LIBRO CUARTO - Capítulo XXXIV


Capítulo XXXIV
           

Segundos después recobré la conciencia: ni señales del ensordecedor sonido o de la diabólica ocurrido, el ataque del zumbido mortal y la fuga gracias a los perros daivas. ¡Aún vivía por milagro! ¿Pero dónde estaba? Porque aquello no era evidentemente Sining sino la orilla de un río, una breve playa al pie de la ladera de un cerro.
Me encontraba sentado en el suelo, sosteniendo aún en las manos las ahora inertes riendas de los perros daivas. A centímetros de mis pies, el río rumoroso entonaba la melodía de la Naturaleza. Un resplandor contra la ladera me mostró a los lopas reuniendo leña y alimentando un improvisado fogón. Karl Von Grossen y Oskar Feil se habían parado y contemplaban la escena en silencio, como atontados. Cuando los ojos del Standartenführer se encontraron con los míos reaccionó:
–¡Von Sübermann: Gott sei dank! ¿Adónde estamos? ¿Qué fue de los otros?
Me incorporé y le respondí con cruda franqueza:
–No lo sé. Ignoro qué lugar es éste. Con seguridad estamos muy lejos del campamento, pero por lo menos seguimos con vida. Porque si de algo estoy convencido es de que quienes no vinieron con nosotros deben haber muerto en la cañada. ¿Quién podría sobrevivir a ese ataque de los Demonios? ¡Si hasta los monjes kâulikas, que son expertos en tal clase de Magia Negra, temían morir inevitablemente!
En ese momento los tres recordamos a los monjes y los buscamos con la mirada: estaban los ocho junto al fuego que habían encendido al resguardo de unas enormes rocas, y nos observaban a su vez con tranquilidad. Karl y Oskar se acercaron a ellos. Yo quise hacer lo mismo, pero las riendas me lo impidieron. Con horror descubrí que uno de los dogos había muerto; el otro parado a su lado, emitía periódicos gemidos de dolor.
Si a alguien debía la vida en este mundo, aparte de a mis padres, era a aquellos perros, así que me sentí comprensiblemente conmovido por la pérdida de uno de ellos. Dejé al superviviente continuar con sus lastimosos aullidos, desconsolado réquiem para la pareja ausente, y me aproximé al grupo. Sin cortesía, interpelé a Srivirya:
–¿Cómo es que ha muerto uno de los perros daivas? ¿No me había asegurado el Guru Visaraga que ambos constituían una pareja arquetípica, la síntesis manifestada de un par de principios opuestos, cuya existencia debía ser necesariamente simultánea? Si eso era cierto ¿no deberían haber muerto los dos? O, mejor dicho ¿por qué no están vivos los dos?
–Tened paciencia, Hijo de Shiva –aconsejó compasivamente el monje– y recordad que estos perros son tulpas, creaciones mentales de los Magos del Círculo Kâula. Por lo tanto no están sujetos a las leyes naturales sino a la Voluntad de los Gurúes. Os dije hace unos días que, aunque nuestra Orden conocía el secreto de los perros daivas, jamás se habían proyectado hasta ahora porque no existía un Iniciado que fuese como vos, capaz de controlarlos más allá de Kula y Akula. Por lo tanto, carecíamos de información práctica sobre lo que sucedería al ser realizados por un Shivatulku. Vale decir, que no sabíamos cómo se iban a comportar en esta etapa del Kaly Yuga: la última vez que los perros daivas recorrieron la Tierra fue en la Atlántida, hace miles de años. Evidentemente, esta Epoca de Hierro ha debilitado de algún modo su Poder de Vuelo y uno de ellos resultó afectado por la Fuerza del Dordje. Pero si no sabíamos cuánto iban a vivir, en cambio os puedo responder por qué uno de ellos ha continuado vivo luego del vuelo lung-svadi: se debe a las leyes particulares que rigen su reproducción.
