LIBRO CUARTO - Capítulo XXIX


Capítulo XXIX


Cabalgamos sin detenernos hasta cruzar el camino Chang­-Lam. Junto al puente sobre el Río Amarillo, en el mismo sitio donde lo encontramos, dejamos al gurka. Permanecería oculto aguardando al resto de la expedición, es decir, a los dos monjes kâulikas y a los cinco porteadores holitas. Nosotros, en cambio, continuaríamos varios kilómetros para acampar en los montes del N.E.
No convenía hacernos ver por el momento pues el ataque a la aldea duskha causaría la consiguiente alarma en la región e ignorábamos la reacción de las autoridades oficiales del Tíbet, quienes tal vez sospechasen de nuestra intervención.

Comenzaba a amanecer cuando nos detuvimos, siendo evidente que el buen tiempo que nos acompañara hasta entonces se había acabado. Densas nubes surcaban velozmente las alturas y una brisa helada, que nos calaba hasta los huesos, anunciaba sin equívocos posibles la inminente tormenta. Se trataba de una tormenta de nieve y el lugar más protegido sería, paradójicamente, el campo raso: de acampar contra las rocas de una barranca podríamos terminar sepultados por una avalancha. Dimos al fin con una depresión elevada, un pequeño valle de 30 metros cuadrados rodeado de suaves laderas, y nos empeñamos con celeridad en armar las carpas de alta montaña.
Al medio día fue imposible permanecer en la intemperie, pues la brisa se había convertido en franca ventisca, y hubo que refugiarse en las carpas: sólo los caballos tibetanos, como hijos de Céfiro que eran, resistían con naturalidad las inclemencias del viento. Aquel retoño del monzón del N.O., sacudía las tiendas con violencia y silbaba un lamento agudo y desolado, un quejido que tal vez surgía del alma de Rigden Jyepo al llorar la suerte de sus adoradores.
Adentro de mi tienda, otra tormenta amenazaba desatarse. Pero a ésta no la causaba el viento sino la tempestuosa actitud de Von Grossen. Para el Standartenführer la operación contra los duskhas representaba pura diversión, pérdida de tiempo. Su misión, dar alcance a la expedición de Schaeffer, no se había cumplido; y el tiempo seguía transcurriendo inútilmente. De acuerdo a sus lógicas ­apreciaciones, ahora estábamos peor que antes: –en primer lugar –razonaba– desconocíamos el camino secreto que unía el Cancel de Shambalá con la Puerta de Shambalá, cerca del lago Kuku Noor; en segundo término, parecía evidente que ya no podríamos seguirlos como hasta entonces, es decir, contando con la colaboración de la red kâulika, puesto que los espías gurkas quedaron fuera de la expedición; y en tercer lugar, cabía esperarse que a lo largo de aquel camino poco o nada frecuentado no hubiese pobladores a quienes indagar; pero, en cuarto orden, sería muy improbable que si los hubiera, ellos nos facilitasen la información requerida, después que nosotros descubrimos nuestra filiación contraria a la Fraternidad Blanca destruyendo a la comunidad de lamas del Bonete Kurkuma.
–¿Cómo, entonces, cómo haríamos para darles alcance, según rezaban las órdenes de la División III de la R.S.H.A.?
