Capítulo
XVII
Es muy poco lo que me resta por agregar a
este Epílogo, o Prólogo.
Pasado el shock que indudablemente me produjo
la partida de tío Kurt, evidenciado en la anormal serenidad con la cual me puse
a reflexionar sobre los símbolos de la Espada , Perros, Aves y Fieras, y superado el
efecto doloroso del golpe en la cabeza, comecé a tomar conciencia de la
realidad y mi sistema nervioso entró en violenta crisis. Por dentro sentía que
me desmoronaba, y traté de mantenerme armado por fuera, gritando mil insultos y
juramentos contra todos nuestros enemigos, y del que al final no quedaron
excluidos nuestros Camaradas y aliados: Belicena Villca, su hijo Noyo, el
Capitán Kiev, los Siddhas Leales, el Führer, y hasta el Incognoscible,
resultaron abarcados por mis irreproducibles blasfemias. No me justificaré,
pues los sucesos conocidos explican esta reacción irracional. ¿Cómo no se iba a
quebrar mi voluntad, si en el plazo de cuatro días mi familia fue atrozmente
asesinada, toda mi familia, los parientes cercanos y lejanos, y el único
sobreviviente fuera de mí, el tío Kurt, se acababa de marchar para no regresar
jamás?
Me puse como loco. Profería insultos y
pateaba con impotencia los cadáveres de los asesinos orientales. Con irracional
agresividad, estaba a punto de vaciar en esos cuerpos diabólicos las cargas de
la inútil pistola ametralladora, cuando unos quejidos procedentes del interior
me trajeron providencialmente a la realidad. ¡No estaba solo! Recordé de golpe
que durante el ataque habíamos escuchado unos gritos de dolor.
Con el rostro aún descompuesto por la furia,
algún brillo demencial en los ojos, y pistola en mano, entré decididamente en
la casa, causando la consiguiente alarma de la persona que se encontraba maniatada
sobre la mesa del comedor. Era Segundo, el indio descendiente del Pueblo de la Luna , que Belicena Villca
mencionaba en su Carta, y a quien viera un par de veces como visitante en el
Hospital Neuropsiquiátrico de Salta.
Lucía terrible, porque Bera y Birsa le habían
arrancado las uñas de las manos y de los pies; sin embargo, debía estar
agradecido a los Dioses, y a la Operación Bumerang , porque los Demonios
carecieron de tiempo para cortarle la lengua y las orejas, y vaciarle los ojos,
y finalmente despellejarlo o degollarlo. Cuando lo desaté y le pregunté si
había un botiquín de primeros auxilios, el indio recuperó el habla.
–¿Y los dos hombres? –preguntó con cautela.
–No eran hombres –respondí de mala manera–
sino los Demonios Bera y Birsa. Ambos están muertos, allí afuera: nosotros los
matamos con los disparos que Ud. escuchó. Y ahora mi tío los está persiguiendo
hasta el Fondo del Abismo Central del Universo, hasta un lugar infernal del que
quizás no logren regresar jamás.
Ahora comprendo que tal respuesta era
impropia y absurda para ofrecerla a un indio desconocido que posiblemente no
tendría ni la menor idea de lo que le estaba hablando. Pero Yo padecía los
efectos del shock y de la crisis y no me detenía a pensar en lo que decía.
Antes bien me maldecía permanentemente por todos mis errores: por ser la causa
de que los Demonios descubrieran el Mundo y el domicilio donde vivía mi
familia; porque en el plan de ataque olvidé considerar la acción compasiva de
Avalokiteshvara; y por no hacer caso del mal presentimiento que me produjo la
despedida de tío Kurt en Cerrillos, antes de levitarse con los perros daivas: tío
Kurt sabía lo que iba a pasar, que íbamos a ser probados por la Pasión Maternal de
Avalokiteshvara, quien defendería piadosamente a los Inmortales, y que con toda
probabilidad debería partir en persecución de los Demonios, para mantener
despierto su miedo; ¡y por eso se quiso despedir antes de entrar en
operaciones! ¡Y Yo fui el imbécil que seguí hasta el final con el plan,
sin reparar en nada, subestimando la capacidad de tío Kurt! ¡Ahora me
encontraba solo, más solo de lo que estuvo tío Kurt en su exilio, aunque él
afirmara lo contrario para consolarme y darme coraje!
