LIBRO CUARTO - Capítulo XXVI


Capítulo XXVI


El entorno de la muralla había sido despojado de rocas, por lo que tuvieron que arrastrarse cincuenta metros. Faltando cinco minutos para la una Von Grossen, los tres oficiales , y tres lopas, se hallaban pegados en el suelo a veinte metros de la puerta principal. Los restantes cuatro monjes estaban encargados de eliminar a los vigías, desplegados en posiciones adecuadas para tal fin.
Su acción fue muy veloz y los vigías “nada vieron” cuando los lopas emergieron de la tierra con la velocidad de la cobra, se hincaron en una rodilla, y lanzaron cuatro flechas. ¡Cuatro flechas en la noche, cuatro blancos certeros! Se diría que aquellas saetas sagradas buscaron el corazón de los adoradores del Señor de Shambalá.
Von Grossen y su grupo corrieron entonces en dirección a la puerta, uniéndose a dos de los arqueros; los otros dos marchaban, separadamente, a liquidar a los centinelas de las torres extremas de la muralla, esas que estaban sobre las aguas del lago. Todos se apretaron al muro, en tanto Kloster y Hans sujetaban en goznes y cerraduras los cuatro petardos de demolición. La entrada principal a la aldea estaba guardada por un pesado y enorme portón de única hoja, construido con tablas ensambladas y cubierto de herrajes que tapaban totalmente las hendiduras. Era ciertamente una fuerte valla, que hubiese resistido más de una carga de ariete, pero sin dudas ineficaz en la guerra moderna, frente a la artillería o a las bombas como las que nosotros colocamos. Kloster miró la hora: dos minutos para la una; entonces dio ignición al detonador retardado de dos minutos y se apretó contra el muro, al lado de Von Grossen.
Psicológicamente, dos minutos pueden durar un instante o una Eternidad, especialmente si existe la posibilidad de que uno muera al cabo de ellos. Los alemanes, para evitar pensar en todo aquello que no fuese el combate, se entregaron a verificar que las metralletas tuviesen destrabado el seguro; a controlar por enésima vez que los cargadores vendrían fácilmente a la mano, de las cartucheras de lona; y a asegurarse que las granadas de palo se deslizarían sin problemas del cinturón y de la boca de las botas. Así, para los alemanes, los dos minutos estuvieron más cerca del instante que de la eternidad. Los kâulikas, en cambio, permanecieron absolutamente inmóviles, con la mente concentrada en la unidad infinita del Kula. Para ellos, que se habían despojado de la conciencia de la duración, los dos minutos fueron semejantes a la Eternidad.
Pero todos corrieron igualmente cuando las bombas explotaron. Y, literalmente hablando, se cansaron de matar.
Las cargas, distribuidas con singular pericia, arrancaron completamente el portón y lo destrozaron, esparciendo los pedazos a decenas de metros a la redonda. Aún no se había disipado el humo de la entrada y ya Von Grossen y Heinz estaban plantados frente a las dos únicas puertas de las barracas.
Adentro reinaba una gran confusión, y sólo unos pocos atinaron a tomar su arma e intentar salir; mas tal reacción sobrevino muy tarde para salvarles la vida. Kloster y Heinz corrían desde un minuto antes alrededor de las barracas arrojando las granadas por las troneras: a la quinta granada, simultáneamente, ambos tugurios comenzaron a desmoronarse. Desesperados, los que resultaron milagrosamente ilesos, pugnaban por ganar las puertas y salir, para caer abatidos sobre los cadáveres de sus predecesores, fulminados por las inclementes ráfagas de las Schmeisser. Ni uno solo escapó de aquella trampa mortal.
Al no aparecer más guardias por las puertas, Von Grossen dio una orden y dos kâulikas penetraron en las ruinas y se dedicaron a rematar a heridos y sobrevivientes con certeras puñaladas. El Standartenführer consultó su reloj pulsera de agujas luminiscentes: la una y ocho. ¡En solamente ocho minutos, y sin darles tiempo a disparar un tiro, los tres oficiales  exterminaron a la guarnición duskha!
