LIBRO SEGUNDO - DIA 37


Trigesimoséptimo Día


Nos acercamos, Estimado Dr. Siegnagel, al desenlace de la historia de Felipe IV, es decir, al momento en que fracasan los planes de la Fraternidad Blanca, desarrollados durante los setecientos años anteriores por los Golen.
Ya indiqué por dónde habría de comenzar la Estrategia del Rey iniciado: Ocupación del espacio real y Cercado. A continuación se debía eliminar el enemigo interno para salvaguardar la Mística nacional, que es el efectivo campo de acción de la Función Regia. Los conceptos de la Sabiduría Hiperbórea que he expuesto en los últimos Días, y que de manera análoga fueron asimilados por Felipe IV en el Siglo XIII, permitían acceder a un punto de vista estratégico diferente, desde el cual los actos de su reinado adquirían su verdadero sentido. Felipe IV recibe la Corona de Francia en 1285: hereda de Felipe III, en ese momento, el desastre militar de la Cruzada contra Aragón y la obligación contraída por el Reino de investir a su hermano Carlos con las Coronas de Pedro III. Pero a Felipe IV no interesa continuar la contienda y sólo se limita a parar los golpes de audacia  de los aragoneses, que, envalentonados con sus triunfos, realizan periódicas incursiones y desembarcos en territorio francés. La paz de Tarascón, concertada en 1291, y el tratado de Anagni de 1295, ponen término a la desafortunada campaña y eclipsan la esperanza papal Golen de acabar con la influencia de las Casas de Suabia y Aragón sobre los asuntos de Italia.
¿A qué se debió aquel cambio político de la Casa de Francia? A la aplicación del principio del Cerco y a la comprensión de la verdadera naturaleza del Enemigo: Felipe IV, aunque los aragoneses, al igual que todos en su tiempo, tardasen en advertirlo, era más gibelino que Pedro III; jamás podría ser Aragón el enemigo esencial de un Rey de la Sangre Pura como Felipe el Hermoso: a lo sumo sería un caballeresco adversario, otra Nación luchando por imponer su Mística. Por eso Aragón no figuraba en la lista de los seis enemigos principales del Reino de Francia.
Al aplicar el principio del Cerco, Felipe IV determina inmediatamente las fronteras estratégicas de Francia: hacia el Este, el país termina en la orilla del Rin; hacia el Norte, en el Océano Atlántico y el Canal de la Mancha; y rumbo al Oeste, los Pirineos señalaban el límite del Reino de Aragón. Para Felipe IV, y para sus instructores Domini Canis, era estratégicamente erróneo intentar expandirse a costa de Aragón, una Nación dotada de poderosa Mística, sin haber aplicado previamente el principio de la Ocupación en el territorio propio: de allí el fracaso de la Cruzada. En consecuencia, dedicaría un gran esfuerzo diplomático a pactar la paz con Aragón, cosa que efectivamente lograría, como se adelantó, en un Congreso celebrado en Anagni en 1295. Con las manos libres, el Rey acometería la empresa de expulsar a los ingleses del territorio francés.

La Guyena era la provincia de Francia más extensa después del Languedoc; de su capital, Burdeos, procedía Bertrand de Got, un Señor del Perro que fue Papa bajo el nombre de Clemente V y de quien se hablará más adelante. Pero aquel enorme Ducado se encontraba en poder de Eduardo I Plantagenet desde 1252, aunque rodeado por los Condados franceses de Poitou, Guyena y Gascuña, y el Reino de Navarra, cuyo Rey era también Felipe IV. La oportunidad de ocupar las plazas inglesas de Guyena la brindaría un conflicto entre marinos ingleses y normandos en el puerto de Bayona en 1292. Los Corsarios ingleses se apoderaron de una escuadrilla francesa y saquearon La Rochele: nada más necesitaba el francés para tomar numerosas plazas fuertes y castillos e intentar cerrar el cerco. Dos años después, Inglaterra y Francia estaban trabadas en una guerra naval encarnizada.
