LIBRO CUARTO - Capítulo X


Capítulo X


Tres años permanecí en Lissa perfeccionándome en el “Cuerpo Selectivo”, durante los cuales sólo vi a mi familia en las ocasiones en que podía viajar a Egipto; esto es, una vez cada año en las vacaciones de verano. A Rudolph Hess me propuse molestarlo lo menos posible, pero las pocas veces que llamé al número telefónico que él me diera, no logré hablarle directamente sino por intermedio del oficial  Papp.
De todos modos, nunca fui desatendido en mis escasas solicitudes, a todas las cuales accedió amablemente dicho oficial. Pero Rudolph Hess era mi tutor y, por lo tanto, el responsable de firmar las planillas de calificaciones y otros trámites burocráticos, como corresponde a cualquier padre. Jamás me enteré que esto no se cumpliera, por lo que Yo suponía que Rudolph Hess habría previsto un mecanismo automático, por el cual sería informado sobre el desarrollo de mis estudios. Finalmente verifiqué que esta teoría era correcta.
Para algunas navidades y celebraciones especiales, que la familia Hess pasaba en la intimidad, fui invitado a estar con ellos, lo que me producía mucha alegría, pues constituían mi única familia en Alemania.
Durante esos tres años, aparte de la instrucción secundaria normal, aprendí religiones, lenguas y costumbres del Asia y recibí intenso entrenamiento en prácticas expedicionarias y de exploración. Montañismo, equitación y técnicas de supervivencia, nos apartaban de las prácticas de deportes convencionales que realizaban los demás cuerpos estudiantiles del NAPOLA.
Era “vox populi” entre los estudiantes del “Cuerpo Selectivo de Estudios Orientales”, que se nos entrenaba para futuras misiones en el Asia, pero nadie sabía dar noticias del carácter que tendrían aquellas.
En 1936, tercer año de estudios en una carrera que duraba cuatro, fui seleccionado para recibir instrucción aérea y transferido a las Flieger H. J. (Flieger Hitlerjugen) división de las juventudes Hitlerianas especializada en vuelo de planeador. Sin embargo –éramos veinte en las mismas condiciones– se nos instruyó en el manejo de avio­nes Messerschmitt y perfeccionó nuestra deficiente práctica con armas ofensivas.
También recibimos por esa época un cursillo sobre “El Graal y el destino de Alemania” dictado por el Coronel  Otto Rahn, prestigioso erudito en Historia de la Edad Media y autor en 1931 del libro “La Cruzada Contra el Graal”.
Llegó, por fin, el egreso del NAPOLA en 1937 y la consiguiente posibilidad de encauzar una exitosa carrera profesional.
Las opciones que se ofrecían a los graduados iban desde hacer carrera en el ejército o el partido, hasta la incorporación a la administración, la industria, o la vida académica. Quienes seguían carreras no militares, cursaban la Universidad y se doctoraban en Filosofía y Letras, en Leyes, o en Matemática y Ciencias Exactas.
Gran parte de los graduados, aspiraban a incorporarse a la Waffen  para lo cual debían someterse a rigurosas pruebas de ingreso. Pero para el Cuerpo Selectivo, este ingreso era automático, pues muy grande había sido el esfuerzo que la patria depositara en nuestro entrenamiento. Y, además, éramos solamente noventa egresados los que aspirábamos al grado de Ostenführer de la .
Se podría pensar que una gran alegría embargaba a todos, y eso era cierto en lo que respecta a mis ochenta y nueve compañeros. Yo, en cambio, sentía empañada mi felicidad por un extraño suceso que merece ser mencionado en este relato, por las implicaciones posteriores que tuvo.
Al completar el plan de estudios la primera promoción del Cuerpo Selectivo, –del cual Yo formaba parte– uno de nuestros Profesores, Ernst Schaeffer, se abocó a la tarea de seleccionar un pequeño grupo para una “operación especial”. Comenzó a circular entre nosotros, el rumor de que dicha operación era en realidad una importante misión en el Asia, por lo que se produjo un consecuente estado de excitación general. No había quien no anhelara participar en la ultraconfidencial misión que, se decía, había sido encomendada por el Reichführer Himmler en persona.
El Profesor Ernst Schaeffer dictaba cátedras de religiones orientales, especialmente Budismo, Vedismo y Brahmanismo con singular erudición, pero no era oficial de la  sino de la Abwer, el Servicio Secreto del Almirante Canaris. Por esta razón las conjeturas indicaban que la misión en el Asia sería una operación de espionaje, quizás en India o Rusia.
