EPÍLOGO - Capítulo X


Capítulo X



A las 18 horas se realizó la penosa inhumación. Los Siegnagel poseían un amplio mausoleo en el cementerio local y allí serían depositados los cinco ataúdes: la cremación no sería bien vista por los curas del pueblo. Primero, la caravana fúnebre pasó por la iglesia, según la costumbre, y allí se ofició una misa por “el eterno descanso de sus Almas”, fórmula Golen, aún de rigor. El viejo cura, amigo de mis padres, intentó consolarme por la inmensa pérdida sufrida e insinuó veladamente que mi alejamiento de la Iglesia podría estar conectado con la desgracia actual. Prometí regresar a las misas dominicales, como cuando era niño, y confesarme y tomar la comunión, hasta que el buen hombre quedó satisfecho.
Una nutrida muchedumbre, entre curiosa y triste, se ­reunió en la necrópolis para despedir los restos mortales. Allí estuvieron, puntualmente, Maidana y el Comisario de Cerrillos. Este último me entregó la previsible citación.
–Lamento molestarte en estos momentos, Arturo, pero sabrás comprender que tenemos un deber que cumplir. Mañana puedes venir a prestar declaración a la Comisaría. Es a las 11 horas: te estará esperando el Juez, que también desea interrogarte.
Prometí concurrir con exactitud y el Comisario se retiró satisfecho. Luego del responso, el cura también se alejó, y tras de él se dispersó la gente, no sin antes repetir su pésame. Cuando eché llave al mausoleo, sólo quedábamos tío Kurt, Maidana y Yo.
Nos reencontramos en la Finca. Con extrema cautela, Maidana bajó cuatro bolsas de tela de avión que contenían el equipo SWAT. Nos hizo mil recomendaciones sobre la prudencia con la que teníamos que manejar aquel material, y algunas aclaraciones de orden práctico. Estaba todo lo prometido y más aún: agregó borceguíes, pantalones, camisas y boinas, en fin, toda la indumentaria del comando, manchada con tonos aptos para el camouflage de monte.
–He cumplido mi parte del trato –afirmó–. Y les deseo suerte en la operación. Por dedicarme a conseguir esto en tan corto tiempo no he podido descansar, así que ya me voy pues no me tengo en pie. ¡Ah; investigué sobre el oficial Diego Fernández! Está en actividad. Ahora es Mayor G2, y se encuentra destinado en el Batallón de Inteligencia 702, en Buenos Aires. Mañana o pasado iré personalmente a hablar con él.
–Bien, ¡Adiós, Camaradas! –se despidió solemnemente– ¡Ah; otra cosa, de la cual ya me olvidaba! Cuando vuelva, Dr. Siegnagel ¿me aclarará aquellos dos puntos oscuros del caso de Belicena Villca, esos hechos irracionales que trabaron toda la investigación? Me refiero a ese cuento del asesinato dentro de la celda herméticamente cerrada, y a la cuerda enjoyada usada en el estrangulamiento. Sé que existen los crímenes Rituales, y que, quienes los practican, son justamente miembros de organizaciones sinárquicas. Pero ¿qué importancia tenía darle forma Ritual a la muerte de una pobre alienada, o al múltiple asesinato de su familia? Es lo que no acabo de entender.
Lo miré desalentado. ¿Cómo explicarle que los Rituales serían efectivos si quienes los realizaban son Magos de la calidad de Bera y Birsa? Debió leer la decepción en mi semblante porque levantó los brazos en expresión de stop y retrocedió sonriente hacia su coche.
–Ahora no, ahora no, Dr. Ud. está tan cansado como Yo y no conviene continuar con las hipótesis sino ir a dormir cuanto antes. Cuando vuelva, le dije. ¡Verá que entonces hallará la manera de explicármelo!
Se fue de inmediato, y nunca más lo volví a ver.


Esa noche, un silencio sepulcral descendió sobre la Finca. Tío Kurt se entretuvo una hora en examinar las armas, en tanto Yo utilizaba ese tiempo para enterrar a Canuto. Mi fiel perro había recibido una especie de rayo en medio del cuerpo, tal vez un golpe del Dordje, y estaba convertido en un guiñapo: ya nunca jamás me esperaría en la tranquera para brindarme su afecto, durante esos doscientos metros hasta la casa que le correspondían sólo a él. Y ya nunca jamás volvería a ver a mis padres, y a mi hermana con sus niños, al final del camino. ¡Malditos Demonios Bera y Birsa! ¡Malditos Sacerdotes de El Uno Jehová Satanás! ¡Malditos Sacrificadores Sagrados! Pronto, muy pronto nos veríamos las caras nuevamente y serían ajusticiados. No “Bera y Birsa” pues, como repetía tío Kurt, “los Inmortales no pueden morir”, pero sí los “asesinos orientales” de mi familia, la manifestación humana de Bera y Birsa. Ellos conocerían mi furia; la de tío Kurt; y la de todos los integrantes de la Casa de Tharsis que Ellos asesinaron, atormentaron, y persiguieron, y que ahora parecían venir en mi ayuda y alentarme. Porque si había tenido fuerza de voluntad para imponerme a tío Kurt y forzarlo a aceptar mi plan era ciertamente por eso: porque tenía la certeza de que eliminar a los asesinos orientales era una cuestión de Honor; por sobre todas las cosas; y sentía patentemente que en ese anhelo me acompañaba espiritualmente la Casa de Tharsis. Veía claramente a Belicena Villca; y escuchaba que me hablaba, que se refería a las últimas palabras de su carta y me decía: “Sí, Dr. Siegnagel; ¡es una cuestión de Honor acabar con Bera y Birsa! ¡Ellos han cometido un error y Ud. lo debe aprovechar; la Casa de Tharsis lo acompaña en su decisión! ¡ahora demostrará que es un Kshatriya! ¡Y después, muy pronto, nos volveremos a ver durante la Batalla Final, o en el Valhala!”.
El Espíritu de Belicena Villca me guiaba; estaba seguro de ello; quizás fuese Ella quien trajera tan oportunamente al Comisario Maidana a Cerrillos. Terminé de sepultar a Canuto al pie de mi lapacho favorito, y regresé a la casa.
Tío Kurt se había retirado al cuarto superior llevando consigo la totalidad del equipo. Yo bebí el enésimo café del día y fui apagando las luces hasta llegar a mi cuarto, es decir, al cuarto que perteneciera a Katalina, y me sumergí rápidamente en la reparadora indiferencia del sueño.