Capítulo XXX
Por la noche amainó el temporal y a la mañana
el cielo se presentaba despejado, sin vestigios de la pasada tormenta. Hasta el
viento había cesado por completo y el vayu tattva se mostraba sereno: un
silencio total reinaba ahora en el diminuto valle. Los tibios rayos de Surya,
el Sol, apenas alcanzaban a derretir parte de la nieve acumulada. Pero más
radiante que el Sol me hallaba Yo pues, aunque no había dormido en toda la
noche, estaba seguro de tener la solución para dirigir a los perros daivas tras
los pasos de Ernst Schaeffer, y ese logro me estimulaba y sobreexcitaba.
Al verme, Von Grossen no necesitó preguntar
nada para saber que el problema estaba resuelto. Se ocupó, en cambio, de enviar
un lopa para relevar al gurka y notificarle la ubicación de nuestro campamento;
luego se concentró en estudiar los deficientes mapas del Tíbet y el Oeste de
China. Pasé la mañana conversando con Oskar y los otros oficiales d, y al
mediodía almorzamos tsampa, una olla cocinada por los monjes, formando todos
juntos una gran rueda de conmilitones. La reciente aventura nos había aproximado
al peligro y a la muerte, y dejado como saldo positivo una sana camaradería que
me recordaba los días de la hitlerjugend. Sí; hasta podría
asegurarte, neffe Arturo, que en aquellos momentos nos embargaba una
despreocupada alegría.
Ya anochecía cuando llegaron el gurka, el
lopa mandado por Von Grossen, los dos lopas que dejamos en Yushu, y los cinco
porteadores holitas con los yaks, los zhos, y los terribles dogos. Creo que
jamás en mi vida me sentí tan contento como en esa ocasión, al recobrar a los
perros daivas. El arribo fue muy festejado por los oficiales pues, además de víveres, en los yaks venían
otros cincuenta cargadores de Schmeisser y balas de Luger, justo para reponer
las municiones gastadas contra los duskhas. Los dos monjes kâulikas traían
noticias frescas sobre el ataque, recogidas en el camino Chang-Lam.
Toda
la región del Tíbet estaría, al parecer, conmocionada por el suceso. Por el
camino, tropas de un titulado “Príncipe de Kuku Noor” los habían interceptado,
pero luego de las explicaciones recibidas les permitieron partir sin problemas.
Aquel incidente era consecuencia de la guerra civil: en algún momento de su
Historia, el país del Tíbet llegaba hasta el lago Kuku Noor; posteriormente,
los chinos formaron la provincia de ese nombre e hicieron retroceder la
frontera del Tíbet más al Sur del Río Yang Tse Kiang; y últimamente, luego de
la incorporación de otros pequeños estados, principados, o feudos tibetanos,
constituyeron la gran provincia de Tsinghai.
Al comenzar la guerra entre Japón y China, y
a causa de la ausencia del poder central por la ocupación de la capital del
Celeste Imperio, los tibetanos vieron la oportunidad de recuperar sus antiguos
señoríos e independizarse de China y unirse nuevamente al Tíbet. En ese caso
particular, el resurgido Príncipe de Kuku Noor era un fervoroso budista de la
tribu tibetana lubum, cuyos miembros forman parte de la aristocracia lamaísta.
Su devoción y respeto por el Dalai Lama no tenían límites, y la agresión a los
duskhas lo había afectado profundamente: por tal razón envió varias partidas de
hombres armados a la búsqueda de los atacantes.
–“Somos –dijeron los lopas– servidores de un
rico comerciante de Bután, que se encaminan a Sining para canjear su
mercancía”.
Viajaban con el consentimiento del Dharma
Rajá, para quien debían cumplir ciertos encargos. Y enseñaron a los soldados
tibetanos una carta del Dharma Rajá en la que constaba la lista de objetos a
adquirir.
