LIBRO CUARTO - Capítulo XIV


Capítulo XIV


Una hora más tarde, desde la ventanilla del tren norteño, veía pasar los últimos barrios de Berlín. Iba ensimismado pensando en la carta de Rudolph Hess y lamentándome no haber podido entrevistarlo para transmitirle algunos interrogantes que requerían urgente respuesta. Algo extraordinario me estaba sucediendo desde hacía algún tiempo atrás y, salvo Rudolph Hess, no me atrevía a confiarlo a nadie.
Desde la noche de la graduación, cuando fui presentado al Führer, comencé a experimentar un curioso fenómeno psicológico. En esa ocasión respondí “YHVH-Satanás” a las preguntas del Führer ¿quién es el Enemigo de Alemania? ¿contra quién combatimos?, y creí reconocer que dicha respuesta no había sido razonada por mí, sino “captada” o algo así como “escuchada” con un oído interno.
Para mí estaba fuera de dudas que la “Voz” oída era ­ajena, es decir que venía de afuera de mi conciencia. Pero también comprendía la imposibilidad de transmitir esta experiencia a otra persona sin correr el riesgo de inspirar desconfianza sobre mi cordura. Durante el viaje a Egipto medité en esto y llegué a la conclusión de que la presencia del Führer había desencadenado un fenómeno de descarga inconsciente siendo la Voz oída simplemente una intuición formal. O sea que de alguna manera Yo “sabía” la ­respuesta y, en un momento en que estaba psicológicamente bloqueado por la arrolladora personalidad del Führer, la “adiviné” o creí hacerlo, tomando una intuición por una percepción extrasensorial. Era una conclusión escéptica pero Yo tenía la seguridad de que dicho fenómeno sería puramente circunstancial, que no volvería a producirse. Me aferraba a esta certeza con el oculto temor de que su repetición implicase una pérdida del equilibrio racional.
Es comprensible: en una sociedad que considera “normal” lo que es común a todos, es decir colectivo, y reprime con la alienación al que se aparta de lo “normal”, sentirse distinto puede ser peligroso en muchos sentidos. Principalmente porque la falta de “patrones” o “modelos” –eliminados sistemáticamente o autoeliminados por el miedo– para comparar nuestra “anormalidad” nos induce a temer una pérdida de la razón. Este temor a poseer dones o virtudes que nos hagan diferentes a los demás es considerado una “santa prudencia” en un mundo que glorifica la mediocridad del hombre promedio y des confía del individuo.
De modo que, temeroso de las implicancias que tendría considerar esa experiencia como un fenómeno real, Yo atribuía la Voz escuchada a una proyección del inconsciente sobre la conciencia.
Sin embargo el fenómeno se volvió a repetir y no una sino varias veces más con la consiguiente alarma por mi parte que temía padecer alguna especie de esquizofrenia.
Pero, a poco que desechaba las dudas y meditaba serenamente no podía dejar de reconocer que este fenómeno distaba de ser peligroso y diría que incluso resultaba simpático. La razón de tal conclusión estaba en la “seguridad” que sentía ahora de que la Voz oída era totalmente ajena a mi propio ser. Por supuesto, se podrá argumentar que la “seguridad” que puede tener un hombre en la percepción de fenómenos pertenecientes a su propia esfera de conciencia es totalmente subjetiva. Y es cierto pues, en general, la “seguridad” no garantiza de ningún modo la verdad de su afirmación.
Por ejemplo cuando el cazador se siente “seguro” de acertar a su presa y yerra el tiro o cuando el estudiante “seguro” de haber dado la respuesta adecuada comprueba que el Profesor lo ha calificado con un cero se puede decir que ha “fallado” la seguridad. ¿De qué depende entonces el éxito si cuando estoy “seguro” de obtenerlo puedo fracasar?
Para responder se debe distinguir antes entre “seguridad subjetiva” y “seguridad objetiva”. La primera está más cerca de la imaginación y la segunda de la realidad. La seguridad subjetiva se apoya en la fe; la seguridad objetiva se apoya en la realidad. El que cree tomar una manzana con la mano y lo que realmente toma es una manzana, indudablemente dispone de seguridad objetiva. Si en cambio cree tomar una manzana y en realidad toma otra cosa, su seguridad es subjetiva. Hay pues una brecha entre la seguridad subjetiva y la seguridad objetiva, que, según los individuos, puede llegar a ser un abismo.
Pero es deseable que la seguridad experimentada en lo que se haga o piense sea lo más objetiva posible. Entonces: ¿cómo se debe hacer para cerrar la brecha que separa la seguridad subjetiva de la seguridad objetiva? Salvando el caso de una predisposición natural a la realidad objetiva, la respuesta sería que la “experiencia” previa asegura mayores probabilidades de que la “seguridad” en la concreción de un acto se realice objetivamente.
Si se quiere comprender mejor el tema se debe distinguir también entre la seguridad del diletante y del experto. Ante una misma prueba ambos se sienten “seguros”, pero con mayor probabilidad, sólo el experto arriba al éxito en tanto que el diletante fracasa. La “seguridad” del experto se funda en la experiencia previa; la del diletante en la fe en sí mismo; pero como todo experto en algún momento inicial debió haber sido un diletante, es posible que el diletante, si persevera, alguna vez llegue a ser un experto.
De modo que la seguridad es tanto más objetiva cuanto más vaya acompañada de la experiencia. Pero si la seguridad subjetiva es traicionada por la realidad objetiva, si se fracasa, sobreviene la decepción de la derrota. Se debe concluír, entonces, que la capacidad de sobreponerse a los fracasos es un factor condicionante para capitalizar la experiencia en favor de una seguridad objetiva.
La seguridad, por otra parte, es una actitud psicológica fundamental para encarar las pruebas de la vida. El que se enfrenta al desafío de una prueba debe contar por anticipado con el éxito, debe estar “seguro” de ganar y un fracaso no lo ha de desanimar como para no intentarlo de nuevo. En los casos anteriores, ni el cazador deja de cazar porque falle un tiro, ni el estudiante deja de estudiar porque lo aplacen en un examen; ambos se sobreponen y capitalizan la experiencia aumentando su seguridad objetiva, siendo más “expertos”.

