LIBRO CUARTO - Capítulo XXIII


Capítulo XXIII


Esa mañana el Dr. Palacios me quitó la escayola. El brazo estaba curado pero aún subsistía una horrible sensación de debilidad que me recordó la terrible eficacia de los perros tibetanos. Los últimos relatos de tío Kurt iban aclarando todo... al tiempo que me sumían en un Misterio mayor. Su Iniciación, la misión en el Tíbet, el Poder del Signo del Origen, el increible parentesco de su Instructor Konrad Tarstein con Belicena Villca, y el asunto de los dogos. Sí, todo se iba aclarando, pero al mismo tiempo crecía el Misterio de mi propia existencia. A cada instante se iban incorporando nuevos elementos al contexto de mi vida: parientes desconocidos, países remotos, Doctrinas ignotas, enemigos implacables. Pero ¿qué era Yo? De una cosa estaba ahora seguro: jamás había tenido la más mínima chance de escapar de la historia, jamás había sido libre de elegir mi Destino, jamás dispuse de una pizca de albedrío. Todo fue ilusión, todo una farsa. Me sentía jugado, como un trebejo de ajedrez, por seres inhumanos que evidentemente conocían las reglas del juego y la posición de las piezas: el tablero era el Misterio, que apenas vislumbraba, pero que no podría abarcar por estar inserto en él.
Comprendía que tenía que sacarme esas ideas pesimistas del cerebro para no enloquecer. Y paradójicamente, cuando tío Kurt no me hacía partícipe de su narración, me entretenía observando a los perros daivas, a los que ya no temía: aguardaba, eso sí, que tío Kurt cumpliese su promesa de revelarme los bijas del Yantra. Según él, Yo también podría controlarlos con la mente.