Eso fue suficiente. Los lopas obsequiaron una
botella del aguardiente de solja butaní y los soldados
brindaron abundante información. “Debían cuidarse durante el viaje porque
existía una gavilla de bandoleros fuertemente armada que operaba en la Región. Recientemente
atacaron y destruyeron una aldea de pacíficos y Santos lamas, por lo que se
veía bien claro que no se trataba de tibetanos, ni siquiera de religiosos, sino
de extranjeros indeseables. A menos que fuesen miembros de la clandestina secta
Kâula, quienes odiaban a los lamas budistas o hinduístas en general; pero ellos
nunca se habrían atrevido a tanto. Los sobrevivientes duskhas afirmaban haber
sido atacados por los Asuras, mas los soldados no eran tan crédulos y
sospechaban que los ‘Demonios’ serían en realidad bandidos occidentales,
secundados por matones chinos. Si estaban en
lo cierto, los malhechores intentarían regresar a China por la
indefinida frontera del Este, a la que se proponían vigilar desde ahora”.
De manera que nos buscaban y, como
atinadamente predijera Von Grossen, no podríamos hacernos ver por bastante tiempo.
Los monjes kâulikas tenían otras novedades.
Sus contactos con miembros del Círculo Kâula
les permitieron enterarse de que un profundo movimiento subterráneo de simpatía
hacia nosotros se estaba articulando en todo el Tíbet espiritual. A muchos
admiraba aquel grupo de Iniciados que mataban sin piedad a los discípulos del
Señor de Shambalá. Sería muy difícil regresar a Bután por el mismo camino, pero
nuestros aliados tibetanos nos garantizaban un seguro escape a través de China
hasta las líneas japonesas. Japón se hallaba entonces en excelentes relaciones
con Alemania y en el consulado alemán de Shanghai funcionaba activamente una
delegación del Servicio Secreto de la si llegábamos hasta allí, podríamos
embarcarnos sin inconvenientes. La comunidad kâulika de Sining nos ayudaría en
esa empresa.
Pero aún era prematuro hablar de la salida
del Tíbet. Antes debíamos hallar a Schaeffer y neutralizar sus planes.
–¿Estamos en condiciones de partir al
amanecer, Von Sübermann? –preguntó cortésmente Von Grossen.
–¡Iawohk, mein Standartenführer ! –respondí con seguridad.
Dejamos todo listo y, al amanecer, levantamos
las tiendas y nos dispusimos a partir. Von Grossen esperaba que Yo le indicase
claramente el rumbo, pero lo único que podíamos hacer sería acompañar a los
perros daivas. Se lo hice entender y me situé adelante de la columna, tomando
con las dos manos las riendas de los dogos. Desde el Infinito del Espíritu, más
allá de Kula y Akula, descendió la orden “seguir a Ernst Schaeffer” en la
lengua del Yantra svadi y penetró en el Universo de las Formas Creadas,
atravesó el âkâsha tattva y se implantó en el cuerpo anímico de los perros
daivas. Y los increíbles animales, como si realmente estuviesen husmeando un
rastro físico, se pusieron rígidos y estiraron las cabezas hacia arriba, y
luego partieron como flechas en dirección al Norte.
Viajamos varios días de ese modo, siempre
escoltando a los perros daivas y éstos siguiendo las invisibles huellas de la
expedición alemana. Al principio Von Grossen no puso objeción alguna pero luego
comenzó a inquietarse, a desconfiar, y a insinuar abiertamente la posibilidad
de que los perros se hubiesen extraviado. En honor de la verdad, debo decir que
no carecía de razones para dudar, pues la errática marcha de los dogos, que ora
iban hacia el Norte, ora hacia el Este, ora regresaban al Sur, ora torcían al
Oeste, lo había desorientado por completo.
Su brújula y sus mapas eran totalmente
inútiles, me dijo dramáticamente un día. –¡Estamos perdidos en el corazón del
Tíbet, en un lugar absolutamente desconocido para la civilización! ¡Quizás
en un lugar que no es de este Mundo!–. No es que el racional Von
Grossen se hubiese tornado repentinamente supersticioso: ocurría que los perros
daivas nos condujeron realmente por una ruta que no parecía de este Mundo. En
ese momento nos encontrábamos en un enorme valle, ornado de regular vegetación
y dotado de primaveral clima; todo era tranquilo y perfecto allí: sólo
que ese lugar no podía existir donde estaba. Observé un pequeño pájaro
posarse en un árbol, vi un arbusto con flores amarillas, eché una mirada
perdida a una liebre veloz, y comprendí que la circunstancia no tenía
explicación. Recién entonces me entró preocupación y le concedí razón a los
reclamos de Von Grossen.