Considerando estos conceptos puede ahora comprenderse mi actitud ante el fenómeno de la Voz: concluía que “estando preparado psíquicamente durante varios años en un riguroso entrenamiento intelectual, la seguridad que disponía en la certeza de los juicios era bastante objetiva”. Es decir que, intelectualmente, cuando estaba “seguro” de un concepto era “seguramente” correcto. Y con esa seguridad tan objetiva en los juicios, me decía que la Voz que oía no provenía de mi inconsciente, no formaba parte de mi Yo, era ajena a mi Espíritu o era, quizás, otro Espíritu.
Debo destacar que la seguridad que tenía de estar en lo cierto iba acompañada de un profundo análisis en el que consideraba, entre otras cosas, el hecho de que la Voz era capaz de emitir conceptos que Yo de ningún modo conocía. Esto puede tener una explicación más o menos psicológica pero algunos conceptos eran muy específicos y sin embargo la Voz los utilizaba y estructuraba con gran precisión. Ergo, la Voz era “Sabia” y esto sí que no tiene explicación rebuscada salvo que se acepte lo que realmente es: que la Voz pertenecía a una entidad psíquica ajena a mí.
Otro elemento del fenómeno que tomaba en cuenta para el análisis era el hecho de que no había sido espiritualmente “invadido” por otra entidad como ocurre en la posesión diabólica o en el espiritismo, sino que a mi conciencia llegaba solamente la Voz, nítida y enérgica, sin consecuencias psicosomáticas de ninguna especie.
Es decir que al producirse el fenómeno Yo no “veía”, ni “sentía”, ni “gustaba”, ni “olía” nada raro; solamente oía la voz y era, repito, como si se me hubiese “abierto” mi oído interior.
Las primeras veces que escuché la Voz fui sorprendido por el inesperado mensaje que surgía a saltos, enérgica y velozmente, disparada rítmicamente como un rayo. No aparecía siempre, sino cuando meditaba en alguna cuestión que requería cierta concentración. Para que se entienda mejor la calidad del fenómeno que me acontecía daré algunos ejemplos. Tú eres médico psiquiatra, neffe, y no deseo, dentro de lo razonable, que dudes de mi cordura pues lo que ocurría debe interpretarse como una ampliación de la capacidad de percibir, antes que como una “enfermedad”.      
(Hice una seña de asentimiento y confianza a tío Kurt pues nadie como Yo sabía cuantas arbitrariedades se cometen en torno a las auténticas virtudes psíquicas del hombre, aquellas que se desarrollan “solas” o autodesarrollan y lo enaltecen sin afectarle en nada su equilibrio racional pues se integran “naturalmente” a la personalidad. Virtudes psíquicas que se obtienen espontáneamente, sin recurrir a absurdos “métodos ocultos” o “gimnasias de meditación trascendental” que terminan por quebrar el delicado orden mental y acaban por conducir al discípulo a la locura y la muerte).
–Recuerdo un día –prosiguió tío Kurt– en que me encontraba leyendo el Bhagavad-Ghita [1], escrito védico perteneciente a la gran epopeya del Mahabarata, guerra mítica que envolvió en la lucha a hombres, Angeles y Dioses y de cuyo recuerdo los antiguos arios de la India escribieron y recopilaron.

