Capítulo VII
Tenía quince años, el Alma cargada de
ilusiones y la clara percepción de la volkschwingen cuando, de la mano de
Papá, llegamos al hospedaje de Rudolph Hess en Berchtesgaden.
Se había difundido la noticia de que el
Führer estaba en Haus Wachenfeld y la zona se vio invadida de periodistas y
curiosos, por lo que nos fue difícil alojarnos. Finalmente lo hicimos en la
modesta hostería “Kinderland” a unos dos kilómetros de la casa de Rudolph Hess.
Pernoctamos allí y por la mañana bien
temprano partimos atléticamente por un sendero nevado que seguía en sus curvas
a la colina cercana. Papá, vestido a la usanza Bávara, llevaba la estrecha
botamanga del pantalón montañés dentro de gruesas medias de lana que llegaban a
la rodilla. Borceguíes, camisa y saco sin cuello completaban el equipo. Yo
lucía un flamante uniforme gris oscuro de la Hitlerjungen ,
compuesto de pantalón corto, chaqueta con bolsillos y cuello marinero; cinturón
de hebilla con Runa S, correa cruzada sobre el pecho y un
pequeño puñal al cinto con la inscripción “Blut und Ehre” [1] grabada en la hoja; corbatín ceñido
con anillo, botines de cordón y zoquetes grises.
La casa donde se hospedaba la familia Hess,
era una antigua construcción de madera de clásico estilo alpino; pequeña pero
confortable. Al llamar a la puerta, fuimos atendidos por un somnoliento oficial
de la que ejercía la custodia durmiendo en el livingroom,
junto al hogar encendido. Se llamaba Edwin Papp y era Obersturmführer [2].
–Herr Hess se encuentra aún acostado, –dijo
el oficial de la – Se alegrará de verlos pues los
espera desde hace varios días. Siéntese en el living, por favor, mientras preparo
café.
Media hora después aparecía Rudolph Hess,
impecablemente vestido con equipo de gimnasia: pantalón, rompevientos y
zapatillas azules. Alto, fornido, de rostro cuadrado y cejas espesas, se
destacaban claramente los ojos negros y brillantes que parecían atraer la
atención puesta en él.
Apenas
sonriente, se detuvo un momento a mirar a Papá y luego se confundieron en un
abrazo que arrancó en ambos exclamaciones de alegría y espontáneas carcajadas.
Hacía muchos años que Yo no lo veía y, por lo tanto, guardaba de él un recuerdo
muy vago, pero me sorprendió descubrir una timidez que no podía ni imaginar en
el poderoso lugarteniente del Führer.
Se volvió hacia mí y me observó admirado.
–¿Dieser mein patekind? [3]
–dijo como para sí–. ¡Cómo pasa el tiempo! ya es todo un hombre. Un nuevo
hombre para un nuevo Reich.
–Dime Kurt –se dirigía esta vez a mí– ¿no
deseas quedarte en Alemania? Aquí podrías estudiar y servir a la patria.
–Sí taufpate [4] Rudolph, –respondí
alborozado– eso es lo que quiero. Mi mayor ambición es ingresar a la Escuela NAPOLA.
–Esa sí que es una gran ambición –dijo
Rudolph Hess– veremos qué podemos hacer.
En ese momento entró Ilse Prohl de Hess a
quien Papá no conocía pero que luego de hechas las presentaciones, parecía ser
una amiga de toda la vida. Esto se debía a que Ilse era una mujer sencilla y
enérgica, pero dueña de una gran amabilidad. Antigua militante
nacionalsocialista estaba alejada de la política desde su casamiento con Hess
en 1927 y manifestaba, a poco de estar hablando con nosotros, el deseo de tener
hijos, que Dios parecía negar. –Recién cinco años después, nacería el único
hijo de Rudolph Hess, Wolf, pero esa es otra historia–.
Pasamos una semana en Berchtesgaden durante
la cual Rudolph, Ilse y Papá intimaron en varias ocasiones, cuando ellos no
iban a Haus Wachenfeld a ver al Führer que por otra parte se hallaba asediado
por Goering y otros miembros del partido.
En esas veladas, cuando Papá y los Hess
intercambiaban recuerdos y anécdotas, Yo solía interrogar durante horas al
oficial de la encargado de la custodia. Según mi criterio de
aquellos días, no existía una meta más digna de los esfuerzos de un joven
alemán, que llegar a pertenecer al cuerpo de Elite de la .
Un día, de los primeros que pasamos en
Berchtesgaden, Papá y Rudolph se retiraron para hablar a una galería exterior,
ubicada sobre una ladera y protegida por una baranda que rodeaba la casa.
Normalmente no hubiera hecho caso de ellos, pero algo en los gestos, un tono de
cuchicheo en la conversación, me alertó sobre la posibilidad de que estuvieran
hablando de mí.
Pensé que se referían al ingreso a la Escuela NAPOLA
y una ansiedad creciente me ganó. No pudiendo resistir la tentación –delito
imperdonable diría mi padre– hice algo repudiable: los espié.
Disimulando estar parado contra una ventana
que se abría en las proximidades de Papá y Rudolph Hess, traté de escuchar su
conversación, que efectivamente se desenvolvía en torno al tema de mi persona.
Pero no versaba sobre el ingreso a la Escuela NAPOLA , sino sobre
una cuestión que me llenó de estupor.
–... Puedes dejarme a Kurt entonces –decía
Rudolph– ¿le hablaste del Signo?
–No lo creí conveniente –respondió Papá–.
Además no sabría explicarle con la suficiente profundidad ese Misterio. Tú
sabes más que Yo de estas cosas; eres el más indicado para hablar con él.
Movía la cabeza afirmativamente Rudolph Hess
mientras en su rostro se mantenía esbozada esa sonrisa tímida tan
característica de su persona.
–Esperemos unos años; –dijo Rudolph Hess– si
es que Kurt no pregunta antes. ¿Nunca ha sospechado nada? ¿No ha sido
protagonista de algún suceso anormal?
–No, Rudolph, salvo el asunto de los Ofitas,
que ya te conté en mis cartas, no le ocurrió nada extraño después, e incluso
parece haberlo olvidado, o por lo menos, el recuerdo no le afecta.
En este punto de la conversación entre
Rudolph Hess y mi padre poco era lo que yo entendía, pero al mencionar a los Ofitas
un increíble episodio de la niñez vino a mi memoria instantáneamente. ¡Cuando
tenía unos diez u once años fui víctima de un secuestro! No era un secuestro
criminal con el fin de cobrar rescate, sino un rapto perpetrado por fanáticos
de la Orden Ofita
que sólo duró unas horas hasta que la Policía , merced a los datos que aportó un soplón
profesional, pudo desbaratarlo.