LIBRO CUARTO - Capítulo XXXIX


Capítulo XXXIX


Veinte días después de partir de Shanghai, desembarcamos en Hamburgo. Allí nos estaba esperando un oficial del S.D. exterior al mando de un pelotón; sus órdenes: conducir a Karl Von Grossen, a Oskar Feil, a Srivirya y a Bangi, en dos coches hacia Berlín. Yo debía apartarme del grupo y abordar un tercer coche hasta el aeropuerto local, donde un avión me transportaría igualmente a Berlín.
Ibamos a separarnos por primera vez en varios meses y la experiencia resultaba dolorosa. Todos habíamos perdido Camaradas y corrido juntos peligros mortales; las aventuras vividas nos hermanaban. Antes de abandonarlos, Von Grossen quiso hablarme a solas.
–¡Lo sabía! –me dijo con tono preocupado–. Von Sübermann: ¡Ud. era la clave primera de la Operación Clave Primera! Y la Thulegesellschaft sólo se ocupará de Ud. Nosotros, desde este momento, quedaremos incomunicados, aislados del resto de la  para evitar que hablemos. ¡Sabemos mucho, Kurt, quizás más de lo que a los Iniciados de la Orden Negra les conviene que alguien sepa! Presiento que tal vez no nos volvamos a ver –concluyó lúgubremente.
–¡Ud. delira, mi Standartenführer ! –exclamé horrorizado– ¡Eso no puede ser! Regresamos de cumplir una importante misión, creo que exitosamente, y no hay motivo alguno para que en lugar de recibir la aprobación superior alguien sea castigado. ¡Ud. está cansado, Von Grossen, se lo digo respetuosamente! Verá como pronto nos reuniremos en una cervecería de la Friedrichstrasse para festejar. Es natural que primero debamos brindar los informes correspondientes a nuestras respectivas unidades, pero luego de esos lógicos trámites dispondremos de tiempo para volvernos a ver.
Von Grossen sacudía la cabeza como negándose a admitir que mis argumentos penetraran por sus oídos.
–¡No; no! Von Sübermann, una vez más Ud. no comprende la situación. Escúcheme bien ahora porque la posibilidad de que nos separemos definitivamente es real. Se lo digo muy consciente y basándome en toda mi experiencia previa en operaciones secretas. No estoy tan cansado como para no poder prevenir lo que puede ocurrir: seremos eliminados. Es decir, si Ud. no nos salva, Kurt. Créame, viviremos sólo si Ud. asegura a sus Jefes que no hablaremos a nadie sobre lo que hemos visto. Esa es la garantía que ellos necesitan para dejarnos en libertad: ¡todo lo contrario de lo que Ud. supone! Ja, ja, ja: ¡un informe! Ud. me hace reír, Von Sübermann: ¿a quién le interesa que Yo haga un informe sobre lo que he visto en el Tíbet y lo que le he visto hacer a Ud.? ¿piensa que los Iniciados de la Orden Negra permitirán que exista un informe oficial sobre el vîmâna de Shambalá, o sobre los perros daivas, o su Scrotra Krâm? No, Von Sübermann: por Ud. estamos condenados a muerte. Y sólo Ud. nos puede salvar. Por el contrario de lo que ingenuamente ha sugerido: ¡asegure a sus Jefes que ni Oskar Feil, ni Yo, haremos ningún informe, y puede ser que así conservemos la vida!

Lo tranquilicé lo mejor que pude, reafirmándole mi lealtad: ¡jamás permitiría que a ellos les sucediese nada por mi causa! Y partimos, separadamente, hacia Berlín.
En el aeropuerto de Berlín aguardaba un Mercedes Benz de la Cancillería con escolta de motos. Al verlo, pensé que se encontraba a la espera de un Ministro o un General, pero mi sorpresa fue grande al reconocer al  Oberführer Papp parado al lado de la puerta.
