LIBRO CUARTO - Capítulo XXXV


Capítulo XXXV


Qué ciudad, neffe! En aquellos días contaba con no menos de 130.000 habitantes, y un perímetro de más de 20 km. A sus altísimas murallas llegaban rutas de todo el Asia: de Mongolia, de Rusia, del Turquestán, de la Dsungaria, del Afganistán, de la India, etc., además del mencionado Chang-Lam procedente de Lhasa, por el que arribaron las carretas que nos transportaban. Nuestro camino, desde que los perros daivas nos depositaron al pie de la cordillera Chan Nan, seguía un mismo derrotero natural: bordear la cordillera por un lado, que ahora se prolongaba en los montes Ma-ha-che, y el Río Sining por otro; sobre su orilla derecha se hallaba ­Sining-Fu, a 2.500 mts. de altura.
La ciudad de Sining era un gigantesco mercado, al que ni la guerra civil, ni la guerra nacional contra el Japón, habían afectado su ritmo febril. La única alteración la constituían las diferentes tropas que coexistían recelosamente y que de tanto en tanto protagonizaban algún incidente. Tales tropas pertenecían a otros tantos ignotos ­­Señores o triadas y controlaban, cada una, un sector de la ciudad: hasta existían facciones nacionalistas y comunistas, además de las aristocráticas o nobles, tradicionalistas, religiosas y mafiosas. Sin embargo, Sining-Fu era entonces “plaza libre”, es decir, que no había caído bajo el control de los japoneses. Ante un ataque exterior, paradójicamente, cada tropa se ocuparía de defender su parte de la muralla y se olvidarían todas las diferencias para hacer frente al enemigo común.
La comunidad kâulika de Sining-Fu era realmente importante. Lo comprobamos al ingresar al barrio “de los caras pálidas”, llamado así por el color de la tez de sus vecinos, y admirar el enorme Santuario de Shiva que aquellos poseían. Se ofrecieron a proveernos de todo lo necesario para iniciar una nueva expedición al Tíbet: especialmente los entusiasmaba la idea de que emprendiésemos la aniquilación de otros Gompas como el de los duskhas. Quedaron desencantados cuando les explicamos que debíamos regresar a Alemania.
–Si nuestra Raza llega algún día a dominar el Mundo, y se mantiene fiel a la Sabiduría Hiperbórea de la , no habrá lugar sobre la Tierra para los adoradores y siervos de las Potencias de la Materia: la  Eterna los destruirá sin misericordia y ustedes, heroicos kâulikas, estarán junto a nosotros, luciendo, quizás, la insignia Totenkopf  [1] –les aseguré, sin sospechar que esto último se haría realidad antes de lo que Yo pensaba.
En vista de nuestra irrevocable decisión, los kâulikas accedieron a apoyar el viaje al Este. Brevemente, nos expusieron la situación. Las dos fuerzas militares más poderosas de China eran los “nacionalistas” de Chiang Kai-Shek y los comunistas de Mao Tse-Tung. Antes de 1937 los dos ejércitos luchaban encarnizadamente, pero ahora enfrentaban juntos al enemigo nipón. Como es natural, para cualquiera que comprenda la estructura política de la Sinarquía, a los comunistas de Mao los abastecía la Unión Soviética y a los “nacionalistas” de Chiang los socorría Inglaterra y Estados Unidos, vale decir, el imperialismo anglosajón. Y fraternalmente unida, como lo estaban en la Sinarquía sus socios extranjeros, la derecha y la izquierda se aliaban contra el “fascismo” japonés: en escala reducida, estaba ocurriendo en la guerra China lo que sucedería cuatro años después en la Segunda Guerra Mundial.
