LIBRO CUARTO - Capítulo XVI


Capítulo XVI


Tío Kurt, lo que me has contado es maravilloso! ¡Tú solo, internamente, vale decir, sin ayuda de nadie, llegaste hasta uno de los Dioses Liberadores! –exclamé, impresionado por la similitud de su experiencia con mi percepción de aquel instante infinito, la noche del terremoto, durante el cual contemplé la Divina imagen de la Virgen de Agartha.
–Y dime tío: –agregué, haciendo caso omiso a los gestos de protesta de tío Kurt, que pretendía continuar linealmente con su relato– ¿pudiste conservar la facultad de comunicarte con el Capitán Kiev? quiero decir: ¿lograste escucharlo más adelante? ¿lo oyes aún hoy?
–Sí, neffe –afirmó con resignación–. Aunque pasaron varios años hasta que Yo me atreví a dirigirme directamente a El, Su Voz me guió en todo momento, salvándome la vida poco tiempo después, en Asia, como verás si me dejas proseguir el relato. Pero te anticipo una respuesta afirmativa a tu última pregunta: aún le oigo; aún me guía. El me ordenó venir a Santa María y permanecer aquí. Y si bien cumplí con Su mandato, lo hice a disgusto, y todos estos años, estos treinta y tres años, los pasé en abierta rebeldía contra los Superiores Desconocidos. Sí, neffe: El me habló muchas veces, y aún me habla, como lo hizo antes que tú llegases, cuando vibró el zumbido de las abejas, el sonido del Dorje de los Druidas, y me advirtió que sería atacado; mas Yo no he respondido a Sus mensajes. Nunca lo he hecho desde 1945.
–¿Dios mío! ¿Por qué, tío Kurt?, ¿cómo has podido quedarte en silencio, permanecer indiferente frente a la Voz de los Dioses? –no comprendía su actitud y se lo hacía saber casi gritando. Perseguido por los Druidas, por la Fraternidad Blanca, por toda una Jerarquía de seres infernales: ¿cómo se podía despreciar la única ayuda posible, el auxilio de los Dioses Liberadores? Oh mein Gott, qué difícil se me hacía entonces entender a tío Kurt.
–Sé que no puedes comprenderme, Arturo. Pero es que tendrías que ponerte en mi lugar, estar en mi pellejo en 1945, viendo a Alemania destruida por la Sinarquía de los Aliados y comprobando que los hombres más Sabios, los Iniciados de la Orden Negra, desaparecían sin dejar rastros en los Oasis Antárticos o a través de las Puertas Expandidas. Y mientras Ellos se iban, hasta la Batalla Final o quién sabe hasta cuando, Yo recibía la orden de quedarme en el Infierno, solo, a cumplir una misión de la cual no sabía nada en absoluto y en la que no creía. Sí, neffe, puedes llamarle falta de fe o como quieras, pero Yo no creía que mi permanencia aquí fuese realmente importante: me sentí abandonado, traicionado por los Dioses, librado a mi suerte. ¿Qué podría hacer Yo frente a la Gran Conspiración triunfante? Y sin embargo estaba equivocado. Ahora lo sé, y espero que no sea tarde para corregir mi estúpida postura. La carta de Belicena Villca me ha mostrado una parte insospechada de la Historia, un costado que otorga sentido final a mi vida. Porque, naturalmente, sólo me resta morir con honor para lavar la mancha de estos años de quietud innoble.
Tío Kurt se torturaba inútilmente y, una vez más, era Yo el causante de su dolor. Maldecí haber preguntado y hubiese querido que la tierra me tragase allí mismo. Y no había forma de detener su subjetiva autocrítica.
