LIBRO CUARTO - Capítulo XLI


Capítulo XLI


No hablaré de las operaciones intermedias, pues ésta será mi última referencia a las intensas empresas esotéricas de esos años. Sólo recordaré que en 1945 nos hallábamos trabajando en el Sur de Italia, en la región de Apulia, donde se encuentra el Castillo Octogonal del Emperador Federico II Hohenstaufen, que gobernó de 1215 a 1244 y de quien se ocupa bastante Belicena Villca en su carta. Nuestra misión no tenía directa relación con la guerra, pues poco era ya lo que se podía hacer para revertir una situación día a día más adversa. En esos días, Alemania retrocedía en todos los frentes; pero en todos los frentes, por primera vez en la Historia, se podía señalar al mismo enemigo judío: Capitalistas, Comunistas, Sionistas, todas las Naciones aliadas, sin importar su ideología, mostraban los mismos rostros hebreos, el verdadero perfil de la Sinarquía.
Y en medio de esa colosal debacle, mientras Alemania cedía ante fuerzas mil veces superiores, fuerzas que se asomaban unidas bajo la máscara de Jehová Satanás, nosotros no trabajamos ya para Alemania, para cerrar las Puertas de los Demonios enemigos de Alemania, sino para la , para el Futuro de la . ¿En qué consistía nuestra misión, en el Sur de Italia? En algo insólito: debíamos buscar la Piedra de Gengis Khan.
Sí; no se trata de un delirio. Konrad Tarstein disponía de información específica y antigua que aseguraba que en 1221 Gengis Khan envió a Federico II, a su corte de Sicilia, una Piedra proveniente de Agartha, en la que se hallaba grabado un pacto tripartito para instaurar el Imperio Universal; las tres partes serían: Gengis Khan, Emperador del Asia; Federico II, Emperador de Occidente; y los Dioses Leales de Agartha, por las Fuerzas Subterráneas de la Tierra. Antes de morir, en 1244, Federico hizo construir aquel extraño castillo octogonal y escondió para siempre la Piedra. Ahora, Konrad Tarstein nos explicaba que el Castillo, en su construcción, ocultaba una clave para localizar la Piedra, que no se hallaría muy lejos de la plaza. Efectivamente, a 800 mts. de distancia, bajo una suave ladera cubierta de césped, los perros daivas rastrearon una kripta de piedra que contenía un cofre de la Reina Constanza y la ansiada Piedra de Gengis Khan, grabada en caracteres Vigur y en Runas germánicas.
No fue fácil hallarla, hubo que realizar excavaciones profundas y mediciones trigonemétricas con teodolitos. Las mediciones fueron hechas a posteriori, para tratar de descubrir la clave de la construcción por oposición estratégica que permitía proteger un objeto valioso, colocándolo fuera de las murallas.
No hubo tiempo de completar las mediciones pues desde el 5 de Abril de 1945 había comenzado la invasión aliada a Italia. Fuimos retrocediendo, pues, hacia el Norte, pero a cada paso comprobábamos la magnitud del desastre. La guerra estaba perdida para Alemania y no tardaría en terminar. Decidimos separarnos. Karl Von Grossen y Oskar Feil, bajo protesta, se quedarían ocultos en un Monasterio franciscano cuyo prior era simpatizante de Alemania y de la causa árabe: ambos tuvieron que trocar el negro uniforme de la  por la parda sotana seráfica . A su cuidado quedarían también los perros daivas.
Mientras nuestros Camaradas permanecían en el Monasterio de Nápoles, la Legión Tibetana emprendió viaje hacia Berlín. Ibamos Bangi, Srivirya, cincuenta comandos y Yo. Tras múltiples enfrentamientos con los partisanos comunistas que infestaban los caminos, conseguimos llegar a Verona, desde donde partían varias sendas que pasaban los Alpes. Tomamos la de Bolzano, que nos condujo un día después directamente a Berchtesgaden.
El 25 de Abril el comandante  de Berchtesgaden recibió un telegrama de Bormann en el que se le ordenaba detener al Mariscal Goering. Cuando llegamos nosotros no había nadie que nos pudiese atender o dar información. Nos dirigimos entonces al Obersalzberg, pero antes de llegar, el Destino, ese Destino trágico que siempre me perseguía, decidió representar su mejor función: 318 bombarderos Láncaster llegaron primero y comenzaron a descargar toneladas de bombas sobre la pacífica aldea alpina. Paralizado de dolor, atravesado por la nostalgia lacerante, creo que gritando de impotencia, vi volar en mil pedazos la casa de Rudolph Hess y otras aledañas. ¡Aquella casa donde 12 años atrás llegáramos con mi padre para visitar al Stellvertreter del Führer y solicitarle ayuda para encaminar mi carrera! Allí Papá le había confiado la medalla de los Ofitas ¿qué habría sido de ella? Tal vez las tuviese Ilse, la suya y la mía...