Yo fingía ignorar estas preguntas y me contentaba en explicar a Oskar Feil las verdaderas causas de su secuestro a manos de las duskhas: en verdad, había caído en una emboscada; la celada era parte de un complot entre Ernst Schaeffer y los lamas del Bonete Kurkuma, cuyo propósito tenía por fin proveer de una víctima humana al Culto de Rigden Jyepo; empero, tal conspiración tenía sus raíces en Alemania, en los traidores que se titulaban “las Fuerzas Sanas de Alemania”, quienes planearon aquella expedición y negociaron con la Fraternidad Blanca el precio de su apoyo. Y tal precio sería sin dudas muy alto: sólo para atravesar el Cancel se requería un sacrificio, la ejecución de un símbolo de la Nueva Alemania, la muerte de un , el holocausto de un exponente de la Aristocracia de Sangre del Tercer Reich. Luego, en Shambalá, Schaeffer conocería el resto de las condiciones: la Jerarquía Oculta apoyaría a los conspiradores con sus poderes mágicos y con sus, más efectivas, organizaciones sinárquicas, a cambio de destruír los cimientos espirituales del Tercer Reich. No sólo el Führer y su plana mayor tendrían que morir, y el partido Nacionalsocialista ser disuelto, sino que se debería extirpar el núcleo del tumor; esto es, habría que desintegrar a la  y demoler a la Orden Negra , exterminando sin misericordia a sus Iniciados. Sí, el bisturí de la Fraternidad interesaría esta vez el fondo de la herida, raspando si fuese necesario el hueso de la estructura social alemana: sólo así, a posteriori de la cirugía mayor, podría edificarse la Civilización del Amor sobre las cenizas de la Civilización del Odio Nazi.
–Mas, hasta aquí, se trataría solamente de una parte del precio: con el cumplimiento de estas pautas, los traidores no lograrían más que demostrar su buena voluntad para colaborar con el Plan de la Fraternidad Blanca –aclaré a Oskar–. El apoyo completo vendría más tarde, si los conspiradores triunfantes demostraban estar dispuestos a llegar hasta el final y encaraban una transformación profunda de la sociedad alemana que borrase todas las huellas de la Cultura Nazi y la Sabiduría Hiperbórea: una sociedad alemana que se integrase pacíficamente en la Sinarquía Universal de la segunda mitad de Siglo XX exigiría, para que fuese abierta y confiable a la Fraternidad Blanca, una forma de gobierno democrática y liberal, y una Cultura Oficial en la que tuviesen libre expresión el sionismo, la judeomasonería y el judeomarxismo, o las ideologías nacidas de esos troncos sinárquicos. Entonces sí, si los traidores reinantes realizaban estas condiciones del pacto, Alemania se situaría en el bando de Dios, del Bien, del Amor, y de la Justicia; y los alemanes se verían apartados para siempre de sus malignas Deidades ancestrales.
Así es, Oskar –concluí–. Ernst Schaeffer es uno más de un conjunto numeroso de traidores. Su función en la ­conspiración es firmar, en nombre de las “Fuerzas Sanas de Alemania”, un Pacto Cultural sinárquico con los representantes de la Fraternidad Blanca. No puedo revelarte en qué consiste nuestra misión, cómo vamos a frustrar sus planes, pero te aseguro que ya en Alemania tu suerte estaba decidida. ¡Jamás pasarías por el Cancel de Shambalá!

Oskar se sintió ridículo cuando supo que Ernst Schaeffer lo había condenado desde el principio a morir en el Tíbet, que quizás sólo con ese fin le permitió participar de la Operación Altwesten, y que el espionaje que realizara para mí había sido a su vez supervisado por dos espías profesionales del S.D., participantes también de la expedición. Y para colmo de males hubo de enterarse de que involuntariamente había causado la muerte de Gangi.
–He sido un tonto –afirmó avergonzado–. Y pensar que Yo me atreví a acosejarte a ti sobre la forma en que debías actuar y te sugerí consultar a Rudolph Hess. ¡Todos se han burlado de mí!
–No te tortures, Oskar, que en ese entonces Yo ignoraba estos hechos. Y hasta último momento Yo desconocía la ­existencia de otros espías entre ustedes. Ahora sólo debemos pensar en impedir que el infame traidor de Schaeffer lleve a cabo su infernal cometido. Sus planes ya están fallando: tú estás vivo y eso es lo que cuenta. Vendrás con nosotros y conocerás el final de la historia, comprobarás el fracaso de sus vanos esfuerzos por destruir el Nuevo Orden –aseguré con convicción.