“¿Dónde Diablos estamos?” pensé, mientras
detenía con una orden mental a los dogos. Von Grossen me contemplaba
fastidiado.
–¡Al fin ha comprendido el problema! Hace
tiempo que le advierto que algo no anda bien pero Ud. no me escucha. No escucha
a nadie. Sólo presta atención a sus malditos perros. No niego que en todo esto
hay hechos sobrenaturales, hechos que quizás Yo no pueda o no deba comprender:
lo acepto y ni intento cambiar las cosas. Sé que los perros nos guiarán por
sendas extrañas, ilógicas, para alcanzar a quienes también transitan por un
camino mágico. Lo sé y no busco comprender cómo lo hacen. Para eso está Ud.
Pero óigame bien, Von Sübermann ¿no puede suceder que, en éste o en otro Mundo,
los perros se desorienten, se extravíen, pierdan la pista de Schaeffer o sigan
un rastro falso? ¿no puede haber, acaso, otros Magos, enemigos nuestros, que
interfieran su rumbo?
–¡Absolutamente, no! –le dije, pero ahora era
él quien no escuchaba.
–Hace una semana que marchamos, supuestamente
hacia el Lago Kuku Noor, vale decir, hacia el N.E. ¿Sabe en qué región
deberíamos estar?
–Sí –acepté de mala gana–. En Tsinghai. Este
valle...
–¡No, Von Sübermann: Ud. sabe perfectamente
que un valle como éste no existe en Tsinghai ! Es un Ostenführer, si mal no recuerdo; lo
leí en su legajo. Vale decir que conoce bastante la geografía del Asia. Deberíamos
estar en Tsinghai, y a veces parecía que estábamos allí, pero definitivamente esto
no es Tsinghai ! ¡No sabemos
siquiera si es el Tíbet!
Karl Von Grossen rió histéricamente y
continuó. Yo decidí esperar que se calmara.
–Míre la brújula. Hacia allá está el Este, de
donde venimos. ¿Recuerda el gran lago que vimos ayer con los prismáticos, y que
convinimos en que no podía ser otro más que el Kuku Noor? Pues bien, la orilla
Este de ese lago da al valle de Tsinghai, entre los montes Nan Chan al Norte y
la cordillera Kuen Lun al Sur. ¿Conoce la distancia entre el lago y los montes
Kuen Lun? Si quiere puede consultar el mapa.
–Considerando que la cordillera Kuen Lun se
extiende paralelamente de Este a Oeste, creo que hay unos 30 km . entre el lago y su
extremo oriental, la cadena Amne Ma-Chin; –dije de memoria– y entre la orilla
Este y el extremo occidental de la
Kuen Lun , la cadena Altyn Tagh por ejemplo, en cambio hay
unos 1.000 km .
–¡Eso es! –confirmó triunfalmente–. Ahora
mire hacia el Sur con los prismáticos ¿Reconoce esos montes, a no más de quince
kilómetros?
–¡Son los Altyn Tagh! –exclamé estupefacto–
¡El extremo Oeste de la cordillera Kuen Lun!
–¿Y a Ud. le parece, Von Sübermann, que desde
ayer a hoy pudimos recorrer 1.000
km .?
–¡Nein!
–Ahora va siendo Ud. razonable –aprobó–. Le
diré cuánto anduvimos, ya que he efectuado un cálculo preciso: sólo
veinticinco kilómetros. ¿Comprende? Hemos unido en sólo 25 km . dos lugares que
normalmente están separados por 1.000 km . ¿Qué ocurrió con la distancia
normal? ¿Se acortó? Tome conciencia, Von Sübermann: en el planeta que nosotros
nacimos y estudiamos, el lago Kuku Noor no se encuentra a 25 sino a 1.000 km . de los montes
Altyn Tagh. ¡Este lugar es Tíbet y China a la vez!
