Capítulo VIII
Las cosas sucedieron así: mis padres habían
viajado hasta El Cairo –el Ingenio familiar dista unos kilómetros de esta
ciudad– con el objeto de hacer compras.
Mientras Mamá se entretenía en las vastas
dependencias de la
Tienda Inglesa Yo, ávido de travesuras, me fui deslizando con
mucho disimulo hacia la calle. Un momento después corría a varias cuadras de la Tienda atraído
inocentemente por el bullicio del “Mercado Negro”, barrio laberíntico de
miserables puestos callejeros y refugio seguro de mendigos y delincuentes de
poca monta.
Ese día la marea humana era densa por las
callejuelas estrechas en las que la distancia entre dos puestos de ventas
apenas dejaba un pasillo al tránsito peatonal. Alfarería, frutas, alfombras,
animales, de todo lo imaginable se vendía allí y ante cada mercadería se
detenían mis ojos curiosos. No tenía miedo pues no me había alejado mucho y
sería fácil volver o que me hallara Mamá.
Siguiendo una callejuela fui a dar a una
amplia plaza empedrada, con fuente de surtidor, en la que desembocaban
infinidad de calles y callejuelas que sólo el irregular trazado de esos Barrios
de El Cairo puede justificar. Estaban allí cientos de vendedores, vagos,
pordioseros y mujeres con el rostro cubierto por el chador, que recogían agua
en cántaros de barro cocido.
Me acerqué a la fuente tratando de
orientarme, sin reparar en un grupo de árabes que rodeaban cantando a un
encantador de serpientes. Este espectáculo es muy común en Egipto por lo que no
me hubiera llamado la atención, a no ser por el hecho inusual de que al verme,
los árabes fueron bajando el tono del canto hasta callar por completo. Al
principio no me percaté de esto pues el encantador continuaba tocando la flauta
en tanto los ojos verdes de la cobra, hipnotizada por la música, parecían
mirarme sólo a mí. De pronto el flautista se sumó también al grupo de
silenciosos árabes y Yo, comprendiendo que algo anormal ocurría, uno tras otro
daba prudentes pasos atrás.
El
hechizo se rompió cuando uno de ellos, dando un alarido espantoso, gritó en
árabe –¡El Signo! mientras me señalaba torpemente. Fue como una señal. Todos a
la vez gritaban exaltados y corrían hacia mí con la descubierta intención de
capturarme.
Se produjo un terrible revuelo pues siendo Yo
un niño, corría entre la muchedumbre con mayor velocidad, en tanto que mis
perseguidores se veían entorpecidos por diversos obstáculos, los que eliminaban
por el expeditivo sistema de arrojar al suelo cuanto se les cruzara en sus
caminos. Por suerte era grande el gentío y muchos testigos del episodio
pudieron informar luego a la
Policía.
La persecución no duró mucho pues el
fanatismo frenético que animaba a aquellos hombres multiplicaba sus fuerzas, en
tanto que las mías se consumían rápidamente.
Inicialmente tomé por una calle pletórica de
mercaderes, escapando en sentido contrario al empleado para llegar a la plaza,
pero a las pocas cuadras, intentando esquivar una multitud de vendedores y
clientes, me introduje en un callejón. Este no era recto, sino que seguía
estrechándose cada vez más, hasta convertirse en un camino de un metro de ancho
entre las paredes de dos Barrios que habían avanzado desde direcciones
distintas, sin respetar la calle.
A medida que corría, el callejón parecía más
limpio de obstáculos y, por consiguiente, mis perseguidores ganaron terreno,
hasta que una piedra saliente del desparejo suelo me hizo rodar derrotado.
Inmediatamente fui rodeado por los excitados árabes que no tardaron un instante
en envolverme con una de sus capas y cargarme aprisionado entre poderosos
brazos. La impresión fue grande y desagradable y, por más que gritaba y
lloraba, nada parecía afectar a mis captores que corrían ahora, más rápido que
antes.