Nuestro pequeño grupo de pilotos de la Flieger –H.J. no había sido incluido en la selección por alguna razón que ignorábamos y, aunque la rígida disciplina interna exigía absoluta obediencia y subordinación, Yo no creía faltar a ningún reglamento si me ofrecía como voluntario. No sabía el destino de la misteriosa misión, pero el entusiasmo por ser admitido me hacía pensar que el conocimiento de diez lenguas orientales sería un buen argumento para lograr mis propósitos.
Conforme a esta convicción fui un día al encuentro de Ernst Schaeffer. Se encontraba en un aula con un grupo de seis camaradas del Cuerpo Selectivo, dándoles algún tipo de instrucción. Una sola mirada al pizarrón, de donde pendían láminas con dibujos de cuerpos humanos cubiertos de flores de loto, me bastó para saber que daba explicaciones sobre los antiquísimos conceptos fisiológicos del Tantra Yoga.
La cara de disgusto que puso al verme fue como un presagio de que en algo me había equivocado al suponer que el Profesor podría incluirme en sus planes. No obstante el mal presentimiento que tenía, decidí jugar mi carta.
–Heil Hitler –dije por todo saludo.
–¿Qué desea Von Sübermann? –dijo ignorando el saludo político.
–Perdón Herr Profesor. He sabido que Ud. selecciona personal para una importante misión en el Asia y, si bien no sé gran cosa de ella, deseo que se considere la posibilidad de incluirme. Es decir, me ofrezco voluntariamente.
–¿Ud. Von Sübermann? –Me miraba aguzando la vista, con una expresión cínica–. ¿Y para qué desea Ud. ir al Asia Von Sübermann?
–Creo que no me ha comprendido Herr Profesor. Yo deseo ser útil a la patria y ésta es una forma de demostrarlo. Tal vez mis conocimientos de las costumbres y lenguas de Medio Oriente, puedan servir en su misión. O mi licencia de piloto. O las lenguas del Lejano Oriente. Tengo voluntad de servir y por eso me ofrezco –dije con convicción.
El gesto, en un principio sardónico, en la cara del Profesor, se estaba tornando agresivo y en sus ojos se traslucía un brillo de ira. Yo tampoco las tenía todas conmigo y ya sentía hervir la sangre en las venas. Al fin de cuentas, en ese 1937, yo tenía 19 años y el orgulloso Profesor, no más de 25 ó 26, es decir, edades en las que conviene medir las palabras y los gestos...
–Von Sübermann –dijo con violencia– debo agradecer su buena voluntad, pero Ud. es la última persona que Yo llevaría al Asia ¿me entendió?
–No, Herr Profesor –contesté, pues realmente no comprendía el motivo por el cual el Profesor Schaeffer me ­odiaba hasta llegar al extremo de no poder disimularlo.
–¿No entiende Von Sübermann? –comenzó a gritar en forma descontrolada–. Pues bien, se lo diré con todas las letras. Ud. es una persona siniestra, portadora de una marca infamante. Su presencia es una afrenta en cualquier ámbito espiritual, una afrenta a Dios, que en su infinita misericordia le permite vivir entre los hombres. Debería ser marginado, apartado de nosotros o, mejor, exterminado como una rata, porque Ud., Von Sübermann, contamina de pecado todo cuanto le rodea, Ud. ... –continuaba Ernst Schaeffer con sus insultos, totalmente fuera de sí y Yo, que en un primer momento había quedado asombrado al oír una alusión al Signo, estaba reaccionando rápidamente.
Sin pensarlo, disparé el puño derecho a la cara del Profesor, dándole de pleno en el mentón. El golpe fue bastante fuerte, pues lo envió trastabillando varios metros más allá, sobre los pupitres del aula. Los seis estudiantes, alertados por los gritos de Schaeffer, concurrieron apresuradamente en su socorro y, mientras cuatro de ellos lo ayudaban a levantarse, otros dos me sujetaban para evitar que volviese a pegarle.
Estaba envuelto en furia pues la agresión del Profesor, me había herido en lo más profundo. Yo era inocente; nada sabía de Marcas ni Signos; estudiaba con mis esfuerzos puestos en buscar el bien de la patria y eso era sin ninguna duda un fin noble.
No entendía el odio del Profesor Schaeffer ni su deseo de que me “exterminaran como una rata”.
–Sin duda está loco –pensaba mientras era arrastrado hasta la puerta por los alumnos escogidos de Ernst Schaeffer.
–¡Llévenselo! ¡Quítenlo de mi vista! –gritaba completamente fuera de sí–. ¡Es un mentiroso y un homicida! ¡Dice no entender pero en el fondo de su corazón todo lo sabe, porque él es la imagen de Lúcifer tentador! ¡Su propósito es destruir nuestra misión con su presencia maldita...!
Minutos después todavía sonaban en mis oídos, las absurdas acusaciones de Ernst Schaeffer: Homicida, mentiroso, marca infamante, Lúcifer... ¿Dios, qué es esto?
