LIBRO CUARTO - Capítulo XXXVIII


Capítulo XXXVIII


Puedo decir, neffe, que los Verdes nos pusieron sin inconvenientes en las puertas mismas del consulado alemán en Shanghai. El plan se realizó como lo había previsto Thien-ma. Seis días ­después nos hallábamos navegando en un recio y macizo junco por la cenagosa corriente del Yangtse-Kiang. Pasamos tranquilamente frente a Nanking y, a la altura de la ciudad de Chin-Kiang, dimos con la confluencia del río Vu-Sang. Con gran habilidad, el capitán viró el timón y se introdujo en la corriente descendente de este último río, pues 500 km. más adelante, sobre su orilla izquierda, se levanta la populosa Shanghai.
Es inimaginable la mercancía que transportaba aquel inocente junco. Claro que no lo sería tanto si se lo inspeccionaba de cerca y se admiraba la hilera de cañones a babor y estribor, y las dos ametralladoras pesadas a proa y a popa. Pero las precauciones no estaban de más pues el barco contrabandeaba armas, explosivos, telas finas, porcelana, metales, minerales, especias, alimentos, opio, y hasta desertores de ambos bandos chinos o vulgares delatores, además del clásico cargamento de prostitutas chinas del que ninguna organización semejante podía prescindir. Junto a tan heterogéneos y peligrosos artículos, nosotros resultábamos una insignificante molestia. Recién lo comprendimos en Han-Kiang, al abordar el junco y comprobar el fuerte volumen de mercadería que traficaba la Banda Verde: como aquél, nos informó nuestro guía, la Sociedad poseía toda una flota sólo en el Yangtse-Kiang, sin contar los que flotaban en otros Ríos y en el Mar, y que viajaban hasta Hong Kong, Cantón o Macao.
Sobre el río Vu-Sang, pasamos frente a numerosos y modestos poblados, dedicados a la labranza y el cultivo, y al lago Tai-Hu que llena con sus aguas. Tras deslizarnos 200 km. llegamos a Shanghai y atracamos en un pequeño embarcadero privado, provisto de una gran choza que servía de depósito. Otros miembros de la Banda, que aguardaban disciplinadamente, se encargaron de la descarga y la estiba, y de llevarse a las prostitutas y a los fugitivos. Nos sorprendió la ausencia de control japonés, a los que tampoco vimos en Nanking ni en ninguna otra parte. –Es que los japoneses ya fueron untados –nos dijo el guía en su llamativo pidgin, una jerga mezcla de portugués e inglés que se habla en las costas marítimas de China: obviamente, llamar untar al soborno es una ironía propia de Portugal y España. –¿No os lo explicó el Señor Thien-ma? Le contesté en la misma lengua que sí, pero que nos impresionaba el poder que la pasta de la Banda Verde ejercía sobre las personas untadas. Sonrió y nos comunicó que iríamos de inmediato a Shanghai.
Al salir de la zona portuaria, tomando por calles que el guía parecía conocer muy bien, llegamos a una plaza-mercado de enormes dimensiones, donde existía una natural aglomeración de cientos de yin-kiricsas, esos vehículos japoneses tirados por un hombre, que tienen forma de calesa individual y los ingleses denominaban rickshaw. Nos pareció el colmo de la organización y la disciplina el verificar que seis se hallaban apartadas esperándonos, sin dudas advertidos por los Verdes que habían salido antes del puerto. Miré de reojo a Von Grossen, pero lo notó.
–Estos malandrines sí que saben hacer las cosas –gruñó–. Deberíamos venir a aprender de ellos.
Yo no atendí a esta exageración pues ya rodábamos a bastante velocidad y me absorbía completamente la vista de la gran ciudad: con 5.000.000 de habitantes en 1938, Shanghai para los ingleses, Changai para los franceses, y Xangae para Portugueses y Españoles, era una ciudad tremenda para cualquier par de ojos occidentales. Ahora nos dirigíamos a la “Colonia modelo”, o bund, la isla que los occidentales supieron levantar en medio de un pantano insalubre, que fue el único lugar cedido por los chinos en el tratado de Nanking de 1842, rubricado a cañonazo limpio por los ingleses que en ese año ocuparon Shanghai pese a los 250 cañones de las baterías sobre el Vu-Sang: los piratas desembarcaron la infantería, que neutralizó los cañones y marchó sobre la ciudad, mientras los barcos ingresaban por la puerta del Norte y los chinos huían por la puerta del Sur.
Sobre esos terrenos pantanosos se levantó una magnífica ciudadela europea, amurallada, con canalización empedrada del agua, y calles pavimentadas e iluminadas. Se construyeron edificios gigantescos pertenecientes a las tres potencias ocupantes: Inglaterra, Estados Unidos y Francia; y pronto surgieron tres barrios característicos de esas nacionalidades, además del infaltable chinatow, llamado Nantao por los chinos. Las tres potencias colonialistas obtuvieron zonas extensas de puerto privado para que sus Compañías de Comercio Exterior instalasen factorías comerciales. Cuando los alemanes pretendieron ingresar en este negocio, el puerto ya estaba completamente repartido y se vieron obligados a pagar franquicias a sus competidores. De todos modos, no era mucho lo que Alemania comerciaba con Shanghai, aunque suficiente para exigir la presencia de un Cónsul; la Embajada se encontraba en Nanking. Naturalmente, la presencia japonesa en Shanghai, y su desconfianza hacia las potencias imperialistas cartaginesas que habían operado en la región, abría promisorias expectativas a Alemania de obtener un mayor reparto del botín.