Tales eran los pensamientos que ocupaban mi
mente cuando respondí al indio de la forma referida. Afortunadamente no estaba
del todo solo: el indio repitió, con cautela aún mayor:
–¿Beraj y Birchaj?
Es posible que recién en este momento cayera
en la cuenta que el indio era real.
–¿Beraj...? –repetí, tratando de recordar
dónde había escuchado antes esa pronunciación. Entonces recordé la Carta de Belicena Villca y
la historia del Pueblo de la Luna –.
¡Cierto que Ud. también los conoce! ¡Esos Hijos de Puta exterminaron a su
familia, igual que a la Casa
de Tharsis y a mi propia Estirpe! –exclamé con exagerada euforia.
–¿Y Ud. cómo lo sabe? –interrogó el indio en
el colmo del asombro–. ¿No es del Ejército?
–Ja, Ja, Ja –me reí con ganas, al descubrir
la impresión que causaba el uniforme de comando–. No, hombre, no. No pertenezco
a la Fuerzas Armadas.
El que fue miembro del Ejército era Noyo Villca, como Ud. bien sabe. ¿Es que no
me recuerda? Yo soy Arturo Siegnagel, el Médico psiquiatra que atendía a
Belicena Villca en Salta. Ella me lo contó todo en una extensa carta: por
ejemplo, sé que Ud. desciende del Pueblo de la Luna , que habitaba en la Isla Koaty en el lago
Titicaca, y que sus remotos antepasados residían en escandinavia, en el país
del Rey Kollman, del linaje de Skiold.
–Ah, el Médico. Si, lo recuerdo. Estaba al
tanto que Doña Belicena escribía una carta con datos sobre la Casa de Tharsis, pero
ignoraba quién sería su destinatario.
¿Y dice Ud. –agregó– que estos torturadores
son los mismos Beraj y Birchaj que guiaron hace más de seiscientos años a los
malones de indios diaguitas-hebreos, al mando del Cacique Cari, en la invasión
a la Isla del
Sol?
–Eran –le corregí–. En efecto, eran los
mismos, aunque tal vez emplearon otros cuerpos; eso no lo sé con exactitud.
Pero lo que es cierto es que hace tres meses asesinaron a Belicena Villca en el
Hospital, y sólo cuatro días que terminaron con toda mi familia; por estos
malditos Demonios, sólo quedamos tres sobrevivientes de tres Estirpes
espirituales: Noyo Villca, de la
Casa de Tharsis; Segundo, de la Casa de Skiold; y Arturo
Siegnagel, de la Casa Von
Sübermann. Belicena Villca me solicita en su Carta que busque a Noyo Villca en
Córdoba, y me asegura que Ud. me ayudará. Además me recomienda tener mucho
cuidado con Bera y Birsa, que eran Demonios poderosos; pero ya ve: a pesar de
los golpes que nos dieron, y gracias a la ayuda de los Dioses, pudimos acabar
por el momento con Ellos. Habrá otros Demonios que sin duda nos perseguirán, y
mil peligros desconocidos, pero es poco probable que regresen Bera y Birsa al
Mundo de la Sangre
de Tharsis; en los otros Mundos de Ilusion empero seguiran existiendo; ¡y ay de
aquellos hombres espirituales que no encuentren pronto el Mundo de la Casa de Tharsis! ¿Qué
le parece, Segundo? ¿Me ayudará?
–¡Por supuesto que sí! Sepa, Dr. Siegnagel,
que Ella era para los de mi Raza una Reina: sus deseos son órdenes para mí.
Ella me pidió que no fuera más al Hospital de Salta porque era vigilada y
sospechaba que la iban a matar: y Yo cumplí al pie de la letra sus órdenes; no
fui más a Salta y no respondí a la correspondencia del Hospital, del Juez, de la Policía , etc. Y
nadie vino aquí porque esta casa es muy difícil de encontrar. Muy
grandes deben ser sus poderes para haber llegado así, por sorpresa, y conseguir
boletear
a los Demonios. ¡Me ha salvado la vida, y seguramente me ha evitado un terrible
sufrimiento previo! Mas no sé hasta qué punto agradecerle, puesto que, como
comprenderá, ya estoy harto de vivir.
