LIBRO CUARTO - Capítulo II


Capítulo II


Como soy médico, ya en los primeros días de la convalescencia, comprendí que ésta sería larga, por lo que, disponiendo del tiempo suficiente, no veía ninguna razón para no contarle mi aventura a tío Kurt. Nunca experimenté el deseo de compartir mis asuntos con nadie ni he tenido confidentes. Pero ahora era distinto. Desde el día del sismo, venía lamentando no conocer a nadie en quien confiar; alguien lo suficientemente “espiritual” como para no burlarse de los hechos ocurridos alrededor de la muerte de Belicena Villca. Pero también que dispusiese de la libertad necesaria para poder asumir un conocimiento que entrañaba tan graves peligros.
En un momento dado pensé acudir al Profesor Ramirez, pero luego me avergoncé de esta idea egoísta que podía poner en peligro la vida y la mente de este hombre ejemplar entregado a sus cátedras y a su familia.
           
Estaba contrariado desde entonces pues sentía que empezaba a manejar ideas demasiado “grandes”, demasiado inhumanas, que podrían perturbarme si no las compartía. Y he aquí que de pronto resucita del pasado un hombre de mi sangre a quien nunca soñé conocer. Un hombre solitario como Yo; de acción. Un hombre jugado y de una edad en que no se teme por la vida pues la muerte comienza a perfilarse como una realidad.
Sí –pensaba decidido– confiaría todo a tío Kurt.
Al principio charlamos de nimiedades pues ambos evitábamos contar nuestros secretos; Yo no revelaba el motivo de mi visita y él callaba sobre el brutal ataque de los dogos y su cachiporrazo. Le hablé sobre mis estudios y también de mis padres; él me explicó las técnicas para obtener un buen arrope de tuna.
Así estuvimos ganándonos la confianza, hasta que un día, de los últimos que guardé cama, le dije:
–Tío Kurt, desearía que me alcances el maletín que traje conmigo. Quedó en el coche la noche que llegué.
Para mi sorpresa tío Kurt abrió una de la puertas del ropero y extrajo de un compartimiento el maletín que, por lo visto, había estado todo el tiempo allí. Lo abrí y extraje la carta de Belicena Villca y algunas notas que había tomado cuando dialogué con el Profesor Ramírez.
–Voy a explicarte el motivo de mi visita, –dije tratando de transmitir la importancia que me merecía el asunto–. Es una historia fantástica e increíble y pienso seriamente que sólo a ti me atrevo a contarla sin reservas ni temor.
Tío Kurt arqueó las cejas, vivamente interesado en algo que, al menos para mí, parecía de extrema gravedad. Mis palabras y tono que usé, crearon el clima apropiado para ello.
Eran las tres de la tarde de un día cualquiera, ambos habíamos almorzado y la serena tranquilidad que reinaba en esa perdida finca invitaba al diálogo y la confidencia. Teníamos todo el tiempo del mundo a nuestra disposición para aprovecharlo como nos viniera en gana.
Comencé a narrar los sucesos conocidos y, si alguna duda albergaba sobre la credibilidad que tío Kurt daría a ello, ésta pronto se disipó. Visiblemente alterado por algunos pasajes y ganado por la impaciencia en otros, me interrumpía constantemente para pedir detalles y, luego que obtenía lo que deseaba, me alentaba a continuar en un tono autoritario que le desconocía.
El caso de Belicena Villca había capturado completamente su interés pero, al enterarse de la existencia de la carta, pareció enloquecer. La extraje en ese momento del maletín y tuve que hacer un esfuerzo para evitar que me la arrebatara de las manos: era mi intención permitir que la leyera, mas no en ese momento sino luego, cuando Yo hubiera terminado de relatar lo acontecido. Se la mostré, pues, y continué con la narración sin perturbarme por la ansiedad de mi tío, a quien le costaba un gran esfuerzo, evidentemente, aguardar para leerla. Expliqué, en líneas generales, el objetivo de aquella póstuma misiva, sin entrar en detalles sobre la increíble historia de la Casa de Tharsis, mencionando sólo la persecución milenaria que habia sufrido por parte de los Golen-Druidas: hablé de Bera y Birsa y de mi convicción de que Ellos eran los verdaderos asesinos de Belicena Villca. En ese punto parecía que los ojos de tío Kurt iban a salirse de las órbitas; empero, sus labios permanecían sellados por la sorpresa. Finalmente, le referí la traducción que el Profesor Ramirez hiciera sobre la leyenda “ada aes sidhe draoi mac hwch” y sus posteriores alusiones a los Golen-Druidas, lo que confirmaba a mi criterio la veracidad, sino de todo, de gran parte del contenido de la carta.
Aquí se cortó el encanto y tío Kurt, parándose de un salto, gritó:
–¡Sí Arturo! ¡Los Druidas! ¡A Ellos esperaba la noche que tú llegaste! Luego de 35 años percibí la inequívoca señal de su presencia y sabía que en cualquier momento sería atacado, aunque ignoraba por qué habían aguardado tanto, por qué reaparecían ahora. Y ahora lo sé: ¡porque tú venías hacia mí, portador del Más Grande Secreto!
Era un rugido el que salió de su garganta al pronunciar estas frases en alemán, siendo inmediatamente contestado por dos prolongados aullidos de los mastines un piso más abajo y fuera de la casa. No pude menos que asombrarme pues tío Kurt había hablado siempre en castellano ya que mi dominio del idioma alemán es malo como consecuencia de la decisión de mis padres de formarme “cabalmente argentino” al punto que ni entre ellos usaban esta lengua.
Tampoco se me escapaba que, por más fuerte que hubiera gritado, no podrían haberlo escuchado los perros. ¿Cómo entonces, le habían contestado?

