Vigesimoquinto Día
Los Inmortales expusieron la situación
actual al cisterciense, al Templario, y a los Rabinos: el Supremo Señor de la Fraternidad Blanca ,
“Ruge Guiepo”, y el Supremo
Sacerdote, Melquisedec, habían recibido con disgusto la traición de Federico II
y su pretensión de erigirse en Emperador Universal. Aquellos actos debilitaron
el poder del papado e impidieron hasta el presente concretar los planes
trazados durante siglos por los Golen: aún era posible el triunfo pero se debía
obrar con mano dura; eliminar de raíz toda posibilidad de oposición. La Cruzada contra los Cátaros
había sido un éxito pero llegó tarde para impedir la nefasta influencia del
Gral. Por estas razones, Ruge Guiepo ordenaba, en primer lugar, exterminar el
linaje maldito de los Hohenstaufen y desalojar a la Casa de Suavia de los Reinos
sicilianos: tales directivas ya les habían sido comunicadas al Papa Clemente IV. En segundo término, el Bendito Señor
mandaba ejecutar de inmediato la antigua sentencia que pendía sobre la Casa de Tharsis: en la Fraternidad Blanca
no se olvidaba que la Piedra
de Venus de los tartesios no pudo ser encontrada hasta entonces; y ahora no era
posible arriesgarse a la aparición sorpresiva de un nuevo Gral. La solución
consistía en eliminar ipso facto a
sus poseedores y posibles operadores.
El Amado de El Uno deseaba que esta
vez la misión de los Inmortales se aproximase a la perfección y por eso les
confió, en un gesto extraordinario, el Dorché,
Su Divino Cetro: con él, según explicaban con excitación los Inmortales, todo
era posible. Aquel Cetro, de metal y piedra, formaba parte de un conjunto de
instrumentos que los Dioses Traidores fabricaron para los Supremos Sacerdotes,
cuando millones de años antes fundaron la Fraternidad Blanca
y se comprometieron a trabajar para mantener al Espíritu Increado encadenado en
el animal hombre y favorecer la evolución del Alma Creada. Con el Dorché la
palabra adquiría el Poder de la
Palabra , y la voz se convertía en el Verbo; todas las cosas
creadas y nombradas por El Uno eran sensibles al Logos del poseedor del Dorché;
sólo lo no creado, o lo trasmutado por el Espíritu, no resultaba afectado por
el Poder del Cetro. Desde luego, el nombre que los Inmortales daban al
instrumento era otro, pero los franceses lo traducían como mejor podían en la
palabra “Dorché”.[1]
En resumen, El Anciano de los Días
quería que no hubiesen fallas en el nuevo intento de los Inmortales para
destruir a los Señores de Tharsis y los había dotado de un arma terrible: les
había transferido Su Poder.
¿Qué harían con el Dorché los
Inmortales? Procurarían desintegrar los fundamentos de la Estirpe actuando sobre la
sangre, sobre el mensaje contenido en la sangre. Y para eso necesitaban una
muestra de esa sangre, un representante del linaje maldito por El Uno: a
conseguir esa muestra irían los Inmortales en persona pues, aclararon, los
Señores de Tharsis eran seres terribles, a los que los Templarios no podían ni
soñar con detener. Para sorpresa de los Golen, pues el Cerro Candelaria distaba
varios kilómetros de Aracena, manifestaron su intención de viajar a pie; pero
el asombro fue mayúsculo cuando observaron los siguientes actos de Bera y
Birsa: se pararon uno frente al otro, separados por la distancia de cinco o
seis pasos, y se miraron fijamente a los ojos sin pestañear; entonces
comenzaron a pronunciar en contrapunto una serie de palabras en lengua
desconocida, a las que imprimían particular cadencia rítmica; un momento
después, ambos daban un prodigioso salto que los elevaba por arriba de las
murallas del Castillo. Se hallaban entonces en el patio de armas y, al salir disparados,
ganaron una altura mayor que los muros y se perdieron en la noche. Los Golen
corrieron por las escaleras hasta las almenas y aguzaron la vista en dirección
del horizonte; y observaron bajo la luz de la luna, a una enorme distancia, dos
puntitos que se alejaban a grandes saltos: eran Bera y Birsa avanzando hacia la Capilla del Cerro
Candelaria.
