Capítulo XXXII
Era pleno mediodía cuando dejamos el
Chortens. Los perros daivas exigían trepar por la ladera Oeste de uno de los
Altyn Tagh, mas pronto descubrimos un sendero disimulado que permitía ascender
unos mil metros. Cuatro fatigosas horas después arribamos a la cumbre del
monte, constatando que por el Norte, la montaña caía miles de metros en una
pared vertical: desde la base, se extendía en todas direcciones una amplia
llanura desértica, salvo hacia el N.O., donde se divisaban las azules aguas de
un lago de enorme superficie.
–¡Teufel! –exclamó el eficaz Von Grossen–.
Tenemos la suerte de contemplar el país desde una privilegiada terraza de 4.000
mts. Lo que vemos, en toda su extensión, es la provincia china de Sinkiang; esa
llanura, no es otra que el desierto de Takla Makan, que se halla conectado con
el desierto mongol de Gobi en su extremo oriental; y el lago, con toda
precisión, se trata del Lop Noor. ¡Al fin un área geográfica que se ajusta a la
realidad de los mapas germanos!
Pero,
si fuera del Valle de los Inmortales el Mundo seguía igual, en su interior el
Espacio y el Tiempo estaban tan distorsionados como antes, los Dioses Traidores
y los Sacerdotes de la
Fraternidad Blanca nos acechaban para cerrarnos el paso o
atacarnos, y aún debíamos localizar a Ernst Schaeffer. Esto último ocurrió
antes de lo previsto. Efectivamente, mientras observábamos maravillados el
Sinkiang, los monjes kâulikas exploraron los cien metros cuadrados de la cumbre
y a los pocos minutos trajeron impactantes noticias: ¡al pie de la ladera Sur
había un campamento! Corrimos hasta allí y lo verificamos con los prismáticos.
¡No cabían dudas: era el campamento alemán!
La
pequeña cañada, que mas bien parecía un desfiladero, medía unos 500 mts. de
largo y 50 mts. de ancho, y en Invierno cumplía la función de transportar la
nieve de un gigantesco glaciar, cual titánico canal de piedra. Estaba orientado
de Este a Oeste, y en cada extremo, sendas gargantas permitían entrar o salir:
desde adentro, podía observarse que la garganta Oeste estaba flanqueada por las
esculturas de dos enormes bodhisattvas armados. Por alguna razón, la expedición
no se atrevió a cruzar ese portal de piedra tan elocuentemente ornamentado, y
decidió acampar en el extremo opuesto de la cañada, junto a la garganta de entrada.
Se veía que llevaban ya unos días en aquel lugar, y que tal vez pensaban
permanecer más tiempo, pues habían desempacado todo el equipo y distribuido
racionalmente, luego de una rigurosa castrametación: hasta disponían de dos
centinelas, uno al Este y otro al Oeste del campo.
Para el momento, largamente acariciado, de
toparnos con la expedición de Schaeffer, Von Grossen elaboró un plan de
aproximación al que sólo faltaban agregar detalles tácticos de acuerdo a las
circunstancias. Dado el caso presente, sólo hubo que confirmar los puestos y
funciones de cada uno para que la escuadra estuviese dispuesta a ejecutar el
plan.
Conforme a ello, descendimos en silencio
hasta la entrada de la cañada, sitio en el que desembocaba el camino de la
cumbre. Ya allí, Von Grossen, Oskar Feil, el gurka y Yo, con los perros daivas,
permanecimos ocultos unos minutos, en tanto los tres oficiales y los ocho monjes lopas, se desplegaban
alrededor del campamento. Ellos debían mantenerse a resguardo y cubrir nuestro
próximo avance, en previsión de un malentendido o de que algo saliese mal.
Sin sospechar nada, el centinela se hallaba
fumando, distraído por sus propios pensamientos, recordando quizás la patria
lejana. Los tres alemanes surgimos de pronto frente a él y creyó estar soñando.
Pero ya era tarde para reaccionar, especialmente al ver las negras bocas de las
Schmeisser: la Luger ,
el puñal, y el subfusil MP40 pasaron a manos de Von Grossen.
–Somos oficiales del Tercer Reich –explicó
Von Grossen– pero no podemos correr riesgos. ¡Heil Hitler! ¡Acérquese ahora al
campamento, muy lentamente, y avise de nuestra llegada!
–¡Heil Hitler! –respondió el atribulado
centinela.
Con exquisita delicadeza, se fue asomando a
cada una de las seis carpas y comunicando lo que ocurría a sus ocupantes.
Muchos, posiblemente, habrán supuesto que el centinela desvariaba.
En segundos se reunieron 20 o más hombres,
pero no se podía distinguir quién era oficial o suboficial porque todos estaban
vestidos con traje de paisano. Uno de ellos soltó una exclamación y se acercó
varios pasos:
–¡Yo a Ud. lo conozco! ¡Es el Standartenführer Karl Von Grossen! ¿Qué
Diablos hace aquí, en la axila del Tíbet?