–¡Kurt Von Sübermann! –llamó, sonriendo cariñosamente. No pude evitar recordar la primera vez que lo viera, en la cabaña de Rudolph Hess, en el Obersalsberg de Berchtesgaden. El también lo recordó, porque dijo, apenas me acerqué:
–Seis años, Kurt. ¿Mucho o poco? Seis años y regresas de tu primera misión. Hemos temido por ti ¿sabes? Fue un alivio para todos los que estaban al tanto de la operación el recibir noticias tuyas. ¡Pero desde Shanghai! Ja. Nadie podía creerlo. Ya me contarás cómo hicieron para atravesar China.
El coche cruzó el Spree por el Puente del Castillo y comenzó a girar alrededor del Lustgarten. Miré a Edwin sorprendido, pero no tuve tiempo de decir nada:
–Pensé que te gustaría dar una vuelta previa por la ciudad, antes de llegar a la Cancillería; ¡te reanimará, después de tantos meses en el Asia!
Edwin Papp había interpretado correctamente mis sentimientos. Era indescriptible la felicidad que sentía entonces por hallarme nuevamente en la patria, de la que más de una vez en las últimas semanas me despedí, suponiendo que no regresaría nunca. El Mercedes tomó hacia el Oeste y dobló frente a la Puerta de Brandenburgo, que estaba cubierta de banderas con svástika y guirnaldas de las recientes fiestas. Ahora iba rumbo al Este, por la Unter der Linden o Avenida de los Tilos: vi pasar la Plaza de París y la Estatua de Federico el Grande. Al fin de la avenida, dimos la vuelta a la Plaza de la Opera, ámbito del Palacio del Emperador, de la Biblioteca Real, de la ­Opera de Berlín, de la iglesia católica de Santa Eduvigis, de la Universidad, y de varios edificios militares. Finalmente, desde los Tilos y la Plaza de la Opera, el coche se dirigió al barrio Friedrichstadt y empezó a rodar por la Vilhelmstrasse, que es su límite Este. El paseo había terminado.
–¿Te imaginas quien me envió a buscarte al aeropuerto, no? Tu patekind sufrió mucho cuando te creímos perdido y tiene enorme impaciencia por saludarte y abrazarte. No quiso que nadie te desviara y por eso mandó su coche a recibirte y me comisionó, bajo órdenes rigurosas, –bromeó– para que te custodiara sano y salvo a su lado.
Minutos después arribamos al 77 de la Vilhelmstrasse. En la Reichskanzlei [1], en efecto, nos esperaba el Stellvertreter [2] del Führer.


Una hora más tarde, luego de despedirme del Oberführer Edwin Papp, dejaba la Cancillería en compañía de Rudolph Hess. Se había emocionado sobremanera al verme, y entonces comprendí cuánto me quería aquel antiguo Camarada de Papá. Durante los seis años que se ocupó de mi destino en Alemania no sólo fue como un padre, sino que me profesó idéntico afecto. Ahora ibamos rumbo a la Gregorstrasse 239, a visitar a Konrad Tarstein.
Era la primera vez que iríamos juntos y, como Rudolph Hess podía ser fácilmente reconocido por el público y no quería llamar la atención sobre el domicilio de Tarstein, había insistido en que Yo manejase el Mercedes mientras él se mantenía discretamente sentado en el asiento trasero. En verdad, no sólo con Rudolph Hess, sino con nadie más que Tarstein estuve nunca en la misteriosa mansión. Incluso llegué a sospechar que los Iniciados de la Orden Negra se reunirían en otro sitio, pues jamás hubo nadie más que nosotros dos durante los dos años que frecuenté la casa. Pero esa vez sería diferente.
Como si fuera la repetición de un Ritual, golpeé la mohosa argolla que giraba dentro del puño de bronce y la chillona voz de Konrad Tarstein respondió desde algún indefinido lugar, detrás de la desvencijada puerta.
–¿Si?
–Soy Kurt Von Sübermann –me presenté, hablando en dirección a la diminuta mirilla donde los huidizos ojillos del Gran Iniciado verificaban mi identidad.