La guerra contra el Enemigo exterior inglés no sólo significaba un cambio de frente de la política francesa sino que además aportaba un buen pretexto para iniciar la reforma administrativa del Reino. Esta reforma, largamente planeada por los legistas Domini Canis, debía comenzar necesariamente con la separación financiera de la Iglesia y el Estado: esencialmente, habría que controlar las rentas eclesiásticas, que habitualmente se giraban a Roma fuera de toda fiscalización. Paralelamente, se sancionaría un sistema impositivo que asegurase la continuidad de las rentas reales. El pretexto consistía en la autorización que los Papas habían concedido a Felipe III y Felipe IV para gravar con un diezmo las rentas de la Iglesia de Francia a fin de costear la Cruzada contra Aragón: si bien en 1295 la paz con Aragón estaba concertada, un año antes estallaba la guerra con Inglaterra dando ocasión a Felipe de proseguir con las exacciones. Aquello no era legal; sin embargo pronto lo sería merced a una ley real de fines de 1295 que imponía al clero de Francia la contribución forzosa de un “impuesto de guerra” sobre sus rentas.
Antes de ver la reacción de la Iglesia Golen, merece un comentario aparte la actitud que había asumido el Papa Golen Martín IV cuando puso en entredicho los Reinos de Pedro III: en ella se aprecia claramente el gran odio que alimentaba hacia la Casa de Suabia. El caso es que aquel imponente ejército, que Felipe III llevó hasta Cataluña, no sólo se financió con el diezmo de la Iglesia de Francia: Martín IV suspendió la Cruzada que por entonces planeaba Eduardo I de Inglaterra a Tierra Santa, para derivar contra Aragón el diezmo del clero inglés. Pero además gastó íntegras las sumas con que Cerdeña, Hungría, Suecia, Dinamarca, Eslavonia y Polonia, habían contribuido para auxiliar a los Cristianos de Palestina. Esperando vanamente los socorros de Europa, las plazas de Oriente no tardarían en caer en poder de los sarracenos: en 1291, San Juan de Acre, el último bastión cristiano, cedía frente al Emir de Egipto Melik-el-Ascraf. De esta manera, dos siglos después de la primer Cruzada, y dejando ríos de sangre tras de sí, concluía la existencia del Reino Cristiano de Jerusalén. La Orden del Temple, sin la necesidad ya de simular el sostenimiento del “ejército de Oriente”, quedaba libre para dedicarse a su verdadera misión: afirmarse como la primera potencia financiera de Europa, mantener una milicia de Caballeros como base de un futuro ejército europeo único, y propiciar la destrucción de las monarquías en favor del Gobierno Mundial y la Sinarquía del Pueblo Elegido.
Luego de las muertes de Martín IV y Felipe III, el Papa Honorio IV prosiguió otorgando diezmos a Felipe el Hermoso con la esperanza de que éste diese cumplimiento a la Cruzada contra Aragón. Igual criterio adoptaría Nicolás IV, desde 1288 hasta 1292, que era partidario de los angevinos pese a pertenecer a una familia gibelina; no obstante, favoreció a la familia Colonna, nombrando Cardenal a Pedro Colonna; fundó la Universidad de Montpellier, donde enseñaría leyes Guillermo de Nogaret; y puso bajo la jurisdicción directa del Trono de San Pedro a la Orden de los Franciscanos menores; la caída de San Juan de Acre le produjo gran consternación y publicó una Cruzada para enviar socorro a los Cristianos e intentar la reconquista; se encontraba trazando esos planes cuando falleció a causa de una epidemia que diezmó la ciudad de Roma. Al morir aquel Papa, que representaba una alentadora promesa en los proyectos del Rey de Francia, los Cardenales huyeron en su mayoría hacia Rieti, en Perusa, dejando abandonada la Santa Sede por más de dos años: durante ese intérvalo el solio pontificio quedaría vacante. Aparentemente, los doce Cardenales, seis romanos, cuatro italianos, y dos franceses, no lograban ponerse de acuerdo para elegir a un nuevo Papa, pero, en realidad, la demora obedecía a una hábil maniobra de Felipe IV y los Señores del Perro.
