Capítulo XIII
Pero estaba visto que aquéllos no serían
seres humanos corrientes. A mitad de camino, cuando aún no nos habíamos
separado del plano de la puerta y no éramos completamente visibles desde ella,
ésta se abrió de golpe para dejar paso a dos hombres de enorme contextura
física. Uno saltó hacia afuera y el otro permaneció en el umbral: contrastados por
la luz interior, teníamos frente a nosotros a los dos Caballeros Orientales,
impecablemente vestidos con sus trajes ingleses de fina confección.
El primero que salió fue Bera, empuñando un
mango con dos globos, el Dordje fatal. Instantáneamente alzó el arma hacia tío
Kurt, al tiempo que su rostro se descomponía de terror. Comprendí que el
Demonio humano no veía a tío Kurt sino al Signo del Origen, la Verdad Absoluta
del Espíritu que disolvía la Mentira Esencial de su propia existencia
ilusoria.
Pese a todo iba a disparar el rayo mortal,
pero tío Kurt fue más rápido. A la carrera, casi sin apuntar, tiró una vez del
gatillo; y fue suficiente. La perdigonada tomó a Bera en medio del pecho, lo
levantó a un metro de altura, y lo arrojó varios metros más allá.
Simultáneamente, Yo que no era precisamente un comando profesional, me detuve,
apunté, y gatillé dos veces, impactando en el estómago y en el pecho del
Demonio Birsa. Las dieciocho municiones, sabiamente repartidas por aquella arma
magnífica, aplastaron a Birsa contra el marco de la puerta sin darle tiempo a
nada.
–¡Pronto! –gritó tío Kurt, al ver que me
había quedado inmóvil, resistiéndome a creer que todo hubiese terminado–.
¡Pronto, prepara el ácido, Arturo! ¡Apresúrate, antes de que se manifieste Avalokiteshvara !
–¿Avalokitesh...? –pregunté
sorprendido–. ¡Dioses! ¡Avalokiteshvara, la Misericordiosa ! ¡Esa
era la falla de mi plan, sobre la que nos advirtiera veladamente el Capitán
Kiev! ¡Había olvidado a Avalokiteshvara, ahora lo veía claro, y ese olvido
podría hacer fracasar mi plan, incluso costarnos la vida! ¡La Gran Madre jamás
permitiría que dos de sus mejores hijos fuesen destruidos; no si Ella podía
impedirlo; esa era justamente una de sus funciones cósmicas: proteger a sus
hijos animales-hombres, calmar el miedo de sus Almas! ¡Y si Ella conseguía
quitar el miedo de Bera y Birsa, tan siquiera atenuarlo, todo mi plan se
derrumbaría como un castillo de naipes! ¡Incluso podríamos sufrir un
contraataque de los Demonios, ya recuperados, que entonces sí sabrían en qué
Mundo encontrarnos!
Evaluar estas posibilidades me paralizaba.
Trabajosamente desaté las cuerdas y bajé la garrafa de ácido de mi espalda. Tío
Kurt haciendo gala de extraordinaria habilidad, ya había extraído el corazón de
Bera, dejando en su lugar un horrible boquete por el que manaba abundante
sangre, la que formaba un charco en torno de su cadáver. Puso el corazón
humeante dentro del sombrero hongo, que flotaba sobre la sangre como una
grotesca réplica de la barca de Caronte, y rápidamente se hincó sobre el cuerpo
exánime de Birsa. Con certeros tajos del cuchillo de monte, filoso como navaja,
fue cortando el chaleco de fino casimir inglés y la no menos valiosa camisa de
seda china; al llegar a la carne, practicó una profunda incisión central, que
luego agrandaría hasta exponer el extremo de las costillas y la cavidad
toráxica: desde allí seccionaría las arterias del corazón, que en aquellos
Demonios estaba localizado en el lado derecho del cuerpo.
–“¡Tío Kurt lo sabía!” –descubrí
consternado–. Y pensar que me atreví a poner a prueba su Honor; el no sólo
sabía que podíamos fracasar: también sabía por qué podíamos fracasar. Y no
obstante haberlo sabido, calló para cumplir con las órdenes del Señor de Venus.
Recordé la advertencia del Capitán Kiev: “al finalizar la operación recién verán lo
que no contemplaron al principio, pero que si lo hubieran visto al principio
les impediría finalizar la operación”. ¡Avalokiteshvara, Ella era lo
que Yo no había contemplado al principio, ya que si hubiese supuesto que Su
Piedad auxiliaría a los Demonios a superar el pánico no habría emprendido la Operación Bumerang !
Y tío Kurt lo había comprendido entonces, él que se quejaba de no comprender
nada, pero había callado porque sabía cuánto quería Yo atacar a los Demonios.
Por eso me hizo comprar el ácido sulfúrico sin darme mayores explicaciones: él
también tenía una teoría; conocía un modo alquimístico de neutralizar la
protección de la Gran Madre
Binah; o sabía como mantener el pánico de los Demonios. Enseguida sabría cuál
era la respuesta.
Sobre el ácido sulfúrico, sólo me había dicho
que “fija
la materia orgánica en Saturno”: “al introducir el corazón, asiento del
Alma, en el ácido sulfúrico, estamos constelando el Alma en Saturno, situándola en el principio del
Universo y contribuyendo a su regresión involutiva”. De acuerdo al plan, a mí
me correspondía introducir los corazones en la garrafa de ácido. Mas ahora
presumía que aquella recomendación apuntaba a otro objetivo, además del
declarado por tío Kurt.
Asenté la garrafa en el umbral de la puerta y
la destapé; tomé el sombrero hongo, que acababa de recibir el segundo corazón,
y lo coloqué a su lado; y, no sin cierta repugnancia, me dispuse a tomar los
órganos diabólicos. Fue entonces cuando me detuve fascinado, y luego quedé
paralizado de espanto.
Está escrito: “los corazones pertenecen a
Avalokiteshvara”. El corazón del animal-hombre, del Hombre de Barro,
recibe la protección de la
Gran Madre Binah por medio de la Intellegentia de YHVH ; y su conciencia crepuscular,
recibe más luz por medio de la
Sapientia
del Gran Padre Hokhmah.