–Muy claros conceptos y muy admirable su fe, Von Sübermann –intervino Von Grossen volviendo a la carga–. Pero no me ha dicho aún cómo vamos a encontrar a Schaeffer en este laberinto de montañas, y con el Invierno casi encima. ¿Cómo lo buscaremos? ¿Cree acaso que es posible rastrillar al azar semejante región?
Realmente, Yo no tenía ni la menor idea que respondiese a esas preguntas. Ante la presión del Standartenführer, sólo atiné a proponer:
–Debemos inquirir a los kâulikas. Posiblemente ellos sepan el modo de localizar a quienes se desplazan por territorios que les resultan sobradamente conocidos.
Karl Von Grossen se tomó la cabeza entre las manos, al comprender que sus sospechas eran fundadas: Yo no poseía la solución al problema de hallar a Schaeffer. (¡Mein Gott: si fallaban en ese objetivo ni soñar con regresar a ­Alemania!) Aquella operación, Himmler y Heydrich se lo habían dicho bien claro, podía constituir un viaje sin retorno. El fracaso no estaba permitido. Si fracasaba, debía protagonizar una suerte de harakiri o seppuku, el honorable suicidio ritual de los samurais japoneses.
Pero Von Grossen, además de duro, era un hombre de proverbial sangre fría. No obstante su aprensión, dijo:
–Buena idea, Von Sübermann, trataremos de llevarla de inmediato a la práctica.
Sin esperar respuesta, desenganchó las telas de la tienda y se precipitó al exterior, efectuando vigorosos saltos de rana. Afuera la ventisca arreciaba. Lo seguí perplejo y penetré con él en una de las vecinas carpas de los lopas. Contrariamente a nosotros, que nos manteníamos abrigados introducidos en las bolsas de dormir, los cinco tibetanos que teníamos adelante sólo vestían el uniforme de porteador inglés de alta montaña: saco y pantalones verdes y borceguíes.
Contemplé con la mirada perdida como la nieve de sus ropas se derretía y el agua chorreaba y corría por la lona del piso hacia la abertura de eliminar desperdicios, mientras Von Grossen interrogaba a los tibetanos en bodskad de Jam. Naturalmente, por dentro estaba invocando a los ­Dioses, rezando una plegaria para que se cumpliese el milagro y los kâulikas conociesen las respuestas que obsesionaban al Standartenführer.
De pronto, y puedo asegurar que por primera vez en las semanas que llevábamos juntos, vi a todos los lopas sonreír al unísono. ¡Sí, no cabían dudas: nos miraban y sonreían! Y luego de intercambiar entre ellos sugestivos gestos de complicidad, volvían a observarnos y reían más fuerte aún. Finalmente llenaron la tienda con un coro de carcajadas incontenibles.
El severo rostro del jefe  demostraba estupefacción y el mío debía manifestar algo parecido. Sin embargo, ambos aguardamos con paciencia que los lopas dominasen la gracia que les causara la pregunta de Von Grossen, tratando con esperanza de vislumbrar una respuesta positiva en la asombrosa reacción.
–¿Qué piensa de esto? –dije en alemán.
–Intuyo que se trata de Ud. –contestó enigmáticamen­te–. Supongo que ellos creen que Ud. conoce la forma de seguir a Schaeffer.
Así era. Al concluir la hilaridad general, Von Grossen repitió la pregunta: ¿existía algún modo de encontrar la expedición occidental, ahora que ya habían cruzado el Cancel de Shambalá? Volvieron a mirarse entre ellos, tentados de reír, pero al fin uno de los monjes kâulikas tomó la palabra:
–No os burlamos de vosotros, aunque vuestra pregunta bien parece lo que acostumbráis llamar broma. Pues no otra cosa que una broma nos parece el averiguar cómo se puede seguir a algo o a alguien en el Universo, cuando quien lo pregunta va acompañado por el amo de los perros daivas. Contestad vos, en serio ¿quién podría ocultarse, y dónde habría un escondite tal, una vez que los perros daivas obedezcan la orden del Hijo de Shiva y corran tras sus pasos?
Von Grossen no supo qué responder y me miró a los ojos con expresión hostil.