Un rato después llegamos a destino. Aunque Yo
no podía ver, entendía perfectamente el árabe y comprendí entonces que los
fanáticos llamaban a grandes voces a alguien a quien denominaban Maestro
Naaseno.
Al fin me liberaron del envoltorio en
capuchón que me cegaba, depositándome sobre un suave almohadón de seda, de
regular tamaño. Cuando acostumbré la vista a la penumbra del lugar, comprobé
que estaba en una amplia estancia, tenuemente iluminada con lámparas de aceite.
El piso, cubierto de ricas alfombras y almohadones, contaba con la presencia de
una docena de hombres arrodillados, con la frente en el suelo, los que de tanto
en tanto levantaban la vista hacia mí y luego, juntando las manos sobre sus
cabezas, elevaban sus ojos extraviados hacia el cielo clamando ¡Ophis!
¡Ophis!
Por supuesto que todo esto me atemorizó pues,
aunque no había sufrido daño, el recuerdo de mis padres, y el hecho de estar
prisionero, me producían una gran congoja. Sentado en el almohadón, rodeado de
tantos hombres, era imposible pensar en fugar y esta certeza me arrancaba
dolorosos sollozos. De pronto, una voz bondadosa brotó a mis espaldas trayendo
momentánea esperanza y consuelo a mis sufrimientos. Me di vuelta y vi que un
anciano de barba blanca, tocado con turbante, se llegaba hacia mí.
–No temas hijo –dijo en árabe el anciano a
quien llamaban Naaseno–. Nadie te hará daño aquí. Tú eres un enviado del Dios
Serpiente, Ophis-Lúcifer a quien nosotros servimos. Lo prueba el Signo que
traes marcado para Su Gloria.
Me indicó en gesto afectuoso que permitiera
ser tomado en brazos por él, para poder así “enseñarme la imagen de Dios”.
Realmente estaba necesitando un trato afectuoso pues aquellos fanáticos no
reparaban en que Yo era un niño. Abracé al anciano y éste echó a andar hasta un
extremo de la sala –que resultó ser un sótano– adonde se elevaba una columna en
cuyo pedestal brillaba una pequeña escultura de piedra muy pulida. Tenía la
forma de una cobra alzada sobre sí misma con ojos refulgentes, debido quizá a
la incrustación de piedras de un verde más intenso. La imagen me fascinó y la
hubiese tocado si el anciano no retrocede a tiempo.
–¿Te ha gustado la imagen de Dios, “pequeño
enviado”? –dijo el Maestro.
–Sí –respondí sin saber porqué.
–Tú tienes derecho a poseer la joya de la Orden. –Continuó el Maestro
mientras hurgaba en una bolsita de fino cuero que llevaba colgada al cuello.
–¡Aquí está! –exclamó el Maestro Naaseno– es
la imagen consagrada del Dios Serpiente. Para obtenerla los hombres pasan duras
pruebas que a veces les llevan toda la vida. Tú en cambio no necesitas pasar
ninguna prueba porque eres portador del signo.
Con un afilado puñal que extrajo del cinto,
cortó un cordón verde de un manojo que colgaba en la pared y, ensartando la
réplica de plata en un lazo, la colocó en mi cuello. A continuación me miró a
los ojos, de una forma tan intensa que no he podido olvidarlo nunca. Tampoco
olvidé sus palabras, las que pronunció con voz muy fuerte, ritualmente. Me tenía
agarrado con su brazo izquierdo y me elevaba para que fuese visto por todos,
mientras con el índice de la mano derecha señalaba al Dios Serpiente. Dijo esto:
–¡Iniciados de la Serpiente Liberadora !
¡Seguidores de la Serpiente
de Luz Increada! ¡Adoradores de la Serpiente Vengadora !