Los Golen habían favorecido la presencia francesa en Italia porque tenían a la Casa de Francia por incondicionalmente güelfa: jamás previeron que de su seno saldría un Rey gibelino. Tal confianza se vio recompensada en principio por la terrible represión que Carlos de Anjou descargó sobre el partido gibelino y los miembros de la Casa de Suabia. Y estos “servicios” tuvieron el efecto de aumentar la influencia francesa en los asuntos de Roma. Felipe IV sabría aprovecharse de esa situación para preparar secretamente la resurreción del partido gibelino. Sus principales aliados serían los miembros de la familia Colonna, y el cardenal Hugo Aicilin, quienes se comunicaban con él por medio de Pierre de Paroi, Prior de Chaise, que era Señor del Perro y agente secreto francés: a todos se les habían ofertado ricos Condados franceses a cambio de apoyo en el Sacro Colegio. El apoyo consistía, desde luego, en impedir que fuese elegido un Papa Golen o, en el mejor de los casos, nombrar un domínico.
La de los Colonna era una familia de nobles romanos que durante varios siglos tuvieron mucho peso en el Gobierno de Roma y en la Iglesia Católica. Poseían una serie de Señoríos en la región montañosa que va desde Roma a Nápoles, de suerte que casi todos los caminos hacia el Sur de Italia pasaban por sus tierras. En esos días, había dos Cardenales Colonna: el anciano Jacobo Colonna, patrono de la Orden de los Franciscanos Espirituales, y su sobrino, Pedro Colonna. El hermano mayor de Pedro, Juan Colonna, en el mismo período, fue Senador y Gobernador de Roma. Ocioso es decir que esta familia constituía un Clan poderoso, que formaba partido con otros Señores, Caballeros y Obispos; tal partido se hallaba enfrentado, con mucha fuerza, contra el segundo Clan importante, el de los Orsini o Ursinos, quienes eran decididamente güelfos y estaban controlados por los Golen. Ambos grupos dominaban a los restantes Cardenales que debían decidir en la elección papal; hasta ese momento, las posiciones se hallaban empatadas, optando los Colonna por trabar todos los intentos de los Golen y proponer, a su vez, a miembros de su propio Clan.
Pero la Iglesia Católica era en esa Epoca, una organización extendida por todo el Orbe, poseedora de miles de Iglesias y Señoríos vasallos que canalizaban hacia Roma cuantiosas sumas de dinero y valiosas mercancías; su administración no podía quedar mucho tiempo a la deriva. Así las cosas, luego de dos años y tres meses de discusiones, la situación se tornó lo suficientemente insostenible como para exigir la elección sin más dilaciones. Entonces, visto que no iba a surgir acuerdo para nombrar Papa alguno de los Cardenales presentes, se conviene en designar a un no purpurado. Los dos grupos piensan en un testaferro, un Papa débil cuya voluntad pueda ser dirigida en secreto. Y entonces, el 5 de Julio de 1294, se alcanza la unanimidad de los votos, optando todos por Pedro de Murrone, un Santo ermitaño de ochenta y cinco años que vivía retirado en una caverna de los Abruzos.
Los Franciscanos Espirituales, dirigidos por Jacobo Colonna, habían retomado la antigua tradición monástica inspirados en la Regla de San Francisco y en la visión apocalíptica de Joaquín de Fiore. Treinta años antes, Pedro era guía de varias comunidades de Franciscanos Espirituales, mas, no satisfecho aún con el extremo rigor de la Orden, fundó la suya propia, que luego sería recordada como la “Orden de los Celestinos”. Sin embargo, pese a que los monasterios Celestinos se extendían continuamente por la región de los Abruzos y la Italia meridional, Pedro se había retirado a una cueva del Monte Murrone para dedicarse a la vida contemplativa; se hallaba en aquel retiro cuando tuvo noticias de su nombramiento para el cargo de Papa: dudaba sobre la conveniencia de aceptar pero fue convencido por Carlos II el Cojo, hijo de Carlos de Anjou, quien, liberado de la prisión catalana reinaba entonces en Nápoles. Al fin, Pedro aceptó la investidura papal y tomó el nombre de Celestino V: toda la cristiandad saludó alborozada la entronización del Santo, de quien esperaban que pusiese freno al materialismo y la inmoralidad reinante en la jerarquía eclesiástica y abriese la Iglesia a una reforma espiritual. Se entiende pues, que para los Colonna, y para Felipe IV, aquella elección tuviese sabor a triunfo.