Ante aquella realidad tangible, de hallarnos
frente a los montes Altyn Tagh, en el Oeste de la cordillera Kuen Lun, se aclaraba
inesperadamente el significado del nombre clave Altwestenoperation, que
entendíamos como Operación Viejo Oeste: ingeniosamente, habían cortado la
palabra China Altyn para formar la voz alemana Alt, viejo. Pero
entonces, casi al final de la aventura, se comprendía el sentido verdadero: la
nefasta misión se llamaba en verdad “Operación Altyn Tagh”. Pensé
tontamente en esto, mientras Von Grossen insistía en plantear la necesidad de
revisar la Estrategia
de la Operación Clave
Primera: él, que una semana atrás me obligara a emplear la facultad del Scrotra
Krâm y a lanzar los perros daivas tras las huellas de Schaeffer, afirmaba
ahora la necesidad de revisar la
Estrategia propia: ¡Wahnsinn!
Comenzamos a hablar apartados del resto de la
caravana, pero los tres oficiales se fueron acercando en silencio y ahora
estábamos rodeados por ellos. Von Grossen suspiró y me puso paternalmente una
mano en el hombro.
–Fíjese en los tibetanos –indicó–. ¿No le
parece insólita su expresión? –En efecto, aquí Von Grossen no exageraba: la
actitud de los monjes kâulikas era indudablemente fuera de lo común. La natural
e imperturbable tranquilidad había desaparecido y se los notaba nerviosos y
alarmados. ¡Aquellos guerreros, que no vacilaron frente a un enemigo cien veces
superior, se revolvían incansablemente para vigilar todas las direcciones, como
si esperasen que el mismo Satanás fuese a irrumpir a sus espaldas! No reparé
antes en ello porque los perros atrajeron toda mi atención, como me reprochara
Von Grossen.
Maldije por dentro y sólo musité:
–Es curioso...
–¿Curioso? Es increíble. Ud. recién lo
advierte, pero hace un día que se han puesto así. Yo intenté averiguar qué les
pasaba mas me han respondido con evasivas, pero a Ud., a quien respetan, no se
negarán a responder.
–¡Quiero saber qué pasa, Von Sübermann!
–prosiguió–. Antes de continuar este viaje de locos quiero saber qué pasa: si
estamos extraviados, o en otro Mundo, o qué les ocurre a los tibetanos, quiero
saberlo todo. No me opondré a reanudar la marcha guiados por los perros, mas
creo necesario que Ud. reflexione y esté al tanto de lo que ocurre a su
alrededor.
Evidentemente, mi abstracción de los últimos
días lo había afectado. Pero se equivocaba Von Grossen. Si quería hallar a
Ernst Schaeffer, si pretendía que los perros daivas obedeciesen la orden
correcta, el peor error que podía cometer, sería “estar al tanto de lo que
ocurría a mi alrededor” y “reflexionar”. Justamente, el secreto para controlar
a los perros consistía en la capacidad de situarse lejos de todo “alrededor”,
fuera del Espacio y del Tiempo, más allá de Kula y Akula; y por sobre todo, se
requería no pensar, no apercibir, no “reflexionar”.
Sin percatarse, el Standartenführer quería
obligarme a caer en Mâyâ, la
Ilusión de las formas materiales que llenaban nuestro
“alrededor”, que componían el contexto del Gran Engaño. Pero él era un hombre
cultísimo, que hablaba con soltura del Vril y demostraba comprender los
términos del Espíritu: la
Eternidad , el Infinito, la Libertad Absoluta.
¿Cómo explicarle, entonces, lo que ya sabía? Opté por callar. No quería
lastimarlo, pues sólo podía atribuir su olvido de los principios básicos de la Sabiduría Hiperbórea
a
una intensa sensación de terror.
–Interrogaré al gurka –propuse–. Me parece
que es quien más afinidad tiene con nosotros.
Von Grossen estuvo de acuerdo y lo llamamos
enseguida. Como él supusiera, Bangi no se negó a responderme.