Se abrió la puerta y la figura rechoncha y pequeña de Konrad Tarstein apareció, con la mano cortésmente extendida para saludarme.
–Kurt, Rudolph, me alegro de verlos –dijo, rompiendo el Ritual.– Pasen: los estábamos esperando.


Corría el mes de Enero de 1939. El año nuevo lo pasamos en alta mar, con Von Grossen y otros Camaradas. Pensé en ellos mientras Tarstein me guiaba hacia una estancia en la que nunca había entrado, situada en la planta alta. Pensé en ellos y recordé las noticias que traía: a mi juicio, la expedición de Ernst Schaeffer había fracasado en su propósito de sellar el pacto entre las “fuerzas sanas de Alemania” y la Fraternidad Blanca de Chang Shambalá. Si no me equivocaba, la Puerta de Shambalá se había cerrado antes de llegar a ningún acuerdo, y, por consiguiente, la destrucción del Tercer Reich y la instauración universal de la Sinarquía no estaban aseguradas para el Enemigo.
Corría Enero de 1939 y la Segunda Guerra Mundial empezaría en Septiembre de ese año.

En derredor de una extraña mesa con forma de media luna, se sentaban 16 Iniciados de la Orden Negra . Aparte de Tarstein y Rudolph Hess, sólo reconocí a cuatro más como altas personalidades del Tercer Reich: los diez restantes eran hasta entonces completamente desconocidos para mí. Todos vestían de civil, pero supuse que varios serían militares, aunque otros debían ser indudablemente ciudadanos, especialmente el asiático cuya presencia me llenó de asombro.
Fui presentado por Tarstein, y los Iniciados me saludaron amablemente, pero no dieron sus nombres en ningún momento. Por el contrario, se identificaron con seudónimos tales como Aquilae, Leo, Serpens, Draconis, Corvus, Pavo, Cycnus, etc. El asiático dijo llamarse Ave Fénix.
Me invitaron a sentarme frente a ellos, en un sillón ubicado en la parte convexa de la media luna.
–Y bien, Lupus ¿que ocurrió con la Operación Altwesten de Ernst Schaeffer y con los hombres que perdió la Operación Clave Primera? –preguntó Tarstein, bautizándome de ese modo.
–Todos muertos o desaparecidos –afirmé–. Tanto los integrantes de la Operación Altwesten como los nuestros. Pero permítanme, Caballeros, que les relate paso a paso los hechos sucedidos desde que partí de Alemania.
Nadie se inmutó cuando adelanté la suerte corrida por los ausentes. Ni durante las horas siguientes, empleadas en la narración, en la que me esmeré por brindar los principales detalles y presentar la información lo más objetiva posible. Tarstein amenizó la extensa velada con dos rondas de café, la última acompañada de exquisitas confituras. Y casi no fui interrumpido, salvo para solicitar alguna aclaración concreta. Como comprendería luego, aquellos hombres no necesitaban preguntar nada pues eran todos extraordinarios clarividentes; poseían lo que denominaban en la Thulegesellschaft: Facultad de Anamnesia, vale decir, un poder propio de los Iniciados Hiperbóreos que les permitía explorar los Registros Culturales Akashicos.
Desde allí, desde la Gregorstrasse 239, ellos habían visto cuanto Yo les relatara de nuestras aventuras en el Asia.
–No lo tome a mal, estimado Lupus, –dijo Tarstein al fin– pero le vamos a rogar que aguarde abajo. Debemos sostener un Consejo.

Una hora más duró la deliberación, hasta que fui convocado nuevamente. Konrad Tarstein abrió el diálogo:
–Lo felicito, Lupus: unánimemente hemos coincidido en que la Operación Clave Primera ha sido un éxito. A pesar de las pérdidas, que nada cuestan frente al beneficio espiritual de haber frustrado los planes de los Demonios. Los tres caídos, Heinz, Hans y Kloster, serán condecorados, así como también Von Krupp y sus hombres, pues no participaban de la conspiración de Schaeffer.