Había una sola diferencia, que para el caso no revestía importancia pues el hombre despierto se guía por hechos y no por nombres: era el calificativo de “nacionalistas” que adoptaban para definirse a sí mismos los miembros del partido de Chiang Kai-Shek. Curiosamente, aquellos “nacionalistas” no estaban apoyados por nosotros, los nacionalsocialistas, sino por el liberalismo a ultranza de los anglosajones. Y ello se explica fácilmente porque eso es lo que eran Chiang y sus partidarios: exponentes de la más reaccionaria derecha liberal de China, vale decir, la más cipaya. En esto de ser cipayo, partidario de las potencias colonialistas en perjuicio de su propio pueblo, hay que admitir que Chiang Kai-Shek fue casi tan grande como el Mahatma Gandhi, ese agente del Servicio Secreto inglés que entregó la India a la explotación de los amos del commonwealth impidiendo que allí se concretase una verdadera revolución nacionalista, o sea, nacionalsocialista.
Por eso, llamar “nacionalista” a Chiang sería un chiste, una broma de mal gusto, si no fuese porque el papel que le hicieron representar sus jefes de la Sinarquía causó finalmente la caída de la milenaria Cultura china en la mezquina y estrecha Doctrina marxista-leninista. No; Chiang no era nacionalista sino lisa y llanamente un cipayo. Y el que dude de ello que observe lo que él hizo con Formosa, la moderna Taiwan, donde no existen las corporaciones populares y los códigos éticos que caracterizan al nacionalismo sino la rapaz acción de las compañías multinacionales y la Banca mundial, y la ilimitada explotación del pueblo chino, completamente marginado de decidir el Destino de su “Nación” puesto que éste ya ha sido determinado por la Sinarquía.
Si un pueblo desea ser imperialista, la Historia le ofrece dos modelos clásicos, que no por menos comprendidos por los observadores son menos utilizados en todos los tiempos. Uno es el modelo grecorromano, heredado del antiquísimo concepto de “Imperio Universal” de los indoiranios: este modelo, y Roma nos dio uno de los últimos ejemplos, sólo exige que los restantes pueblos sean sometidos militarmente, no culturalmente; así, los pueblos de distinta idiosincracia podían integrarse al Imperio romano conservando su Cultura, lengua y costumbres, y, si eran lo suficientemente aguerridos para resistir con orgullo la pax romana, podían obtener concesiones extraordinarias, como la ciudadanía de los galos y españoles, y el control del ejército, y del Imperio todo, lograda por los germanos; ello fue posible porque en ese modelo de Imperio el valor se asentaba paradójicamente en el valor, real, de los pueblos: era más valioso el más valiente; este principio tenía carácter indudable y nadie temía el ascenso imperial de un pueblo valiente pues era obvio que tal pueblo resultaba valioso para el Imperio.
Es decir, en ese primer modelo no sería necesario practicar el adoctrinamiento cultural de los vencidos, emplear el lavado de cerebros, destruirlos moralmente, corromperlos, mantenerlos en la barbarie o regresarlos al salvajismo: eso no le convenía a nadie, iba contra la esencia jurídica del Imperio Universal Ario, vale decir, iba contra el Honor. Y aquí está el meollo de la cuestión: el soporte ético del principio anterior, y de cuantos constituyen el Imperio Universal, es el Principio de los principios, el Principio Supremo que es piedra fundamental de la estructura jurídicosocial del Estado nacional: el Principio del Honor. La justicia con que el Imperio tratará a un pueblo conquistado o aliado, de la que dependerá su existencia y desarrollo, sólo requerirá la garantía del Honor. Por ejemplo, Alejandro, imperialista con Honor, no necesitó desmembrar Egipto, ni imponer la lengua griega a los egipcios, ni aniquilarlos, ni someterlos a esclavitud, ni destruir sus pirámides, para aceptarlos sin prejuicios como federados del Imperio macedónico. Y los romanos, salvando las distancias, cuando al fin someten a los galos, que se habían resistido sangrientamente durante siglos, procedieron de igual forma honorable: y a tal extremo les abrieron las puertas del Imperio que en poco tiempo ya no se habló más de galos sino de galorromanos.
El otro Modelo de Imperio es el cartaginés, típicamente no ario, heredado por los fenicios de sus antepasados semitas de Asiria, Babilonia y Sumer. Conviene comprender este concepto porque al modelo cartaginés han adherido los ingleses y los norteamericanos, pueblos completamente judaizados por la sistemática e incansable labor de la Fraternidad Blanca.