–¡Yo soy un , Arturo! ¡Un Iniciado de la Orden Negra ! –dijo con desesperación–. Y me he mantenido en una cómoda situación; oculto todos estos años, pero seguro, cómodamente seguro!: ¡maldito sea Yo y todos los oficiales  que hayan actuado del mismo modo! ¡Deberíamos haber luchado, formado conciencias jóvenes, revelado la Sabiduría Hiperbórea! Pero preferimos callar, asumir una actitud cobarde que pretendía ser prudente: Imagínate, Arturo: ¡si ni a los Dioses fui capaz de responder, cuánta menos voluntad tendría para esclarecer a nadie! ¿Y sabes por qué? ¡porque en el fondo no creímos en las nuevas generaciones, ni en el Triunfo del Führer, ni en la Batalla Final! Tal vez, y digo sólo “tal vez”, seamos en parte disculpados porque en nuestra convicción ha de haber intervenido la mano del Enemigo, el Poder de Ilusión de la Fraternidad Blanca. Fuimos incrédulos y egoístas, y no debemos esperar perdón de los Dioses pues Ellos no son jueces. En verdad, estamos obligados por nosotros mismos, por nuestro honor...
Hasta hoy, neffe, viví adoptando el papel de víctima, afirmando con intransigencia que nada se podía hacer contra la Sinarquía salvo aguardar la Batalla Final, el Fin del Mundo, el Apocalipsis, una intervención Divina. Y esto lo decía con ironía, sin creer que la Parusia fuese a ocurrir, que Yo llegase a verla. Y en mi desdén, y en la indiferencia de tantos otros que quizás obran igual que Yo, condenamos a la ignorancia a quienes con seguridad deberán participar en la Guerra Esencial, en la Batalla Final de la Guerra Esencial. ¡Oh, Dioses, que necios hemos sido! No lo había comprendido hasta hoy, hasta que tú viniste y me expusiste tu vida predestinada, hasta que tú me relataste los años de búsqueda y me mostraste la imposibilidad de hallar la Verdad en alguna parte: ¡cuánto camino a ciegas te podrías haber ahorrado si me hubieses conocido antes! A mí, a Oskar, o a cualquiera de los que conocíamos la Verdad! ¡Oh, Arturo ¿qué hemos hecho?! Salvamos nuestras miserables vidas pero al costo de perder el honor, de abandonar a los jóvenes a sus propias fuerzas, de permitir que fuesen corrompidos y destruidos por el Enemigo...
–Pero tío Kurt –dije tratando de calmarlo– tú recibiste una orden del Capitán Kiev: debías permanecer oculto por motivos estratégicos, quizás aguardando la carta de Belicena Villca. Puede ser que otros  hayan actuado egoístamente, como dices, mas Yo encuentro muy significativa tu historia, la mía, y la de Belicena Villca. Veo todo muy sincronizado, muy coincidente, y se me ocurre que los ­Dioses lo tenían calculado de antemano. Así, pues, que no debes amargarte en vano: las cosas tendrán sentido, tus treinta y tres años en Santa María tendrán sentido, si cumplimos con el pedido de Belicena Villca y hallamos a su hijo y a la Espada Sabia, si mostramos su carta a Nimrod de Rosario y nos incorporamos a su Orden de ­Constructores Sabios.
–Tal vez tengas razón. Pero he comprobado mi error y nada me impedirá pagar la deuda de honor que debo a los que venían tras de mí. ¡La deuda es contigo, Arturo, lo sé! Y por eso estoy dispuesto a morir si es preciso; a morir con honor, como muere un oficial . Sí, Arturo, considéralo como un juramento: ¡te protegeré de los Druidas, pondré a tu disposición todas las facultades y poderes que desarrollé en la Orden Negra, y moriré por ti si es necesario, para que tú cumplas la misión que te encomendara Belicena Villca!

Fue inútil que intentara persuadir a tío Kurt que la situación no era tan grave, que nadie iba a morir. Sólo logré convencerlo de mi ingenuidad. De todos modos, una cosa era clara: increíblemente, poseía la facultad de comunicarse telepáticamente con el Capitán Kiev, uno de los Señores de Venus que Belicena Villca mencionara reiteradamente en su carta.