–Permítame interrumpirlo, Kamerad Unicornis. Está muy bien eso de condecorar a los muertos, pero ¿y qué me cuenta de los vivos? ¿que va a pasar con Karl Von Grossen, Oskar Feil, y los dos tibetanos? ¿dónde están ahora?
–Incomunicados, por supuesto –confirmó fatalmente Tarstein–. Mire, Lupus, solamente podríamos dejarlos libres, y aún promoverlos, si Ud. se encarga de que no hablen fuera de lugar.
–¿Y cómo haría Yo para dar semejante crédito?
–Es simple, Lupus: sólo habría que formar un cuerpo dirigido por Ud. Por ejemplo, Oskar Feil sería desde hoy su asistente; y Ud. se encargaría de controlarle la lengua. Del mismo modo, Karl Von Grossen se dedicaría a entrenar un equipo de Elite para apoyarlo en sus futuras misiones, y estaría en permanente contacto con Ud. ¿Qué le parece?
–Estoy de acuerdo –afirmé aliviado–, y muy complacido; porque esos hombres merecen el mejor trato: son valientes y patriotas sin precio. Pero ahora, Señores, luego de aclarar ese asunto que me preocupaba ¿podría hacer Yo algunas preguntas?
–Desde luego –aceptó Tarstein “Unicornius”.
–Bueno. El caso es que Uds. parecen saber qué ocurrió en aquel valle del Tíbet. Podrían entonces, aclararme algunas dudas. Por ejemplo ¿por qué fuimos atacados y por quién? Y también tengo un interrogante, quizás no tan “serio” como los anteriores, pero que no me avergüenza plantear aquí: es sobre el futuro del perro daiva. No puedo negarles, Señores, que me ha causado gran contrariedad dejar a Vruna enjaulado en Hamburgo, teniendo en cuenta que se trata de un ejemplar único en la Tierra y que está próximo a dar a luz.
–¡Tiene Ud. razón, Lupus! –aceptó Tarstein–. Mañana temprano enviaremos al mejor oficial veterinario de la , y su equipo de asistentes, con la misión de cuidar y transportar sano y salvo a Berlin al perro daiva. No tenga dudas, que valorizamos a ese animal en su justa medida y lo consideramos un arma secreta del Tercer Reich.
Y sobre lo que preguntó primero: –prosiguió Tarstein– ¡fueron Uds. atacados por los Druidas!
–¿Por los Druidas? –repetí incrédulo– ¡Pero si estábamos en el Tíbet!
–Sí, por los Druidas. ¿Recuerda lo que le advertí el primer día que vino a esta casa?: “de entre los cazadores de la Sinarquía, los Druidas están encargados de cobrar las piezas de su especie” ... de su especie, Von Sübermann . Le sorprende que ellos lo hayan emboscado en el Tíbet, pero debe tener presente que Ud. se fue a meter en “La Puerta de Bera y Birsa”, vale decir, la siniestra abertura por la que ingresan a Shambalá los Sacerdotes de Melquisedec. En esa puerta en particular deseaba llamar Ernst Schaeffer, porque de allí han provenido hace miles de años los Archi-Sacerdotes y Archi-Druidas de las Ordenes europeas de la Fraternidad Blanca.
–¿Bera y Birsa? –pregunté desconcertado.
–Efectivamente, Bera y Birsa –replicó el asiático, al que llamábamos “Ave Fénix”.
–Recuerde Lupus ¿no vio Ud. dos imágenes majestuosas, una a cada lado de la Puerta?
–Supongo que se refiere a las figuras de los bodhisatvas alados, que estaban tallados en las paredes de la garganta, o dvara, o shen, es decir, en la abertura entre montañas al final de la cañada. Las recuerdo perfectamente: en ambas paredes de la garganta de salida, y como de una altura de 25 ó 30 mts., existían dos bajo relieves que representaban a unos Seres de naturaleza Divina, una especie de “ángeles” o “bodhisatvas” armados.