–Estamos –dijo– en el “Valle de los Demonios
Inmortales”. Muy cerca de aquí ha de encontrarse la Puerta de Chang Shambalá.
Vosotros no habéis desarrollado la visión psíquica y por eso no véis el
Santuario de la Reina
Madre del Oeste. Pero hace un día que nos aproximamos a él y
los kâulikas lo percibimos a cada instante con mayor nitidez.
El gurka señalaba hacia los montes Kuen Lun.
Por momentos hablaba en bodskad, y por momentos en inglés y alemán, lo que
demostraba su perturbación.
–¡Sí: allí está el Santuario de Hsi Wang Mu, la Enemiga de Kula! –afirmó
con un estremecimiento–. Ella es quien otros llaman Dolma, Tara, Kuan Yin, y
también Binah, la Madre
de los hombres mortales de barro. Es tradición que a este Valle de los
Inmortales sólo entran los que Ella ama y desea preservar para que adoren a
Brahma, El Creador, y sirvan al Rey del Mundo, es decir, sólo entran los que
odian a Kula, los que rechazan la Boda Eterna con la Shakti Absoluta ,
los no-hombres, los no-viriles. ¡Jamás un kâulika ha puesto los pies en este
camino contrario al Tao, el Camino y el Fin al Principio;
nunca un Esposo de Kula ha hollado tan mísero camino, opuesto a la propia
Vruna!
Vos y los perros daivas nos habéis conducido
al Infierno, a protagonizar en cuerpo físico el más grande desafío de esta
vida. Ella tratará de convertirnos en animales, pero nosotros lucharemos aquí
si es preciso; por Shiva; y por vos, Hijo de Shiva; y por vuestro Führer, el
Señor de la
Voluntad Absoluta. Pero, sobre todo, lucharemos porque
sabemos que vos, que nos habéis guiado a la Guerra contra los Asuras, no nos abandonaréis en
el Infierno. ¡Vos sois un Guerrero del Cielo y del Infierno, un Hombre de
Honor, y sabréis cómo sacarnos de aquí!– Tal convicción, obvio es
aclararlo, me impresionó profundamente.
–¿Estamos en el Infierno? ¡Sí que hemos
llegado lejos! –comentó Von Grossen con ironía–. Es posible entonces que el
hijo de puta de Schaeffer se encuentre próximo, ya que éste es el lugar más
apropiado para él.
Por supuesto, nadie imaginó que la chanza de Von
Grossen correspondía a la más estricta realidad: el traidor y la expedición
alemana se hallaban cerca, muy cerca de allí. Sin embargo el viaje no se
reanudó hasta la mañana siguiente, por iniciativa mía. Deseaba que todos
descansasen y busqué excusas triviales para justificar la parada. Expliqué, al
ya no tan apresurado Standartenführer, que necesitaba
“reflexionar” sobre lo visto y oído, y revisar las órdenes de los perros
daivas. Y creo que por primera vez en el viaje, desde Bután, todos agradecieron
internamente tener que perder un día en el Umbral del Valle de los Demonios
Inmortales.
La camaradería no es un vínculo cuantificable,
una relación
mensurable, una razón entre compañeros. No es un mero nexo afectivo, como la
amistad, sino coincidencia espiritual, identidad de ideales que se realizan
simultáneamente. La camaradería es determinada por instantes absolutos:
el tiempo y el espacio del hecho; pero carece de dimensión temporal extensiva;
vale decir, la camaradería no admite categoría de duración, es inconcebible un
Camarada permanente, como un amigo. La camaredería produce Camaradas del acto,
de la circunstancia coincidente; implica el encuentro de dos o varios, en un
mismo instante, con un ideal común que se concreta. La amistad, por el
contrario, es temporalmente extensa y espacialmente limitadora y abarcante;
consiste en un grueso nexo sentimental, casi mensurable, que une a las personas
con independencia del hecho en el que participan. La amistad es independiente
de toda norma ética porque brota del corazón, como toda relación afectiva. En
la camaradería, por el contrario, siempre está presente el Honor. Se exige no
cuestionar la conducta moral de un amigo; es obligación, en cambio, observar la
actitud ética de un Camarada: Se podría traicionar a la patria, con ayuda
de un amigo. Pero sólo es posible morir por la patria, con ayuda de un
Camarada.