Lo comprendía perfectamente puesto que Yo
también estaba harto de vivir; y si seguía adelante, como aquel indio germánico,
sería exclusivamente por Honor, porque era un Honor quedarse a cumplir la
misión que a uno le habían asignado los Dioses que dirigian la Guerra Esencial , y
porque después de la
Batalla Final , una vez ajustadas las cuentas con las
Potencias de las Materia, regresaríamos definitivamente al Origen del Espíritu
Increado. Vi la cara de Segundo descompuesta de dolor y corrí a un galpón
contiguo a buscar el botiquín que estaba en la guantera de una pick-up. Con
paciencia, desinfecté los veinte dedos y los fui vendando uno por uno. Traía
conmigo las grageas sedantes, y le hice tragar dos: cuatro miligramos que lo
harían dormir hasta el mediodía.
Antes de concluir la cura ya cabeceaba de
sueño, así que lo llevé hasta su habitación, haciéndolo pisar con los talones,
y lo dejé acostado en su humilde cama de algarrobo.
Calenté café, y lo bebí ya más tranquilo
sentado en una silla de la cocina. El encuentro con Segundo me había calmado
bastante y ahora meditaba sobre los próximos pasos a seguir. Sobre la mesa
deposité la garrafa de ácido, trasmutado como un líquido muy negro pero de
liviana densidad. Para recuperar las rosas de piedra, los pendientes de
Avalokiteshvara, derramaría aquella substancia inservible en la pileta, y
neutralizaría la acidez residual con un poderoso detergente concentrado que
descubrí en un armario. Un minuto después, los aretes Esther se hallaban en mi
bolsillo, ya vacío de armas. Ciertamente, exageramos la artillería, y ahora
descansaban sobre la mesa, la
Itaka , cincuenta cartuchos, la pistola ametralladora con su
incómoda cartuchera sobaquera, sus cargadores, las diez granadas de
fragmentación, las bombas de trotyl, y el cuchillo de monte. Más suelto de
cuerpo, me cercioré con discreción del Sueño profundo de Segundo, y decidí
ocuparme de eliminar los restos de los asesinos orientales. Provisto de una
poderosa linterna de doce unidades, exploré los alrededores de la Chacra.
Comprobé entonces que, en efecto, la
edificación de la casa seguía el trazado del antiguo pucará de Tharsy, y que la
fortaleza perimetral fue reducida a un tapial bajo, de no más de un metro, para
disimular su función de guarnecer una plaza liberada. En su interior aún
existía el antiquísimo cromlech, cuyas piedras formaban un círculo enorme, en
cuya área cabía sobradamente la planta de la Chacra. Pero a mi me
intrigaba la suerte del Meñir de Tharsy, el que plantaron los Atlantes blancos
para establecer el pacto de Sangre con la Estirpe de Tharsis y determinar su misión
familiar. Tomando los diámetros del Cromlech, busqué en su intersección el
centro, y comprobé con intriga que aquel lugar central caía en el interior de la Chacra. Al fin, no me
cabían dudas que el sitio central se encontraba adentro de un enorme tinglado
herméticamente cerrado. Corté las cadenas y candados con una pinza adecuada, y
abrí las puertas del tinglado: increíblemente, luego de siglos y milenios, aún
se encontraba en su lugar de origen el meñir de Tharsy. Era de piedra verde y
mostraba en su base la milenaria apacheta de Vultan: purihuaca voltan guanancha
unanchan huañuy. Sobre la apacheta estuvo durante cuatrocientos
cuarenta y tres años la
Espada Sabia de la
Casa de Tharsis, custodiada como en Huelva por incansables
Noyos Y Vrayas descendientes de Lito de Tharsis. Frente a esa actitud de respeto
y confianza en los Dioses Leales, asumida en milenios de paciente guardia, ¿qué
significaban mis ansiedades actuales, mis egoístas angustias? El imponente
meñir, y su rústico altar de piedra, tuvieron la virtud de avergonzarme de mí
mismo, de mis debilidades humanas, y de fortalecer mi voluntad de seguir hasta
el Final.
