Capítulo XII
Podríamos haber actuado esa misma mañana,
pero tío Kurt prefirió aguardar el anochecer y emplear el día en repasar hasta
el último detalle de la “Operación Bumerang”. La habíamos bautizado de este
modo, un poco en broma y un poco en serio, considerando que, análogamente a
aquellas armas australianas, los golpes de Bera y Birsa retornarían contra
quienes los lanzaron.
A las 19,00 horas ya cargábamos el equipo y
nos aprontábamos para partir. A las 19,30 horas salimos de la casa, pues el
crepúsculo muriente impediría que nadie se asombrara al vernos vestir atuendos
militares. Echados junto a los lapachos, los dogos eran la imagen de la
tranquilidad canina. Nosotros también conservábamos la calma. Y ya no
pensábamos en nada. Conocíamos todos los detalles de lo que debíamos hacer y
nuestra única preocupación era actuar cuanto antes.
Tío Kurt tomó las riendas de los perros
daivas y los puso en alerta. Ambos se pararon bruscamente y, moviéndose con
prodigiosa sincronicidad, tensaron sus músculos y movieron las cabezas hacia
arriba, como husmeando en el aire un rastro inconcebible. Yo permanecía atrás
de tío Kurt; llevaba sobre la espalda, sujeta con cuerdas, la garrafa de ácido,
y colgando del hombro, lista para disparar, la implacable Itaka. Al fin,
habíamos decidido vestirnos con el uniforme de comando por ser invalorablemente
más práctico para la acción, aunque luego representaría un problema si fuésemos
vistos por otras personas. Mas ¿qué importaba ese riesgo frente a la
posibilidad de suprimir a los asesinos orientales? Si la suerte de las armas
nos resultaba adversa, no habría retorno; y si triunfábamos, ya hallaríamos el
modo de obtener otras ropas. ¿O acaso los asesinos no iban también disfrazados,
sin importarles un comino lo que opinasen los testigos?
Tenía, pues, las dos manos libres, con el
propósito de cumplir las instrucciones de tío Kurt: –“Debes tomarte de mi cintura
apenas comience a elevarme”. “Y cuando estemos en el espacio, recuerda que
habrás de concentrar tu atención todo el tiempo en mí: ni un segundo te puedes
distraer pues correrías el riesgo de separarte de mí y perderte en alguno de
los innumerables Mundos de Ilusión que atravesaremos”. “Una vez salidos del
contexto habitual de nuestra vida, el único modo de que ambos continuemos
juntos, coincidiendo en Tiempo y Espacio, es mantener entre nosotros un nexo
volitivo: y eso es lo que harás al mantenerme bajo contacto visual y táctil”.
Pareció que ya partiríamos, y me dispuse a
tomarlo por la cintura no bien se moviera, pero se volvió nuevamente hacia mí
para hacerme recomendaciones. ¿Llevas la escopeta a mano? ¡Apenas hagas pie en la Chacra debes soltarte y
tomar el arma!
–Sí, tío, sí.
–¿Neffe Arturo? –me llamó en otro tono,
extrañamente afectivo.
–Sí, tío Kurt.
–Quizás sea ésta la última vez que nos
veamos. No quiero ser pesimista, pero por la dudas, despidámonos aquí.
–Nooo, no –exclamé horrorizado, tratando de
espantar los pensamientos agoreros. Después de lo sucedido a mi familia, no
podía pensar sin echarme a temblar en la posibilidad de perder también a tío
Kurt–. Nada malo nos pasará, querido tío Kurt: ¡el triunfo es seguro! ¡seremos
como el bumerang que vuelve a manos de quien lo arrojó, devuelve su golpe, y se
detiene!
Pero de nada valieron mis argumentos. Tío
Kurt ya se había vuelto del todo y me abrazaba efusivamente.
–Adiós neffe –me dijo con nostalgia–. La vida
no nos dio oportunidad de conocernos mejor. No obstante, fue muy bueno tenerte
en Santa María esos meses. Me devolviste la fe en la Sabiduría Hiperbórea
al traer las respuestas que aguardé durante 35 años. Ahora arriesgaré mis
últimas fuerzas en la más demencial de todas las misiones que
me han encargado nunca. Y esto también es necesario para la Estrategia del Führer;
como siempre, no comprendo por qué, pero sé que es así. Adiós neffe Arturo: nos
veremos al final; al final de la
Operación Bumerang o cuando se libre la Batalla Final .
Se me hizo un nudo en la garganta; no tuve
coraje para decirle adiós. Sólo lo abracé con fuerza.
Empero, tío Kurt seguía siendo el mismo
cabezadura de siempre.
–Partamos, pues –propuso–. Recuerda solamente
que, pase lo que pase, Yo no me apartaré del único principio que comprendo.
–Sí; ya sé, tío Kurt; ¡por Wothan, no me lo
repitas más! ¡”los Inmortales no pueden morir”!
