Capítulo VII
A las 5,30 horas llegaron dos coches fúnebres
que transportaban a Katalina y sus niños. Los tres ataúdes fueron
inmediatamente dispuestos junto a los de mis padres, hecho que inspiró a las
lloronas para renovar con singular patetismo sus letanías. Quince minutos
después aparecía el Comisario Maidana, el autor de aquella increíble hazaña
burocrática.
–¿Cómo lo logró, Comisario? –indagué.
–Pues, no fue tan difícil, considerando que
los informes forenses ya estaban listos, aunque carentes de firma: a nadie le
gusta rubricar un informe desprovisto de diagnóstico. Porque eso es lo que
ellos tenían: nada . Es decir, que
ignoraban de qué murieron su hermana y sobrinos. Mi único mérito fue convencer
a los médicos, que recién llegaron a las 5,00, de que tenía información
confidencial que el caso sería enterrado por orden superior. Aún así, tuve que
despertar a un respetable Juez para obtener el visto bueno verbal que le
permitiera al Comisario entregar los cuerpos; empero, estando listos los
informes forenses, no había ningún impedimento para terminar el trámite y el
Juez accedió a recibirlos por la mañana y firmar la autorización. Y aquí están
sus desgraciados familiares, Dr.; y ¿sabe con qué diagnóstico? paro
cardíaco. Es tonto, pues todos estamos de acuerdo en que se trata de un
múltiple homicidio, pero estos médicos no consiguieron determinar la causa de
la muerte: Yo en su lugar hubiese solicitado un profundo estudio en la Universidad de Salta,
pero ya que está tan apurado por dar término al funeral, las cosas deberán
quedar así.
–En efecto, Comisario Maidana. Así quedarán;
para bien de todos –aseguré–. De cualquier manera, los asesinos pagarán por lo
que han hecho a mis padres.
–¡De eso quería hablarle, Siegnagel! –dijo
Maidana eufóricamente, cambiando totalmente de actitud.
Discúlpeme si peco de optimista –se excusó–
pero me
encanta ganar discusiones o apuestas, especialmente cuando el rival es
una persona respetable como Ud: eso me llena de orgullo– confesó
ingenuamente.
–¿Y en qué ha ganado? –pregunté perplejo.
–Quizás para Ud. no sea importante, pero Yo
antes de irme le hice un ofrecimiento –recordó–. Y tengo presente todavía sus
insólitas palabras, sugiriendo absurdamente que “los asesinos no serían humanos”.
“Si fuesen humanos, dijo, aceptaría mi ayuda”. ¡Ud. lo dijo!
–¡Cálmese, Maidana, que no me voy a desdecir!
En efecto, Yo lo creí así, aunque luego he modificado mi opinión y ahora estoy
prácticamente de acuerdo con Ud. en que los asesinos serían seres humanos,
perversos e infames seres humanos.
–¡Bravo, Dr. Siegnagel! Me alegra que haya
cambiado de opinión; ahora le resultará más fácil admitir que Yo estaba en lo
cierto. ¡Han surgido elementos nuevos en este caso, Dr.!
–¿Qué elementos?
–Testigos, Dr. Siegnagel. Se presentaron dos
testigos que vieron perfectamente a los asesinos –informó con tono
profesional–. En este momento están prestando declaración y suministrando la
descripción que permitirá reconstruir los rostros de los criminales: una vez
confeccionado el identikit, se repartirán miles de ellos en toda la Provincia , y el resto
del país, y se iniciará un operativo rastrillo para detectar sus movimientos.
Tío Kurt se había puesto lívido. Yo, por el
contrario, evaluaba que aquellas noticias beneficiaban a mis planes.
–¿Quiénes son los testigos? –quise saber.
–Se lo diré con total reserva, pues el caso
se halla bajo el secreto del sumario judicial. Fueron dos porteros de la Empresa Tabacalera ,
que debían ingresar a las 0,00 hs., a 300 metros de aquí, y
pasaron por adelante de la tranquera de entrada casi a esa hora. Como son
vecinos, siempre cubren el trayecto en compañía, cada uno con su bicicleta. Y
como todas las madrugadas, la de ayer también parecía tranquila: hasta
que al llegar aquí vieron el automóvil.
–¡El automóvil! –gritamos a dúo, tío Kurt y
Yo– ¿Qué automóvil?