¡Cuántos recuerdos!...
¡Malditos ingleses, malditos yanquis, malditos rusos, maldita Sinarquía judía! ¿Qué necesidad había de destruir esa aldea de Obersalzberg? ¿Quizás suprimir un símbolo? Pero a los símbolos sólo es posible romperles la forma, quebrar su apariencia, porque el contenido es metafísico, trascendente, y jamás podrá ser alcanzado por una bomba de Láncaster.
En fin, sin poder contener las lágrimas, observé las ruinas humeantes del Beghof, el Cuartel General del Führer, vacío en ese momento porque, como bien sabían los aliados, el Führer se hallaba en el bunker de Berlín, y los restos de las casas de Bormann y de Goering, y de muchos pobladores que nada tenían que ver con el nazismo y el Tercer Reich. Regresamos a Berchtesgaden y logramos al día siguiente transporte hacia Munich. Allí entrevisté al General Koller quien me informó de la desastrosa situación de Berlín: los rusos habían alcanzado las orillas del Elba y Eisenhower detuvo el Ejército americano cerca de Torgau, con el confesado propósito de que Berlín fuese arrasado por las hordas eslavas. “Eso era, se justificó el maldito judío, lo que se había convenido en Yalta”.
Berlín se hallaba, así, sitiada por los rusos, siendo casi imposible entrar o salir por tierra. ¡Pues la legión tibetana entrará en Berlín! –afirmé con determinación.
–No será necesario que corra semejante riesgo, Brigadienführer Von Sübermann: acaban de llegar órdenes para Ud., que mandan se dirija a Plauen. El Reichführer Himmler desea verlo personalmente allí. El General Koller, ante mi sorpresa, me alargó el telegrama de Himmler. ¿Cómo supo el Reichführer que nos encontraríamos en Munich? Había una sola respuesta: el oficial S.D. de Berchestsgaden había informado de nuestro paso. Maldije para mis adentros e indagué a Koller.
–¿Hay línea telefónica con el Reichführer  ?
–Sólo en caso de extrema urgencia.
–Pues ésta lo es, mi General. Se trata de una emergencia.
–Bien Brigadienführer. Pase por la radio que autorizaré la llamada.
Suspiré aliviado: ¡era necesario que confirmase mis sospechas antes de partir!
–Habla el Brigadienführer Kurt Von Sübermann mi Reichführer –saludé, a través de la inaudible línea.
–¡Von Sübermann! ¡Cuánto me alegra saber de Ud. en este momento! Lo felicito por llegar hasta Munich. ¡Justo a tiempo! No podía esperarse menos de Ud. Bien, Brigadienführer Von Sübermann; escúcheme bien: las cosas han cambiado aquí en Alemania, y ahora Yo estoy encargado de la Operación Federico II. Así, pues, debe venir cuanto antes y traerme la Reliquia del Rey. Venga en avión. Hasta pronto. Páseme con el General Koller para que le dé las instrucciones necesarias.
–¡Hasta pronto, mi Reichführer ! –me despedí, sumido en la más negra de las aprensiones.
Me reuní con Bangi y Srivirya. Por suerte no había aviones disponibles en ese momento. ¿Qué haría? Era evidente que Himmler planeaba apoderarse de la Piedra de Gengis Khan para utilizarla con algún fin personal. Mas la Piedra de Agartha no le pertenecía a él sino a la Orden Negra , a la Thulegesellschaft, a Alemania. A mí el Reichführer me merecía el mejor de los conceptos, un Iniciado Hiperbóreo fiel al Führer y leal a nuestros estandartes: si la caída de Alemania lo había trastornado, ello sería comprensible. Pero en la Orden Negra jamás me perdonarían si Yo extraviaba un objeto que Federico II Hohenstaufen protegió durante 700 años.