¡He
aquí al Portador del Signo del Origen! ¡Al que puede comprender con Su Signo a la Serpiente ; al que puede
obtener la Más Alta
Sabiduría que le es dado conocer al Hombre de Barro! En el interior de
este niño Divino, en el seno del Espíritu eterno, está presente la Señal del Enemigo del
Creador y de la Creación ,
el Símbolo del Origen de nuestro Dios y de todos los Espíritus prisioneros de la Materia. Y ese Símbolo
del Origen se ha manifestado en el Signo que nosotros, y nadie más, hemos sido
capaces de ver: ¡niño Divino; él podrá comprender a la Serpiente desde
adentro ! ¡pero nosotros,
gracias a él, a su Signo liberador, la hemos comprendido afuera, y ya
nada podrá detenernos!
–Sí, Sí ¡Ya podemos partir! –gritaban a coro
los desenfrenados Iniciados Ofitas.
Pasaron los minutos y todo se fue calmando en
el refugio de la Orden
Ofita. Los árabes estaban entregados a alguna clase de preparativo,
y Yo, entusiasmado con el serpentino obsequio y tranquilizado por el buen trato
del Maestro Naaseno, no desconfié cuando éste me acercó un vaso de refrescante
menta. Pocos minutos después caía presa de profundo sopor, seguramente a causa
de un narcótico echado en la bebida.
Cuando desperté estaba con mis padres, en el
Sanatorio Británico de El Cairo, junto a un médico, de blanco guardapolvo, que
trataba inútilmente de convencerlos de que Yo simplemente dormía.
Con el paso de los años, fui reconstruyendo
las acciones que llevaron a mi liberación. Al parecer el Jefe de Policía se
movió rápidamente, temiendo que el secuestro de un miembro de la rica e
influyente familia Von Sübermann, concluyera con una purga en el Departamento
de Policía cuya cabeza –sería la primera en rodar– era él. Por intermedio de
confidentes, mendigos, vagos o simples testigos, se enteraron sin lugar a dudas
que los autores del secuestro eran los fanáticos miembros de la milenaria Orden
gnóstica “Ofita”, considerados como inofensivos e incluso muy sabios.
Esto desconcertó en un comienzo a los
policías, que no alcanzaban a vislumbrar el móvil del secuestro pero, siguiendo
algunas pistas, llegaron a la casa del Maestro Naaseno. Los árabes, en la
euforia por transportarme hasta allí, se habían comportado imprudentemente,
penetrando todos juntos en medio de gritos y exclamaciones. Un mendigo, testigo
presencial de la extraña procesión, tan deseoso de ganar la recompensa que mi
familia había ofrecido, como de evitar las porras policiales, dio los datos de
la casa donde entraron los raptores. Esta fue rodeada por las autoridades,
pero, como nadie respondía a los llamados, se procedió a forzar la puerta,
encontrándose con una humilde vivienda, totalmente vacía de gente. Luego de una
prolija inspección, se descubrió, disimulada bajo una alfombra, la puerta
trampa que conducía, mediante una mohosa escalera de piedra, al soterrado
templo del Dios Serpiente.
Un espectáculo macabro sorprendió a los
presentes pues, tendido sobre un almohadón de seda, yacia mi cuerpo exánime
rodeado de cadáveres con expresión convulsa que, como último gesto, dirigían
los rígidos brazos hacia mí.
Todos los secuestradores habían muerto con
veneno de cobra. El Maestro Naaseno y el ídolo se habían esfumado.
La impresión que recibieron los recién
llegados fue muy mala pues pensaron que Yo también estaba muerto, pero salieron
de inmediato de su error y fui transportado al Sanatorio Británico junto con
mis padres.
Aún conservaba colgada del cuello la
serpiente de plata, siendo ésta guardada celosamente por Papá, aunque a veces,
años después, me la solía mostrar cuando recordábamos aquella aventura.
En aquel momento, mientras escuchaba a Papá y
Rudolph Hess hablar de los Ofitas, todos estos sucesos se agolpaban en mi mente.
Me había situado de costado contra la
ventana, de manera que sólo podía verlos de reojo conversar, pero la voz
llegaba nítida a mis oídos.