Vos habéis razonado bien, pero no contemplasteis las leyes de la reproducción. Al ser una pareja perfecta, arquetípicamente equilibrada, los dos canes, en efecto, deberían haber muerto al unísono. Pero la ley de la reproducción establecida por los Gurúes exige que antes de la desintegración, la pareja engendre y dé a luz otro par de perros daivas. El proceso sería, pues, el siguiente: la muerte de uno cualquiera de ellos, significará la automática metamorfosis del otro en un ejemplar andrógino; es como si uno de los principios arquetípicos, que se hallaba manifestado afuera, se incorporase adentro del sobreviviente; y el que viva, llevará en su seno el germen de una nueva pareja de perros daivas, el cual crecerá, madurará, y nacerá al cabo: entonces, luego del alumbramiento, el ejemplar antiguo se desintegrará fatalmente. ¿Comprendéis ahora por qué vive uno de ellos?
Asentí, aliviado al saber que en poco tiempo recuperaría la pareja de perros daivas.
–Pues bien –agregó Srivirya–; entonces no olvidéis que en este período, mientras el dogo andrógino se encarga de gestar la nueva pareja, debéis referiros a él con el nombre de “Vruna”, puesto que es la unidad de Kula y Akula.
Volví a asentir, dado que aquello era indudablemente lógico. En eso estalló Von Grossen.
–¡Por Dios, Von Sübermann! ¡Siempre los malditos perros! ¿Se preocupa por la muerte de un perro? ¿Y nuestros Camaradas? Me ha comunicado su sospecha de que también han muerto: ¡pues debería afligirse por ellos! Y tampoco sabe dónde estamos. Eso trataba de averiguar a los tibetanos cuando Ud. me interrumpió para hablar de los condenados mastines.
Decidí no responder a las injustas acusaciones de Von Grossen.
–Nada sabemos nosotros sobre el lugar al que nos ha traído el Shivatulku –terció Srivirya–. A él toca responder, pues sólo él conoce la orden que dio a los perros daivas.
A Von Grossen se le descompuso la expresión del rostro al verificar que el tema de los dogos era ineludible. Yo no tuve que reflexionar para exponer una cuestión que me intrigaba desde que recobrara el conocimiento en aquella playa.
–¡A Sining! Yo ordené a los dogos ir a Sining. Fue el primer lugar que se me ocurrió, seguramente porque los dos monjes que guiaban a los holitas afirmaron que desde allí nos ayudarían a llegar a Shanghai. No me explico por qué los perros daivas no nos condujeron a Sining.
–¡Oh, qué extraña es la mente del Shivatulku! –exclamó Srivirya, quien no podía concebir que mis actos fuesen simplemente estúpidos, como en verdad lo eran–. Si deseábais ir a Shanghai ¿Por qué no mandar a los perros a que os condujesen directamente hacia allí, en lugar de solicitarle la plaza de Sining, situada 2.000 km. antes? ¡Incomprensibles son los Designios de los Dioses! Pues ahora que los perros daivas están en proceso de reproducción no podréis emplearlos ya más para un vuelo lung-svipa: sólo los futuros cachorros, algún día, os llevarán a través del Tiempo y el Espacio. Claro que ahora sabremos dónde estamos ¿Qué Sining habéis traducido en vuestra orden?
–¿Cómo qué Sining? No entiendo a qué se refiere –declaré, temiendo oír lo que vendría.
–Pues claro, Hijo de Shiva –explicó candorosamente Srivirya–. ¿La orden solicitaba dirigirse a Sining-Fu o a Sining-Ho, es decir, a la ciudad de Sining o al río Sining?
Solté un juramento. ¿Por qué había sido tan poco preciso al definir el destino impuesto al viaje aéreo de los perros daivas? La respuesta era obvia: porque la orden fue formulada en un momento crítico, en medio de un tremendo desorden físico que me impidió razonar lo suficiente. En aquella terrible circunstancia olvidé todo, no describí con precisión la meta pues supuse inconscientemente que los perros entenderían, que interpretarían exactamente mis deseos. Y la verdad era muy otra: los canes eran tulpas, yidams, máquinas mágicas proyectadas por la voluntad de acero de los Magos y que requerían el correcto control de sus funciones.