–Y Yo sé quien es Ud., Standartenführer Reinhard Von
Krupp –replicó maliciosamente el siempre bien informado Von Grossen,
remarcando el grado y el nombre del oficial. De sus años en la Gestapo , Von Grossen
conservaba la mala costumbre de poner cierto énfasis sugestivo al nombrar a las
personas, dando a entender que poseía sobre ellas información confidencial o
comprometedora.
–Estamos aquí para... –iba a proseguir Von
Grossen, cuando fue interrumpido por la aparición de Ernst Schaeffer.
Es posible, y más aún, muy probable, que
Schaeffer haya perdido irreversiblemente la razón al encontrarse ante aquel
espectáculo inesperado. Para comprenderlo hay que figurarse lo que sería para
él haber llegado al Valle de los Inmortales, a un paso del Santuario de la Reina Madre del Oeste
y de la Puerta
de Chang Shambalá, y comprobar que en lugar de los Arhats aparecía un grupo de
alemanes, uno de ellos su enemigo jurado. Y junto a éste, inexplicablemente,
venía la víctima propiciatoria, Oskar Feil, y el gurka desaparecido.
–¡Ahahahah...! –dio un alarido demencial y
clamó– ¡disparen, mátenlos a todos!
Los , oficiales y tropa, alzaron sus
fusiles pero aguardaron que su Standartenführer confirmara la
orden: Schaeffer era oficial de la
Abwer y no tenía mando directo sobre la Schutz Staffel.
Esa indecisión evitó un enfrentamiento armado de imprevisibles consecuencias.
–¡Son alemanes, hombres de la ! –trató de explicar Von Krupp,
que estaba atónito frente a la alucinante actitud de Ernst Schaeffer.
Pero éste ya había extraído su Luger y me
apuntaba, con la manifiesta intención de eliminarme del mundo de los vivos.
No alcanzó a disparar. En veloz movimiento,
dos de los de su expedición se abalanzaron sobre él y lo
tomaron de rehén: uno le arrebató la pistola y lo sujetó, mientras el otro
apoyaba una daga sobre su garganta. ¡Eran los dos espías del S.D.!
–¡Al primero que se mueva, degollamos a este
hombre! –amenazó uno de ellos–. ¡Acérquese, mi Standartenführer, y
desarme a esos cuatro! –agregó, señalando a los secuaces de Schaeffer.
Von Grossen no se hizo esperar y gritó varias
órdenes. Ante la sorpresa general, Hans y Kloster emergieron de entre las rocas
y rápidamente despojaron de sus armas a los cuatro, que no opusieron
resistencia. Seis figuras, vestidas con túnicas color azafrán y con el rostro y
las manos cubiertas de ceniza, intentaron huir a la carrera en dirección a la
salida Oeste de la cañada, pero cayeron a los pocos pasos acribillados a
flechazos: eran el Skushok del Ashram Jafran y sus lamas. Aquello colmó la
medida. Von Krupp bramó a su vez una orden y todos sus hombres hicieron cuerpo
a tierra; y poco faltó para que se llegase nuevamente al enfrentamiento.
La escuadra de Von Krupp nos duplicaba en
número. Sin embargo primó el sentido común y el Standartenführer
interrogó a Von Grossen airadamente:
–¿Qué es esto, Von Grossen? Se presenta aquí,
nos trata como si fuésemos enemigos, y mata a los guías tibetanos, que contaban
con nuestra protección. ¡Me imagino que tendrá un buen justificativo para este
atropello!
–No tenemos nada contra Ud. sino contra ese
hato de traidores –vociferó Von Grossen–. Y si le parece suficiente justificación,
acá están nuestras órdenes, aprobadas por el Führer.
Le alargó un sobre lacrado que rezaba: “Altwestenoperation”.
Reinhart Von Krupp lo rasgó y extrajo el escrito. Era un decreto de breve
texto. Movió la cabeza afirmativamente y le comentó a Schaeffer:
–¡Han venido de Alemania a hacerse cargo de
la expedición! Desde este momento la seguridad y logística están a cargo del Standartenführer
Karl Von Grossen.
El rostro de Schaeffer lucía más blanco que
la nieve de los Altyn Tagh. Von Krupp dijo en tono suficientemente alto como
para que todos le oyesen:
–Por mi parte está bien. Acepto las órdenes y
me pongo bajo su mando. Pero tendrá que explicarme qué significa su acusación
de traición. Y cómo es que Oskar Feil se encuentra con ustedes.
El aflojó la presión del cuchillo. Los hombres de
Von Krupp se pararon y bajaron los fusiles, en tanto Heinz y los ocho monjes
kâulikas se aproximaban, estos últimos con las flechas aún montadas en sus
arcos.
–¡Traición! –gritó el traidor, fuera de sí–.
¡Traición! ¡Malditos asesinos, no saben el daño que han causado a Alemania y a la Humanidad ! ¡Ahahahah...!
¡Von Sübermann, hijo del Demonio, sabía que se proponía impedir nuestra misión!