–¿Estás bien Kurt? –Uno de los “elegidos” me sacudía por los hombros, tratando de hacerme reaccionar. Lo miré, cegado aún por la furia y el desconcierto que la actitud del Profesor me había provocado, y recién lo reconocí. Era Oskar Feil, un buen camarada originario de Vilna, Letonia. Ambos trabamos amistad en los primeros años del NAPOLA, cuando por nuestro carácter de “extranjeros” éramos objeto de la burla de nuestros camaradas alemanes.
–Kurt, tranquilízate –dijo Oskar–. Debo volver al aula, pero tengo que hablar contigo. Espérame en el gimnasio dentro de media hora.
Lo miré alejarse y sacudí la cabeza tratando de despejarme de esa pesadilla. No sabía que Oskar formaba parte del grupo seleccionado por Ernst Schaeffer ni sospechaba sobre qué quería hablar, pero lo esperaría pues él era uno de los pocos amigos que tenía en Lissa. Sin embargo esa media hora de espera sería tan larga como un siglo, pues mi estado de ánimo me impulsaba a irme inmediatamente de allí y retornar a Berlín, asiento de la Flieger H.J.
Luego de lavarme la cara con agua fría y dispuesto a aguardar a Oskar, me situé en un rincón solitario del enorme gimnasio. Estaba más tranquilo cuando llegó mi kamerad.

–Hola Kurt –dijo– veo que estás mejor.
–Sí Oskar. Ya pasó todo. Siento haberme descontrolado, pero los insultos del Profesor no me dejaron otra alternativa. ¿De qué querías hablarme? –pregunté fríamente, pues ignoraba su posición sobre lo ocurrido.
–Escúchame bien Kurt, –dijo–. Tú eres mi amigo, el único en quien puedo confiar. He sido elegido por Ernst Schaeffer probablemente por equivocación, pues nada me une a él y a su grupo. Cada día que pasa, más me doy cuenta que hay algo raro en todo esto, pero vivo simulando, llevado por el deseo egoísta de compartir la misión en Asia y obtener el beneficio profesional que reportará a todos sus miembros. Quisiera hablar con plena confianza contigo para que me aconsejes, pero debes prometerme que no dirás a nadie lo que te cuente. ¿Lo harás Kurt? ¿Puedo confiar en ti?
–Sabes que sí Oskar –dije aliviado– ten la seguridad que nadie se enterará de nuestra conversación ni de su contenido.
–Acepto tu palabra, Kurt –me dio la mano para sellar el pacto–. Hay en todo este asunto varios puntos extraordinarios. El primero es el lugar de la misión: El Tíbet. Evidentemente nos equivocábamos cuando presumíamos que se trataría de espionaje. En el Tíbet no hay nada para espiar; allí se va a buscar otra cosa. Y eso no es todo. Tampoco es claro el criterio puesto en la selección de nuestro grupo, pues no se han elegido los mejores sino los más obsecuentes con el Profesor Ernst Schaeffer. ¿Qué dices a todo esto Kurt? 
–Después del incidente que he tenido hoy, no podría opinar imparcialmente sobre el Profesor Schaeffer, pero admito que hay algo anormal en todo esto –dije reflexionando sobre lo que me confiaba Oskar.
–Si alguna duda tenía –continuó– ésta se disipó hace un rato, cuando discutió contigo. El no te rechazó por algún motivo profesional, sino porque algo en ti, algo espiritual, podría hacer fracasar la misión. Y ese algo es para él sumamente odioso. No me gusta nada toda esta locura. ¿Crees que debería renunciar al grupo?
–No sé distinguir ya lo bueno de lo malo –dije con tristeza– pero veo una buena razón para que continúes en la misión al Tíbet: ¡eres la única persona cuerda de ese grupo y alguien debe contar las cosas como son a la vuelta del viaje!
Rió Oskar con mi respuesta.
–Creo que te haré caso –dijo– pero será a ti a quien tenga al tanto de todo lo que ocurra.
Me sentía halagado por la confianza de Oskar.
–Otra cosa Kurt –continuó–. Sé que dejarás pasar lo de hoy y pronto lo olvidarás, pues así es tu carácter generoso, pero esta vez seré Yo quien te aconseje: ¡habla con tu Tutor y cuéntale todo lo ocurrido hoy! Se dicen cosas increíbles sobre los poderes espirituales de Rudolph Hess; nadie mejor que él para analizar la incalificable actitud de Ernst Schaeffer. Prométeme que lo pensarás, por lo menos.
–Lo pensaré, lo pensaré –dije sorprendido por la sugerencia de Oskar–. Te lo prometo, aunque recién veré al taufpate dentro de un mes, para la graduación.
Nos despedimos y una hora más tarde, abordaba el tren a Berlín sumido en sombrías cavilaciones.