LIBRO CUARTO
“La Historia de Kurt Von
Subermann”
Capítulo I
Corrían, corrían turbulentas las aguas y me
arrastraban sin que pudiera evitarlo. Cerca, envuelta en un estruendo de ruido
y espuma, la cascada absorbía torrentes de agua como una titánica garganta
sedienta. Me acercaba al abismo rugiente, veía el borde, trataba de nadar
inútilmente pero el agua me arrastraba. Al final caía de cabeza en el torrente.
Era el fin. Me estrellaría en el fondo, contra afiladas rocas. Debía abrir los
ojos. Debía abrir los ojos...
Haciendo un esfuerzo supremo abrí los ojos,
que fueron instantáneamente heridos por un resplandor terrible. Parpadeaba
tratando de acostumbrar la vista al Sol, en tanto comprendía que me encontraba
acostado en una habitación desconocida. Miraba como hipnotizado la ventana,
ornada de blancos cortinados, mientras poco a poco se disipaban las brumas en
que estaba envuelta mi conciencia.
Lo primero que asumí fue el intenso dolor en
la cabeza, más una especie de presión sobre el cuero cabelludo y la frente.
Intenté llevar las manos a la cabeza y un nuevo dolor me punzó el sistema
nervioso. Casi no podía mover los brazos, que estaban, ambos, vendados hasta el
codo. El izquierdo era el más afectado y sensible, pues un pequeño movimiento
parecía un suplicio; el derecho, igualmente dolorido, aparentaba estar en
mejores condiciones. Con este último comprobé que un vendaje me cubría todo el
cráneo hasta la frente. El movimiento fue muy penoso, realizado por reflejo al
recobrar el conocimiento. No obstante su fugacidad, resultó suficiente para
alertar a la persona que se hallaba sentada hacia la derecha de la cama, en un
ángulo tal que me impidió percibir su presencia desde un primer momento. Era un
hombre enorme, de mirada aguda y voz estruendosa, el que se acercaba hacia mí
con gesto preocupado y... vociferando. Más viejo que como lo recordaba desde
aquella noche en mi niñez, no había cambiado mucho sin embargo: ¡era sin dudas
tío Kurt!
Su semblante se mostraba abatido y su voz
penosa, diciendo incoherencias:
–Eres
mi único sobrino y casi te he matado. ¡He derramado mi propia sangre! Una
maldición ha caído sobre mí. Oh Dios, mi fin está cercano ¿por qué añades esta
desgracia a mis sufrimientos?...
Te pondrás bien Arturo, hijo mío, –continuaba
tío Kurt con voz dolorida– te repondrás. El Ampej Palacios te ha
revisado y asegura que pronto mejorarás ¿cómo podrás perdonarme, criatura?...
Seguía tío Kurt farfullando sin parar sus
quejas y disculpas mientras mantenía clavada en mí esa potente mirada azul.
Envuelto en un sopor creciente, haciendo
esfuerzos por coordinar las ideas, reconocí en el rostro crispado de mi
interlocutor las facciones conocidas de mi madre.
Como atontado lo miraba fijamente buscando
algo para decir, cuando claramente escuché el canino sonido de un gruñido.
Llegó a mis oídos procedentes de afuera de la casa y tuvo la virtud de lograr
que los recuerdos se agolparan en la mente. Lo último que vi y sentí cuando
exploraba la finca de tío Kurt se hizo presente como una avalancha arrolladora.
–¿Q... ué, qué eran? –balbuceé,
tratando de contener el temblor que me sacudía todo el cuerpo. En el rostro de
tío Kurt se pintó un interrogante.
–¿Cómo? –preguntó desconcertado.
–La... las fieras –dije haciendo un esfuerzo
pues sentía la lengua hinchada y dormida.
–Ah, los dogos, –cayó en la cuenta tío Kurt–.
Son perros; perros del Tíbet. Animales muy particulares, auténticos perros.
Quizás la única especie que merezca ese nombre. Son animales extraordinarios,
capaces de recibir un adiestramiento semihumano. –Involuntariamente abrí los
ojos horrorizado y tío Kurt al notarlo se disculpó afligido:
–Lo que ha ocurrido contigo es un accidente.
Un incomprensible accidente del cual sólo Yo soy culpable. Los dogos te
atacaron porque Yo lo ordené. ¡Oh Dios, sólo Yo soy responsable del más grande
crimen! ¡He derramado mi propia sangre!...
Comenzó tío Kurt a repetir las incoherencias
anteriores mientras Yo iba cayendo suavemente en la inconsciencia. Los ojos se
me cerraban escuchando a quien había venido a visitar con tanta ilusión,
transformado en personaje de una tragedia griega, ¡por mi imprudencia e
imprevisión!
De pronto Yo también me sentí culpable; el
corazón se me estrujó; intenté decir alguna disculpa pero una salvadora
penumbra eclipsó mi conciencia, sumiéndome en un sueño profundo.