Quedé en silencio unos segundos, evocando aquella inolvidable visión. Luego agregué:
–Tenían alas: los dos ángeles exhibían desplegadas sendas alas de paloma. Y vestían túnicas blancas hasta los tobillos: ¡sí, era un traje de Druida o de efod levita! Incluso ostentaban el trébol de cuatro hojas en el pecho; y pequeñas estrellas, soles, medias lunas, en las guardas. Y recuerdo también sus armas: cada uno tenía su mano derecha cerrada sobre un mango, del que sobresalían a ambos lados dos globos. La escena era muy sugestiva y por eso la recuerdo con tanta nitidez: Yo me hallaba parado en la garganta de entrada, cuando ya se habían aclarado las cosas con Von Krupp; entonces miré hacia el Oeste, al final de la cañada, y ví el vértice del abra, o paso, flanqueado por aquellas colosales esculturas. Ambas señalaban con el índice de su mano izquierda la salida, como invitando a pasar, gesto que asimismo acompañaban con la expresión de sus diabólicos rostros ; empero, las manos derechas no cesaban de apuntar con sus globos en dirección de todo posible visitante, es decir, hacia el centro de la cañada. Creo que Yo miraba justamente la garganta del Oeste, y a sus terribles guardianes, cuando surgió desde allí la bola de luz que los tibetanos llamaban “el vîmâna de Shambalá”.
–No caben dudas, pues, que Ud. ha estado frente a la Puerta de Bera y Birsa –aseguró Ave Fénix–. Los misteriosos “ángeles” que ha descripto no son tales, ni tampoco “bodhisatvas”, sino Demonios de la peor especie, a los que se denomina comúnmente “Inmortales”: Bera y Birsa son dos Demonios Inmortales que durante miles de años han actuado en Europa y Asia, y cuya imagen Ud. ha tenido la suerte, o la desgracia, según se mire, de contemplar en esa cañada del Tíbet. Su amo, Melquisedec, los destinó hace milenios para que trabajasen en favor de la Sinarquía Universal del Pueblo Elegido, ocupándose especialmente de sostener la conspiración en el seno de los pueblos de linaje indoeuropeo, indoiranio e indostánico. En el contexto europeo, Ellos han sido los Archi-Druidas-Supremos que dirigían secretamente a la Orden druídica, y es por eso que Unicornis y otros Iniciados los califican también de “Druidas” o “Golen”. Pero Ellos son seres mucho más poderosos que los Druidas, a quienes mandan.
Por ejemplo, Ellos han sido distinguidos por Rigden Jyepo, el Rey del Mundo, con el Poder del Dordje, el arma más terrible del Sistema Solar. Dordjes: ¡esas eran las armas, semejantes a dos globos unidos por un mango, que Ud. observó en los bajos relieves de los Inmortales! Pero Ud. Lupus, no sólo percibió los Dordjes tallados en la piedra: Ud. experimentó en carne propia su mortífero poder.
Lo miré boquiabierto. Y Ave Fénix aclaró aún más lo que mis oídos se negaban a escuchar.
–Concretamente, Lupus: el zumbido de abejas que sintió, y que causó la muerte de sus Camaradas, no es otra cosa más que la manifestación acústica del Poder del Dordje, el cual actúa además en los otros cuatro tattvas; con el Dordje es posible emitir el om o el yod final, el monosílabo de la disolución de las Formas Creadas, que es idéntico al bija del Principio de la Creación. Es muy posible que haya sido el Demonio Bera quien aplicó el Poder del Dordje sobre su corazón. En síntesis, tenga por cierto que ha estado frente a la Puerta de Bera y Birsa, en un desfiladero del Tíbet conocido desde remotos tiempos como La Brea. Desde luego, a La Brea no es fácil llegar, es decir, no es fácil alcanzar su garganta Este, pero curiosamente en muchos mapas antiguos figura allí donde Uds. la encontraron, junto a los montes Altyn Tagh.
–No puede ser –negué irracionalmente–. Yo vi un vehículo volador, un navío extraterrestre; no sé que era, pero con seguridad el zumbido brotaba de él.