Contando con todos los vanos y crueles
esfuerzos realizados en el pasado por los Demonios Bera y Birsa, no es de
extrañar el odio que les despertaría aquella Chacra en la que vivieran fuera de
su alcance los miembros de la
Casa de Tharsis conservando la Piedra de Venus de la Espada Sabia. Pero
Ellos llegaron tarde, siempre llegaron tarde a América: no consiguieron
exterminar al linaje de Skiold con los diaguitas-hebreos, ni con los españoles
de Diego de Almagro, de Diego de Rojas, y de tantos otros; ni el asesinato de
Belicena Villca les sirvió para nada pues Ella los despistó sabiamente; ni el
exterminio de los Von Sübermann les permitió acabar con tío Kurt. ¡América les
había resultado fatal! No sabían adónde estaba Noyo Villca con la Espada Sabia y
quisieron tomar venganza en el indio Segundo, sacrificarlo por medio de
horrible suplicio antes de partir del impredecible Mundo de la Casa de Tharsis. Y habían
sido atacados y muertos cuando menos lo esperaban. Como un Bumerang, sus
propios golpes regresaron contra ellos; como en un golpe de Jiu-Jitsu, sus
enemigos aprovecharon los movimientos propios y volvieron sus fuerzas contra
ellos.
En el galpón que guardaba la pick-up había
toda clase de herramientas. Fui hasta allí, tomé una pala ancha, y comencé a
buscar un lugar adecuado para excavar las sepulturas. A cincuenta metros de la Casa crecía un tupido
cañaveral de tacuaras que me pareció sería el sitio ideal: costaría penetrar la
capa de raíces, pero luego de unos días nadie podría descubrir el menor rastro
de la remoción. Regresé dos veces hasta la casa y cargué los malditos cadáveres
en una carretilla para facilitar el transporte; en el último viaje llevé
también un machete para abrir la picada. Miré el reloj de la casa y comprobé
que señalaba las 3 horas del día 23 de Abril. El mío, en cambio, exhibía la
1,30 horas del 26 de Abril. Lógicamente, sincronicé mi reloj con el cuadrante
local.
Así, pues, a las 6 horas, tres horas después,
terminé la macabra tarea de sepultar los cadáveres destrozados de los asesinos
orientales. Ya amanecía y me sentía exhausto, psíquica y físicamente agotado. Y
todavía faltaban varias cosas por hacer, asuntos ineludibles que no admitían
dilación. Uno de ellos era consumar la destrucción del coche negro de los
asesinos, a fin de evitar el rastreo policial: mas, para eso, necesitaba contar
con la ayuda de Segundo.
Bebí una nueva taza de café y luego me
dediqué a echar baldes de agua jabonosa en el patio, para eliminar las huellas
de sangre, precaución que más que evitar las investigaciones policiales
apuntaba a frustrar la acción todavía más terrible de las moscas tucumanas. Con
la luz del día, descubrí junto a un árbol, a quince pasos de distancia de la
puerta de la casa, la chaqueta y todas las armas de tío Kurt: evidentemente,
las había abandonado antes de partir, cuando llamó silenciosamente a los perros
daivas. En ese momento, pensé que mi voluntad se quebraría nuevamente. Pero me
sobrepuse y uní aquellos objetos con el resto de mi equipo.
Ya no podía continuar vestido de comando,
especialmente si habría de salir fuera de la Chacra , así que me entregué a realizar una
prolija inspección del interior de la casa. Descarté la ropa del indio, por su
talla apreciablemente menor que la mía, y confié en que Noyo Villca tuviese más
contextura y se conservase su ropa. Al fin dí con su habitación, después de
pasar por la de la difunta Belicena, y hallé, en efecto, un ropero surtido:
encontré un pantalón vaquero, más o menos de mi medida, y una camisa semejante.
Decidí quedarme con los borceguíes de Maidana, e hice dos grandes paquetes con
las armas y las ropas de combate: sólo dejé sin envolver las cuatro bombas de
trotyl.
En una caja de zapatos, del más vil cartón,
deposité el nefasto Dordje, el Cetro de Poder que Rigden Jyepo le entregara a
los Demonios Bera y Birsa, conjuntamente con los padmas de piedra, los
pendientes Esther de Avalokiteshvara.
Y entonces, cuando hube concluido esos
trabajos menores, me dirigí hacia el coche negro para calmar la comprensible
curiosidad que el mismo me despertara desde el momento que conocí su
existencia.