–De cierto que no especifiqué si se trataba de Sining-Fu o de Sining-Ho –confesé contrariado. El monje kâulika meditó un segundo y dijo sonriente:
–Entonces es muy probable que nos hallemos junto al río Sining. Al recibir la orden, los perros daivas se encontraron con que existían dos objetivos diferentes con el mismo nombre. Eligieron, por motivos que sería largo detallar, el objetivo más antiguo que correspondía a ese nombre, al parecer, el río. Y esa indefinición explicaría también la muerte de uno de los dogos: la causa sería el dilema al que fueron sometidos los principios opuestos, que obró como si con una cuña lógica se hubiese intentado partir la unidad absoluta del Arquetipo perro. Creo que el problema radica en los grados de realidad de las cosas en juego. Por una parte, los perros daivas no constituían una pareja perfecta, no podían serlo en esta etapa del Kaly Yuga, y exhibían cierto grado pequeño de desequilibrio. Por otra parte, el río Sining resulta ser un poco más real, dentro de la Ilusión de Mâyâ, que la ciudad de Sining. Consecuencia: los perros daivas se encuentran frente a una disyuntiva y se ven forzados a elegir; a causa del desequilibrio supuesto, uno de los perros tiende hacia Sining-Fu y el otro tiende hacia Sining-Ho; como mágicamente el destino real es el que corresponde al nombre más real, sólo uno de los dogos llega a Sining-Ho, donde estamos, en tanto el otro can se desintegra para evitar la alteración imposible del Arquetipo. Y como los perros daivas no pueden existir sino en pareja, el presente andrógino se desintegrará igualmente luego de la reproducción.
–¡De modo que los perros han concurrido al río Sining, al cual correspondería la corriente que pasa frente a nosotros! –admitió Von Grossen, que al fin comenzaba a ubicarse geográficamente–. Siendo así, Kameraden, les expondré el cuadro de situación: Elementos a favor de nuestra Estrategia: a) tres alemanes y ocho tibetanos, miembros de la Operación Clave Primera, aún estamos con vida; b) es posible que la ciudad de Sining se encuentre cerca de aquí y es probable que ello represente nuestra definitiva salvación, si conseguimos pasar la noche en estas condiciones. Elementos en contra de nuestra Estrategia: a) experimentamos cinco bajas, tres alemanes y dos tibetanos, además de los cinco porteadores holitas y todo el equipo; b) si realmente este sitio se halla al Este de lago Kuku Noor, ello implica una distancia más de 1.000 km. alejada del Valle de los Demonios Inmortales, lo que torna imposible por el momento regresar para inspeccionar o rescatar los cuerpos y materiales. Conclusión: Es casi seguro que los efectivos a cargo de la Operación Altwesten han corrido idéntica suerte que los miembros de la Operación Clave Primera, vale decir, que están muertos o desaparecidos. Esta conclusión pone término a la Operación Clave Primera, y nos impone la delicada obligación de explicar convincentemente a nuestros superiores los hechos ocurridos en el campamento de Ernst Schaeffer.
Von Grossen me miró significativamente, como dando a entender que el principal responsable de las explicaciones sería Yo. Sus últimas palabras fueron:
–Considerando el diabólico ataque que hemos sufrido en aquel Valle del Infierno, a la luz de las órdenes recibidas de Alemania y de la estructura de la Operación Clave Primera, he extraído ciertas conclusiones que les comunicaré en carácter estrictamente confidencial y personal. Creo, Caballeros, que nuestros líderes de Alemania tenían una idea bastante aproximada sobre lo que pasaría en el Tíbet si Kurt Von Sübermann se integraba a la Operación Altwesten. Más claramente, creo que ellos, Hitler, Himmler, Heydrich, Rudolph Hess, y Dios sabe quiénes más, sabían que determinados enemigos reaccionarían con extrema violencia al descubrir a Von Sübermann: enemigos que son quizás seres extraterrestres, poseedores de armas terribles, incomparables a ningún arsenal terrestre. Si sabían lo que podría suceder ¿por qué permitieron que el enemigo nos encerrara en una trampa mortal? Esta es una pregunta para la que carezco de respuesta. Intuyo que deseaban comprobar concretamente la eficacia de Von Sübermann para causar las reacciones de los “Demonios” de Chang Shambalá y que tal vez subestimaron al enemigo: quizás pensaron que la Fraternidad Blanca cerraría las malditas puertas de sus guaridas, y desecharon la posibilidad de que los Demonios tratasen de matarnos a todos. Sea de ello lo que fuere, Yo estoy persuadido que Von Sübermann jamás nos revelará el secreto que enardece a los Demonios. En resumen, doy por concluida en este momento la Operación Clave Primera; la evaluación de sus resultados la hará en Alemania el correspondiente Estado Mayor. Y, como  Standartenführer a cargo de la ejecución de la Operación Clave Primera, dispongo que se emprenda el inmediato regreso a Alemania. ¿Están de acuerdo, Kameraden, con el Cuadro de Situación y las conclusiones?