De los cartagineses ya habló Belicena Villca en su carta: pueblo de mercaderes carentes de principios éticos; sólo hábiles para el comercio y la piratería, famosos por los sacrificios humanos que ofrecían a su Idolo de Hierro Incandescente. ¡Cartagineses, ingleses, yanquis: como sus predecesores del imperio asiriobabilónico, pensarían que los restantes pueblos de la Tierra son un artículo de consumo para sus apetitos insaciables! He aquí el principio equivalente al del valor de los pueblos en el modelo grecorromano: para los cartagineses, ingleses y yanquis, los pueblos sometidos no tienen el valor en sí mismos sino en la medida en que sean útiles al Imperio . Así, el pueblo conquistado o dominado resulta esclavizado, humillado, deshumanizado, vaciado de su propio valer, transformado en herramienta, en utensilio: vale mientras sirve . Principio judaico del valor que no es casual hallar en la cúspide del imperialismo anglosajón. Si un pueblo “colonial” sirve, entonces debe ser explotado sin límites; si puede servir, entonces debe ser adoctrinado para que brinde utilidad, lo que representa una inversión que habrá que proteger y recobrar con intereses. Si algo se opone a la explotación, debe ser neutralizado: si no se procediese así, se justificarán hipócritamente, no se estaría “ayudando” a ese pueblo a recobrar su valor, es decir, su utilidad . El hombre tiene un precio, como las mercancías: vale por lo que hace, y puede valer más por lo que es capaz de hacer. El Imperio cartaginés-anglosajón se comprometerá a extraer el máximo valor utilitario de los pueblos, concediéndoles la posibilidad de valer mucho produciendo mucho. Lo que se oponga a esta magnánima concesión de los que detentan el Poder del Mundo, será destruido: en bien de los que están sometidos pero pueden demostrar su valor; en defensa de la posibilidad de ser útil a los imperialistas, posibilidad a la que denominan seriamente “libertad democrática”. ¿Y qué es lo que se opone a que ese pueblo que nada vale, se valorice siendo útil al Imperio, sirviendo, produciendo, permitiendo que el Imperio se apodere de sus riquezas, si las tiene, o guardándose de gastarlas en provecho propio si el Imperio las necesita ahora o mañana?
¿Es su Cultura propia el obstáculo? Pues será reculturalizado por todos los medios posibles ¿Es la conciencia nacional el enemigo? Pues se atacará la esencia del Ser nacional: se comenzará por desprestigiar o negar lo bueno propio y se exaltará lo bueno ajeno; contrariamente, se disminuirá lo malo ajeno y se exaltará hasta la exageración lo malo propio; así entrará en colapso la confianza en el Destino nacional, y el pueblo creerá apabullado que la distancia cultural entre la debilidad nacional propia y la fuerza y grandezas ajenas es insuperable. El segundo paso consistirá en atacar específicamente los soportes del Ser nacional: la territorialidad, los símbolos patrios, las tradiciones, etc. Se desplazarán o amenazarán las fronteras para crear la sensación de que la Nación “no está terminada”, que es algo a medio construir, que no existe; se calumniarán los prohombres de la Patria, que mal o bien contribuyeron a su existencia, para que el pueblo se avergüence de su pasado; se presentarán a la comparación, en cambio, a los contemporáneos imperialistas de aquéllos, para que el pueblo repudie a sus próceres y admire a los gringos, y se lamente ¿qué hacíamos nosotros, mientras ellos construían sus poderosos Imperios?
¿Es la unidad racial el impedimento? Se bastardizará al pueblo favoreciendo la inmigración de Razas inferiores. ¿Es la unidad nacional? Se la desintegrará sobornando o comprando dirigentes, enfrentando a unos con otros, y creando el caos, la evidencia de que “se trata de un pueblo en el que sus miembros no pueden ponerse de acuerdo entre sí”.