Serían las 19,45 del día 26 de Marzo de 1980,
y ya había oscurecido bastante en Cerrillos. Tío Kurt dio la primer orden a
Ying y Yang e instantáneamente comenzó a producirse el fenómeno: se levitaron
lentamente hacia arriba los perros daivas y tío Kurt, que parecía disponer de
un efectivo punto de apoyo bajo sus pies. Tal punto de apoyo a mí no me
alcanzaba, y por eso me apresuré a tomarme de su cintura, quedando literalmente
colgado en el espacio, sin base alguna, y comprobando que tío Kurt se encogía
acusando mi peso muerto.
El ascenso se prolongó unos segundos, hasta
que perdí la noción de la altura. En el interín, logré divisar con el rabillo
del ojo las copas de los lapachos, los techos de la Finca , y, en un pantallazo,
el pueblo de Cerrillos, iluminado artificialmente por las lámparas callejeras.
No nos movíamos uniformemente, sino que la subida se aceleraba a medida que
ganábamos altura. En un momento dado, tío Kurt, más allá de Kula y Akula,
plasmó las complejas órdenes mentales y los perros daivas, sin detener su
movimiento, realizaron el vuelo svipa-Lung. La orden procedente del Espíritu
Eterno tuvo el efecto de un latigazo y, no sólo los perros daivas: Yo también
lo sentí; y comprobé el poder, el terrible poder que es
capaz de demostrar un Iniciado Hiperbóreo, un Hombre Dios.
Si tuviese que referirme al tiempo, diría que
el vuelo a través del Tiempo y del Espacio no duró más de un segundo. Sin
embargo, aquel hundirse en la negrura más impenetrable no transmitió sensación
de temporalidad sino de eternidad, de estar fuera de la vida y de la muerte, y
de todo transcurrir.
Luego de ese instante sin tiempo, en el que
sin ninguna duda experimenté la impresión de un salto, comenzó un descenso
desacelerado, durante el cual distinguí nuevamente los objetos habituales,
cielos, montañas, casas, árboles, luces. El viaje se componía, pues, de tres
fases: una, de ascenso acelerado, con percepción permanente del cielo y las
estrellas; la segunda, del salto svadi-Lung propiamente dicho, en la que carecí
de toda visión contextual, salvo a tío Kurt; y la tercera, de descenso
desacelerado, en la que tranquilizadoramente reencontré sobre mí el útero
cósmico del cielo estrellado.
Serían las 22 ó 23 horas del día 22 de marzo
de 1980, cuando mis pies tocaron el suelo de la Chacra de Belicena Villca,
en Tafí del Valle. Pisé en tierra firme y, no obstante, mis rodillas se
aflojaron un poco, hasta que aterrizó tío Kurt, cuyos pies estuvieron en todo
momento un metro más arriba que los míos: repito que Yo viajé “colgando” de su
cintura.
Pero no bien recobré la estabilidad, me solté
de tío Kurt y empuñé la
Itaka. Aún no acababa de orientarme y obedecí a un gesto suyo
que me indicaba agacharme. Rápidamente, todo fue cobrando sentido para mí: nos
encontrábamos parapetados detrás de un enorme automóvil negro. ¡El automóvil de
los asesinos orientales!
Tío Kurt me comunicó con un dedo sobre la
boca que hiciera silencio, y luego señaló en dirección al frente, más allá del
coche. Atisbé por sobre el capot, y avisté una casa a no más de treinta pasos,
derramando profusa luz hacia la negrura exterior a través de una hilera de tres
ventanas laterales. Al parecer, el coche estaba estacionado paralelamente al
vértice del ángulo de la casa, lo que nos permitía dominar, además de las
ventanas de un lado, la puerta de entrada situada en el otro. La puerta,
cerrada, se enmarcaba sobre un plano de cuarenta y cinco grados a la izquierda;
y hacia allí tendríamos que llegar.
Indudablemente, contábamos con el factor
sorpresa. Los canes se habían apretado contra el suelo como serpientes,
comandados mentalmente por tío Kurt, y allí se quedarían. Ibamos a avanzar
hacia la puerta, para comenzar el ataque, cuando un grito humano, un estridente
alarido de dolor, nos clavó en el sitio: ¡adentro estaban atormentando a
alguien! Entonces corrimos hacia la puerta lo más silenciosamente posible.
Y a medida que nos acercábamos, un olor
penetrante y dulzón fue lo primero que nos llamó la atención. Era una fragancia
como a sahumerio de sándalo o incienso y resultaba tan fuera de lugar allí que
nos miramos perplejos. Ambos reconocimos en el acto aquel perfume por haberlo
percibido anteriormente, en distintas y dramáticas circunstancias: tío Kurt, en
el valle tibetano de La Brea ;
y Yo en la celda de Belicena Villca, la noche de su muerte. Pero esto sólo duró
un instante pues lo que vino después concentró toda nuestra atención.