Desde la entrada principal, y hasta la amplia plaza donde se elevaba el Monasterio, corría una ancha avenida de 300 metros de largo por la que Von Grossen había planeado el siguiente avance. Salvo los dos lopas que quedaron afuera, y cuya misión consistía en subir a las torres, a los kâulikas se les encomendó “despejar” el paso de los alemanes. Con ese propósito, apenas voló el portón, tres de ellos se dirigieron directamente hacia allí blandiendo sus cimitarras y, con notable maestría, degollaron a todos los duskhas que se cruzaron en su camino. Se habían repartido el trayecto y cada uno iba y venía unos cien metros prodigando mandobles a diestra y siniestra. Los primeros en morir fueron, desde luego, los habitantes de las casas con fachada a la avenida, y que cometieron el irreparable error de salir a la calle al oír las explosiones: ancianos, hombres, mujeres, niños, a nadie perdonaba la cimitarra kâulika. Después de la una y diez, al sumárseles los dos lopas que volvían de rematar a los heridos de la guarnición, los cuerpos de decenas de familias completas yacían sin vida en la vecindad de sus moradas.
Mas, a esa altura de los hechos, tras la explosión de las bombas, las granadas, y el tableteo de las metralletas, el caos era dueño de la aldea duskha. En medio de infernal gritería, una multitud de gente desconcertada convergía sobre esa calzada, algunos con el fin de llegar hasta las murallas, y otros para encaminarse hacia el Monasterio. Y aunque muchos venían armados con puñales y sables, y ofrecían fugaz resistencia a los monjes kâulikas, éstos segaban inexorablemente sus miserables vidas.
Cuando los cuatro oficiales  marcharon a la carrera rumbo al Monasterio, la avenida se había convertido en un río de sangre. Pero el camino estaba eficazmente “despejado”. Sólo dispararon algunas ráfagas al pasar, sobre la muchedumbre que afluía por las callejuelas laterales. Detrás de ellos avanzaron también los kâulikas, cumpliendo admirablemente su función de asegurar la movilidad de los alemanes.
           
A la una y diez, entretanto los alemanes marchaban por la avenida, regresaron los dos arqueros lopas del exterior y subieron por una escalera de piedra hasta las torres que custodiaban el destruido portón de entrada. Allí se separaron: uno tomaría por el pasillo de la izquierda y el otro por el de la derecha, pasillos que conectaban todas las torres entre sí y que consistían en angostas plataformas voladizas, distribuidas periféricamente en el lado interior del muro. En cada torre existía un primitivo fogón, que ahora resultaba inútil para calefaccionar los definitivamente helados cuerpos de los guardias. Los kâulikas, desde las primeras torres, observaban el conglomerado de casas que se extendía compacto en una franja de trescientos metros de ancho, paralela a la muralla. Utilizando las distintas torres era posible dominar cada detalle, manzana, callejuela, casa o Templo, de la aldea duskha.
El día anterior lo habían pasado fabricando las flechas incendiarias. No fue difícil: bastó con arrollar en las puntas de las flechas comunes un hilo de lana impregnado en una mezcla de aceite combustible y azúcar. Tenían cien flechas de aquellas pues, según Von Grossen, no se requerían más; lo importante, explicó el Standartenführer, no era la cantidad de flechas sino la calidad de los blancos seleccionados y el grado de acierto en los tiros. Conforme a dicha táctica, los kâulikas eligieron los cien blancos uno a uno, procurando apuntar a los materiales inflamables tales como maderas y telas.
Las puertas, ventanas, toldos, cortinas, sacos de alimentos, las parvas de forraje y los telares armados bajo anchos corredores, comenzaron poco a poco a tomar diferentes categorías de combustión. En algunos sitios, las llamas pronto sobrepasaron la altura de las casas y las chispas invadieron las inmediaciones; el fuego se propagó inexorablemente y el incendio se hizo general.