Como ves, neffe, el modelo cartaginés demuestra todo un modus operandi en la acción de los imperialistas. Mientras que en el modelo grecorromano “el más valioso era el más valiente”, y los pueblos valerosos podían crecer y desarrollarse sin problemas, según sus propias pautas culturales, en el modelo cartaginés-anglosajón hay que aplicar permanentemente el principio “vale mientras sirve”, lo que obliga a someter a los pueblos vencidos, o dominados, mediante las prácticas más viles. Y aquí llegamos también al meollo de la cuestión: el soporte jurídico del principio anterior, y de cuantos constituyen el Imperio cartaginés-anglosajón, es el Principio de los principios sinárquicos, el Principio Supremo que es piedra fundamental de la estructura juridicosocial del Estado sinárquico: el Principio de la División.
¿División de qué? De todo, porque el Principio de la División otorga al Emperador o Rey, cartaginés, inglés o yanqui, el derecho a dividir la estructura de los pueblos. Hay que comparar de inmediato, para que salten las diferencias: el Principio del Honor de los imperialistas grecorromanos era esencialmente ético y creaba la obligación de procurar el bien común, de valorizar el valor del valeroso; por el contrario, el Principio de la División de los imperialistas cartagineses-anglosajones era fundamentalmente jurídico y amoral y generaba el derecho a dividir para asegurar el valor de los que sirven, para proteger la libertad democrática de valer siendo útil, produciendo, sirviendo.
Aquí están las diferencias fundamentales de ambos modelos: lo ético contra lo jurídico y amoral; la obligación moral de procurar el bien común, contra el derecho amoral de dividir el bien común para extraer su valor utilitario. El imperialismo grecorromano producía “ciudadanos del Imperio”, honroso título que de ningún modo menoscababa su nacionalidad u orgullo racial. El imperialismo cartaginés-anglosajón modela “ciudadanos del Mundo”, ambiguo y deshonroso título que la más de las veces oculta la traición inconfesable.
A los ciudadanos del Imperio ya los conocemos por la Historia. Es de interés, en cambio, saber ¿cómo son los “ciudadanos del Mundo”, título análogo al de “esclavo de la Sinarquía”? Pues, se trata de seres que han sido conformados de acuerdo al modelo cartaginés-anglosajón, vale decir, seres que han padecido todos los modos del Principio de la División. Son habitualmente internacionalistas porque su nacionalidad ha sido dividida y disgregada: creen que lo internacional salva la diferencia entre los pueblos. Son decididos pacifistas porque su estructura psíquica fue dividida froideanamente y su instinto guerrero calificado de “tendencias agresivas primitivas que se originan en el cortex, el cerebro animal, y surgen a través del Inconsciente”: para la Cultura psicoanalítica, el instinto guerrero es un impulso vergonzoso, casi animal, sumamente peligroso “porque puede encarnarse en el Mito del Héroe” y tornarse dominante en la conciencia; quienes están así adoctrinados, identifican guerra con salvajismo, y creen que la paz debe conseguirse a cualquier costo pues en ese estado social es posible demostrar la utilidad sirviendo al imperialismo pacifista, Gobierno Mundial, Sinarquía, o como quiera que se llame el sistema que los explote. Estos ejemplares son daltónicos a la nacionalidad y se les ha bloqueado el instinto guerrero; carecen por lo tanto de heroicidad, de capacidad de reacción patriótica, son seres psicológicamente mutilados que creen en la unión de varios conceptos imposibles de unir bajo un imperialismo cartaginés-anglosajón: paz, felicidad, creación, progreso, libertad, civilización del amor, fraternidad universal, etc. Naturalmente, en nuestra Epoca, pueden ser buenos comunistas o buenos liberales, indistintamente.