–Camaradas, estoy en un problema –les confié a los jefes de la Legión Tibetana–. Con seguridad me veré en la necesidad de desobedecer una orden del Reichführer y no quiero que Uds. se vean involucrados. He pensado en transferirlos al Comandante local de la , y proseguir solo el viaje a Berlín. Es mi deber entregar el cofre que encontramos en Apulia a los Iniciados de la Orden Negra, que también son miembros de la Thulegesellschaft, y para eso debo ir a Berlín; por el contrario, el Reichführer pretende que le dé sólo a él la Reliquia, en la ciudad de Plauen.
–¿Y cómo iréis a Berlín, Shivatulku?
–Pues, por tierra, ya que por aire es imposible llegar. Fingiré ir a Plauen, pero luego me desviaré hacia el Norte, y trataré de algún modo de atravesar el cerco ruso.
–Entonces nosotros os seguiremos a Berlín. Pensadlo bien: Os seremos útiles para realizar la proeza que planeais. Y por otra parte ¿qué nos importan a nosotros los cargos por desobediencia, aún si significasen la muerte? ¡Ya hemos vivido demasiado y la Muerte no nos atemoriza en absoluto!
Las palabras del gurka me trajeron a la realidad. Sin dudas aquellos días señalaban el fin del Tercer Reich. Y muy probablemente representarían nuestro propio fin. Sí; todo se terminaba, y quizás también terminásemos nosotros. Ahora o más tarde habría que jugarse la vida contra una pléyade de enemigos ¿rusos, ingleses, yanquis, franceses, quién, por Wothan, quién nos quitaría la vida? Dejar a la Legión Tibetana en Munich sólo significaba prolongarles la vida un día o dos más: esa era la realidad.
Me decidí en el acto. Debíamos actuar antes que el General Koller consiguiese el avión.
Los reuní a todos en un patio alejado y les hablé:
–¡Legión Tibetana! En pocos minutos vamos a entrar en operaciones. Nuestro objetivo es alcanzar Berlín, y necesitamos pertrecharnos en el acto. Pero no podemos solicitar oficialmente esos pertrechos. Por lo tanto, nos incautaremos de ellos.
Ante todo, hay que apoderarse de dos camiones artillados, con gomas de repuesto y suficiente munición. Bangi y quince hombres se ocuparán de ello, tratando de no causar bajas en ninguno de los bandos, que son el mismo bando de Alemania. Capturen y amordacen a quienes tengan que robar, y manténgalos ocultos en los camiones, pues los liberaremos antes de irnos. Tienen diez minutos para ejecutar la misión y estacionarse frente al depósito de Intendencia.
Srivirya y 20 hombres asaltarán el depósito, tomando sólo lo imprescindible para un viaje de 600 km. y 50 efectivos: granadas, fusiles, municiones y mínimos víveres. Inmovilizan a todo el mundo y, cuando lleguen los camiones, cargan todo y se reúnen con nosotros en el edificio de dormitorios, junto al casino. ¡En quince minutos tienen que estar allí! –ordené.
Los quince tibetanos y Yo nos dedicamos a recoger nuestros equipos y ropas, y apilar todo en la puerta de la barraca. Quince minutos después salíamos del cuartel de Munich. El primer grupo había hecho cuatro prisioneros. El de mayor grado era un Schartführer: a él le di la carta dirigida al General Koller. En ella le pedía disculpas por el atropello, y le informaba que “Yo no podía obedecer la orden del Reichführer Himmler pues ésta se contradecía con otra orden anterior que me obligaba a ir a Berlín. El autor de la primer orden era un Jefe del Servicio Secreto del que sólo estaba autorizado a mencionar su nombre clave: Unicornis”. Rogaba se comunicara este mensaje textual al Reichführer y me despedía amablemente del General Koller. No esperaba que Koller me perdonase el haber ridiculizado a sus hombres, pero tenía fe que Himmler dejaría todo como estaba, antes que enfrentarse con los cerebros ocultos del Tercer Reich. Soltamos, pues a los desconcertados soldados en la entrada Norte de Munich, reiterándoles que transmitiesen cuanto antes esa carta al General Koller.

Mis cálculos fueron correctos porque Himmler nada hizo luego de recibir el lacónico mensaje. Incluso nos cruzamos con tropas  provenientes del frente ruso a las que ninguna advertencia se les había hecho con respecto a nosotros.
Ahora bien: era el 28 de Abril y creo que ese fue el último día en el que existió una mínima posibilidad de llegar a Berlín por carretera. Nuestra ruta era como marchar por el filo de los dientes del Dragón sinárquico: todas eran vanguardias enemigas a lo largo del camino; primero vanguardias francesas y yanquis que avanzaban desde el Oeste, y luego vanguardias rusas procedentes del Este, que chocaban con las columnas yanquis en las orillas del Elba. Munich caería en poder de los franco-yanquis el 30 de Abril, es decir, dos días después que salimos.
