LIBRO CUARTO - Capítulo XXVII


Capítulo XXVII


Una y veintiún minutos. Karl Von Grossen, Heinz, Kloster, Hans, Oskar y Yo, el conjunto de cinco lopas, y el gurka, salvamos los trescientos metros que nos separaban de la torre izquierda. Tuvimos que abrirnos paso sangrientamente entre el escaso gentío que aún corría caóticamente sin saber qué hacer, pero esa vía de escape planeada por Von Grossen demostró ser, sino la única posible, una de las pocas que quedaban. Otro curso de evasión, por ejemplo, podría haber considerado el medio acuático del lago; lo que no sería factible hacer era regresar por donde vinimos, es decir, por la avenida, ya que la misma se asemejaba ahora a un túnel de alta temperatura por efecto del incendio general; efecto anticipado por el previsor Von Grossen.
En el centro de un espeluznante círculo de cadáveres, al pie de la escalera, dimos con el monje kâulika. Antecedidos por éste, fuimos subiendo en columna hasta la torre y bajando rápidamente con la cuerda al exterior de la muralla.
Sin obstáculos dignos de mención, emprendimos la retirada en dirección al Norte. Quinientos metros más adelante hallamos al monje kâulika con los caballos y completamos la retirada, alejándonos velozmente de la destruida aldea duskha. El camino ascendía por la pendiente de una loma y Yo no pude evitar volverme un instante para contemplar por última vez la consecuencia de nuestro ataque. La imagen que percibí, como corolario de la operación, fue dantesca: con el marco tenebroso de la noche cerrada, se distinguía nítidamente el cuadrado del interior de la muralla, iluminado por los resplandores rojizos del incendio, que todavía conservaba su vitalidad destructiva; el fuego, como una bestia famélica, había decidido devorarlo todo, y aún se alimentaba del siniestro Monasterio; el edificio, que fuera el más alto de la aldea, ardía libremente y sus llamas proyectaban un abanico multicolor sobre el espejo inmutable del lago Kyaring; bajo esa luz, hasta me fue posible reconocer al maldito Templo de Rigden Jyepo, que estaba construido íntegramente con piedras blancas.
El éxito del ataque habría sido total de haber podido seguir el curso de una variante planificada por Von Grossen, que contemplaba la dinamitación de aquel Templo satánico. Pero no se dispuso de tiempo material para ello; vale decir, el tiempo se empleó en cubrir las puertas del Gompa a fin de evitar que escapasen los lamas: al realista Von Grossen le pareció más práctico matar a todos los lamas, enemigos vivos, que emplear la violencia en un símbolo “inerte” tal como el Templo. Mas Yo discrepaba con semejante criterio, pues consideraba que tenía más peso real, como adversario, el Lamasterio que los lamas: ¡a la Fraternidad Blanca le iba a resultar mucho más fácil reemplazar a los lamas que reconstruir el milenario Templo! Sin embargo, nada le reprocharía a Von Grossen ya que, gracias a su indudable profesionalismo, ahora galopaba a mi lado Oskar Feil.
Unas potentes exclamaciones me substrajeron bruscamente de tales pensamientos. Tardé en comprender que todos hicieron lo mismo que Yo y se volvieron un segundo para llevarse la visión final de la aldea duskha. Y ahora, al descender al otro lado de la loma, lanzaban incontenibles y alborozados gritos de júbilo. Naturalmente, me refiero a los alemanes, pues los asiáticos permanecían tan indiferentes como siempre. Von Grossen tuvo que aludir a la autoridad de su grado militar para evitar que se entonara a viva voz la canción de Baldur Von Schirach “Canto a las Banderas de las Juventudes Hitlerianas”. Yo también la hubiese querido cantar en ese momento. Y, recordando mi niñez en El Cairo, la repetía mentalmente, como sin dudas hacían mis Camaradas:
           
            ...Alemania, un día te elevarás radiante
            ¡Aunque Nosotros tengamos que morir!
            Nuestros Estandartes ondean frente a Nos,
            nuestros Estandartes son de un Tiempo Mejor,
            nuestros Estandartes nos conducen a la Eternidad,
            ¡sí, nuestros Estandartes son superiores a la Muerte!
      
Sí, nuestros estandartes eran superiores a la Muerte misma; y desencadenaban la Muerte sobre los enemigos, como acababan de comprobar los lamas del Bonete Kurkuma. Los alemanes desatábamos la Muerte porque la Historia nos convocaba para ello; el Enemigo de nuestros estandartes se arrepentiría para siempre de haber clavado sus viles garras en la patria. Recordé entonces la “Canción de Rebato para los alemanes” de Dietrich Eckart, aquel miembro fundador de la Thulegesellschaft de quien Konrad Tarstein me hablara incansablemente, pues había sido también uno de los Inciadores de Adolf Hitler:

                        ¡Convocación, Llamamiento, Alarma, Rebato!
                        ¡Suelta está la Serpiente!
                        ¡El Dragón de los Infiernos!
                        ¡La Estupidez y la Mentira rompieron sus cadenas;
                        la Avidez por el Oro reposa en horrible asiento!
                        Rojo, como la Sangre, está ardiendo el Cielo;
                        con estrépito pavoroso
                        se derrumban las Murallas.
                        Golpe tras golpe ¡también a los Sagrados Altares!
                        Los reduce a escombros el Dragón.
                        ¡Tocad a Rebato ahora o nunca!
                        ¡Alemania despierta!

                        ¡Convocación, Llamamiento, Alarma, Rebato!
                        ¡Sonad las campanas en todas las torres!
                        Tocad para que los jóvenes,
                        los hombres, los ancianos,
                        los que duermen, abandonen sus cuartos.
                        Tocad para que las madres dejen las cunas,
                        para que las niñas bajen las escaleras.
                        Que el aire retumbe y resuene estridente,
                        ¡que brame! ¡que brame en el Trueno de la Venganza!
                        Tocad para que los muertos
                        salgan de sus fosas.
                        ¡Alemania despierta!

                        ¡Convocación, Llamamiento, Alarma, Rebato!
                        ¡Sonad las campanas en todas las torres!
                        Tocad hasta que las chispas broten.
                        Judas viene para conquistar el Reich.
                        Tocad hasta que las sogas se tiñan de rojo.
                        Todo en torno es Fuego ardiente
                        y Dolor y Muerte.
                        Que la tierra se levante
                        bajo el Trueno de la Venganza Salvadora.
                        ¡Ay del pueblo que todavía duerme!
                        ¡Alemania despierta!

La Historia convocaba a los más aptos a luchar contra el Mal. ¡Y los más aptos éramos nosotros! En un momento único de la Historia habíamos alzado los Estandartes Eternos, como pedía Baldur Von Schirach. Y por eso el Führer tocaba a Rebato, como solicitara Dietrich Eckart. ¡Ay de los pueblos dormidos, o entregados al Mal al igual que los duskhas! ¡Ay de los que desoyesen el Toque del Espíritu Eterno! ¡Sufrirían la ira de los Hijos Despiertos de Alemania!
Lo ocurrido en el Tíbet constituía un ejemplo: cinco oficiales  y ocho Iniciados kâulikas, lamentando una sola baja, exterminaron a más de un millar de feroces enemigos. ¡Uno por mil!: justa proporción por la vida del Iniciado caído y la de Oskar Feil, que se proponían tomar.
¡Nuestros enemigos, mejor dicho, el Enemigo de nuestros Estandartes, debería comprender definitivamente que Nosotros no amenazábamos en vano!