Pero Pedro de Murrone carecía de toda instrucción y de los conocimientos necesarios para administrar una institución de las dimensiones de la Iglesia Católica; su única experiencia de gobierno provenía de la conducción de pequeñas comunidades de Frailes. Además, al Santo no le interesaban esos asuntos mundanos sino las cuestiones relativas a la religión práctica: la evangelización, la oración, la salvación del Alma. Delegó, así, en los Cardenales, y en un grupo de Obispos legistas, las cuestiones temporales, formándose un entorno corrupto e interesado que en cuatro meses sumió a la Iglesia en un gran desorden económico.
 Los Golen, como es lógico, también esperaban controlar a Pedro de Murrone; confiaban sobre todo en el Rey de Nápoles, a quien Pedro profesaba especial afecto: suponían que Carlos II no respaldaría las intrigas de su primo Felipe el Hermoso y proseguiría la política güelfa de Carlos de Anjou; con la ayuda del Rey sería fácil conseguir que el Papa sancionase como propias las medidas propuestas por Ellos. Y contaban, aparte, con un sorprendente secreto: un Cardenal, Benedicto Gaetani, procedente de una familia gibelina y abiertamente enrolado en la causa de Francia, era uno de los suyos. Este Golen, Doctor en Derecho Canónico, Teólogo y experto en Diplomacia, se situaría cerca del Santo sin despertar las sospechas de los Colonna, contra quienes alimentaba en su interior mortales deseos.
Conviene destacar ahora dos de los cambios introducidos por Celestino a instancias de Carlos II. Aumentó el número de Cardenales nombrando otros doce, la mayoría italianos y franceses, y restableció la ley del Cónclave, que obligaba a reemplazar los miembros vacantes del Sacro Colegio. Y confirió a los Franciscanos Espirituales la autorización para funcionar independientemente de la Orden de Frailes menores. Tales disposiciones favorecieron la influencia francesa en la Iglesia y al partido de los Colonna.

Los Golen no llegarían a controlar a Celestino V. Y con el correr de los meses cayeron en la cuenta que la guerra entre Francia e Inglaterra no sólo fortalecía a Felipe IV sino que amenazaba con paralizar los planes de la Fraternidad Blanca. No había tiempo ya para sutilezas: urgía acabar con el Santo y colocar en su lugar un Papa Golen, un hombre capaz de imponerse a aquel Rey imberbe que se atrevía a desafiar a las Potencias de la Materia: desde el Trono de San Pedro, cuyo dominio Ellos habían ejercido casi ininterrumpidamente durante setecientos años, presentarían a Felipe IV una oposición como no se veía desde los días de Enrique IV, Federico I y Federico II. Sin embargo, no se atrevían a asesinar a Celestino por las repercusiones que ese hecho pudiese tener sobre el pueblo de Italia, que se hallaba impresionado con las virtudes espirituales del Papa. Surgió así la idea de convencer al Santo de que su Pontificado no convenía a la Iglesia, necesitada de un Papa que se ocupase de llevar adelante otros asuntos importantes aparte de los religiosos, como ser los administrativos, legislativos, jurídicos, y diplomáticos. El portavoz de esta idea, y quien ofrecía el asesoramiento legal para concretar la renuncia, era el Cardenal Benedicto Gaetani.