De todos modos, y sosteniendo periódicos combates contra yanquis y rusos, llegamos a Postdam al anochecer. Imposible atravesar las líneas rusas en dos camiones alemanes y con una legión . Dos horas más llevó localizar un campamento ruso apropiado para obtener el camouflage imprescindible: unos 60 soldados de la infantería rusa dormían en una hilera de carpas, resguardados por cuatro centinelas. Todos murieron por arma blanca, la mayoría degollados, pues nadie quería estropear su disfraz. Sin embargo, ningún legionario quiso quitarse el uniforme de la  y hubo que ponerse la ropa rusa arriba de ella, muchas veces ayudándola a entrar mediante generosos golpes de cuchillo.
Así vestidos, marchamos más o menos abiertamente en dirección al Spree. Siguiendo su orilla dimos con el puente Veindendammer, que estaba cubierto por los niños de la Juventud Hitleriana de Arthur Axmann. Diez minutos me costó convencer a un Obersturmführer de 12 años que formábamos una legión de la  y que debía dejarnos pasar. Finalmente cruzamos y todos se quitaron allí mismo la ropa rusa, menos Yo que aún tenía que seguir bastante.
            Porque habíamos decidido separarnos, ahora sí, definitivamente. La Legión Tibetana pertenecía al Leibstandarte Adolf Hitler, el Cuerpo  que tenía a su cargo la guardia personal del Führer, y lo más lógico sería que ese cuerpo se dirigiese al bunker para contribuir a su defensa. Berlín ofrecía un aspecto catastrófico: manzanas enteras demolidas por los bombardeos aéreos y el cañoneo de los rusos, las calles cubiertas de escombros, resplandores de distintos incendios se sumaban al crepúsculo del amanecer de ese fatídico 29 de Abril de 1945. Marchamos en silencio por varias cuadras hasta llegar a la Fredrichstrasse, o lo que quedaba de ella. La idea era seguir aquella vía hasta la altura de la estación del tren subterráneo y luego descender y transitar bajo tierra; en la estación de la Vilhelmplatz ascenderíamos a pocos metros de la Cancillería. No fue posible realizar este sencillo plan porque en la calle de Federico se estaba librando una terrible batalla de tanques. Tratamos, entonces, de alcanzar a la carrera la Vilhelmstrasse cuando la Fortuna, tan esquiva hasta entonces, vino en nuestra ayuda.
En efecto, por la calle transversal que tomamos, comenzó a doblar hacia nosotros una columna de tanques. Al mando iba un  Oberführer de nombre Otto Meyer, a quien conocíamos porque Von Grossen consiguió tres años antes, que nos dictara una conferencia sobre tácticas de caballería blindada: era un joven oficial de legendario valor y gran profesionalidad para la conducción de tropas motorizadas. Había luchado en Francia y Rusia, y sobrevivido, además de causar grandes pérdidas al enemigo. Cuando Rudolph, luego de mi primera misión, hizo alusión a que Yo sería uno de los Oberführer más jóvenes del Ejército alemán, incluía sin dudas a Otto Meyer en su concepto plural. Ahora lo habían convocado para la Batalla de Berlín, la última, y seguramente moriría.
Detuvo su panzer y salió por la torre: –¡Kurt Von Sübermann y la Legión Tibetana! Ja,ja,ja. ¡Jamás hubiese esperado encontrarte aquí, agente secreto ! ¿A dónde Demonios creen que van?
–¡Otto Meyer! –grité conmovido–. Yo tampoco imaginé volverte a ver. Oh, Otto: esta es la guardia del Führer. ¡Debe llegar a la Cancillería!
–¡Pero si son pocas cuadras! No te preocupes que llegarán. Diles que marchen protegidos por los panzer y los dejaré en la misma puerta. Y tú sube a la cabina, que quiero charlar con alguien que aún no se haya vuelto loco, como lo están todos en esta ciudad.
Quince minutos después los cinco panzer se detuvieron frente a la Cancillería, que ya prácticamente no existía, salvo los bunkers subterráneos; y la Legión Tibetana se formó en el jardín. El asombro del Brigadienführer Mohnke, comandante  de la Cancillería, no tenía límites, al contemplar esa tropa de rostros asiáticos.