A partir de la llegada de Bera y Birsa
los hechos se sucedieron de manera vertiginosa, dejando prácticamente sin
capacidad de reacción a los Señores de Tharsis. Sólo quince días tuvieron que
aguardar los Inmortales en las inmediaciones de la Capilla del Cerro
Candelaria: al cabo de ese tiempo Godo de Tharsis, que inexplicablemente no
había notado la presencia de sus enemigos, se encontraba frente a Ellos. Al comprobar
que a pocos pasos de él se hallaban aquellos dos personajes vestidos con
hábitos de monje cisterciense, un impulso instintivo lo llevó a empuñar su
espada; pero nada más que ese gesto pudo realizar: con gran rapidez Bera
levantó el Dorché, pronunció una palabra, y un rayo color naranja golpeó en el
pecho del joven Noyo, arrojándolo a varios metros de distancia. Los Inmortales
tomaron entonces por los codos el desmayado cuerpo de Godo de Tharsis y, luego
de repetir la serie de palabras en contrapunto mientras se miraban fijamente a
los ojos, abandonaron el lugar realizando aquellos grandes saltos, que les
permitieron atravesar los kilómetros en cuestión de minutos.
Bera y Birsa iban a perder algún
tiempo tratando de obtener la confesión de Godo sobre la Clave de la entrada secreta.
Con ese propósito no lo asesinaron de inmediato y se dedicaron a intentar lo
que ya habían ensayado otras veces sin éxito: pero esta vez, con más calma se
concentraron en su estructura psíquica, tratando de leer en alguna memoria el
registro sobre el modo de entrar y salir de la Caverna Secreta.
Sin embargo, todo fue inútil nuevamente; ni la clave parecía estar registrada
en su mente; ni la más refinada tortura conseguía que el Noyo soltase la
lengua. A todo eso, los Señores de Tharsis recibían el triste anuncio de la
desaparición de Godo.
Apenas transcurridas doce horas desde
que salió de la caverna, el Noyo Noso comprendió que Godo ya no regresaría y
decidió dar aviso al Conde de Tarseval; se despidió entonces de la Vraya , descendió del Cerro
Calendaria, y se dirigió hacia la orilla del Odiel, donde los Señores de
Tharsis mantenían un pequeño bote para casos semejantes: una hora después
saltaba a tierra a dos kilómetros de la Residencia Señorial.
Así se enteró el Conde de Tarseval que su hijo Godo había sido secuestrado por
los Golen.
Si algún día decide visitar Huelva,
apreciado Dr. Siegnagel, seguramente querrá conocer la Caverna de las Maravillas
y las Ruinas del Castillo Templario, en Aracena. Para ello tomará la carretera
que pasa por Valverde del Camino, muy cerca del emplazamiento antiguo de la Casa de Tharsis, y llega
hasta Zalamea la Real ;
allí es necesario bifurcarse por una carretera secundaria que va subiendo hasta
las Minas de Río Tinto, que fueron explotadas en tiempos remotos por los
iberos, y veinte kilómetros después llega hasta Aracena. Desde luego, no hay
ninguna razón turística que justifique el tomar por otro camino, a menos que se
desee viajar por mejores carreteras y se continúe en Zalamea la Real hacia Jabugo, donde
aquélla se empalma con la amplia ruta que va desde Lisboa a Sevilla y sigue el
antiguo trazado romano por el que llegaron Bera y Birsa. Pero si ese no es el
motivo y desea uno meterse en complicaciones innecesarias, entonces puede ir
por este último camino y prepararse para tomar una pequeña calzada de Tierra,
cuyo desvío se encuentra a unos dos kilómetros despúes del puente sobre el Río
Odiel. Allí es preciso conducir con cautela pues el sendero está habitualmente
descuidado, cuando no completamente intransitable; se suceden un par de aldeas
de nombre incierto y algunas granjas poco prósperas, habitadas por gente hostil
a los extranjeros: si a alguien se le ocurre internarse por aquellos parajes
deberá ir dispuesto a todo pues ninguna ayuda podría esperar de sus pobladores;
¡parece mentira, pero setecientos años después aún perdura el temor por lo
sucedido en los momentos que estoy refiriendo! No es exageración, en toda la
región se percibe un clima lúgubre, amenazador, que se acentúa a medida que se
avanza hacia el Norte; y los aldeanos, cada vez más hostiles o francamente
agresivos, conservan numerosas leyendas familiares sobre lo ocurrido en los
días de la Casa
de Tharsis, aunque se cuidan muy bien de hacerlas conocer a los extraños. El
temor radica en la posibilidad de que la historia se repita, en que vuelva a
caer sobre el país el terrible castigo de aquellos días. Por eso no hay que
trabar conversación con ellos, y mucho menos hacer alguna pregunta concreta
sobre el pasado: eso sería un suicidio; luego de estremecerse de terror el
interrogado, sin dudas, montaría en cólera y atraería con sus gritos a otros
aldeanos; y entonces, si no consigue escapar a tiempo, sería atacado entre
todos y tendría suerte si logra salvar la vida.