Al llegar ambos kâulikas a las torres finales, a la una y veinte, la aldea duskha se había transformado en una gigantesca hoguera. Las turbas incontroladas trataban en su mayoría de escapar del calor sofocante y llegar al lago o salir fuera de las murallas. Los centinelas de las puertas laterales, atrapados entre las llamas y la muchedumbre, abrieron y no pudieron impedir el paso de cientos de pobladores aterrorizados. A esa hora, los dos monjes kâulikas asumieron muy distintas actitudes. El que se hallaba en la torre de la extrema derecha, se descolgó con una cuerda fuera de la muralla y se dirigió resueltamente hacia el lugar donde estaban ocultos los caballos, derribando sin contemplaciones, con mortales golpes de cimitarra, a los desconcertados duskhas que encontraba en su camino. El de la torre de la izquierda, preparó la cuerda para ­descender al exterior, pero luego bajó por la escalera de piedra hacia el interior y, convertido en un torbellino de mortíferas estocadas, limpió de enemigos las inmediaciones de aquel sitio: aguardaba la llegada de la escuadra de Von Grossen, que ya tendría que encontrarse allí.

Una y quince. El numeroso corrillo de duskhas, reunidos ante la entrada del Monasterio, reclamaba con fuertes voces la presencia de los lamas del Bonete Kurkuma. Ignorando el clamor de sus hermanos, los monjes se habían atrincherado y estaban, probablemente, rezando plegarias a Rigden Jyepo y a los Dioses de la Fraternidad Blanca.
Era improbable que en el interior del Gompa, sede física del Ashram Jafran, hubiese algún arma de fuego; y era más improbable aún que algún lama estuviese dispuesto a defender con armas su refugio.
La aparición a la carrera de Von Grossen y los oficiales  fue sorpresiva y causó el pánico de los pobladores. Dos granadas cayeron entre ellos y completaron aquel cuadro de terror sin nombre. Los estallidos, en medio de la multitud, mutilaron los cuerpos más cercanos y proyectaron decenas de esquirlas en todas direcciones, dientes de metal ávidos de morder y herir la carne, fieras ciegas y aladas que mataban al azar. Von Grossen sólo tuvo que disparar dos veces con la metralleta, para que la lluvia de balas dispersase al gentío enloquecido.
Todo el grupo se resguardó preventivamente bajo la galería de una hermosa Pagoda budista de estilo tibetano, con el fin de preparar la siguiente acción. Kloster y Hans, en el centro del círculo de cimitarras kâulikas, bajaron sus mochilas y extrajeron las cuarenta granadas de fusil. Tomaron luego los Mauser 1914 e insertaron dos de ellas en el adaptador de los cañones.
Las granadas de fusil tenían carga de fósforo, que estallaba con el impacto, y constituían una eficasísima bomba incendiaria táctica. Despedidas con un fusil semejante al Mauser, era posible acertar blancos precisos a 300 metros. Sus blancos, las ventanas del Monasterio, los invitaban a lanzar los proyectiles sólo 25 metros adelante.
Asentado sobre una base cuadrada de setenta metros de lado, el Gompa mostraba tres filas de ventanas en el nivel superior a la puerta de entrada, fachada principal que veíamos de frente. Albergaba, como dije, unos 500 lamas del Bonete Kurkuma, muchos de los cuales se asomaban y arengaban a los duskhas, ora suplicando, ora mandando, a resistir al enemigo, a reorganizar la defensa, a no huír, etc. Quizás la más paradójica de tales dramáticas intimaciones fuera la que aseguraba, en el Nombre del Bendito Señor, que los intrusos no eran Demonios sino simples mortales.
Existía también una gran puerta trasera, que daba a la Isla Blanca, y dos pequeñas puertas en sendos lados del edificio, todas las cuales permanecían trancadas por dentro. Los techos, cubiertos de tejas marrones, se inclinaban en suave pendiente hiperbólica, y había un patio central rodeado de galerías y finas columnas.
En esos momentos, los lamas advirtieron el incendio que consumía a la aldea y exhortaron al pueblo a combatirlo empleando el agua de los estanques y canales interiores, los que se podían inundar en cuestión de minutos abriendo unas exclusas que contenían la presión del lago. Hay que admitir que algunos duskhas conservaron la calma en esos trágicos instantes y corrieron a cumplir las órdenes, que los lamas no se atrevían a realizar por sí mismos; y otros hubo que intentaron vanamente oponerse a la voracidad del fuego. Pero una cosa es detener un incendio ocasional, surgido por accidente en tal o cual lugar, y otra muy distinta enfrentarse a cien focos deliberadamente encendidos.