–¡La Legión Tibetana, formación especial de la 1a  Panzerdivisión Leibstandarte Adolf Hitler, se presenta para tomar la guardia en el bunkerführer! ¡Heil Hitler, mi Brigadienführer ! –presenté y saludé a voz en grito.
A Mohnke le resultó sospechoso aquel refuerzo, del que no tenía ninguna noticia, y pensó en una posible deserción del frente, pero se tranquilizó cuando le probé que nuestro destino era Italia, de donde lógicamente tuvimos que retirarnos, y le comuniqué que Himmler estaba informado de nuestra marcha hacia Berlín.
–Ahora, si puedo, debo completar la misión que me encomendó el Servicio Secreto, –solicité.
–Por mí, cumpla Ud. con su deber, Brigadienführer. Aquí ya no hay nada más que hacer –afirmó con tono lúgubre.
Eran las 10 de la mañana. Oí cuando le decían a Otto Meyer que el Führer se encontraba descansando, que no podría recibirlo. El heroico Meyer había intentado ver a Hitler antes de emprender una recorrida de la que quizás no volvería nunca. Le hice señas para que me aguardase un momento y me despedí para siempre de Bangi, Srivirya, y los cincuenta guerreros lopas de la Legión Tibetana. ¿Para qué describir lo que fue aquella despedida? Basta con agregar que aún después de 35 años, los veo nítidamente en el jardín de la Cancillería en ruinas, levantando el brazo para saludarme militarmente, y escucho la voz del gurka que dice “¡Adiós Shivatulku! ¡No sufráis por nosotros, que pronto nos encontraremos en otra guerra, luchando junto a los Dioses!”

–¿La Gregorstrasse? –repitió Meyer, en tono de interrogante–. Pero eso queda en el Gipfelstadt[1]: hay que atravesar la Puerta de Brandenburgo y cruzar el Thiergarten[2]. Mira Kurt, desde hace unos días los rusos están tratando de ocupar el Thiergarten pero no han logrado romper nuestras baterías antitanque. Por lo tanto, ellos también han montado sus propias baterías. Conclusión: nadie puede pasar porque se ha formado un infierno de fuego cruzado. Pero no te ilusiones: tampoco podrías llegar a pie porque hemos minado todos los campos y caminos del Zoológico.
Lo miré desolado y esto le arrancó otra de sus habituales carcajadas.
–Calma, Kurt, calma, que no está todo perdido. Si bien los panzer no pueden pasar, eso no significa que nada pueda pasar. ¿Has oído hablar de los Kamikaze? –preguntó, siempre bromeando.
–Sí: son los pilotos suicidas japoneses.
–¡Pues bien, mi querido Camarada! ¡Si tú te atreves a ser un motociclista kamikaze, es posible que te hagamos cruzar al Gipfelstadt!
Comenzaba a comprender.
–El plan es elemental; sólo se necesita el kamikaze para llevarlo a cabo –dijo sonriendo.
Yo asentí, dándole a entender que haría el papel de piloto suicida.
–Pues entonces no hay nada más que hablar. Tomas una moto escolta, que ahora son completamente inútiles, y te lanzas por la gran avenida, cruzas la Puerta de Brandenburgo, y te internas en el Thiergarten; con suerte, en diez minutos estarás en la Gregorstrasse. Eso sí, debes tomar el Thiergarten a gran velocidad, más de cien km. por hora, para que los rusos no puedan afinar la puntería. Mientras tanto, nosotros los entretendremos con fuego a discreción  ¿Estás de acuerdo?
–Absolutamente de acuerdo. El plan es en verdad suicida, pero el único que me da alguna posibilidad, –acepté.
–Has hecho bien en conservar ese traje ruso: es de oficial. Puede serte útil más adelante, puesto que hacia donde vas no hay alemanes sino rusos. Y tú hablas la lengua de los infrahumanos ¿no?
Asentí con un gesto. Ya no tenía ganas de hablar, ni de bromear; sólo ansiaba partir a la aventura suicida. Comprendía que me jugaba el todo por el todo y sólo deseaba partir.
Otto Meyer lo entendió así pero no cesó de hacer chistes hasta el fin.
–Adiós Camarada –se despidió sonriendo–, la próxima vez que nos veamos me llevarás a pasear en sidecar. Ja, ja, ja.
–Y tú en un panzer de carrusel. Ja, ja, ja.
Al final reímos ambos, y nos despedimos también para siempre.


[1] Barrio de La Cumbre.
[2] Jardín Zoológico de Berlín.