Después de recorrer unos dieciocho
kilómetros, muy cerca ya de Aracena, se arriba a un diminuto valle elevado,
situado en el corazón de la
Cadena de Aracena. Existe allí una aldea a la que hay que
atravesar muy rápido para evitar las pedradas de los niños o algo peor; es un
pueblo del siglo XV y no parece
haber evolucionado mucho desde entonces: la mayoría de las casas son de piedra,
con las aberturas enmascaradas en madera trabajada a hacha, y tejados de
pizarra despareja; y muchas de tales viviendas se encuentran deshabitadas,
algunas totalmente destruidas, mostrando que una creciente decadencia y
despoblación afecta a la aldea, y que sólo la tenacidad de las familias más
antiguas ha impedido su extinción. Su nombre, “Alquitrán”, le fue impuesto en
aquella Epoca y constituye una especie de maldición para los pobladores, que no
consiguieron jamás sustituirlo por otro debido a la persistencia que tiene
entre los habitantes de las aldeas vecinas. El origen del nombre está dos
kilómetros más adelante, casi al terminar el valle, donde un descolorido cartel
expresa en latín y castellano “Campus
pix picis”, “Campo de la pez”.
Lógicamente, es inútil buscar la pez
allí porque tal denominación procede del siglo
XIII, cuando sí hubo mucha pez en ese campo, o por lo menos algo que se
le parecía: de allí el nombre del cercano poblado de mineros, quienes al
fundarlo en el siglo XV tuvieron que
soportar el tenebroso nombre que le impusieron sus vecinos y acabaron por
aceptarlo con resignación. Mas ¿de dónde había salido la pez que caracterizó
aquel valle perdido entre montañas desiertas? Esa pez, ese alquitrán, Dr.
Siegnagel, es todo lo que quedó del ejército que el Conde de Tarseval levantó
para atacar el Castillo de Aracena y rescatar a su hijo Godo.
En aquel valle, en efecto, el Conde
Odielón acampó con sus tropas que ascendían a más de mil efectivos; cincuenta
caballeros, quinientos aguerridos almogávares, y quinientos hombres de la Villa. Más que
suficiente para atacar y arrasar al Castillo Templario que sólo contaba con una
guarnición de doscientos Caballeros; aunque los Templarios tenían fama de
luchar tres a uno, nada podrían con fuerzas que los quintuplicaban. Todo lo que
se requería para acabar con la amenaza Templaria, y rescatar a Godo si aún
estaba con vida, era evitar que el Castillo recibiese refuerzos, y para eso
sería fundamental dominar el factor sorpresa. De allí que el Conde Odielón
decidiese marchar hacia Aracena por un sendero de cornisa que sólo conocían los
Señores de Tharsis, y que pasaba por aquel pequeño valle donde iban a acampar
las horas nocturnas para caer por sorpresa al amanecer. Pero el amanecer nunca
llegaría para aquellos Señores de Tharsis.
