EPÍLOGO - Capítulo IV


Capítulo IV



Quince minutos después me hallaba por segunda vez en mi vida rodando por la calle Esquiú: íbamos tío Kurt, Yo y los perros daivas. “Es preciso llevarlos por las dudas que nos tiendan una celada”, me explicó; “pero esos Demonios son orgullosos y suponen que jamás les va a fallar un golpe; es posible que ya estén en Chang Shambalá; o cumpliendo otra de sus macabras misiones”. Se quedó un momento pensativo y luego agregó con tono lúgubre:
–Cielos, Arturo: ¿adónde supones que irían después, si como tememos han pasado ya por Cerrillos?
–A Tucumán, a Tafí del Valle, a la Chakra de Belicena Villca –respondí sin vacilar.
Esa probabilidad, y lo que podría haber pasado en Cerrillos, nos quitaron los deseos de hablar durante el resto del viaje. Viaje agotador, si se tiene en cuenta el horario nocturno, las malas carreteras, el hecho de que llevábamos un día sin dormir, y el reciente esfuerzo físico causado por el ataque de los Demonios.


Las campanas de la iglesia de Cerrillos llamaban a la misa de las ocho cuando pasamos frente a ella. Y cien metros antes de llegar a la tranquera de la Finca ya sabíamos que algo terrible había realmente sucedido: las luces rotativas en el techo de las patrullas policiales confirmaron trágicamente nuestras sospechas y temores. Haciendo caso omiso de los policías que custodiaban la entrada, tío Kurt viró el jeep y tomó el camino hacia el casco a gran velocidad. Evidentemente ahora nada le importaba: ni su cobertura estratégica, ni las posibles persecuciones si era descubierto, ni que de acuerdo a su nueva identidad nada lo vinculaba con los Siegnagel-Von Sübermann. ¡Pobre tío Kurt! ¡En treinta y cinco años jamás se atrevió a cruzar esa tranquera para visitar a su única hermana, y ahora debería hacerlo para su funeral!
¡Porque todos habían muerto, incluso mi Madre, es decir, su hermana Beatriz! ¡Y de la manera más horrenda!
Estacionados junto a la Finca, tras los lapachos donde recibiera de manos de mi madre la fatídica carta de Belicena Villca, se hallaban cuatro coches: dos patrullas policiales y dos ambulancias. Al lado de un lapacho, mi preferido, bajo cuya bendita sombra estudié mis carreras universitarias y medité sobre el misterio del hombre y de su miserable vida terrestre, estaba el cuerpo sin vida de Canuto, tapado por unos diarios ensangrentados. ¡Cómo había cambiado ese lugar en sólo dos meses! La alegría y la felicidad de la familia se habían trocado en muerte y duelo! ¡Maldita Carta de Belicena Villca! ¡Si al menos no la hubiese leído! Me torturaba inútilmente. Como dije al principio: “en la vida de ciertas personas hay como trampas cuidadosamente montadas: basta tocar su resorte para que se desencadenen mecanismos irreversibles”.
Al sentir el motor del jeep varios hombres salieron de la casa. Uno era el Comisario policial de Cerrillos, quien me conocía de niño.
–¡Jesús! ¡Arturo Siegnagel! ¡Justo a tiempo! –dijo sin pensar, pues luego se arrepintió, bajó la vista, y poniéndome una mano sobre el hombro me habló cautelosamente, vale decir, todo lo delicadamente que puede hablar un policía enfrentado a un alucinante múltiple homicidio. Tío Kurt permaneció a mi lado.
–Discúlpame, Arturo. La verdad es que no has llegado a tiempo. Sólo lo dije pensando en la investigación, pues ignorábamos donde encontrarte. No sé como decirlo, entiende que soy policía, no cura, pero debes saber que toda tu familia ha sido asesinada de modo extraño.
Amagué dirigirme al interior de la casa, visto que aún no habían subido ningún cuerpo en las ambulancias, pero el Comisario me detuvo. “Aguarda un instante, Arturo, pero es mi deber interrogarte ¿tú sabías que algo había ocurrido aquí? ¿de dónde vienes ahora?
–¡Oh sí! –afirmé precipitadamente– Sabía que algo malo pasaba porque nadie respondió al teléfono de la Finca esta mañana a la una. Fue por eso que salimos de inmediato hacia aquí.