–Esta es la joya de plata –decía Papá– con la
imagen de Ophis-Lúcifer. La conservé con el cordón original; toma, ahora
deberás guardarla tú.
Era una revelación extraordinaria, –no pude
evitar volverme un poco para ver mejor– pues Papá nunca dio importancia al
pequeño ídolo y Yo, que no comprendía su significado, tampoco. Incluso hacía
años que se había borrado de mi mente.
¡Y resultaba allí que Papá había simulado y
restado importancia al asunto, pero en realidad atribuía cierto valor
desconocido al ídolo de plata! Y lo más extraño era que lo hubiese traído
oculto a Alemania, ofreciéndoselo en custodia a Rudolph Hess. Esto para mí no
tenía sentido.
Por otra parte hablaban del Signo como los
árabes, ¿qué Signo? Años después del secuestro, todavía me miraba en el espejo
buscando al bendito Signo que había llevado a aquellos desgraciados a la
muerte; y jamás hallé nada anormal. Tampoco sospeché que Papá creyera en la
existencia de aquella señal –¿o estigma?–.
En mi cabeza un torbellino de ideas giraban
desordenadas, mientras distraídamente veía a Rudolph Hess examinar la serpiente
de plata.
De pronto, introduciendo la mano por el
escote del rompevientos, extrajo un cordón que le rodeaba el cuello. ¡Colgando
del mismo había una serpiente de plata, exactamente igual a la mía!
Rudolph Hess las había reunido en su mano
para la contemplación de mi Padre y, luego de unos minutos, se colocó la suya y
guardó la otra en el bolsillo. Instantes después ambos ingresaban al cálido
livingroom sin hacer mención del tema de su conversación precedente.
Esta actitud reservada me convenció de la
inconveniencia de abordar de algún modo el asunto, pues delataría el censurable
espionaje cometido. No lo pensé mucho: callaría hasta tanto no se me hablara
directamente, pero me prometí hacer lo imposible para obtener información sobre
el misterioso Signo.
Eran las dos de la mañana y tío Kurt se paró
con intención de marcharse a su habitación. No le reprochaba esa actitud pues
había estado hablando varias horas, pero el relato despertó inquietudes e
interrogantes en mi Espíritu, tornándome impaciente y desconsiderado.
–Tío Kurt –dije– es tarde, lo sé y sé también
que mañana podremos continuar la charla, pero de veras necesito que respondas a
dos preguntas antes de irte.
–Ja, Ja, Ja, Ja –rió con su terrible
carcajada– eres igual que Yo a tu edad: necesitas obtener respuestas para poder
vivir. Es como una sed. Te comprendo neffe ¿qué quieres saber?
–Sólo dos cosas –dije–. Primero: ¿Hay
posibilidad que ese Signo que los árabes veían en ti, sea igual al que Belicena
Villca vio en mí?
–Sin ninguna duda neffe –respondió–. El Signo
significa muchas cosas, pero también es una Sanguine Signum[1]
y ambos tenemos la misma sangre. La sangre no es factor determinante para la
aparición del Signo pero sí es “condición de calidad”; si aparece un signo en
miembros de nuestra familia es el mismo signo.
Yo había ignorado hasta hoy que hubiese otro
Von Sübermann vivo con dicha marca. Papá, con quien hablé finalmente sobre
ello, me contó que según una tradición familiar, un antepasado nuestro
“demostró” a sus contemporáneos mediante ciertas señales, “ser un elegido del
Cielo”, en virtud de lo cual el Rey Alberto II de Austria le otorgó el título
de Barón en el siglo XV. A partir de esa Epoca, se registraron los anales
familiares, siendo todo lo anterior oscuro y desconocido. En los siglos
posteriores, la familia siempre se dedicó a la producción de azúcar, como dice
Belicena Villca en su carta, y se mantuvo atenta a la aparición de
descendientes con “aptitudes especiales”. De hecho, hubo varios integrantes de la Estirpe que demostraron
poseer dones sobrenaturales, pero nadie logró resolver el enigma familiar.