Serían las once de la noche cuando
Bera y Birsa se aprestaron a consumar el Ritual satánico. El Noyo yacía junto a
la orilla del lago subterráneo, con vida aún pero desvanecido a causa de la
tortura recibida y de las múltiples mutilaciones sufridas: a esa altura había
perdido las uñas de manos y pies, los ojos, las orejas y la nariz; y, como
último acto de sadismo y crueldad, acababan de cortarle la lengua “en premio a
su fidelidad a la Casa
de Tharsis y a los Atlantes blancos”. Curiosamente no le aplicaron tormento en
los órganos genitales, quizás debido a la devoción que aquellos Sacerdotes
sodomitas profesaban por el falo.
Pese a que las cuarenta y nueve velas,
de los siete candelabros, iluminaban bastante la Cueva de Odiel, el aspecto
de los seis personajes que se hallaban presentes era sombrío y siniestro: el
Abad de Claraval, el Gran Maestre del Temple, y los dos Preceptores Templarios,
estaban envueltos en un aire taciturno y fúnebre; su inmovilidad era tan
absoluta que hubiesen pasado por estatuas de piedra, si no fuese por que el
brillo maligno de sus ojos delataba la vida latente. Pero quienes realmente
infundirían terror en cualquier persona no avisada que tuviese la oportunidad
de presenciar la escena, eran los Inmortales Bera y Birsa: estaban vestidos con
unas túnicas de lino, ahora espantosamente manchadas por la sangre del Noyo, y
tenían puesto pectorales de oro tachonados con doce hileras de piedras de
diferente clase; pero lo que impresionaría al testigo no sería la vestimenta
sino la fiereza de su rostros, el odio que brotaba de ellos y se difundía en su
torno como una radiación mortífera; pero no vaya a creerse que el odio crispaba
o contraía el rostro de los Inmortales: por el contrario, el odio era natural en ellos; no se distinguiría en las caras de
Bera y Birsa ni un gesto que indicase por sí solo el odio atroz e inextinguible
que experimentaban hacia el Espíritu Increado, y hacia todo aquello que se
opusiera a los planes de El Uno, pues los suyos eran, íntegros, completos en su
expresión, los Rostros del Odio. Un
odio que ahora cobraría sus víctimas sacrificiales, la ofrenda que Jehová
Satanás reclamaba.
El Ritual, si se juzgaba por los actos
de Bera y Birsa, fue más bien simple; pero si se consideran los efectos
catastróficos producidos en la
Casa de Tharsis, habrá que convenir que aquellos actos eran
el término de causas profundas y complejas, la manifestación desconocida del
Poder de “Ruge Guiepo”. Así se desarrolló el Ritual: mientras Bera sostenía el
Dorché con la mano izquierda, y el brazo estirado a la altura de los ojos,
Birsa levantaba la cabeza del Noyo tomando un puñado de cabello con la mano derecha
y colocando un cuchillo de plata sobre su oído con la mano izquierda; dispuesta
de ese modo la escena ritual, la cabeza de Godo de Tharsis estaba suspendida a
unos escasos centímetros del espejo de agua; entonces, en una acción
simultánea, evidentemente convenida de antemano, Bera pronunció una palabra y
Birsa degolló al Noyo de un hábil tajo en la garganta; en verdad, la punta del
cuchillo había estado apoyada en el oído izquierdo del Noyo y, al sonar la
palabra de Bera, describió una curva perfecta que seccionó la garganta y
concluyó en el oído derecho: literalmente, el Noyo fue degollado “de oreja a oreja”; la sangre brotó a
chorros y se fue mezclando con el agua en tanto Bera seguía recitando otras
palabras sin mover el Dorché; poco a poco ocurrió el primer milagro: el agua,
que apenas se iba tiñendo con la sangre, comenzó a enrojecer y a espesarse
hasta que todo el lago pareció ser un inmenso coágulo; para entonces, una
luminosidad rojiza era despedida por el agua en forma de vapor, un resplandor
intenso, semejante al que emitiría un inmenso horno incandescente; cuando toda
el agua se hubo convertido en sangre, esto es, cuando ya no caía ni una gota
del cuerpo exangüe de Godo de Tharsis, Bera bajó el Dorché y apuntó hacia el
lago al tiempo que profería un espeluznante grito: entonces el color del lago
viró del rojo al negro y su substancia se transformó en una especie de pez o
alquitrán oscuro; y allí concluyó el Ritual. Cabe agregar que tal substancia,
semejante a la pez, no era otra cosa más que una síntesis orgánica de un
cadáver humano, como se obtendría tras un período de evolución geológico de
millones de años, pero acelerado en un instante con el Poder maravilloso del
Dorché. Aquella pez negra era, pues, la esencia de la muerte física, el último
extremo de lo que ha sido la vida y que se encuentra escrito potencialmente en
el mensaje de la sangre.