El Ghita trata sobre la batalla que debe librar el héroe Arjuna para recuperar el trono, usurpado por su primo. Arjuna es un miembro de la casta guerrera o sea un Kshatriya y junto a él se encuentra Sri Krishna, encarnación del Dios Vishnu.
En la primera parte llamada “El pesar de Arjuna”, Arjuna se desplaza con su carro frente al ejército enemigo comprobando que junto con su primo se han alineado gran parte de sus parientes y amigos:
                                                          
26. – Entonces, Arjuna vio allí a sus tíos, tíos-abuelos, instruc­tores, tíos maternos, sobrinos, sobrinos-nietos, suegros, amigos y Camaradas.
27. – Viendo a los parientes y amigos reunidos allí, Arjuna sintió gran compasión y muy apesadumbrado, dijo lo siguiente:
28. - 30.  –Dijo Arjuna:
¡Oh Krishna!, viendo a esos parientes deseosos de pelear, me fallan los miembros del cuerpo, mi boca está seca, estoy temblando, el cuerpo se me estremece, mi piel arde, no puedo sostener el arco. No puedo estar de pie, mi mente está en un torbellino. ¡Oh Sri Krishna!, veo signos de mal agüero.
31. - 34. –No veo qué bien puedo lograr, matando a mis parientes en la guerra. ¡Oh Krishna!, Yo no deseo la victoria, ni la soberanía, ni los placeres. ¡Oh Govinda! ¿de qué nos servirían la soberanía, los placeres, aún la vida misma, cuando mis instructores, tíos, hijos, tios-abuelos, tíos maternos, suegros, nietos, cuñados y demás parientes para quienes deseamos esas felicidades, están reunidos aquí para luchar, habiendo renunciado a sus bienes, y aún a sus vidas?
35. –¡Oh Madhusudana ! (Krishna) aunque ellos me maten, Yo no quiero mataros, ni para reinar en este Mundo, ni para la soberanía de los tres Mundos.
36. - 37. –¡Oh Yanardana ! (Krishna) ¿qué placer tendríamos matando a los Dharta-Rashtras ? Sería un acto pecaminoso matar a esos agresores. Por eso, no debemos des­truír a nuestros parientes, los Dharta-Rashtras. ¡Oh Madhaya ! (Krishna) ¿cómo podríamos ser felices, matando a nuestros propios parientes?
38. - 39. –Aunque ellos, con la mente dominada por la codicia, no ven ningún mal en destruír a los parientes, ni pecado en ser hostiles a los amigos, ¿porqué ¡Oh Yanardana !, nosotros que vemos el gran mal que nace de la destrucción de los parientes, no desistimos de cometer ese pecado?
47. –Diciendo esto Arjuna tiró su arco y flechas y, con el corazón muy dolorido, quedó sentado en su carro.