Visto de lejos, no cabían dudas que se
trataba de una clásica limusina norteamericana. Empero, al inspeccionarlo de
cerca, surgía la confusión por no poder establecer ni la marca ni el modelo,
como afirmaban los policías de Salta; porque marca tenía; y bien visible: “Aviant”.
Mas ¿quién conocía esa marca? ¿a qué país pertenecía? De inmediato, me asaltó
la sospecha de que el automóvil no era de este Mundo, que provenía de una
Realidad paralela a la nuestra, donde los “Caballeros” como Bera y Birsa se
desplazaban en coches “Aviant”. De todos modos ¿era
realmente un automóvil? Sí, lo era. Un auténtico y excelente coche de lujo, al
parecer recién salido de la fábrica. Levanté el capó y observé un poderoso
motor de ocho cilindros en “V”. Las llaves estaban puestas; le
dí arranque y funcionó sin problemas. Y fue inútil revisar su interior porque
los Demonios no llevaban nada consigo, ni papeles, ni equipaje: nada de nada,
lo que indicaba que no entraba en sus planes la posibilidad de ser detenidos o
interrogados en los caminos; o que no circulaban de ninguna manera por
los caminos y rutas de la civilización humana
.
A las 8,30 horas me recosté en un sillón del
comedor y dormí sin sobresaltos hasta las 13,30 horas. Preparé más café, tosté
panes, y lo desperté a Segundo para el tardío desayuno. Se admiró al saber que
trabajé toda la noche y que ya no quedaban huellas de la muerte de los
asesinos. Mientras bebía un café, le revisé las heridas; especialmente me
interesaban sus pies: estaban muy hinchados:
–¿Cree que podrá conducir la pick-up? –le
pregunté.
–Haré lo que sea necesario –dijo
valientemente–. No importa el dolor.
–Será al anochecer –le expliqué–. Tendrá que
manejar unos quince o veinte kilómetros para deshacernos del automóvil de los
asesinos. Pero antes le traeré medicinas y calmantes: sólo dígame donde queda la Farmacia más cercana.
Quedaba en Tafí del Valle, a cinco kilómetros
de distancia. A las 15, después de asar un pollo y comerlo entre ambos, fui a la Farmacia en la pick-up y
compré la vacuna antitetánica, jeringas, desinflamatorios y calmantes.
A las 19,00 horas salimos de la Chacra. Segundo
iria adelante, en la pick-up, y Yo lo seguiría en el Aviant. Tomaríamos por
caminos secundarios, normalmente intransitados, pues el éxito de la maniobra
dependería de que nadie viese el automóvil negro, nadie que lo pudiese
denunciar a la policía; y menos aún la policía, que ya tendría su descripción.
Pero todo salió bien. Segundo, con los dedos
vendados, y descalzo, pues no podría calzar una alpargata, llevaba con destreza
la camioneta en dirección a la
Sierra del Aconquija. Cruzamos el Río Tafí del Valle, el Río
Blanco, y entramos en un camino casi intransitable que subía hasta la cumbre
del Cerro La Ovejería.
Tuve que hacer proezas con la enorme limusina para doblar por
las agudas curvas del camino de cornisa. Finalmente, pocos kilómetros antes de
la cumbre, dimos con el lugar ideal: el borde de un abismo de mil metros o más
de profundidad. Allí estacioné el coche negro, mientras Segundo volvía con la
pick-up varios metros hacia atrás: la senda era tan estrecha que tendríamos que
retroceder cientos de metros marcha atrás, hasta hallar un ensanche que nos
permitiese virar.
El regreso de Segundo era necesario para
prevenir un posible derrumbe del camino, que dejase la pick-up aislada e
imposibilitada de bajar del Cerro. Porque Yo planeaba dinamitar el Aviant
y eso era muy probable que ocurriera, como realmente ocurrió.
Derramé el contenido de un bidón de diez
litros de gasolina dentro del coche; programé los detonadores electrónicos con
un tiempo de cinco minutos; y coloqué una bomba sobre el block del motor, otra
en el interior de la cabina, otra en el baúl, y otra debajo del chassis. Acto
seguido cerré el capó, las puertas y el baúl, y corrí hacia la pick-up, que me
esperaba cien metros más atrás.
La explosión de los cuatro kilogramos de
trotyl fue impresionante en aquellas montañas generadoras de ecos prolongados.