Pero la sangre es única para cada
Estirpe. Por eso la consecuencia buscada por la magia negra de los Inmortales
consistía en la propagación de aquella trasmutación a los restantes miembros de
la Estirpe , a
los que participaban de esa sangre maldita, es decir, a los Señores de Tharsis.
Repitiendo lo dicho antes, si se ha de juzgar el Ritual de los Inmortales Golen
por los catastróficos efectos producidos en la Casa de Tharsis, habrá que convenir en que
ocultaba un gran secreto referente al poder del sonido, al significado de las
palabras, y a la función del Dorché. Porque, en el mismo momento en que el lago
de sangre viró de color y se trasmutó en brea negra, el noventa y nueve por
ciento de los miembros de la Casa
de Tharsis exhaló el último suspiro: sólo sobrevivieron los Hombres de Piedra,
vale decir, aquellos que habían trasmutado su naturaleza humana con el Poder
del Espíritu. Desde luego, entre ellos estaban el Noyo y la Vraya , pero ambos muy viejos
para procrear nuevos miembros de la Estirpe. Sin embargo, a cientos de kilómetros de
allí, otros Hombres de Piedra vivían aún y se encargarían de hacer cumplir la
misión familiar. Del resto de la
Casa de Tharsis, no quedó nadie vivo para contarlo.
Los centinelas almogávares que
custodiaban el vivaque del Conde de Tarseval comenzaron a inquietarse apenas
percibieron el zumbido; no podrían decir cuándo se inició, pero lo cierto es
que había ido creciendo y ahora llenaba todo el valle; empero, al tornarse
audible, los rudos guerreros creían reconocer, insólitamente, aquel sonido: era
el tono exacto, el sonido oscilante de
un enjambre de abejas, pero amplificado tremendamente por alguna causa
espantosa y desconocida. Mas el zumbido, pese a ser sorprendentemente anormal y
haber cobrado la intensidad capaz de producir aturdimiento, pronto fue
olvidado. Los centinelas, en efecto, advirtieron que algo grave ocurría pues un
alarido aterrador quebró la continuidad de aquella impresionante vibración; mas
tal grito no provenía de afuera sino de adentro del vivaque y no consistía en
uno sino en multitud de lamentos que habían coincidido en un instante: el
instante en que el agua del lago subterráneo se trasmutó en la sangre de los
Señores de Tharsis. Entonces todos los miembros de la Estirpe experimentaron un
calor abrasador mil veces más potente que el Fuego Caliente de la Pasión Animal : y
gritaron al unísono. Pero nadie alcanzaría a socorrerlos ya que minutos después
morirían “en el mismo momento en que el agua del lago se transformó en brea
negra”.
En cuestión de minutos cesó el zumbido
por completo y un silencio sepulcral se apoderó del valle. Y entonces comenzó
la locura para los escasos doscientos sobrevivientes del ejército del Conde
Tarseval: todos ellos eran almogávares oriundos de la región de Braga, es
decir, de Raza celta. Al principio el espanto los había paralizado, mas
aquellos temibles guerreros no eran propensos a huir en ninguna cirscunstancia;
el amanecer, en cambio, los sorprendió deliberando agrupados en el centro del
campamento: según las costumbres, ante la ausencia de los Señores o Caballeros,
eligirían un Adalid entre los suyos. Ese cargo recayó en un sujeto que era tan
valiente en la guerra como corto de luces fuera de ella, conocido como Lugo de
Braga. Aquel jefe se hallaba tan perplejo como el resto por la súbita mortandad
y, luego de una prolija inspección por todas las tiendas y lugares donde habían
fallecido los guerreros, dedujo que la causa del mal era una peste desconocida: los cadáveres, en efecto, no presentaban
hasta el momento señal alguna que delatase qué clase de peste había causado la
muerte, mas ¿qué dudas cabían de que se trataba de una peste? ¡sólo una peste,
de acuerdo al criterio de la
Epoca , era capaz de matar de esa manera! Naturalmente, en la Edad Media la peste era
temida como el peor enemigo, fuera de aquellos que los Señores señalaban como
tales y había que enfrentar.