Los rickshaw atravesaron a la carrera la cerca enrejada, cruzaron un bien cuidado jardín, y se detuvieron frente al portal de una mansión de estilo renano. Un sargento de la Kriegmarine se aproximó a nosotros mientras descendíamos.
–¡Heil Hitler! –saludó Von Grossen–. Soy el  Standartenführer Karl Von Grossen en misión especial, Sargento. Tenemos que ver urgentemente al Cónsul.
–Sí, Señor –aceptó el marino–. Haga el favor de entregarme sus papeles y enseguida será atendido.
–¡No tenemos papeles, Sargento! Aquí tiene una lista con los nombres y el grado militar de estos Caballeros que me acompañan y el mío. Todos somos oficiales
El previsor Von Grossen había redactado una nota para el Cónsul, anticipándose a un posible bloqueo burocrático. Decía así:
           
Señor Cónsul del Tercer Reich,
Shanghai,
            Nos presentamos ante Usted, y solicitamos ser repatriados inmediatamente a Alemania, los  Standartenführer Karl Von Grossen,  Sturmbannführer Kurt Von Sübermann,  Hauptsturmführer Oskar Feil, y los hombres procedentes de Bután, el gurka Bangi y el lopa Srivirya, todos integrantes de la Operación “Clave Primera”, Ultraconfidencial, código A I R.S.H.A., autorizada: Hitler, Himmler, Heydrich.
                                                                                                                                  Saludamos a Ud. atentamente
                                                          
            Firma: Karl Von Grossen
            Comandante de la Operación Clave Primera.
           