De la oposición entre la amistad, afectiva, y
la camaradería, espiritual, surge con claridad por qué el traidor consigue
extender su traición en el tiempo, “para siempre”, análogamente a la amistad, y
por qué el héroe debe demostrar su valor en el acto de un instante, instante
que el Honor, y la ética de la humildad, obligan a olvidar posteriormente: ese
instante del héroe, que lleva implícito todo el valor en el acto de su
ocurrencia, es la instancia absoluta de los Camaradas, la coincidencia perfecta
de los que van a luchar a favor del mismo ideal. Porque, y la aclaración es
evidente, el instante del héroe es un tiempo propio de Kshatriyas, de Guerreros,
es decir, de Camaradas.
En una trinchera, están refugiados un jefe y
diez soldados. De pronto cae adentro una mortífera granada. Un soldado se
arroja sobre ella y amortigua la explosión con su cuerpo: ha muerto pero ha
salvado a todos los demás; es un héroe. Hay que advertir, en este
ejemplo, que el héroe, en su instancia absoluta, es el líder carismático del
grupo. Observemos bien: se trata de un ejército profesional, existen jerarquías
y grados militares, superiores y subordinados, jefes y soldados. Sin embargo
esa organización exterior, ese orden superficial, no cuenta frente a la Muerte imponderable; las
fuerzas internas del orden humano son impotentes para oponerse a la potencia
disolvente de la Muerte. Al
caer la granada, en la trinchera, sólo son reales la Muerte y los hombres que
van a morir: en ese instante de terror no hay superiores y subordinados, jefes
y soldados, sino hombres que van a morir. Pero alguien decide oponerle el
cuerpo a la Muerte. Lo
piensa en un instante y lo decide: él detendrá a la Muerte , no la dejará pasar
más allá de sí. No es un suicidio: es un acto de entrega de la propia vida en
favor de un ideal. “Muero para que triunfen ellos”.
Primer acto: Cae la granada en la trinchera y
la granada es la Muerte :
frente a Ella, un grupo de hombres va a morir.
Segundo acto: Un hombre se levanta desde su
propia humanidad y decide “morir él solo y salvarlos a ellos”, “para que
triunfen ellos”. Y quien así obra no es ni jefe ni soldado, pues el valor no
requiere jerarquías, sino el héroe. He aquí el milagro: un soldado se apodera de la
instancia absoluta y deja de ser soldado para convertirse en héroe. Y ya no hay
jefes ni soldados, ni siquiera hombres que van a morir, sino el
héroe y sus Camaradas.
Sus compañeros, jefe y soldados, son los Camaradas
que coinciden junto a él en el acto de la Muerte. Pero , por
sobre todos los actos, está el objetivo de la guerra, el ideal del guerrero, la
patria o tal vez una meta nacional. La realización del ideal necesita, pues, el
hecho de la vida. La Muerte ,
en ese caso, es el Enemigo. De allí que, frenar a la Muerte , evitar que quite la
vida de los que luchan por el ideal, sea un acto de servicio al ideal, fuera de
todo reglamento. Si no fuese así, el acto del héroe sería un mero suicidio y
los sobrevivientes salvarían una vida sin sentido. Pero la vida rescatada de la Muerte tiene un sentido: el
triunfo del ideal . El héroe
se arroja sobre la granada pero les dice bien claro a todos: “muero
para que vosotros triunféis”, es decir, “muero así para que triunfemos
todos”, “muero así para que triunfe el ideal”, “¡triunfad!”; no les dice “Os
regalo la vida”.
