado! ¡Por un momento lo sentí como aquella vez en la cañada La Brea, en el Tibet!
Le referí el uso imprudente que hiciera del Yantra.
–Oh, Arturo, –se asombró– has sido muy fuerte al librarte de él. Pero no creo que eso baste. Mucho me temo que los Druidas hayan descubierto esta casa. Tendremos que salir de aquí lo antes posible.
No sabía que decir. Irracionalmente, tomé el reloj pulsera de la mesa de luz e indagué la hora: “las 0,10 horas” –dije– y volví la cabeza hacia tío Kurt, que me observaba con los ojos desorbitados.
No tardé en comprender el motivo de su horror: era el zumbido, el inconfundible zumbido de las abejas meliferas. En verdad, aquel eufónico sonido del Dordje sólo se advertía cuando sus efectos complementarios ya se estaban produciendo. Al comienzo no lo noté, pero luego, naturalmente después que lo percibiera tío Kurt, lo escuché claramente, llenando el ambiente con la sensación de llegada de un enjambre innumerable. Pero a esa altura era imposible reaccionar pues la presión sobre el corazón no admitía distracciones. Me dejé caer hacia atrás, hasta que mi cabeza dio con la almohada, y me relajé lo mejor que pude; inconscientemente me tapé los oídos con las manos, pero el sonido mortal penetraba igual, a cada instante con más intensidad; y el corazón, completamente fuera de control, parecía querer salírseme del pecho. Y aún no había llegado lo peor.
Experimentaba una parálisis creciente en todo el cuerpo y razoné, ya en el final de la resistencia psíquica, que la mejor táctica mental para luchar contra la poderosa Fuerza de Voluntad de los Demonios consistiría en concentrar el pensamiento en una idea ajena a la terrible realidad del Dordje. Pensar en otra cosa, pero ¿en qué? ¡Oh Dioses, cuán avara de ideas puede tornarse una imaginación fantasiosa como la mía en una situación límite semejante, cuando está en juego la vida animal! ¡Y cuánto más avara ha de volverse si, como asegura la Sabiduría Hiperbórea, el Alma Creada está pronta a traicionarnos pues su substancia es parte del Creador, partícipe de su Arquetipo a imagen y semejanza! Allí lo comprobé sin dudas: ¡el Alma siempre traicionaría al Espíritu, al Yo, para favorecer la Voluntad de los Demonios, que pertenecen a la Jerarquía Blanca en la que se desdobla y encadena el Creador-Uno! Porque súbitamente me vino al fin una idea salvadora: era un recuerdo de mis días de estudiante universitario, cuando asistía a las clases de Biología. Y Yo me dejé llevar por el recuerdo; y pareció por un momento que me libraba de la presión del Dordje. Sí; el Alma, dueña de la memoria y los recuerdos, había finalmente obedecido la voluntad del Yo y me sacaba de aquella mortífera realidad. Era una clase de Biología, lo recordaba perfectamente; me encontraba rodeado por decenas de compañeros; ¿sobre qué versaba la clase? ¡ah, sí! ¡Fisiología de los insectos! Ahora ingresaba el Profesor Jacobo Cañás al Aula Magistral y comenzaba a desarrollar la clase. Tema: “la abeja común ; clasificada también con el nombre de Apis mellifica por Linneo; Apis doméstica por Reaumur; Apis cerifera por Scopoli; Apis gregaria por Geoffroy; y muchos otros nombres con que los Grandes Naturalistas han designado al mismo insecto”.
Carecía de fuerzas para salir del recuerdo. Alguien adentro mío, el mismo que intentara hundirme en el Abismo la noche del sismo de Salta, me había traicionado nuevamente. ¡Ah, si hubiese ascendido por auxilio hasta la Virgen de Agartha, como entonces, si me hubiese dejado raptar por Su Gracia Divina! Con seguridad, ese rapto de la Mujer Absoluta era lo que los kâulikas llamaban el Kula. El “más allá de Kula y Akula”. Con seguridad, pues, ése era el verdadero camino de salvación para salir fuera del cerco de los Demonios, que Yo no supe encontrar de entrada por manifiesta falta de fe en Mí Mismo, por la desconfianza en el hecho de que mi Espíritu pudiese ser amado realmente por la Diosa de la Liberación Eterna.
En cambio, permanecía en la clase del Profesor Jacobo Cañás: “el zumbido de los himenópteros es generalmente una combinación de tres tonos distintos, generados en diferentes órganos. El más intenso es el de las alas, aunque es el de menor frecuencia: para un mismo ejemplar de Apis mellifica, varía estadísticamente entre un la de 440 ciclos por segundo y un mi de la misma octava de 330 ciclos por segundo; el primer tono corresponde a la abeja ­descansada, en el momento de salir de la colmena; el último, a la abeja fatigada, al finalizar su jornada de labor”. Percibía precisamente aquellos tonos; oía claramente el sonido de las alas al batirse; los himenópteros volaban hacia mí. “El segundo tono que compone al zumbido característico, es producido por la vibración de los estigmas que conducen el aire a las tráqueas pulmonares: se trata habitualmente de un si de 594 ciclos por segundo, apreciablemente más agudo que el tono de las alas, pero menos intenso”. Escuchaba ahora el zumbido de una abeja; el zumbido de un enjambre; el zumbido me saturaba los sentidos, me paralizaba el cuerpo, me invadía la mente. ¡El zumbido se apoderaba de los latidos de mi corazón y los sincronizaba con su frecuencia! ¡El zumbido me estaba matando!
“El tercer tono, muy débil, procede del movimiento de los anillos abdominales”... No terminaría jamás de recordar la clase del Profesor Jacobo Cañás. En el paroxismo de la crisis cardíaca, sufrí una sensación de calor insoportable, terrible, como si mi cuerpo hubiese sido echado de golpe en un horno incandescente. Pero no; en el instante que duró la convulsión térmica, noté que el Fuego no estaba afuera sino adentro mío; que impregnaba todo mi cuerpo como un líquido inflamado que se descomponía en gases candentes. Y aquel líquido que ardía era mi sangre.
Un instante duró el impulso calorífico, que me estremeció al ritmo del zumbido apícola, pero Yo, naturalmente, creí morir: como una última visión agónica contemplé el rostro de Mamá, de Katalina, de mis sobrinos, y de muchos otros familiares desconocidos hasta entonces pero cuyo parentesco era patente. Mas todos los rostros se parecían entre sí, no en virtud de su semejanza genética, sino a causa de la expresión común que manifestaban, probablemente idéntica a la mía de ese instante: todos eran rostros agónicos, rostros de seres humanos que morían en medio de un gran dolor; sus expresiones reproducían la Expresión de la Muerte. Y entonces terminó todo.