Aquellas presiones hacían dudar a Celestino, pero podían más los consejos de quienes le solicitaban que permaneciese en su puesto pues la Iglesia requería de la Santidad de su presencia. Al acercarse los cinco meses de su reinado, Benedicto Gaetani llega a recurrir a la burda trama de comprar a su ayuda de cámara y hacer que se instalase desde el piso superior, un tubo portador de voz que daba atrás del Cristo del Altar, en una Capilla a la que Celestino concurría diariamente para orar: la voz que surgió de “Jesus”, dijo: “Celestino, descarga de tu espalda el feudo del papado, pues es peso superior a tus fuerzas”. En principio, el Santo lo tomó por aviso del Cielo, mas luego fue alertado sobre la patraña. Empero, se acercaba la fiesta navideña y Celestino se disponía a retirarse a un monasterio solitario de los Abruzos para orar en soledad, según era su costumbre de toda la vida. Por consejo del Rey de Nápoles, decide designar tres Cardenales facultados con amplios poderes a fin de que actuasen en su nombre durante las cuatro semanas de ausencia: fue entonces que un Cardenal Golen acusó al Papa de realizar una acción ilegal. La Iglesia, le dijo, no podía tener cuatro esposos, la dignidad papal no era delegable hasta ese punto. Esto decidió al Santo a renunciar, más asqueado por las intrigas que se desenvolvían en torno suyo que por el peso de los argumentos esgrimidos.
Pero renunciar a la investidura papal, no es lo mismo que abdicar a una investidura real. En el Derecho Canónico vigente hasta entonces, la posibilidad no estaba contemplada y nunca se había presentado un caso desde que San Pedro nombrase sucesor suyo a San Lino, en el siglo I. Por el contrario, el Derecho Canónico afirmaba que la investidura era vitalicia, pues su aceptación tenía el carácter de un enlace matrimonial entre el Papa y la Iglesia, el cual era dogmáticamente indisoluble. Para salvar esta insalvable dificultad, los Cardenales canonistas Bianchi y Gaetani recurrieron a un pueril razonamiento lógico: el Derecho Canónico rige y formaliza la conducta de los Papas, pero, por sobre el Derecho Canónico, está el Papa mismo, el Vicario de Jesucristo; a él le corresponde el derecho evidente de modificar con su palabra infalible toda ley y todo dogma; incluido el tema de la renuncia a la investidura papal. El 13 de Diciembre de 1294, cinco meses y nueve días después de haber sido entronizado, Celestino V firmaba la Bula redactada por los canonistas de Benedicto Gaetani, en la que se confirmaba el derecho del Papa a renunciar si profundos y fundados cargos de conciencia, como por ejemplo, el creer que su modo de conducir la Iglesia podría redundar en graves daños para ella o, simplemente, la convicción de no ser apto para el cargo, lo justificaban. Acto seguido, se quitó la tiara, las sandalias de San Pedro y el anillo, y dimitió a su alto cargo.
El 29 de Diciembre de 1294 el Cónclave eligió al Cardenal Benedicto Gaetani, natural de Anagni y miembro de las nobles familias que habían dado a la Iglesia los Papas Alejandro IV, Inocencio IV y Gregorio IX: tomó el nombre de Bonifacio VIII. Pedro de Murrone, que además de santo tenía fama de poseer el don de la profecía, antes de partir le hizo la siguiente advertencia: “Os habéis encaramado como un zorro, reinaréis como un león, y moriréis como un perro”.
Sobre la legalidad de su actitud se suscitaron las más enconadas polémicas entre los canonistas, que duraron siglos, pues una opinión generalizada desde antiguo sostenía que a la investidura papal no podía renunciarse por ninguna decretal. Esta opinión, que compartían muchos teólogos y canonistas de Italia y Francia, era sostenida también por el pueblo, que seguía considerando a Celestino V como el legítimo Papa. Temiendo un cisma los Golen deciden eliminar a Pedro de Murrone: Bonifacio VIII lo hace prender en una cueva de las montañas de San Angel, en Apulia, adonde se había retirado, y lo confina en la Fortaleza de Fumona, en Campania; en Mayo de 1296 sería asesinado y su cuerpo enterrado a cinco metros de profundidad.