En la segunda parte del Ghita, llamada “El Sendero del Discernimiento”, Sri Krishna responde a las inquietantes y angustiosas preguntas de Arjuna.

1. –A él (Arjuna) que estaba así abatido por el pesar y la compasión, con los ojos llenos de lágrimas y con la mente confusa, Madhusudana (Krishna) dijo lo siguiente:
2. –Dijo el Bendito Señor:
En este momento crítico, ¡Oh Arjuna! ¿de dónde te viene esa indigna debilidad no aria, abyecta y contraria al logro de la vida celestial?
3. –No te portes como un eunuco ¡Oh Partha!; eso es indigno de ti; echa lejos esa debilidad de corazón y yérguete, Oh fulminador de los enemigos!
           
A continuación Sri Krishna aconseja a Arjuna seguir el “Sendero de la Acción” (o Karma yoga) y cumplir con su Dharma, o sea con el destino del Kshatriya que es presentar batalla y combatir por la justicia sin preocuparse (a priori) por el resultado de la batalla, ni por la suerte del enemigo (aunque sean parientes y amigos).
           
31. –Considerando tu deber, tampoco deberías vacilar, porque para un Kshatriya no hay mejor suerte que luchar por una causa justa.
32. –¡Oh Partha! (Arjuna), son realmente afortunados aquellos Kshatriyas a quienes se les presenta la oportunidad de luchar en una guerra semejante, que les abre las puertas del Cielo.
33. –Pero, si tú no peleas en esta guerra justa no responderás a tu reputación, faltarás a tu deber y cometerás un pecado.
           
Esto debe ser así, dice Sri Krishna, porque la realidad es Maya, ilusión, y el “enfrentamiento” es circunstancial, sólo perceptible para el que se siente “enfrentado”. En un plano superior, espiritual, las oposiciones están resueltas, los enfrentamientos son pura ilusión. El Espíritu no puede matar ni morir, por eso dice Sri Krishna:

19. –Aquél que piensa que este Ser (Espíritu) mata y aquel que piensa este Ser es muerto, los dos son ignorantes. El Ser no mata ni muere.
20. –El Ser no nace, ni muere, ni se reencarna; no tiene principio; es Eterno, inmutable, el primero de todos, y no muere cuando matan el cuerpo.
21. –Aquél que sabe que el ser es imperecedero, Eterno, sin nacimiento e inmutable ¿cómo puede matar o ser muerto?
22. –Como uno deja sus vestidos gastados o se pone otros nuevos, así el Ser corpóreo, deja su cuerpo gastado y entra en otros nuevos.
23. –Las armas no lo cortan, el fuego no lo quema, el agua no lo moja y el viento no lo seca.
24. –A este Ser no se le puede cortar, ni quemar, ni mojar, ni secar; es Eterno, omnipresente, estable e incambiable; sabiendo que es así no debes lamentarte.
26. - 27. –Pero, ¡Oh tú, de brazos poderosos! si piensas que este Ser siempre nace y muere, aún así no debes afligirte por él; porque lo que nace, muere y lo que muere renace con seguridad. Por lo tanto, no debes sufrir por lo inevitable.

Krishna y Arjuna


Sólo cuenta entonces afrontar el conflicto siguiendo el “Sendero de la Acción”, enfrentando al opuesto y cumpliendo con el Dharma. “No temas matar, –dice Sri Krishna–, ellos ya están muertos en mí”.
           