–Pero ¿de dónde hiciste la llamada, adónde te encontrabas? –quiso saber sin excusas.
–Pues, en la Finca de este amigo aquí presente, el Sr. Cerino Sanguedolce, quien es fabricante de dulces en Santa María de Catamarca y con el que estaba ajustando un negocio para venderle nuestro mosto sobrante. Hacía unos días que me encontraba allí.
–Está bien Arturo, lo verificaré –dijo, mientras guardaba la libreta en la que apuntaba todos los datos.
–Bueno, pueden pasar. Tú eres Médico y se supone que debes poseer “sangre fría”, pero esto es distinto: el, o los asesinos, son sin dudas psicópatas, tal vez escapados del nosocomio donde tú trabajabas. Han cometido los crímenes con un salvajismo nunca visto por aquí. Mejor entras preparado.
En el interior el desorden era total, luego del paso de ignotos policías que ejecutaron sus aún más ignotos peritajes. En el comedor, se habían arrimado los bordes de dos mesas, y sobre ellas estaban depositados los cinco cadáveres. Prudentes sábanas cubrían la exposición de los cuerpos. Tío Kurt me apretó un brazo con su mano de acero y descubrió él mismo el primer cadáver.
–¡Beatriz! –gritó él.
–¡Mamá, Oh Mamá! ¿Qué te han hecho? –grité Yo desesperado, al comprobar que el dulce rostro de mi madre, crispado ahora por una mueca de horror indescriptible, aparecía degollado de oreja a oreja.
–¿Lo ven? –comentó inoportunamente el Comisario–. Se trata del acto criminal más aberrante que he visto en mi vida, incomprensible, indudablemente producto de una mente enferma.
Los siguientes cuerpos correspondían a mi hermana Katalina y a sus dos hijos, Enrique y Federico. Estos no mostraban seña de violencia alguna.
–Pensamos que fueron envenenados, y los íbamos a trasladar a la morgue local para practicar la autopsia cuando Uds. llegaron. Ahora que los has visto daré la orden de que los carguen en las ambulancias. A los otros no habrá necesidad de llevarlos pues su muerte es obvia y ya ha sido determinada por el médico forense: tu madre fue degollada, según has comprobado tú mismo, y tu padre falleció por aplastamiento de cráneo, seguramente al resistirse al ataque: ¿tienes algo que objetar sobre ese diagnóstico?
Moví la cabeza negativamente y destapé el cuerpo de Papá: el golpe vino de arriba, descargado con un objeto contundente hábilmente manejado, ya que sólo le hundiera dos centímetros de la bóveda craneana, a la altura del encéfalo.

Tío Kurt permanecía como abstraído frente al cuerpo sin vida de su hermana. Las ambulancias ya se habían llevado a Katalina y sus hijos, y los policías comenzaban a retirarse. Invité al Comisario a una copa, y le señalé varias cajas de nuestro mejor Sauvignón, indicándole que se las repartiera a sus hombres, acto de cortesía prohibido por los reglamentos policíacos pero que sería tomado como un gesto inhospitalario si no fuese ofrecido. No tardó el Comisario en hacer cargar las cajas de vino y reunirse conmigo en la cocina. Chablis helado y jamón crudo fue consumido en cantidad, mientras aflojaba la lengua del policía. Un rato después se nos unió tío Kurt.
–¿Quién dio la noticia? –pregunté.
–El personal que entra a las 5 –respondió–. Un criollo llamado “Jorge Luna” parece que fue el primero en llegar. Se sorprendió al notar que todas las luces de la casa estaban encendidas “como en noche de fiesta”, según declaró; se aproximó entonces a la cocina, donde siempre estaba tu padre tomando mate desde las 4,30 horas, pero no vio a nadie. Así que, comenzó a rondar la casa pensando que tu padre estaría afuera. La primera señal de que algo malo había pasado la tuvo al tropezar con el cuerpo del perro, literalmente partido en dos, cerca de los lapachos. Unos metros más allá, yacía el cadáver de Don Siegnagel, con el cráneo destrozado.