¿Qué otra cosa podíamos hacer Oskar Feil y Yo, mas que aceptar incondicionalmente las decisiones de Von Grossen? Los monjes tibetanos, por su parte, nunca discutían las órdenes y, una vez más, se disponían a apoyar nuestros planes.
Partiríamos al amanecer. En tanto, formamos un círculo alrededor del fuego y nos abrazamos para transferirnos calor, postura que adoptó también el dogo Vruna. A pesar del frío reinante a la madrugada, todos logramos dormir, debido al gran cansancio psíquico que acumuláramos durante los últimos días. No teníamos ni una manta o capa, tan sólo lo puesto, y por eso nos apretábamos los unos con los otros para evitar la congelación, aunque era evidente que en aquel sitio no hacía tanto frío como en las cumbres de los montes Kuen Lun. Y en cuanto a las armas, sólo conservábamos las dagas y las Luger de Karl, Oskar y Yo, y las dos metralletas Schmeisser que llevábamos cruzadas en la espalda: para esta temible arma, contábamos solamente con dos cargadores cada uno, igual que para las Luger. Insuficiente para transitar por un país en guerra civil, pero siempre mejor que nada.
Todos los kâulikas, por el contrario, tenían sus puñales, cimitarras, y carcajes con las cincuenta flechas. Por lo demás, ni comida, ni agua, ni pertrechos de ninguna clase, salvo lo que llevábamos encima en el momento de huír de la nefasta cañada. Eran pocas cosas, muy pocas si hubiésemos estado mucho más perdidos en el Tíbet; resultaron suficientes para llegar a Sining-Fu.

Ateridos de frío, desde el amanecer marchamos paralelamente al río Sining-Ho. Von Grossen nos sorprendió a todos al extraer del interior de su chaqueta el portacartas de lona y desplegar un mapa de la región Oeste de la China. Y de sus bolsillos, cual inagotables cajas de Pandora, surgieron la inseparable brújula, una regla escalimétrica plegable, y un compás; elementos inútiles, salvo la brújula y el mapa.
Antes de partir, hice un túmulo de piedras y sepulté al infortunado perro daiva. No tenía por costumbre orar, pero en esa ocasión me concentré unos minutos y elevé mi Yo a la esfera de los Dioses, empleando el Scrotra Krâm para conseguir que Ellos me escuchasen: entonces me dirigí a Wothan, a él personalmente, y le solicité un vaso de Hidromiel por la hazaña de Heinz, Hans, y Kloster. ¡Sí, le dije a los Dioses: esta vez Ellos deberían brindar por esos tres guerreros de la Alemania Eterna, recibirlos como Héroes en el Valhala; y, de ser posible, tendrían que hacerle lugar al perro daiva, al perro de Shiva que transportaba a los guerreros volando como Vâyu, el Viento!
           

Originado en los sistemas más meridionales de Nan Chan, el Sining-Ho desciende hacia el Sur y desagua en el Tatung-Ho, luego de pasar bajo el puente de la Gran Muralla y bañar los muros de la ciudad de Sining: el Tatung-Ho, por su parte, continúa hacia el S.E. y tributa sus aguas al Hoang Ho o Río Amarillo en la confluencia de Lan Cheu. Alrededor del medio día, llegamos a una pequeña aldea fortificada y rodeada de rudimentarios cultivos: ¡era Hwang-yugn, una de las postas del camino Chang-Lam!
En la aldea había un Templo budista, varias posadas para peregrinos y comerciantes, y un mercado libre de respetables dimensiones. El caballerizo pertenecía al Círculo Kâula y a su establecimiento nos dirigimos con presteza. Allí nos tranquilizamos, a la vez que tomamos la primer comida caliente en 24 horas. Según su informe, los hombres del Príncipe de Kuku Noor nos buscaron durante algunos días, y al cabo retornaron al Tíbet. Sería difícil que volviesen a menos que alguien los convocase, cosa que no sucedería si obrábamos con prudencia y no nos hacíamos ver. De todos modos, el poder de los tibetanos sublevados llegaba sólo hasta Hwang-yugn, poblado situado del lado Norte de la Gran Muralla, en una región tradicionalmente disputada por mongoles y tibetanos. Pocos kilómetros adelante, tras la Gran Muralla, estaba la provincia china de Kansu y la ciudad de Sining, donde el poder del Círculo Kâula era considerable.