Pero además de internacionalistas o pacifistas pueden ser colaboradores del sistema imperial cartaginés, trabajando desde adentro de sus Naciones, en las que no creen, para favorecer la contribución de valor utilitario que los imperialistas le han asignado a su pueblo o país; o pueden ser agentes internacionales del imperialismo y consagrarse a ejecutar sus planes. De cualquier modo, su tarea consistirá, desde adentro o desde afuera, en dividir, es decir, en aplicar el Principio de la División allí donde exista algo unido que se oponga al imperialismo cartaginés-anglosajón: la intriga, la corrupción, el maquiavelismo, el soborno, la insidia, la difamación, la publicidad, la desinformación, etc., todos los medios y crímenes serán válidos para dividir los todos y fortalecer las partes que sean útiles y sirvan al imperialismo extranjero. En la formación de lacayos de esta clase, el imperialismo cartaginés-anglosajón siempre ha descollado: el tipo clásico es el “cipayo”. Naturalmente, no me refiero al cipayo hindú, al hombre concreto que muchas veces con increíble valor trató de librarse de los expoliadores ingleses, sino al tipo del cipayo, a la clase de hombre “valioso a su servicio” que los ingleses querían fabricar dividiendo todos sus principios. En Cartago existieron miles de mercenarios de esa clase. En el Asia y en el Africa los ingleses los fabricarían por centenares de miles.
Y llegamos así a Chiang Kai-Shek, que era el clásico tipo de cipayo al servicio de la potencia colonial cartaginesa anglosajona, y comprobamos que al definir correctamente los términos un personaje tal nada puede tener de “nacionalista” y sí mucho de agente imperialista. El, como Gandhi en la India, Marcos en Filipinas, F. Duvalier en Haití, Reza Pahlevi en Irán, Tito en Yugoeslavia, Fidel Castro en Cuba, y tantos incontables tiranuelos de Asia, Africa y América Latina, fueron grandes cipayos que sistemáticamente dividieron los verdaderos movimientos nacionalistas de sus países y luego los aplastaron parte por parte; se entiende: el nacionalismo es el peor enemigo del imperialismo cartaginés-anglo-sajón.
Ahora bien, neffe: te he demostrado que el Principio Supremo del imperialismo cartaginés-anglosajón es el Principio de la División y lo opuse al Principio del Honor, que fundamenta el Imperio Universal Ario. Pues bien: cabe agregar que tal “Principio de la División es esencialmente no ario.
Pero no se trata sólo de una presunción, del hecho que tanto los cartagineses como los fenicios, egipcios, asirios, babilónicos, etc., lo hayan empleado profundamente, porque en los Reinos arios donde la hipocresía sacerdotal haya predominado durante algún período el Principio de la División también ha sido usado, dado que las castas Sacerdotales y la Sinarquía registran ambas intereses comunes. La prueba de su origen no ario está, como no podía ser de otro modo, en su procedencia bíblica. Vale decir, el Principio, que da el Derecho a Dividir, aunque antiguo y no ario, halla su formulación jurídica en el pueblo que adora un Dios de Justicia, Uno que pone las Tablas de la Ley; y ese pueblo es Israel, el Pueblo Elegido por Jehová-Satanás.
Para presentar el Principio de la División los Doctores de la Ley lo expresan mediante una metáfora en el Libro I de los Reyes. A partir de esa figura se extraerá el Principio y se lo reglamentará legalmente, se lo convertirá en derecho Divino de Reyes y Emperadores; y, modernamente, en derecho no declarado propio de los jerarcas del imperialismo cartaginés-anglosajón.
Lógicamente, por tratarse de un derecho, su sanción debe realizarse en el transcurso de un juicio. Y un juicio en el que el juez resulte inapelable, de manera tal que el derecho ejercido se convierta en Principio Supremo, en Ley Primera. Un juez así sólo puede ser “el hombre más sabio de la Tierra y de la Historia”; y también debe ser Rey, porque el Principio de la División otorgará el derecho sólo a Soberanos del modelo cartaginés.
El hombre que reunía esas condiciones era, por supuesto, el Rey Salomón:
“Tu siervo Salomón está en medio del Pueblo Elegido, que es tan numeroso que no se puede contar su muchedumbre. Concede, pues, a tu siervo un corazón prudente, para que sepa juzgar y discernir entre lo bueno y lo malo. Porque ¿quién es capaz de juzgar a este Pueblo tuyo tan considerable?”