El incendio se tornó incontenible en ciertos barrios y sus moradores huyeron despavoridos, algunos rumbo al exterior, y otros en dirección al Lamasterio. Sin reparar en los cadáveres acribillados que sembraban la plaza, turbas procedentes de varias direcciones convergían a cada instante para solicitar socorro Divino de sus Dioses, en tanto los lamas los conminaban a luchar de inmediato, contra el fuego y contra los invisibles pero letales enemigos.
Sin embargo, aunque era ensordecedor el lamento y los alaridos de los desesperados, sobre el ruido de fondo que producía el crepitar de las cosas al quemarse, ya no se escuchaba el sonido de las armas de fuego. Alentados por tal silencio, los lamas gritaban ahora oraciones y mantrams desde casi todas las ventanas.

Una y dieciséis. La escuadra de Von Grossen surgió de improviso de las tinieblas de la Pagoda y marchó en orden cerrado de dos en fondo durante unos metros. Un instante después Kloster y Hans disparaban las dos primeras granadas incendiarias hacia dos ventanas del segundo piso: una impactó en el pecho del lama que vociferaba circunstancialmente su discurso y lo hizo desaparecer bajo una luz cegadora; otra penetró limpiamente por la abertura contigua y estalló en el interior del Gompa. Y a través de ambas ventanas, luego de apagarse el brillo de la explosión, se vio como las llamas lo abrasaban todo.
Mas los  no se detenían a evaluar el efecto de su ataque. Tras las dos primeras, continuaron enviando granadas contra las ventanas a razón de diez por frente, hasta completar las cuarenta. Kloster corrió por la derecha, seguido de Von Grossen y dos kâulikas, deteniéndose a trechos para cargar la granada y disparar. Hans lo hizo por la izquierda, protegido por Heinz y tres kâulikas, tirando de manera semejante.
Nadie había contado con la posibilidad que el Monasterio tuviese su propio cuerpo de guardia, la que pasó desapercibida para el observador gurka. Empero, aquélla era insignificante en número, aunque sus miembros poseían buen adiestramiento en el empleo del sable. Allí sufrieron la primera y única baja, cuando una sorpresiva cuchillada segó la vida de un lopa del grupo de Von Grossen. Los guardias, dos o tres por puerta, permanecían afuera y trataron, haciendo gala de cierto valor, de impedir que fuese atacado el Monasterio. Por supuesto, no tenían ni la destreza ni el conocimiento necesario para rivalizar con los kâulikas y, cuando no fueron eliminados por sus cimitarras, cayeron perforados por las implacables balas germanas.
En contados segundos el Lamasterio fue, pues, igualmente pasto de las llamas. Como huéspedes involuntarios de un horno infernal, como si el Rayo de Indra hubiese efectivamente caído sobre el pacífico Ashram Jafran, la mayor parte de los hipócritas Santos lamas halló horrible muerte en esos primeros minutos del ataque. Una muerte que iba acompañada por un estremecedor concierto de aullidos de dolor.
A los dos minutos, ambos pelotones se reunieron en la puerta posterior del Monasterio, la que miraba a la Isla Blanca y al Templo de Rigden Jyepo. Los relojes señalaban la una y dieciocho, y por la playa se aproximaba a paso lento un tercer grupo: ¡era la cuadrilla compuesta por el gurka, el lopa, Oskar Feil, y Yo!

De pronto se abrió la puerta y algunos lamas pretendieron salir al exterior. Tosían y lloraban por el humo, y sus simples rostros asiáticos representaban la imagen del espanto: Von Grossen los ametralló sin piedad y bramó:
–¡A las otras puertas!
En efecto, las restantes puertas se abrieron también pero fueron muy pocos los sobrevivientes que tuvimos que suprimir: el intenso calor, y el derrumbe de los pisos superiores, acabó con la mayor parte antes que pudiesen llegar a las salidas. Como los vigías, como la guarnición, la totalidad de los lamas del Bonete Kurkuma terminaron aniquilados a causa de nuestra superioridad en el arte de la guerra.