–¡Le juro que no lo sabía! –me disculpé, escandalizado frente a la posibilidad de que sospechase que Yo no quería seguir a Ernst Schaeffer.
–¡Decidme qué debo hacer y cumpliré! –grité indignado a los monjes–. Vuestro Guru no me ha dado más información que un Yantra incomprensible y sólo 60 días atrás no tenía ni la más remota idea de que existían los perros daivas. Explicadme vosotros cómo debo proceder para conseguir que esas bestias localicen la expedición alemana.
Nuevamente se miraron entre sí los lopas, pero sus rostros mostraban ahora la habitual indiferencia. El que había hablado, y al que llamaban Srivirya, tomó la palabra:
–Sin duda vos también bromeáis, Oh Svami. Pues debéis saber mejor que nadie, vos que os halláis más allá de Kula y Akula, cómo dirigir a los perros daivas. Y si no lo sabéis, o lo habéis olvidado, no os costará mucho saberlo o recordarlo empleando el Scrotra Krâm, el Oído trascendente de los Tulkus, del cual estáis dotado. Nuestro Guru os ha revelado el Kilkor svadi, mediante el cual es posible formar cualquier palabra o nombre de cosas Creadas; y vos conocéis el nombre de vuestro enemigo. Oh Sahakaladai, Magia es Poder: y las palabras y nombres son los utensilios de la Magia. Reproducid el nombre hacia el que queréis dirigir a los perros daivas con el lenguaje mágico del Kilkor svadi y ellos os obedecerán.
Sea porque realmente creía que se trataba de una broma o de una especie de prueba, o porque no deseaba seguir hablando sobre el tema, no hubo manera de obtener más información del lacónico Srivirya. Sus últimas palabras fueron:
–Oh, Mahesvara, el que no discute jamás, no alcanzamos a comprender el motivo que tenéis para confundirnos con preguntas de las que sólo vos podéis saber las respuestas. El Círculo Kâula conoce la Magia que permite existir a los perros daivas, pero nadie que no sea un Gran Guru o un Tulku consigue dominarlos con la mente, única vía por la que reciben órdenes: ellos escuchan únicamente la Voz Interior de los Gurúes y los Dioses, los que están más allá de Kula y Akula, los que son como Shiva; o tienen su Signo, como vos. Yo nací en un Monasterio del Círculo Kâula, y mi padre y mi abuelo fueron Iniciados kâulikas; y ni Yo, ni mi padre, ni mi abuelo, vimos nunca un Guru capaz de hablar con los perros daivas, hasta que los Dioses os enviaron con nosotros. Si es que queréis confirmarlo, el haberos conocido nos enorgullece. Pero no nos avergoncéis más con preguntas que son propias de los Dioses. Sabemos de nuestra debilidad y confusión en el Infierno de Maya y hacemos todo lo posible para remediarlo. ¡Creednos, Oh Kshatriya: algún día emergeremos de la miseria humana en que se ha hundido el Espíritu y seremos como vos! ¡Tendremos entonces abierto el Scrotra Krâm, como vos, y podremos saberlo todo; y los Dioses nos revelarán los secretos del Tantra; y los svadi daivas nos obedecerán como a vos!

Regresamos a la carpa profundamente impresionados, aunque por motivos diferentes. A Von Grossen le sorprendía que los temibles kâulikas se dulcificaran en mi presencia y me trataran casi como un Dios. A mí, justamente, esa deferencia me causaba inocultable desagrado, quizás porque no acababa de comprender completamente lo que ocurría a mi alrededor: desde que fuera secuestrado por los ofitas, durante mi niñez, hasta entonces, había ocurrido el fenómeno de que ciertos hombres particulares percibían en mí, o por mí, un significado espiritual que los arrancaba del Mundo material y los elevaba hacia las cúspides más excelsas del Espíritu Eterno, Infinito e Increado. Y ese significado procedía de un Signo que se revelaba en mí, o por mí, un Signo que los ofitas llamaban “de Lúcifer”, Konrad Tarstein, “del Origen”, y los kâulikas “de Shiva”. Los hombres particulares que lo percibían, según Tarstein, y coincidiendo según veo ahora con Belicena Villca, compartían conmigo el Origen común del Espíritu y llevaban en su Sangre Pura, inconscientemente, el Símbolo del Origen. Por eso percibían el Signo del Origen en mí; en verdad, no lo conocían recién sino que entonces lo reconocían, lo proyectaban en mí y entonces se tornaba ­consciente, descubriendo la Presencia del Espíritu en Sí Mismo, revelando el Misterio del Origen. Pero ese significado que Yo manifestaba, y que esos hombres particulares comprendían, era insignificante para mí.