–Pues así es, apreciado Lupus: el fenómeno que Ud. vio era el Demonio Bera en todo su Poder. No se trataba de un navío volador, ni de un vîmâna o avión desconocido, sino de una “unidad absoluta de energía” del Universo animada por la infernal “Inteligencia” de Bera, que es la Sefirah Binah. Una “unidad absoluta de energía”, “un átomo arquetípico”, adoptado por Bera para presentarse y desencadenar la Fuerza disolvente del Dordje: eso es lo que Ud. presenció, aunque creyó ver otra cosa.
–No es posible –repetí turbado, resistiéndome a aceptar que aquella Presencia Mortal fuese en verdad un Demonio, “Inmortal”, y que ese Monstruo estuviese finalmente tras mis pasos. Comenzaba a comprender lo que quería significar Tarstein al advertirme sobre “los cazadores de la Sinarquía que procurarían cobrar piezas “de mi especie”.
Imperturbable, Ave Fénix continuó explicando:
–El átomo arquetípico es la Forma Primordial por excelencia, el Huevo de Brahma, la mónada hecha a imagen y semejanza de El Uno: todos los átomos reales y todas las formas atómicas, todas las unidades, emanan de él y participan de su existencia ejemplar. ¿Y sabe por qué Bera adoptó esa forma para manifestarse ante Ustedes y emplear el Poder del Dordje? Porque el único modo que le resta a un Demonio como El, traidor al Espíritu del Hombre, para resistir el Signo del Origen que Ud. exhibe, es encerrarse en la unidad absoluta de la Mónada Creada. Pero ya ha visto el resultado de esa táctica, Camarada Lupus: no ha podido con Ud., con el Signo del Origen que Ud. posee, y las Puertas de Shambalá se han cerrado para nuestros enemigos.
–Oh, Yo no sería tan optimista, Camarada Ave Fénix –sugerí, al tiempo que me estremecía agitado por antiguos y nuevos terrores–. Le hago presente que si conservo la vida no es precisamente por efecto del  Signo sino gracias a la intervención de esos guerreros increíbles que son los monjes kâulikas, y la colaboración inestimable de los perros daivas que nos sacaron de la cañada de Altyn Tagh.
–Ah, Camarada Lupus, me temo que Ud. no comprende la situación.
Ave Fénix me hacía el mismo reproche que Karl Von Grossen. Evidentemente Yo comprendía nada, o muy poco, de lo que ocurría a mi alrededor. O todos pretendían comprender mejor que Yo lo que pasaba. O Yo me estaba tornando extremadamente obstinado o estúpido. Mas, sea lo que fuere, había algo que sí comprendía, y en lo que no me equivocaba: la causa de todos mis males, que hasta ayer consideraba un maravilloso privilegio, era el inaprensible Signo del Origen. ¿Distinción de los Dioses o Estigma? Frente a mí, los hombres más importantes del Tercer Reich decían contar conmigo, y con mi Signo, para llevar adelante los planes del Führer. Pero, y eso sí lo iba comprendiendo ahora, las más terribles Fuerzas del Infierno, Fuerzas que Yo había visto de cerca en el Tíbet, me consideraban a priori su enemigo mortal y desarrollarían contra mí un ataque inimaginable.
Alegóricamente hablando, tal situación, la única si­tuación que tal vez comprendía, era que el Tercer Reich se aprestaba a marchar sobre el Mundo, como una ciclópea falange, y que Yo desempeñaría entonces la función de abanderado. Sí, sería el portaestandarte del Tercer Reich, y la bandera que enarbolaría sería el Signo del Origen, el Signo de Lúcifer, el Signo de Wothan, el Signo de Shiva, mi Signo. Y, como en todo ejército en operaciones, el Enemigo trataría de conquistar las banderas, nuestros estandartes, procurando abatir sin previo aviso al abanderado, tratando de quitarle la Insignia Sagrada del Espíritu, tratando de quitarle la vida, tratando de quitarle el estandarte, tratando de quitarle mi vida, tratando de quitarle mi Signo.