¡Ha venido a destruirnos: debimos haberlo matado en Alemania! ¡Por su culpa
seré castigado: los Maestros jamás me perdonarán su presencia condenada en este
Valle Sagrado! Cuando el Arhat Djual Khul se marchó debí imaginar que algo
terrible estaba sucediendo! ¡¡Era Ud.!! ¡Ud. y su Mancha excecrable que ofende
a los Santos Seres!
¡Maldito, mil veces maldito Von Sübermann,
engendro del Infierno, ¿cómo hizo para encontrarme?! –rugió completamente
encolerizado. Los dos espías lo mantenían sujeto de los brazos para evitar
que se arrojase sobre mí.
–Despreciable Herr Lehrer, lo último
que hubiese querido en mi vida era volverlo a ver –afirmé con sinceridad–. El
mérito de llegar hasta aquí es obra exclusiva de estos nobles canes.
Acto seguido solté un poco de rienda a los
perros daivas, que aún obedecían la orden “buscar a Ernst Schaeffer”, y los dogos
saltaron y lanzaron dos feroces dentelladas a escasos centímetros de su cuello.
Con los ojos desorbitados de terror, el
rostro descompuesto por la ira, Schaeffer era la imagen de la locura.
–¡Ya lo veis: sólo un ser infernal podría venir
acompañado por los lobos de Wothan !
No acepte ese decreto Von Krupp, y mátelos a todos. Todavía está a tiempo de
evitar un mal terrible a Alemania y al Mundo. Yo le aseguro que nada le
ocurrirá si me hace caso. Mejor dicho le garantizo que será condecorado como
héroe.
–¡Ud. está loco, Schaeffer: en Alemania nadie
hay superior al Führer! Si no cumplo estas órdenes la única condecoración que
recibiré será una cuerda de cáñamo con nudo corredizo –se disculpó Von Krupp.
–No Camarada Von Krupp –aclaré–; no se trata
de las palabras de un loco sino las de un traidor. El sí cree que existen
hombres más poderosos que el Führer: son quienes planean la desaparición del
Tercer Reich y le han encomendado una misión secreta que ayudará a consumar la
traición. Y en cuanto a Ud., Herr Lehrer, de cierto que Kula y
Akula no son los lobos de Wothan, aunque es verdad que vengo de un Infierno y
ahora estoy en un Infierno mayor; pero estos perros, como Cerbero, le impedirán
llegar al peor de los Infiernos, el que se halla detrás de esa Puerta al fin de
la cañada, vale decir, su amada Chang Shambalá, la guarida de los Demonios
Inmortales.
–¡Blasfemia! ¡Blasfemia! ¡Mátelos, Von Krupp!
¡Mátelos ahora y salvará su Alma! ¡Mátelos antes que sea tarde y suelten a
Lúcifer en el Mundo! –imploraba, perdido ya completamente el control de sus
palabras.
Von Grossen mandó que lo encerraran en una
carpa, bajo la custodia de Hans y Kloster. Ya comenzaba a anochecer y los
monjes kâulikas se apresuraron a levantar las tiendas, ante la mirada asombrada
de la escuadra de Von Krupp. Este se aproximó a nosotros y preguntó sin mayor
delicadeza:
–¿Alguien me puede explicar qué es lo que
está pasando? Se suponía que debía conducir y proteger una expedición
científica que tenía por objetivo investigar los ancestros orientales de la Raza Aria. Nada que ver
con lo que estoy oyendo: “Demonios”, “Infiernos”, “traición al Tercer Reich”.
¿Qué significa toda esta locura? ¿Cómo se puede traicionar al Tercer Reich en
este remoto lugar? Y lo más increíble ¿dónde encontraron a Oskar Feil?¿cómo nos
siguieron? ¿qué es eso de los lobos de Wothan?
Durante media hora, Karl Von Grossen aclaró
lo mejor que pudo todas las dudas de Von Krupp. Al cabo, éste planteó una
pregunta para la cual Von Grossen no tenía respuesta.
–¿Y ahora qué haremos?
–Mis órdenes –reveló Von Grossen– especifican
que al tomar contacto con la expedición debo obrar de acuerdo a las
instrucciones del Sturmbannführer Kurt Von Sübermann. Y como Ud. debe obedecerme
a mí, me ahorraré el retransmitirle tales instrucciones si ambos las conocemos
al mismo tiempo –concluyó con lógica aplastante–. Y bien, Von Sübermann, ¿qué
tiene que decirnos?
–¡Que tenemos que volver inmediatamente a
Alemania! –dije sin dudar–. Mañana mismo debemos emprender el regreso. A Ernst
Schaeffer y sus cuatro cómplices los conduciremos arrestados, pero si se
resisten, los ejecutaremos bajo mi reponsabilidad.
Karl Von Grossen aprobó sin reservas esa
decisión pero el más aliviado era Von Krupp.
–¿Eso es todo? ¿Regresar a Alemania? Es la
mejor noticia que escucho en más de un año. Temí que solicitara continuar la
exploración del Tíbet. ¡Me adhiero totalmente a esa propuesta! La verdad es que
ya estaba harto de Ernst Schaeffer y sus misterios.
¡Pobre Von Krupp! Ni Von Grossen, ni Yo,
imaginamos entonces que jamás regresaría a Alemania...