Los soldados habrían escapado
entonces, a no ser por la comprometedora presencia de tantos Nobles muertos; no
podían abandonar impunemente al Conde de Tarseval porque serían perseguidos por
toda España; pero tampoco se podía transportar un cadáver contaminado de peste;
lo correcto, explicó Lugo, era vencer el miedo y dar cristiana sepultura a los
muertos. Así, dominando el temor al contagio que los embargaba, los bravos
almogávares fueron alineando los ochocientos cincuenta cadáveres que iban a
descender al sepulcro; planeaban excavar tres tipos de tumbas: una fosa común
para los almogávares, otra igual para los villanos, y tumbas individuales para
los Caballeros. Se encontraban entregados a esa tarea, y a confeccionar las
cruces, y a empacar lo que convenía regresar al cuartel, cuando alguien
descubrió la licuefacción de los cadáveres y lanzó el primer grito de terror: ¡pix picis! ¡pix picis!, es decir, ¡la
pez! ¡la pez! En contados segundos corrieron todos junto a los cadáveres y
comprobaron que un increíble proceso de desintegración orgánica los estaba
reduciendo a un líquido negro y viscoso, semejante al betún, pero del que se
desprendía un jugo más liviano indudablemente parecido a la lejía negra: de
allí la ligera identificación con la pez, hecha por un obnubilado almogávar.
Pero un proceso tan brusco de descomposición de un cadáver era mucho más de lo
que podían soportar aquellas mentes supersticiosas sin relacionarlo con la
brujería y la magia negra. Por eso al correr todos, esta vez muy aprisa, hacia
las monturas, muchos que habían caído presa del pánico exclamaban: ¡bruttia! ¡bruttia!, es decir, ¡brea!
¡brea! y otros: ¡lixivía! ¡lixivía!,
o sea ¡lejía! ¡lejía! y, los menos, ¡pix
picis! ¡pix picis!, ¡la pez! ¡la pez!
Al llegar a la Villa de Turdes, Lugo de
Braga se halló con el asombroso espectáculo de que la pestilentia se le había adelantado. Pero allí los estragos de la
plaga eran tremendos: de los tres mil quinientos pobladores de la Villa , quinientos murieron
en el valle, junto al Conde de Tarseval, y de los tres mil restantes sólo
quedaban vivos quinientos, todos procedentes de regiones y Razas diferentes de
los iberos tartesios. Lo ocurrido había sido análogo a lo sucedido en el
campamento del Conde: primero el zumbido, luego el grito, dado al unísono por
todas las víctimas, y por último la horrible muerte simultánea. Al parecer,
allí la trasformación en betún era más lenta, pero ya se advertían los síntomas
en los cadáveres expuestos. Y nadie sabía si aquella peste era contagiosa ni
conocía sus síntomas previos. Lugo de Braga decidió entonces huir de la región
para siempre; pero antes, hizo lo más razonable, reacción propia de la Epoca : se entregó al pillaje
con sus doscientos compañeros.
No existían ahora Señores de Tharsis,
ni Caballeros o Nobles, que defendiesen aquel patrimonio. Lugo de Braga se
dirigió a la
Residencia Señorial y la saqueó a conciencia, mas no se
atrevió a incendiarla como reclamaban sus hombres. Después se retiró a su país,
llevándose consigo una inmensa caballada
cargada de botín. Por supuesto, todos ellos serían perseguidos años más tarde
por ese crimen y muchos terminarían en la horca. Aunque nadie podía imaginarlo
entonces, cuando la peste se enseñoreaba de la Casa de Tharsis, aún quedaban algunos de ellos
vivos que luego reclamarían lo suyo. Con esta excepción, la mayoría de los miembros
de la Casa de
Tharsis habían muerto de la misma causa y en la misma noche nefasta, en sitios
tan distantes como Sevilla, Córdoba, Toledo o Zaragosa.