–Aguarde un momento Señor –solicitó el marino, y penetró con presteza en el edificio. Afuera quedaba aún otro guardia.
Parece que está todo bien –dijo el Verde–. Yo me retiraré ya mismo, pero todavía estaré un día en Shanghai. Podéis buscarme en el puerto si surge algún problema y, por si he partido, os dejaré el nombre de un contacto al que advertiré que vosotros os encontráis bajo la protección de la Banda Verde. Recordad que nosotros siempre os podremos sacar de China.
Afortunadamente no fue necesario recurrir nuevamente a la Sociedad Secreta del hampa chino. Mientras aguardábamos al Sargento, Von Grossen interrogó al marinero. Este le informó que el Consulado se hallaba al final del barrio francés, casi junto al arroyo Oang-Kin-Pan, rodeado por las sucursales de las pocas compañías alemanas que comerciaban con Shanghai. También le dijo que en el puerto estaban anclados dos barcos alemanes, con salida prevista para tres y siete días después.
El sargento regresó acompañado de un Secretario diplomático.
–Pasen por favor, Señores –ordenó.
Los cinco ingresamos a una cómoda sala de espera.
–Tomen asiento, que enseguida serán atendidos –pidió, y salió por una puerta panel, no sin antes echar una mirada de desconfianza a Bangi, Srivirya y al perro daiva.
Una hora tuvimos que esperar, hasta que al fin regresó el Secretario y nos condujo a la oficina del Cónsul. Era éste un diplomático de carrera oriundo de Colonia, enviado a Shanghai seguramente para aprovechar su conocimiento natal del francés, y el inglés universitario. Impecablemente vestido con traje negro, no representaba más de 40 años de edad y aparentaba estar tranquilo.
–Disculpen la demora, pero he debido llamar a Nanking. No se imaginan de qué manera ha protestado el Embajador, Barón Heinrich Von Baden, por lo que considera una intromisión de la R.S.H.A. en el Ministerio del Exterior: no acepta excusas por no haber sido informado sobre esa misión secreta “Clave Primera”.
–Pero es que la operación no debía desarrollarse en la China sino en el Tíbet –interrumpió Von Grossen–. Aquí hemos llegado huyendo.
–No se preocupe, Standartenführer: Von Baden siempre protesta –lo calmó el Cónsul sonriendo–. Déjeme terminar. Fue consultado el agregado militar, quien confirmó que sus nombres y grados figuran en el listado cifrado de la . De lo que no conocía una palabra, por supuesto, era de la Operación Clave Primera. Por lo tanto, se ha enviado una solicitud de informes a Alemania y se está a la espera de la respuesta. Apenas llegue el cable la situación de Uds. quedará resuelta.
–¿Y eso cuánto puede demorar? –pregunté irracionalmente.
–¿Cómo saberlo? Si es cierto que son quienes dicen ser, comprenderán que Berlín puede responder en una hora, en un día, o no contestar y hacer algo. Tratándose de la R.S.H.A. nadie puede anticipar su reacción. Y tengan presente que no estoy efectuando una crítica pues Yo también soy de la  –se atajó–. Sturmbannführer honorario : obtuve ese grado en 1936, gracias a la gestión del actual ministro del Exterior, Joachim Von Ribbentrop.
–¡Muy bien! –aprobó Von Grossen.
–Sí. Soy de la  y por eso les aconsejaré lo que harán desde ahora. Si permanecen aquí me veré en la obligación de ponerlos bajo custodia, cosa que para Uds. sería muy molesto. En cambio los haré conducir a un Hotel que se encuentra a cuatrocientos metros, donde estarán cómodos hasta que lleguen noticias de Alemania o de Nanking. Al Embajador le diré que no pude detenerlos y que, de todos modos, están seguros allí. No tenían sus papeles verdaderos ¿pero tienen otros papeles? ¿dinero? Se me ocurre que deben estar provistos de ellos pues sino no hubiesen logrado atravesar China.
–En efecto, Sturmbannführer Kónsul: disponemos de documentación falsa y dinero. Buen dinero, nos dijeron, pues también es falso, –confirmó Von Grossen con sarcasmo–. Le agradecemos sus consejos, y los seguiremos al pie de la letra pues parecen muy sensatos. Luego de pasar meses explorando el Asia no podríamos resistir ni una hora prisioneros.
–Es cierto que me dijo que venían de Bután. ¡Por Dios, qué viaje! ¿Y de qué huían a través de China, se puede saber? ¿de los comunistas?
Creo, neffe, que los cinco pensamos en ese momento en el Valle de los Demonios Inmortales, en el vîmâna de Shambalá, en el zumbido mortal, y nos echamos a reír a carcajadas.
–Ja, ja, ja ¿De los comunistas? No Herr Kónsul: huíamos de sus Jefes –respondí con los ojos inundados de lágrimas –Ja,ja, ja. Pero no podemos revelarle quiénes son: ¡no lo creería!
Karl Von Grossen asintió riendo, gesto que imitó Oskar, Bangi y Srivirya. El sorprendido Cónsul optó por no preguntar más y nos hizo acompañar por el Secretario hasta el cercano Hotel.

Todo se solucionó en los siguientes días. Llegaron órdenes terminantes de Alemania para que se nos embarcara inmediatamente y sin discusiones. Siete días después salíamos en un buque carguero que haría en Macao la primera de una interminable serie de escalas comerciales. Sin embargo, el Capitán nos comunicó que “en algún lugar del Océano Indico”, cuyas coordenadas le serían transmitidas por radio, trasbordaríamos a un buque de guerra. Así ocurrió a pocas millas de Sumatra: un desconcertado Almirante nos recogió en su crucero y puso rumbo directo a Alemania. El barco se dirigía a la Argentina junto a otros dos, ejecutando una maniobra largamente planeada. A la altura de Ciudad de El Cabo, recibió la orden de desviarse al Océano Indico para alzar cinco pasajeros. Su nueva misión estaba calificada de “máxima seguridad” y, desde el momento en que abordaran los misteriosos personajes, debía transmitir en una clave supersecreta y evitar todo contacto con otros barcos o estaciones terrestres. Nadie debía poder ubicar al crucero pues, de lo contrario, existía la posibilidad de que “entrasen en operaciones”. –“¿Quién nos atacaría a nosotros en tiempos de paz?” –mascullaba el Almirante–. “Debe tratarse de otro juego de Estado Mayor, una maniobra secreta de prueba para la Kriegmarine”.
El Almirante no imaginaba que si las fuerzas sinárquicas hubiesen conocido la ubicación de su barco, y la identidad de sus ocupantes, se lo habrían hundido allí mismo.