Estaba Yo meditando sobre el precedente párrafo del Ghita, en las extraordinarias implicancias morales que surgen de este antiquísimo texto indoario cuando “escuché” nuevamente la Voz:
–No debes engañarte por el significado superficial de los conceptos, Oh Kurt, hombre de Sangre Pura. El mensaje de Krishna está dirigido a las dos naturalezas de Arjuna, la anímica y la espiritual. A su parte anímica, a su naturaleza de animal-hombre, Krishna aconseja continuar con el argumento dramático en el que está involucrado en razón de su Karma: Arjuna es humano, está encarnado y vive circunstancias kármicas; debe cumplir el Dharma y resolver el conflicto de los Arquetipos opuestos; de ese modo rea­lizará la condena impuesta a priori por los Señores del Karma de Chang Shambalá, la condena incomprensible de la guerra familiar que pesa sobre su corazón. Pero a su parte espiritual, a su naturaleza aria-hiperbórea, el Si­ddha Krishna sugiere trascender los opuestos, no por medio de su síntesis, cual podría ser la guerra, sino situándose en la instancia absoluta del Espíritu Eterno. El Espíritu, “el Ser”, en efecto, es Eterno o Increado, ajeno a todos los opuestos Creados, que no son más que Maya, Ilusión. Para el Espíritu no hay vida ni muerte Creada sino Ilusión y, por lo tanto, no hay pecado ni culpa, no hay deudas que saldar ni Karma: si la decisión procede del Espíritu, la acción no producirá efecto posterior sobre Sí Mísmo porque la Ilusión carece de capacidad para actuar sobre la Realidad del Ser; y esto, cualquiera sea la acción realizada, incluso matar a los parientes y amigos. Sin embargo el Kshatriya debe cumplir una condición esencial para que su naturaleza espiritual predomine sobre la parte anímica o animal: debe endurecer su corazón, debe “echar fuera esa debilidad no aria”, vale decir, debe despojarse de todo sentimiento compasivo hacia quienes no son sino actores de un argumento kármico, pura Ilusión; ellos no existen realmente, no viven, o como dice Krishna “ya están muertos en mí”. Esta es la Sabiduría de los Señores de Venus de Agartha: sólo es un verdadero Kshatriya quien posee un corazón duro como la Piedra y frío como el Hielo; y sólo un Ksahtriya tal puede realizar cualquier acción, incluso matar, sin que el Karma lo toque. ¡Ese es el Poder, Oh Kurt, hombre de Sangre Pura, del Kshatriya-Iniciado-Hiperbóreo, el hombre semidivino que tiene su Espíritu Increado encadenado al Alma Creada!
Aquellas palabras irrumpieron como un relámpago en mi conciencia llenándome de perplejidad, ésta, por varias razones. Primero porque me acometía la seguridad –como ya dije– que la Voz era externa a mi ser. Segundo por el tono de la Voz: firme y enérgica, era a la vez una Voz confiable y amistosa. Yo sentía en su presencia que no me era posible desconfiar ni dudar de sus palabras pues esa Voz era emitida por Alguien superior a mí mismo. Alguien que se “acercaba” para ayudarme y guiarme. Y tercero porque el “contenido” de esas palabras, los “conceptos” volcados en mi conciencia no siempre eran claros y comprensibles.
Esto último debe entenderse no en el sentido de que fueran oscuros o velados, sino que dichos conceptos aludían a cosas y situaciones desconocidas u olvidadas por mí. Digo “olvidadas” porque en ese sentimiento de veracidad que me inducía el escuchar las palabras de la Voz coexistía como una reminiscencia de un Saber perdido, de una Verdad olvidada.
Shambalá, Agartha, Señores de Venus, conceptos brevemente familiares que alguna vez formaron parte de algún conocimiento más vasto pero que, inexplicablemente, había olvidado sin poder precisar dónde ni cuándo, con seguridad no en esta vida y tal vez no en “otra vida” sino en un “estado del Espíritu” fuera de toda vida y manifestación.
De una cosa estaba seguro: la Verdad estaba en el pasado, un remoto pasado que, sin embargo, casi podía tocar con la punta de los dedos.


[1] Bhagavad-Ghita: “Canto del Señor” en sánscrito. Libro sagrado de la India.