¿Y cómo se los dice?: carismáticamente. Todos
lo escuchan con la Sangre ;
por eso no sienten que le deben la vida al héroe sino que deben triunfar,
derrotar al Enemigo, cumplir con su mandato. ¿Entonces
hay orden? Sí, pero no el orden artificial de la organización militar sino la
formalidad de la Mística :
en el instante de arrojo, el héroe es el líder carismático de sus Camaradas y
su último pensamiento es una orden que todos acatarán. Una orden
dada fuera de la jerarquía militar, desenganchada de la cadena de mandos, pero
dotada de mayor fuerza que cualquier disposición exterior porque ha sido
emitida dentro de cada uno, simultáneamente con la explosión de la Muerte. Bajo la forma
Mística del ideal, los Camaradas han recibido, en un instante único, la orden
del líder carismático, que lo es porque en esa instancia absoluta los supera a
todos con el valor heroico de su acto.
Regresando a la comparación anterior, ahora
se puede apreciar mejor la diferencia entre la amistad y la camaradería: los
amigos pueden darnos mucho, incluso todo lo que tienen; tal vez hasta den la
vida por nosotros; pero sólo los Camaradas nos darán algo mayor que sus vidas,
incluso mayor que nuestras propias vidas, esto es, el ideal. Sólo un héroe, o
un Camarada, creerá en nosotros como héroes o Camaradas y nos ordenará seguir
al ideal, nos señalará el ideal, nos revelará el ideal, nos aproximará al
ideal.
Ser amigo es estar ligado a un corazón
ajeno. Ser Camarada es estar comprometido con un ideal;
significa asumir, en el momento oportuno, la instancia absoluta del héroe; si
fuese necesario, liderar carismáticamente a los Camaradas, ordenar la marcha
hacia el ideal, morir por el ideal. “Alemania, un día te elevarás radiante /
aunque Nosotros tengamos que morir / ... / ¡Sí, nuestros Estandartes son superiores a la Muerte !”
Pero no siempre los héroes tienen que morir.
Héroe es también aquél que lidera a sus Camaradas en el instante absoluto y los
conduce directamente a la victoria. Y todos lo siguen, persuadidos,
arrebatados, ganados, porque saben carismáticamente, con la Sangre , que él ha visto el
ideal y se propone realizarlo. Se cumple así un principio universal de la Sabiduría Hiperbórea ;
“uno
conduce a los Camaradas y el ideal se realiza”.
En nuestra escuadra, imperaba el orden
militar. Existía una escala de mandos que se iniciaba en Von Grossen,
continuaba conmigo, proseguía con Hans y Kloster, y culminaba en Heinz; los
guerreros kâulikas también tenían su jerarquía, y sus jefes recibían directivas
nuestras.
Sin embargo, por arriba de la organización
militar, a todos nos unía el ideal común del Espíritu, del Nacionalsocialismo,
del Führer. En un instante dado, todos éramos Camaradas, y entonces podía
ocurrir la instancia absoluta del héroe. Durante el viaje, y el ataque a los
duskhas, la escuadra funcionó como un cuerpo militar y las jerarquías y grados
se respetaron. Empero, cuando el objetivo buscado se tornó incorpóreo, y la Muerte y la locura
comenzaron a rondarnos, y fue al fin evidente que ni Von Grossen ni nadie,
salvo Yo, podría sacarlos de aquel siniestro “Valle de los Demonios
Inmortales”, el orden jerárquico se descompuso y se produjo la coincidencia
carismática: Yo y los Camaradas. Todos creían en mí, esperaban de mí, confiaban
en mí.
La circunstancia, es claro, requería un héroe
y un líder. Era consciente de ello y no estaba dispuesto a dejar pasar la
oportunidad. Por eso quería que descansaran antes de retomar la
búsqueda de Ernst Schaeffer: luego no habría más tiempo. Porque, en ese
instante absoluto, seguido sin titubear por mis Camaradas, y siguiendo a mi vez
el Camino de Kula y Akula, nos arrojaríamos a la garganta del Enemigo.
Moriríamos o triunfaríamos, pero sea cual fuese el caso, nuestra muerte o
triunfo significaría para los Camaradas de Alemania la orden de realizar el
ideal, la victoria del Führer. –“Moriremos para que ellos triunfen” –pensaba,
temblando de resolución heroica. ¿El ideal? Como diría Baldur Von Schirach, el
ideal consistía en “nuestros Estandartes”.