Solamente las últimas generaciones de la rama egipcia, pudieron acercarse a la
solución del misterio, al descubrir la existencia de una marca o signo de
aparición cíclica entre los miembros de la familia a través de las edades. Pero
salvo esta noticia, obtenida gracias a los contactos realizados con ciertos ulemas,
sabios del Islam, poco es lo que pudo saberse con más precisión.
Para mi desesperación tío Kurt seguía
acercándose a la puerta, con la firme intención de marcharse.
–Te haré la segunda pregunta –dije–. ¿Has
podido saber qué es el Signo?
Tío Kurt hizo un gesto de fastidio.
–¿Crees que una respuesta que Yo mismo busqué
durante años puede resumirse en dos palabras? Supongo que tu pregunta apunta al
Símbolo del Origen, que es la causa metafísica de nuestro signo. Si es así,
sólo te diré que todo cuanto pude averiguar al respecto es menos de lo que
expone Belicena Villca en su carta. Coincido plenamente con ella, y de acuerdo
a lo que me fue revelado en la
Orden Negra , que el Símbolo del Origen está
ligado al Misterio del encadenamiento espiritual. El Símbolo del Origen, neffe,
es
análogo a un Marco Carismático: quien es abarcado por dicho marco, consciente o
no, “orientado” o no hacia él, permanece inevitablemente encadenado a la Materia ; quien logra en
cambio abarcar al marco, comprenderlo o trascenderlo, logra liberarse del
encadenamiento, “es libre en el Origen”. Y quienes procuran mantener al
Espíritu Eterno encadenado bajo tal marco, o Símbolo del Origen, son los Maestros
de la Kâlachakra ,
la Fraternidad
Blanca de Chang Shambalá. Y quienes tratan de que el Espíritu
trascienda el Símbolo del Origen, tal vez comprendiendo a la Serpiente , son los
Iniciados de la
Sabiduría Hiperbórea , los Dioses Liberadores de Agartha.
Esto es, en síntesis, lo que sé sobre el
Símbolo del Origen. Ahora bien, si tu pregunta se refiere al Signo como marca,
te diré que aún sé menos, pues al Signo sólo pueden reconocerlo quienes ya lo
conocen.
Es básico neffe, para distinguir una cosa de
otra, hay que conocerla primero; el mismo principio vale para el Signo; sólo lo
“ven” aquellos que tienen la
Verdad en su interior, pues sólo así es posible reconocer la Verdad exterior, por eso tú
y Yo no podemos ver el Signo aunque lo llevemos con nosotros, porque aún nos
falta llegar a la Verdad.
Escuchaba a tío Kurt desolado pues había
abrigado la secreta esperanza de que él sabría lo concerniente al Signo y que
tal vez accedería a confiarme su secreto, pero su respuesta negativa era simple
y lógica: la revelación del Signo debía ser interior.
Mi cara reflejaba el desaliento y esto hizo
reír nuevamente a tío Kurt.
–No te preocupes neffe, no es tan importante
que nosotros veamos el Signo sino que lo reconozcan quienes nos deben ayudar. Y
esto siempre ocurre como lo prueba tu propia experiencia.
Pero hay algo que quizás compense la
curiosidad que sientes. En los años que estuve en el Asia, obtuve una
información precisa sobre nuestro Signo: su ubicación corporal.
–¿Dónde está? –pregunté sin disimular la
impaciencia.
–En un lugar curioso neffe –respondió con
evidente regocijo– en las orejas.
Miró el reloj y sin esperar respuesta dijo
–Hasta mañana neffe Arturo –y salió.
En un primer momento pensé que tío Kurt se
burlaba de mí, pero luego fui hasta el baño, al espejo, a mirarme las orejas.
No había nada anormal en ellas, pequeñas, sin lóbulo, pegadas a la cabeza,
eran, eso sí iguales a las de tío Kurt.
Definitivamente Yo no era capaz de “ver” el
famoso Signo; y me fui a dormir.