En rigor, debería decir no-significante pues el Signo me importaba mucho a pesar de no poder comprenderlo, de no lograr abarcar su contenido con la mente consciente. Y esa impotencia intelectual era la causa de la perturbación que aún me causaba el comprobar que ciertos hombres particulares lo percibían. Podía tolerarlo, como en el caso de la Pagoda Kâulika, pero siempre salía mal librado de la experiencia.
Esta vez, a la perturbación de sentirme trascendido por el significado del Signo, se sumó el efecto del increíble conocimiento que tenían los kâulikas sobre el Oído Interior. Cómo se enteraron que Yo poseía esa facultad, producto del poder carismático del Führer, es algo que nunca supe. Mas a Von Grossen el tema lo fascinaba, disipadas sus dudas luego de la insólita explicación de Srivirya, y el asunto del Oído Interior no se le había escapado. Apenas nos acomodamos en la carpa, preguntó a boca de jarro:
–¿Qué Demonios es eso del Scrotra Krâm, Von Sübermann?
–Lo siento mi Standartenführer –dije en el acto, y no sin rudeza– pero no puedo responderle a esa pregunta. Le diré, sí, que haré todo lo que pueda para realizar la idea de los monjes kâulikas. Si es cierto que los perros daivas son capaces de rastrear a Ernst Schaeffer tenga la seguridad de que lo hallaremos. Voy a trabajar desde ahora para encontrar la solución del problema, y emplearé si fuese necesario el Scrotra Krâm. Es todo cuanto puedo decir.
Los ojos de Von Grossen echaron chispas pero, como de costumbre, mantuvo la serenidad y no me molestó más. Indudablemente Yo no podía hablar con él, del Oído Interior, porque Konrad Tarstein había tomado mi palabra de que sólo lo haría con “miembros de mi propío Círculo”; y un sexto sentido me advertía a gritos que Von Grossen no lo era.
           
Esa noche, cuando todos estuvieron dormidos, me decidí a “emplear el Scrotra Krâm”, es decir, a comunicarme con la Voz del Capitán Kiev. Como la primera vez, como siempre, no tardé en verme inundado de Sabiduría. Comprendí así que los bijas del Yantra no sólo permitían emitir un conjunto de órdenes fijas, según me revelara el Guru Visaraga, sino que constituían un Alfabeto de Poder con el que se podía formar “cualquier nombre de cosas creadas”: los kâulikas, evidentemente, conocían aquella propiedad pero ignoraban la clave alfabética que ordenaba los 49 bijas y posibilitaba la codificación de cualquier palabra. Sin embargo, no hubiese sido difícil para ellos descubrir el Alfabeto de Poder efectuando un análisis criptográfico de las “palabras de mando” para los perros daivas que figuraban en sus fórmulas mágicas.
Sea como fuere, lo cierto es que a mí me había sido revelada la totalidad del secreto. Conocía ahora un símbolo, semejante al plano de un laberinto, que aplicado sobre el Yantra dotaba a los bijas de un determinado orden, a cuyo arreglo se debían ajustar las palabras formadas. Lo verifiqué varias veces con las “palabras de mando” del Guru y, cuando estuve seguro de no cometer errores, me aboqué a la tarea de traducir la sentencia “sigan a Ernst Schaeffer” en la lengua del Yantra svadi.