Claro que si en Sining-Fu no debíamos temer la persecución de los tibetanos, en cambio tendríamos que evitar vernos envueltos en las continuas revueltas de las enconadas facciones chinas. Por esta vez, la logística y la táctica quedaron en manos de los kâulikas, mejores conocedores del terreno y poseedores de una poderosa infraestructura de apoyo. Su plan, por lo demás, era extremadamente simple: pernoctaríamos en la caballeriza, que se nos antojaba un palacio luego de la noche anterior, y a la mañana el chino y su hijo nos llevarían hasta Sining-Ho ocultos en dos carretas de cuatro bueyes cada una.

Los monjes kâulikas nos hicieron saber que planeaban regresar al Tíbet después que nosotros estuviéramos fuera de peligro rumbo a Shanghai. No volverían directamente a Bután pues tratarían de hallar a sus dos compañeros, que habían quedado con los holitas en el Umbral del Valle de los Demonios Inmortales. Aunque no disponían de perros daivas, conocían mucho sobre la magia de los Kilkor y sabían positivamente que el Valle perdido se encontraba en el Oeste, en tierras de la Reina Madre Kuan Yin: sea por el Este, como hicimos nosotros, sea por el Oeste, ellos hallarían la manera de entrar y rescatar a sus Camaradas o, quizás, vengarlos. Luego, si regresaban, se retirarían al Monasterio de Bután, o a algún otro perteneciente al Círculo Kâula, para meditar sobre todo lo ocurrido en aquella aventura. Combatieron codo a codo junto al Shivatulku, fueron guiados al Valle de los Inmortales por los perros daivas, y participaron de su vuelo lung-svipa: eran ciertamente afortunados, los Dioses les habían sonreído, y sólo les quedaba retirarse a meditar y agradecer.
Nada podía objetar frente a esa admirable decisión, pero Karl Von Grossen pensaba diferente. Llamó aparte a Srivirya y a Bangi y los calificó de “desertores”. “Su misión, les dijo, sólo concluiría cuando los que saben eva­luasen los resultados de la operación”. Y tales personas, por supuesto, se encontraban en Alemania: a ambos, pues, les correspondía acompañarnos hasta nuestra patria y brindar sus valiosos testimonios. Entonces quedarían libres para regresar, y la  pondría a su disposición todos los medios necesarios.
Como los monjes vacilaban, Von Grossen los presionó moralmente asegurándoles que de cualquier modo nos tendrían que acompañar hasta Shanghai para oficiar como intérpretes de chino, y, una vez allí, “no les costaría mucho” embarcarse hacia Alemania, “que quedaba casi tan lejos como Bután”. Pero esto no era cierto.
Srivirya y el gurka, en efecto, hablaban chino, pero nadie conocía ni una palabra de japonés, el idioma de quienes ocupaban la mitad de China. Por el contrario, Oskar y Yo cursamos chino y japonés en la carrera de Ostenführer del NAPOLA; y los dos dominábamos el mandarín y el japonés. Pero, de cualquier modo, siempre existía el recurso del inglés, lengua desprestigiada en el Asia pero con la cual podía comunicarse Von Grossen o cualquiera de nosotros. El idioma universal del Asia, según habían pretendido los hijos de la Pérfida Albión, sería el inglés, mas la verdad era que sólo lo hablaban los funcionarios coloniales y los cipayos de siempre; entre los miembros cultos de los pueblos asiáticos, llámense India, Nepal, Cachemira, Bután, China, Birmania, etc., el inglés era resistido y permanecía habitualmente desconocido, por no decir ocultado y odiado.
Aunque desaprobábamos la actitud de Von Grossen, ni Oskar ni Yo desmentimos sus argumentos. Observábamos risueñamente, en cambio, como los dos extraordinarios Iniciados iban poco a poco cediendo en sus posiciones. La verdad era que en el fondo todos queríamos que los dos monjes viajasen con nosotros a Alemania. Cuando, al día siguiente, partimos hacia Sining, ya estaban casi convencidos por el persuasivo Standartenführer.