Trataré de abreviar los detalles de mi
infortunada intromisión en la vida de tío Kurt. Será una concesión en favor de
otros datos que deseo poner a disposición del lector, para la mejor
interpretación de esta extraña historia. Pues si a alguien se le ocurrió pensar
que todo cuanto me había pasado hasta allí era más que suficiente para cubrir
una cuota de hechos misteriosos, le diré que está equivocado por mucho. A esta
aventura le faltaban partes importantes, diría que recién comenzaba, y si las
“casualidades” notables me habían perseguido hasta entonces, lo que vendría
después no le estaba a la zaga. Porque tío Kurt tenía una historia para contar.
Una historia tan extraña e insólita que considerada en sí misma resultaba
increíble; pero que Yo debía tomar con bastante respeto, ya que “esa” historia
era parte de “mi” propia historia.
Pero no nos adelantemos. El día que abrí los
ojos, y vi por segunda vez en mi vida a tío Kurt, era el siguiente a la noche
de mi desafortunada incursión por la finca. Hacía unas quince horas que
permanecía inconsciente ante la desesperación de tío Kurt, que temía haberme
producido una lesión cerebral grave.
El golpe, asestado con la culata de una
pistola Luger, había sido contundente y, según tío Kurt, debía
agradecer la salvación a la anormal dureza del cráneo o a un milagro.
¿Por qué esta seguridad? porque él había
golpeado con mucha fuerza; según sus palabras; la suficiente como para matar al
intruso. Esta violencia se debía a que tío Kurt esperaba un atentado, un ataque
de un momento a otro.
Tenía motivos para creer en ello, como se
verá, y la mala fortuna –u otra causa– quiso que Yo tuviese la malograda idea
de efectuar la sospechosa visita nocturna.
En un primer momento, luego de cerciorarse
que no había más intrusos, tío Kurt me arrastró hasta la casa y se entregó a la
tarea de revisar los bolsillos en busca de armas y elementos de identificación.
Con la sorpresa que es de suponer, halló la Cruz de Hierro –su condecoración–, la carta de
Mamá y los documentos y carnets que probaban debidamente mi identidad.
Según tío Kurt, se hubiera suicidado allí
mismo si no fuera que inexplicablemente Yo aún respiraba. Su primer reacción
fue buscar ayuda, pero, consciente de lo irregular de la situación, decidió ser
sumamente cauto a fin de evitar la intervención policial. Por este mismo motivo,
resultaría inconveniente recurrir a un médico desconocido que podría ponerlo en
aprietos.
Debo aclarar que tío Kurt no se había casado,
por lo que vivía solo en la Sala ,
asistido por un matrimonio de viejos y fieles indios, los que habitaban una pequeña
casa contigua. Aparte de los nombrados nunca moraban allí menos de diez peones
–para atender las vides y la pequeña fábrica de dulces y arrope– pero éstos
ocupaban una barraca alejada treinta metros de la Sala y no eran dignos de
confianza.
Al viejo mayordomo, de nombre José
Tolaba, llamó tío Kurt desesperado golpeando la ventana de su pieza.
–Pepe, Pepe.
–Sí Don Cerino –contestó el viejo con
presteza.
–Ven pronto Pepe. Ha ocurrido una desgracia
–gritó Kurt.
Aunque solamente nombró al viejo, cinco minutos
después aparecían Pepe y su mujer pues por el tono del llamado, supusieron que
algo grave pasaba.
La vieja Juana se santiguaba constantemente
mientras tío Kurt y Pepe, trasladaban mi cuerpo exánime hasta un sofá del livingroom
ya que los dormitorios se encontraban en el piso superior, escalera mediante.
Perdí un poco de sangre por un profundo tajo
a la altura del occipucio, pero lo más impresionante era sin duda, la forma en
que los perros me destrozaron los antebrazos. Tío Kurt dejó a los viejos para que
lavaran las heridas y me cuidaran y partió en busca del Ampej Palacios.
Sacó del garaje un flamante jeep Toyota
–adquirido en tiempos de la “plata dulce”– y partió velozmente, notando al
salir la presencia del Ford a pocos metros del portón.
La hora era intempestiva para buscar a
cualquier médico, pero no para el Ampej Palacios.
Este personaje que no es de ficción pero
merecería serlo, es un médico indio mundialmente famoso por su dominio de la
kinesioterapia. Ya viejo en estos años, aún atiende su humilde consultorio sin
ser molestado por nadie, pues su prestigio es tan grande como la fortuna que
amasó gracias a las dádivas que generosos como acaudalados pacientes fueron
depositando en sus manos. El Ampej Palacios, ha hecho caminar a hombres y
mujeres paralizados por años, ha hecho mover cuellos tan tiesos como un
obelisco y ha enderezado tantas columnas vertebrales desahuciadas por
traumatólogos de todo el mundo, que resultaría difícil de creer si no
existieran para probarlo los libros de firmas.
