Capítulo XXXIII
No te podría asegurar, neffe, si lo primero
que percibimos fue el sonido o la luz, o el olor dulzón y penetrante, inconfundible
del humo de sándalo, o si captamos sendos tattvas a la vez.
Los hombres de Von Krupp ya estaban
guarecidos en las carpas, salvo los dos centinelas. El gurka y los lopas
terminaban de armar nuestras tiendas ayudados por Heinz. Y los dos Standartenführer
y Yo aún estábamos hablando. El Sol hacía tiempo que se había puesto y el
crepúsculo muriente dejaba paso rápidamente a la helada noche de las cumbres
tibetanas. Sin embargo, en un instante, la cañada comenzó a iluminarse desde la
salida del Oeste, como si asistiésemos al amanecer de un nuevo y deslumbrante
Sol.
Perplejos,
pasmados, hipnotizados, los tres nos quedamos mirando la bola de luz, que
atravesaba la garganta y avanzaba por el centro de la cañada, a no más de cien
metros de altura. Aunque el halo se extendía decenas de metros alrededor del
núcleo brillante, era posible distinguir que el centro se componía de cuatro
esferas incandescentes, intersectadas excéntricamente entre sí. Pero tal
observación fue cosa de un segundo, porque el sonido que acompañaba a la
resplandeciente aparición nos impidió enseguida toda otra percepción.
Al menos para mí, que pasé mi infancia en una
granja de El Cairo donde se criaban abejas melíferas, aquella vibración resultó
claramente familiar: era el zumbido clásico de un enjambre en
movimiento. Había empezado como un débil rumor, así como la luz fue al
principio un suave fulgor, pero pronto se tornó insoportable. Creo que los tres
nos tapamos los oídos con las manos, para comprobar desesperados que nada
lograba detener la penetración sonora. Con la cabeza entre las manos, y el
cerebro taladrado por la onda asesina, caí de rodillas completamente aturdido.
Sentí
que iba a perder el sentido y, en un esfuerzo supremo de voluntad, miré a mi
alrededor. Vi a Von Grossen, aún de pie, convulsionarse y gritar, en tanto que
a escasos centímetros mío yacía el cuerpo inerte de Reinhart Von Krupp.
Automáticamente puse la mano en su cuello, buscando el pulso, pero comprendí
que había dejado de existir. Mi mente se nublaba; un intenso mareo me causaba
la sensación de que todo giraba a mi alrededor; la náusea, iniciada en el
estómago, me estremeció en una violenta arcada; y una angustia creciente en el
corazón, que ya era una declarada taquicardia, me produjo la impresión de que
aquel órgano quería saltar y huir de mi pecho. En fin, víctima de un ataque
psicofísico, para el que no conocía defensa alguna, me desmayaba sin remedio.
Risa de los Demonios, Música de los Infiernos, Armonía del Dios Creador del
Universo, frente a esa fuerza desintegradora del Alma ¿qué quedaba del Héroe,
del líder carismático, del Iniciado que horas antes conducía su legión
dispuesto a luchar contra enemigos de la Tierra o el Cielo? Muy poco, neffe, muy poco.
Apenas una chispa de voluntad.
De improviso fui acometido por un recio
temblor y tardé en tomar conciencia de que Bangi me había agarrado por los
hombros y me sacudía con firmeza. Entre brumas, lo reconocí ante mí gritando a
voz de cuello; los ocho lopas estaban también allí: dos arrastraban a Oskar
Feil; otros dos sostenían a Von Grossen; uno corría con los perros daivas, que
estaban atados en un extremo del campamento; y los restantes trazaban
febrilmente círculos y signos en el suelo con sus cimitarras, al tiempo que
entonaban mantrams y adoptaban mudras guerreros. La bola de luz se encontraba
ya sobre nosotros y el zumbido de las abejas alcanzó su máxima intensidad. Sea
por el zamarreo de Bangi, o por el efecto de los yantras de los lopas, lo
cierto es que recuperé en parte la lucidez; lo suficiente para comprender las
dramáticas palabras del gurka.
–¡Shivatulku! ¡Shivatulku! –llamaba
impacientemente, sin dejar de zarandearme, acto que culminó con dos impetuosas
bofetadas. Con un movimiento de cabeza le hice entender que lo escuchaba.
–¡Oh Pawo[1]:
sacadnos de aquí! ¡Pronto o el Vîmâna de Shambalá nos destruirá!
–¿C... cómo? ¿Cómo haré, si no puedo tenerme
en pie? –balbuceé desalentado.
–¡Los perros daivas. Oh Dubtob[2]!
¡Ordenad a los perros daivas que os conduzcan volando a un destino
fuera de aquí! ¿Me comprendéis?
Asentí, a pesar de que no comprendía
totalmente la solicitud del gurka.
–¿Qué debo hacer para que los perros daivas vuelen ? –me interrogué absurdamente a
mí mismo, pero en voz lo suficientemente alta como para que Srivirya
respondiese. El lopa, evidentemente estaba atento a mis reacciones.
–¡Nombradlos como si fuesen idénticos a Kyungta,
el ave Gáruda que transporta a los Dioses; o como Lungta, el caballo Pegaso que
cumple igual función! ¡Decidles Svadi-lung; Kula y Akula Svadi-lung;
y ellos volarán !
¿Destino? ¿Qué destino? La cabeza parecía que
me iba a estallar. Quizás fuese el inconsciente, quizás el Scrotra Krâm, pero
lo positivo fue que una Voz Interior me dijo:
–“Sining, debes ir a Sining” –pensé en el
Yantra, lo imaginé como pude, y traduje: “Siningto, Kula y Akula Svadi-lung”.[3]
Alguno de los lopas había puesto las riendas de
los dogos en mis manos. Estaban enfurecidos por la presencia del diabólico
vîmâna y aullaban como si efectivamente fuesen los lobos de Wothan. Cuando
imaginé el Yantra se pusieron rígidos y echaron las cabezas hacia adelante,
preparados para partir en cumplimiento de la orden. Y cuando ordené “Sining-To,
Kula y Akula svadi-lung”, sucedió el increíble prodigio de que los perros
daivas saltaran a una especie de abismo que insólitamente se creaba frente a
ellos.
Me sentí arrastrado por las riendas, izado en
el aire y transportado en dirección al Este, hundido en una negrura
impenetrable que ahora ocupaba el lugar donde segundos antes estaban las
montañas Altyn Tagh. Al ser levantado en vilo, un peso anormal en las piernas
puso mi cuerpo en tensión durante un instante. Me volví, sorprendido, y advertí
que una cadena humana pendía de mis extremidades: los tibetanos habían
realizado una serie de tackles en el momento del salto,
agarrándose entre ellos y levantando también a Karl Von Grossen y Oskar Feil.
La mirada se deslizó hacia abajo y contemplé estúpidamente la cañada iluminada
por el vehículo de Shambalá y el campamento convertido en un sepulcro
colectivo: Reinhart Von Krupp, muerto; los centinelas, muertos; y en las
entradas de las carpas, estaban diseminados los cadáveres de quienes alcanzaron
a salir pero no llegaron muy lejos. El zumbido era ensordecedor, aterrador,
paralizante; ¡el zumbido era el llamado de la Muerte ! ¡Heinz, Hans, Kloster! Recordé a mis
Camaradas y creo que grité de impotencia, antes de sumergirme en la negrura y
perder el conocimiento.