No protesté por el comentario de Ave Fénix, y éste prosiguió:
–Estimado Lupus: Ud. no debe a nadie su “salvación” más que a Sí Mismo. ¿Se olvida que si hubo Operación Clave Primera, y perros daivas, ello ocurrió porque previamente existía un Iniciado Kurt Von Sübermann, que portaba el Signo del Origen ? Los perros daivas, y Ud., son la misma cosa, porque sin Ud. no habría perros daivas ni Signo del Origen, o de Shiva, ni nadie capaz de colocar su Yo más allá de Kula y Akula. El Demonio Bera lo atacó con la furia de un vîmâna y Ud. cree que se salvó “gracias” a los perros daivas: ¡pues sepa que es su propia inseguridad, su falta de fe en Sí Mismo, su incomprensión de la situación, la causa de que aliente tan errónea convicción! ¡Porque si fuese Ud. en realidad el Iniciado que debe ser, seguro de Sí Mismo frente a la Muerte, y más allá de la Muerte, hasta el Origen, sabría sin dudar que su Signo lo ha tornado invulnerable al ataque de cualquier Ser Creado, aún el Dios más poderoso! ¡si se encontrase solo, frente a los Demonios Bera y Birsa, u otros semejantes, y Ellos le aplicaran todo el Poder del Dordje sobre el corazón, Ud. quedaría fácilmente fuera de su alcance situándose más allá de Kula y Akula, en el Origen, o creando con un tulpamudra sus propios perros daivas, o “caballos daivas” lungpa, o cualquier ilusión por el estilo !
–¡Está bien! ¡Está bien! ¡Me rindo! –propuse, sonriendo tristemente; y antes de que los reclamos de los Iniciados de la Orden Negra se volvieran incontestables–. Me esforzaré en comprender sus puntos de vista –prometí–. ¿Verdaderamente creen que esos malditos Inmortales no sólo me atacaron a muerte sino que cerraron la Puerta de su Guarida?
–Así es, Lupus –terció Tarstein–. Le diré lo que ha sucedido, de acuerdo a la visión coincidente de todos los Iniciados aquí presentes. En principio, y esto lo sorprenderá, tenemos motivos para pensar que Ernst Schaeffer no murió en La Brea. Y si hubiese muerto durante el ataque, estamos seguros de que los Inmortales lo resucitarían. ¿Para qué? Para que regrese a Europa a buscar su cabeza. Jamás, entiéndalo bien, Lupus, porque en esto le va la vida, Ellos jamás van a permitir que exista alguien como Ud. en una sociedad sinárquica. Por el contrario, estando Ud. de por medio no habrá pacto entre la Fraternidad Blanca y las Sociedades Secretas de la Sinarquía; y por consiguiente, no habrá constitución de la Sinarquía. Sin lugar a dudas, Ernst Schaeffer, u otro mentecato semejante, será delegado por los Demonios para hacer oír sus condiciones en Occidente: y en esas nuevas condiciones se exigirá la eliminación de Ud. y de todos los que como Ud. son portadores del Signo del Origen que ellos no pueden soportar.
La Sinarquia Universal del Fin de los Tiempos debe ver a los Dioses Traidores enseñorearse en el Mundo, como en los días de la Atlántida, codo a codo con los Grandes Rabinos del Pueblo Elegido: pero eso no lo podrán hacer mientras en el Mundo haya hombres espirituales que levanten el estandarte del Origen, que hablen con las Runas de Wothan. De allí que podamos afirmar sin temor a equivocarnos que la Operación Clave Primera ha sido un éxito: hemos llevado un Iniciado con el Signo del Origen a La Brea, frente a la Puerta de Bera y Birsa de Chang Shambalá; y lo hemos rescatado para la Estrategia del Tercer Reich. En una palabra, hemos infligido al Enemigo el más grande desafío en su propio terreno: es imposible que ahora quiera otra cosa más que la venganza. Y sus represalias ya no serán de orden diplomático o político, ya no propiciará pactos secretos que avalen golpes de Estado o intrigas palaciegas: el Tercer Reich deberá prepararse para resistir un formidable potencial militar.