El automóvil jamás sería encontrado, pues sólo quedaron de él restos
diseminados en cientos de metros de inaccesible precipicio. Cuando cesó la
explosión nos acercamos un poco, y nos aseguramos que así sucedería, pues donde
estacionara el coche había desaparecido el camino, y la avalancha de piedras
había arrastrado los restos más grandes hasta el fondo de la garganta,
sepultándolos para siempre.
Permanecí diez días en la Chacra de Belicena Villca,
durante los cuales conversé mucho con Segundo y nos pusimos de acuerdo sobre
los pasos futuros. Le referí las últimas partes de la Carta de Belicena Villca y
le expliqué que tenía indicios ciertos sobre la posible residencia de Noyo
Villca: todo consistía en ubicar a la misteriosa Orden de Caballeros Tirodal y
a su Pontífice, Nimrod de Rosario. Puesto que un capítulo se había cerrado en
mi vida y ya no habría vuelta atrás, sólo me quedaba proseguir la aventura e
iniciar la búsqueda de la Orden
en la Provicia
de Córdoba. Segundo se manifestó decidido a acompañarme en esa misión. Además
de ser también un Iniciado Hiperbóreo, discípulo de Belicena Villca, y poseer
un lógico interés espiritual en el asunto, el indio, que contaba cincuenta años
de edad, conocía a Noyo Villca desde niño y haría lo posible por volverlo a ver
o prestarle su ayuda.
Diseñamos, así, un sencillo plan destinado a
solucionar los últimos problemas que quedaban para trasladarnos finalmente a
Córdoba. En la Chacra
existía una fortuna en oro inga, a la que aludiera Belicena Villca en su Carta.
Segundo me enseñó el escondite secreto, cerca del Meñir, donde subsistían 250 kg . de oro en lingotes:
originalmente, me explicó el indio, el oro constituía la vajilla de la Princesa Quilla ,
pues los ingas no le daban valor monetario a dicho metal; ya en Tucumán, y para
evitar posibles sorpresas, los descendientes de Lito de Tharsis fundieron todos
los utensilios en el siglo XVII y ocultaron los lingotes donde todavía se
encontraban. Nunca la familia tuvo necesidad de esa reserva, pero nosotros
podríamos tomar lo que quisiéramos, pues tal era la voluntad de Belicena
Villca.
Sin embargo, a mi entender aquella riqueza
pertenecía a Noyo de Tharsis y no convenía tocarla por el momento. Con lo que
me dejara tío Kurt teníamos más que suficiente para empezar. Resultaba
primordial, pues, asegurar el cuidado de la Chacra , aún si nosotros nos ausentábamos por
mucho tiempo. De ello se ocupó Segundo, trayendo de Tafí del Valle una nutrida
parentela que ya en otras ocasiones habían cohabitado el lugar: vivirían en la
casa de servicio y vigilarían el lugar.
Arreglado esto, partimos el 4 de Mayo hacia
Santa María, en la pick-up de Segundo. A Salta no pensaba regresar jamás; pero
los negocios de tío Kurt los tenía que cancelar indefectiblemente. Aparte de que
en la Finca de
mi tío me aguardaban las dos cosas más queridas que me quedaban en la vida: el
manuscrito de Belicena Villca, reproducido en este libro, y el manuscrito de
Konrad Tarstein, de su libro inédito “Historia Secreta de la Thulegesellschaft ”,
que espero publicar en el futuro.
Lo que sí podía vender, era la Finca de Cerrillos, a la que
no deseaba conservar ni un minuto más. Escribí, así, a mis abogados de Salta
para que la pusiesen de inmediato en venta y la liquidasen cuanto antes. Seis
meses después, en Córdoba, firmé los documentos definitivos de la transacción y
recibí una apreciable cantidad de dinero. Y el último día que estuve en Santa
María, envié por encomienda los dos bultos a Maidana, comunicándole en una
breve nota que la operación comando resultó un éxito y que sería inútil que
nadie buscase más a los “asesinos orientales”; y que, no repuesto del dolor por
la muerte de mi familia, emprendía un viaje de descanso a cuya vuelta me
reuniría con él. Una “mentira piadosa”, es claro, pero ¿qué otra cosa le podía
decir a Maidana? Quizás en el futuro; quizás si los Dioses lo deciden en el
futuro.