A primera vista y especulando un poco –prosiguió el Comisario– te diría que han intervenido como mínimo dos cómplices, tal vez tres. Dos son imprescindibles para reconstruir el hecho con cierta lógica, pues resulta evidente que tu padre salió de la casa requerido por tu madre, quizás respondiendo a un grito aterrador de ella, y fue sorprendido por el golpe asesino junto a la puerta. No bien se asomó, recibió el golpe que, según el forense, le produjo la muerte en el acto. Allí lo encontró Jorge Luna y corrió con su bicicleta hasta la Comisaría a buscar ayuda, en tanto le avisaba a los restantes operarios que llegaban que no se acercaran a la Finca. A Doña Beatriz la hallamos nosotros, junto al lagar. Presumiblemente desde allí lo llamó a tu padre, antes de ser asesinada, y creemos que fue hecha salir de la casa con engaños: eran pasadas las 0,00 horas cuando se produjo el crimen, hora impropia para salir voluntariamente al exterior de la casa en gente acostumbrada a levantarse a las 5 de la mañana. Claro que sólo se trata de conjeturas. Hasta que no se reúnan más elementos, y los resultados de los peritajes, no podremos evaluar muy precisamente los hechos –se atajó, como hace todo policía profesional cuando no quiere comprometer su opinión.  
Alenté al comisario para que continuara con la descripción de lo ocurrido, mientras circulaban las tajadas de jamón y las copas de Chablis.
–Dios me perdone; tú me lo pides y Yo tendré que responderte crudamente, Arturo. El loco, que se apoderó de tu madre, la arrastró hasta el lagar, quizás amordazada, y desde allí permitió que gritase para atraer a Don Siegnagel a la trampa que le tendiera su cómplice. Una vez muerto tu padre, ambos se reunieron para asesinar a Doña Beatriz. Te preguntarás cómo puedo estar tan seguro? Pues porque, como dedujo el médico forense, para matar de esa forma hacen falta cuatro manos; es decir, dos para sujetar a la víctima y dos para practicar tan perfecto tajo de oreja a oreja. No serían necesarias cuatro manos si la víctima estuviese inconsciente, pero éste no es el caso, pues no se descubrieron golpes en la cabeza ni señales de narcótico –hay que esperar los análisis para estar seguros del todo– y, lo más concreto, existen huellas de los pies, que revelan una resistencia desesperada hasta exhalar el último suspiro.
Sentí que me mareaba, que todo daba vueltas alrededor mío, que la náusea me ganaba el estómago, la garganta... Vacilé en la silla, a punto de vomitar.
–¡Bebe una copa, Arturo! ¡Vamos, bebe! ¡La necesitas! –me incitaba el Comisario, extendiéndome la copa rebosante de buen vino blanco.
La bebí de un trago; y a fe que jamás me cayó tan bien una de nuestras cepas.
–Era previsible que te descompusieras, era demasiado espantoso y repugnante lo que ha pasado esta noche en tu casa. ¿Estás seguro de que deseas saberlo todo ahora? Podrías descansar unas horas y enterarte más tarde, cuando te encuentres más calmo.
–¡No, no! ¡Por favor, Comisario! –supliqué–. Ha sido sólo un mareo pasajero. Dígamelo todo ahora, cuanto antes mejor.
Tío Kurt apoyó con un gesto esta solicitud.
–Y aquí viene lo peor, Arturo: ¡Doña Beatriz fue sujetada de tal modo, que al ser degollada, los asesinos consiguieron que la sangre cayese integramente en el lagar; hasta la última gota!
El Comisario nos miraba perplejo. Esperaba sorprendernos con ese macabro dato pero nosotros no nos inmutamos, ya que imaginábamos las maniobras Rituales de Bera y Birsa y descontábamos que su propósito sería aprovechar la preciosa Sangre Pura de los Von Sübermann para intentar exterminar la Estirpe entera, como hicieran en el Siglo XIII con la Casa de Tharsis.
–Por otra parte –dijo el Comisario– me gustaria que nos expliques algo que nos intrigó a todos.
–Lo que Ud. quiera saber, Comisario.
–Es sobre el lagar; ¿que capacidad tiene?
–Pues.. si mal no recuerdo, unos 20.000 litros –respondí.
–¿Y se puede saber para qué Demonios lo llenaron con Alquitrán ?