–Ajajá –ironizó Maidana– ¿Va viendo cómo sus
asesinos son bien humanos?: tanto que hasta circulan en un enorme coche
importado.
–¿Podría darnos más detalles? –reclamé
frenéticamente.
–Tenga paciencia, Dr. y le diré todo lo que
sé, que no es mucho. A las 11,59, ó 0,00, aproximadamente, los dos hombres
comenzaron a rodar sus bicicletas frente a esta Finca. Muy pronto notaron que
más adelante circulaba lentamente un enorme coche negro; iba despacio, como si
estuviese buscando una casa determinada, y los ciclistas no se adelantaron por
pura curiosidad. Así, pues, siguieron en caravana hasta que, al llegar a la
tranquera, el automóvil viró y salió de la ruta, estacionándose en la entrada.
Entonces pudieron ver bien a sus ocupantes: eran dos hombres de “aspecto
oriental”, vestidos impecablemente de traje negro; incluso uno de ellos
descendió para abrir la tranquera y fue claramente observado por ambos.
Los testigos están retenidos desde ayer al
mediodía, sólo que a Uds. nada les informaron sobre la marcha de la pesquisa.
Lo importante es que se les pasó por el monitor de la computadora un programa
etnográfico, y que los porteros identificaron al segundo personaje como una
especie de “turco” o persona oriunda de Medio Oriente. ¿Qué le dije Dr.? No
estuve muy desacertado cuando le sugerí que podrían ser miembros del Mossad.
No, Bera y Birsa no eran miembros del Mossad
israelí, pero sin dudas podrían ser los Jefes de ese siniestro “Servicio de
Inteligencia”, o “Escuadrón de la
Muerte ” judío: estaban sobradamente capacitados para ello.
Eran, eso sí, oriundos de Medio Oriente, donde según Belicena Villca fueron Reyes
en tiempos remotos. No cabían, pues, dudas sobre la forma en que los Sacerdotes
Supremos de Melquisedec habían venido a Cerrillos: como “seres humanos”,
vistiendo indumentaria moderna, y conduciendo un lujoso automóvil. Al recibir
estas noticias, tío Kurt enmudeció completamente.
–¿Qué marca era el coche? –pregunté.
–Ni modelo ni marca. Curiosamente, los
testigos estuvieron de acuerdo al dar una descripción detallada del automóvil,
pero no consiguieron reconocer la marca; tampoco notaron si tenía chapa
patente. De sus declaraciones se deduce que se trataría de un coche muy grande,
un Cadillac o Lincoln, el que por no ser de tipo frecuente en nuestro país
habría dificultado la identificación.
Cuando Maidana acabó de comunicarme las
informaciones policiales que obtuvo en tan poco tiempo, volvió a la carga con
lo suyo: pretendía que Yo le retribuyese con igual lealtad y le revelase cuanto
sabía sobre los asesinatos y los misteriosos asesinos. Por supuesto, Yo no
podía decirle la verdad, verdad increíble por otra parte, y me hallaba así
aprisionado en un brete moral.
A las 7,05 horas llegó el Comisario de
Cerrillos. Venía a saludarme y a cumplir con una solicitud de Maidana, quien lo
había despertado también a él, a las 3,00 de la mañana.
–Hola Arturo. Buen día Señor Sanguedolce.
¿Cómo está, Maidana? –saludó–. Ignoraba que fuese amigo de Arturo. He traído lo
que me pidió, pero ya que son amigos, recuerden que aún se mantiene todo en
reserva. El Juez está tratando de echar luz en un asunto que se ha vuelto por
demás extraño, y recién por la mañana emitirá las órdenes que nos permitirán
actuar. Hasta entonces el sumario es secreto.
Le entregó un sobre a Maidana, que éste se
apresuró a abrir. Contenía los identikits de los asesinos y varios dibujos que
representaban las escenas vistas por los testigos.
Los retratos mostraban dos rostros de
indudable aspecto oriental: redondos, pómulos marcados, cejas ralas, ojos
ligeramente rasgados, labios gruesos. Estaban pulcramente afeitados y carecían,
al parecer, de cabello. Esto último no se podía asegurar con certeza porque,
insólitamente, los criminales lucían sombreros tipo “hongo”, muy encasquetados.