Miraba ahora con “otros ojos” a tío Kurt a quien hasta el momento tenía por una persona, como tantas otras, torturada por el recuerdo de los días de la guerra, pero, por lo demás, completamente normal.
Estaba entendiendo, lentamente, que había algo más: tío Kurt tenía un secreto conocimiento que pesaba enormemente en su conciencia, avivado ahora por mi relato.

Tío Kurt debía tener unos sesenta y dos años, pero impresionaba por aparentar diez menos. Alto hasta la exageración –Yo le calculaba un metro noventa– era fornido, de complexión atlética y se veía que se mantenía en forma. El pelo, que debió ser negro, estaba gris, cortado muy corto; los ojos azul claro, las cejas pobladas, la boca de labios finos con grueso bigote y mentón firme, completaban su descripción. Un detalle quizás lo constituía la cicatriz que surcaba su mejilla izquierda, realzada por el rojo ruboroso de sus cachetes, signo de salud para su edad.
Gustaba vestir sencilla pero deportivamente y siempre lo veía calzando botas de grueso gamuzón.
En síntesis, era un hombre impresionante; más aún en ese momento en que parecía echar chispas por los ojos. Estuvo unos minutos caminando en círculos por toda la habitación, con las manos atrás, en las que tenía la carta de Belicena Villca que acababa de entregarle.
 Yo guardaba respetuoso silencio aunque intrigado por esta reacción. Habíamos pasado varias horas hablando mientras afuera oscureció rápidamente. La habitación estaba sumida en penumbras cuando entró la vieja Juana y prendió la luz.
–Jesús, Don Cerino ¿cómo es que están al oscuro? Ya está la cena. Enseguida le subiré al Sr. Arturo lo suyo –la vieja sonrió como de costumbre antes de salir.
Esta intromisión calmó a tío Kurt que todavía giraba pensativo. Se detuvo a los pies de mi cama con las manos apoyadas en el espaldar y, en correcto castellano dijo:
–Neffe[1], creo que me has traído una respuesta que esperé por décadas. Si es así, podré morir en paz cuando todo termine –dijo misteriosamente– pero, dime ¿qué te trajo exactamente hasta mí? ¿cómo se te ocurrió venir a verme?
–Deseaba averiguar el motivo que tuvieron las . para acopiar toda la documentación sobre los Druidas, –respondí–. Cuando pensé en ello, vino a mi memoria el recuerdo de aquella noche treinta y cinco años atrás cuando me regalaste la Cruz de Hierro. Fue una intuición, pues inmediatamente, sin motivo aparente me asaltó la seguridad de que tú sabrías responder a esos interrogantes. Luego supe por Mamá que habías sido oficial de las . ... Y aquí me tienes.
–Ja, ja, ja –rió admirado, con aquella carcajada estruendosa que lanzara al descubrirme en la escalera de Cerrillos, de niño, y que tan bien recordaba.
–Has supuesto bien neffe; –continuó tío Kurt– Yo puedo contarte algunas cosas que te resultarían útiles para la solución de tus problemas. Cosas referentes a la Doctrina esotérica de la Orden Negra . Sin embargo, por un inevitable y significativo designio de los Dioses, te sorprenderá comprobar hasta qué extremo estaban en mis manos las respuestas que buscabas. Pero antes de hablar de ello cenaremos.
Se fue, dejándome consumido por nuevos interrogantes. De su exclamación anterior se desprendía claramente otro misterio: ¿cómo había trabado contacto tío Kurt con los Druidas, quienes, al parecer, lo perseguían a muerte desde hacía años?


[1] Neffe : sobrino, en alemán.