“Agradó a Jehová que Salomón hiciera esta petición por lo que dijo: ...Voy a concederte lo que pides: Te daré un corazón tan sabio e inteligente, como no ha habido otro antes de ti ni lo habrá después de ti”. (I Reyes 3,7).
Ya está presentado el personaje: es sabio por disposición de Dios, su juicio es inapelable; y es Rey. Debe, a conti­nuación, ejercer el Derecho a Dividir, para que se convierta en Principio Supremo, en Ley Primera. La oportunidad se la brindan dos prostitutas judías que discuten sobre la maternidad de un niño: una de ellas sustituyó su hijo muerto por el niño de la otra.
“Dijo entonces el Rey: ésta dice: Mi hijo es el vivo, y tu hijo es el muerto. Mientras que aquella replica: No es cierto; tu hijo es el muerto y el mío es el vivo. Y añadió el Rey: traedme una Espada y ordenó: Partid en dos al niño vivo y dad una mitad a una y la otra mitad a la otra” (I Reyes 3,23).
Este es el famoso “juicio salomónico”, que legaliza el derecho del Rey a dividir si ello es útil ; en este caso la utilidad está en conocer la verdad, que valorizará a la madre con su niño restableciendo el servicio. Hay que advertir que se ha dejado bien claro el carácter Sacerdotal de la Investidura: el Rey no porta la Espada: la solicita; es un Sacerdote. Recordemos que la Biblia es un Libro Sagrado y que en ella hasta el último ápice tiene significado. Escuchamos diariamente a los predicadores evangelistas calificar a la Biblia de “Palabra de Dios”. Pero hay quienes creen ciegamente que ello es cierto: son los Rabinos Cabalistas, los mismos que, justamente, manejan secretamente la Masonería y decenas de Sociedades Secretas de la Sinarquía, organizaciones en las que, casualmente, militan los “hombres de Estado” que dirigen el imperialismo-cartaginés-anglosajón.
Por lo tanto es cosa seria el Principio que se desprende de la metáfora bíblica. ¿Qué significan, en términos rabínicos, aquellas imágenes? Que el Sacerdote-Rey tiene el derecho de solicitar la Espada y dividir: y que ese hecho es justo. No sólo justo, sino la fuente de la Justicia. La Justicia al principio del juicio no está manifestada, no se sabe quién es en verdad la madre: la Justicia se hizo presente a posteriori de que el Sacerdote-Rey ejerció el derecho de dividir. En resumen: el Sacerdote-Rey toma la Espada, “el Poder del Estado”, y ejerce el derecho de dividir el cuerpo de un niño, “un pueblo pequeño”, y ello es justo, produce la Justicia, el propio fundamento del Sacerdote-Rey ; conclusión: el derecho del Rey a dividir sus bases justifica la ruptura y fortalece el Trono.
Con su acostumbrado realismo, los Doctores Rabinos han interpretado de este modo el juicio salomónico y lo han sintetizado en el Talmud, de donde seguramente lo aprendió Maquiavelo: “el Rey debe dividir para reinar”.
Este principio no ario, judaico y amoral, se ha constituido en el axioma rector de los imperialistas cartagineses-anglosajones. Ellos todo lo dividen, como demostré antes, y aún en el momento de retirarse, por ejemplo de una colonia, la dejan dividida en todos los órdenes posibles, desde el territorial hasta el político y económico, contando para esa tarea, desde luego, con sus cohortes de cipayos.
Recuerda, neffe, que la célebre “Divisón Internacional del Trabajo” es un concepto del liberalismo inglés del siglo XIX. Ahora puedes ver que se inspira en los Principios talmúdicos: “el Rey, si es Sabio, debe dividir a sus bases para reinar”; “el Rey es el único todo, al que no pueden alcanzar ninguna de las partes”; “las partes del Reino, valen mientras sirven”. Naturalmente, este Reino es Malkhut, el décimo Sephiroth.


[1] Totenkopf:  insignia de la calavera.