–¡Hay cosas que no van, que no están de
acuerdo con los patrones generales de la Criminología –comentó
el Comisario de Cerrillos con contrariedad–. Buscamos dos asesinos feroces,
autores de la masacre de una inofensiva familia. Dos testigos, los ven, a la
hora del crimen, penetrar en la casa. Hasta allí todo correcto, todo “normal”.
Les solicitamos entonces a los testigos que nos describan a los presuntos
malhechores. Acceden; y allí se termina la normalidad tipológica: el caso
escapa a todo encuadre general; ni la casuística criminológica, ni los
antecedentes, ni la experiencia acumulada, sirven para comprender el hecho. En un
principio se sospechó de los testigos, pero luego se verificó su capacidad para
testificar: son personas intachables, que jamás beben una gota de alcohol, dado
que deben ejercer un puesto de vigilancia, y para colmo son expolicías, es
decir, policías jubilados, entrenados para observar hechos y acostumbrados a
brindar detalles. Pero su historia era demasiado increíble. –Miren esa imagen,
donde el acompañante ha descendido para abrir la tranquera y el conductor está
sentado al volante del cochazo negro– ¿Qué han visto los testigos? No dos
criminales “normales”, que van a asesinar furtivamente a una familia, sino a
dos caballeros
elegantemente vestidos, que entran como si estuvieran de visita en la Finca de los Siegnagel. De
hecho, el Juez los hizo examinar por psiquiatras, ayer por la tarde, pero el
informe es positivo: están en perfectas condiciones mentales. Incluso se
prestaron a un interrogatorio bajo hipnosis, que también arrojó resultados
positivos: concretamente, dicen la verdad ; sea lo que sea que hayan visto, ellos creen en lo que
dicen.
Eché una mirada de reojo al Comisario
Maidana, pues de todo aquello se desprendía el tufillo conocido durante el
asesinato de Belicena Villca. Pero éste no se inmutó; evidentemente tenía
también una explicación racional para el curioso atuendo de los “agentes del
Mossad”.
–¡Miren esto, Señores! –insistía el Comisario
de Cerrillos– ¿Puede haber algo más ridículo que unos asesinos vestidos con
traje negro de tres piezas, zapatos negros, sombrero negro, ¡sombrero hongo
negro!, corbata negra y camisa blanca? Sí, sé que pueden existir asesinos así:
en Hong Kong, en Estambul, en Londres, en Nueva York, y mil lugares más del
mundo. ¿Pero aquí, en Cerrillos? Tratándose de otra clase de gente
hasta sería posible aceptar su presencia en la zona: por ejemplo, si fuesen
ejecutivos de una empresa trasnacional que vienen por negocios, a saquear
alguna de nuestras materias primas. A esa clase de criminales es posible
imaginarlos sin esfuerzo. Mas, en el caso que nos ocupa, escapan fácilmente al
patrón general de los asesinos de agricultores.
El Comisario consultó el reloj y se despidió:
–Ya debo irme. Hasta luego, Arturo; siento mucho todo esto. Te veré esta tarde
en el cementerio. Disculpa la charla pero ha sido Maidana quien vino a revolver
el avispero; Yo no te hubiese molestado hasta después del funeral.
Naturalmente, el Juez también desea hablar contigo y no tardará en citarte;
cuando pase este trágico momento, naturalmente.
Las últimas palabras del Comisario de
Cerrillos me causaron honda inquietud. ¿Qué pretendería la policía? ¿Asesinaban
a mi familia y el interrogado sería Yo?
–Calma, Dr., que no es nada –aseguró
Maidana–. Simple rutina. La policía está despistada y querrá conocer su
opinión. Lo mismo le ocurre al Juez; es por eso que se resistía a entregar los
cuerpos. Yo le podría dar muchas hipótesis sobre lo que el Comisario no dijo y
que probablemente ha sucedido: por ejemplo, es casi seguro que han radiado la
descripción del coche negro y no consiguieron averiguar su paradero; ni
siquiera sabrán si abandonó la Provincia. Eso los desconcierta; es un auto raro
y suponen que alguien debería haberlo visto. Pero ellos no avanzan porque
investigan profesionalmente. Ud. y Yo sabemos que, contrariamente a lo que
afirman el Comisario y el Juez, éste es en efecto un caso clásico: un caso
clásico dentro de la
Inteligencia y la Contrainteligencia
Internacional .
Maidana estaba convencido de su teoría y Yo
tendría que darle una respuesta sin dilaciones.