Y en cuanto a Ud., Lupus: demás está decirle lo que representa para nosotros. Contar con Ud. significa disponer de ventaja estratégica para la ejecución de los planes de la Orden Negra. En base a esto deberíamos tratar de preservarlo de todo peligro; sería lo más lógico. Sin embargo haremos todo lo contrario: no descuidaremos de su seguridad, pero tampoco impediremos que Ud. cumpla su misión, la misión que le fue encomendada por los Dioses cuando lo señalaron con el Signo del Origen . ¡Seguirá, pues, corriendo riesgos! ¡Estudiaremos cuidadosamente sus futuras operaciones y lo enviaremos a cerrar, con su Signo Divino, las Puertas del Infierno! Ahora sabemos que Ud. puede hacerlo ¿lo hará?
Los dieciséis pares de ojos me taladraban el cerebro. Miré a Rudolph Hess, casi un padre para mí ¿qué podía negarle a él? Y a Konrad Tarstein, mi Instructor Hiperbóreo, el Sabio que me revelara tantos secretos ¿qué no le daría Yo a él, que nada necesitaba ni pedía para sí? Y a los restantes Iniciados, los Arquitectos Secretos de la Nueva Alemania, los Jefes de la Orden Negra : negarles algo a ellos era negarse a servir a la patria. En ese momento, neffe Arturo, mi respuesta sólo podía ser una:
–¡Heil Hitler! –grité, y levanté mi brazo derecho para asentir inequívocamente. Mi respuesta, neffe, y eso lo comprendieron todos, era un juramento, un voto de Caballero .


Cuando todos se retiraron, media hora después, y sólo quedábamos el anfitrión, Rudolph Hess y Yo en la Gregors­trasse 239, nos despedimos de Tarstein y partimos en el Mercedes. Igual que antes, Yo manejaba y Rudolph Hess permanecía en el asiento trasero. Ansiaba saludar a Ilse y descarté que iríamos a la casa de Rudolph, pero éste me advirtió enseguida “Al Hotel Kaiserhof”. Lo miré por el espejo retrovisor, sin comprender.
–¿No adivinas quién nos espera allí? –preguntó, mientras sonreía burlonamente. Temblé al preguntar:
–¿Papá?
–Si, Kurt. Tu padre en persona. El Barón Von Sübermann ha viajado especialmente desde Egipto para entrevistar a su escurridizo hijo.
–Oh, qué alegría; qué alegría. No puedo creerlo, todavía. ¿Tú le avisaste, no es cierto? ¿Dime la verdad, taufpate?
–Pues sí. Yo le notifiqué, cuando supimos que estabas en alta mar, que podría venir 20 días después a Berlín. Y eso fue lo que hizo sin perder un instante. ¿Qué mal había en ello? Es bueno que tu padre te vea al menos una vez al año. O al término de una operación en la que por poco pierdes la vida. Apruebas mi decisión, ¿verdad?
–Oh, sí, taufpate. Me has brindado el más bello regalo que Yo podía esperar.

Aquella fue una de las mejores noches de mi vida. Con Papá, Rudoph, Ilse y el pequeño Wolf Rüdiger[3], en Berlín, en Enero de 1939, el Mundo parecía estar en nuestras manos. Aún recuerdo que durante la cena, papá anunció que su hija se había casado con un Ingeniero germano-argentino y que al poco tiempo partirían para radicarse en la Argentina, donde los Siegnagel eran propietarios de una bodega. Y que Rudolph anunció también que Yo sería promovido en los días siguientes, en la jerarquía de la , con el grado de Standartenführer, saltando así el grado intermedio de Obersturmbannführer. Sería, dijo, uno de los Stantartenführer o Coroneles más jovenes de la Waffen .


[1] Cancillería del Reich.
[2] Lugarteniente.
[3] El hijo de Rudolph Hess, de dos años.