Estos libros son una segunda fuente turística
para Santa María, pues allí hay firmas y notas de gente, de todo el mundo, que
llegó hasta el Ampej Palacios a buscar una esperanza. Ricos y pobres, curas y
médicos, nobles y plebeyos, todos han firmado sus libros para testimoniar la
sabiduría del Ampej. Aquí no hay magia ni hechicería sino pura y simplemente
Sabiduría Antigua que dinastías de Ampej diaguitas han conservado y transmitido
de padres a hijos. Hoy los hijos de Ampej Palacios son Médicos graduados en la Universidad de Salta y
especializados en: ¡Traumatología! Siguen así la tradición familiar y practican
con éxito un conocimiento miles de años más antiguo que la Ciencia materialista de
Occidente.
Acompañado por el Ampej Palacios, volvió tío
Kurt media hora más tarde. Este, que es un viejo corpulento de gruesos
mostachos blancos y manos tan grandes como una alpargata Nº12, se entregó a
revisar mi cabeza y brazos.
–La cabeza no está rota –afirmó el Ampej diez
minutos después– pero habrá que esperar unas horas para saber si no hay lesión
en el cerebro. El brazo izquierdo está roto, hay que ponerle escayola; el
derecho tiene el hueso sano pero la carne está muy lastimada.
–Mirá Cerino –continuó el Ampej– no creo que
esté grave pero hay que coserle la cabeza y el brazo, y darle desinflamatorios
y antibióticos. Demasiado para mí que sólo arreglo huesos; te mandaré al
chango menor que justo está de visita. El es Doctor y lo atenderá mejor.
Una hora después llegaba el Dr. Palacios
rezongando, pues debía viajar a Salta a las 5 hs. y lo habían despertado a la
1.
Se entregó de lleno a su tarea administrando
varias inyecciones, cosiendo las heridas del brazo derecho y enyesando el
izquierdo.
El tajo del cuero cabelludo lo cerró, previo
afeite de la zona lastimada, con unos ganchitos de plástico inerte.
–¿Seguro que los perros no están rabiosos?
–preguntó con desconfianza el hijo del Ampej.
–Puedo asegurarlo, –afirmó tío Kurt
horrorizado–. Mordieron porque Yo lo ordené; son animales muy domesticados y me
obedecen ciegamente. Jamás atacarían a nadie por sí mismos.
Movía la cabeza el Doctor mientras murmuraba
algo sobre las dudas que albergaba en cuanto a la mansedumbre de los dogos del
Tíbet.
Tres horas después se iba el Dr. Palacios y
tío Kurt, luego de tomar las llaves que tenía en el saco Safari, entró el
automóvil a la finca y lo estacionó adentro de su garaje.
El segundo día intenté levantarme pues volví
en mí en un momento en que no había nadie en el cuarto. Sentí, entonces, una
terrible debilidad y un mareo tal que casi caigo al suelo. Quedé sentado en el
borde de la cama contemplando, no sin cierta curiosidad, el lugar en que me
hallaba.
Era un cuarto sobriamente amueblado, con
juego de dormitorio de nogal tallado y cama con mosquitero de encaje. Que
estaba en un primer piso, lo deduje por el techo en pendiente y las gruesas
vigas de quebracho que lo soportaban. En ese momento entró la vieja Juana y se
espantó de verme sentado.
–Ay Señorcito –dijo la vieja– ¿Cómo hace
Usted estas cosas? Tiene que hacer reposo, así lo ordenó el Doctor.
Me empujaba firmemente por los hombros para
forzarme a tomar la horizontalidad mientras Yo la dejaba hacer, asombrado por
la actitud de la desconocida.
Enseguida estuve acostado y tapado nuevamente
en tanto la vieja no cesaba de protestar:
–Señorcito, ha movido el brazo enyesado; eso
no está bien; él se va a enojar...
–Y. . . el Señor –pregunté tímidamente.
–¿Don Cerino? Enseguida vendrá; –respondió la
vieja– en cuanto le avise que Ud. ya se ha recobrado.
Se acercó a la puerta de mi derecha –la otra
daba a un baño según supe después– pero antes de salir se volvió y dijo:
–Estése quieto Señorcito que pronto le traeré
un caldo y una horchata de nueces –sonrió– verá como pronto recupera sus
fuerzas.
Conforme pasaron los días me fui reponiendo y
quince días después ya bajaba al comedor y daba paseos por el parque contiguo a
la casa.
Otros quince días más tarde me quitaron el
yeso y, recién a los treinta y cinco días de haber llegado a Santa María, pude
partir para Tafí del Valle en asombrosas circunstancias que luego narraré.
Al comienzo escribí varias veces a mis
padres, mintiendo una supuesta investigación arqueológica en el Pucará de Loma
Rica para tranquilizarlos por mi prolongada ausencia. También hablé por
teléfono con el Dr. Cortez con el fin de solicitarle una extensión de quince
días a mis vacaciones que expiraban en esos días, pero sólo accedió a ello
cuando le informé que había sufrido un accidente.
Las cosas se ponían difíciles pues aún no
había comenzado a averiguar el paradero del hijo de Belicena Villca y ya se
acababan mis vacaciones. Sin embargo al partir de Santa María, la moral era
alta y tenía más fe que nunca. A ello habían contribuido las prolongadas
conferencias que sostuve con mi extraordinario familiar. Pero regresemos a
aquellos días de convalescencia, cuando tío Kurt inició el relato de su
fantástica vida.