LIBRO SEGUNDO - DIA 35


Trigesimoquinto Día


El 7 de Enero de 1285 muere Carlos  de Anjou, enfermo y desesperado. En Marzo de 1285 fallece el Papa Golen Martín IV. Felipe III, Rey de Francia, perece el 5 de Octubre de 1285. Y al finalizar aquel fatídico año, el 11 de Noviembre de 1285, expira Pedro III de Aragón, el Rey que consiguió vencer a la fuerza conjunta de los tres precedentes y frustrar en gran medida los planes de la Fraternidad Blanca. A su muerte, sus Reinos se reparten entre sus hijos, ciñendo Alfonso la triple Corona de Aragón, Cataluña y Valencia, y Jaime la de Sicilia, sucedido por Fadrique I. Pero Juan de Prócida, y los Señores del Perro, continúan asesorando a los Reyes de Aragón.
Así pues, con la muerte de Felipe III, los Golen suponen que sus planes están momentáneamente retrasados. Mas, ¿sólo momentáneamente retrasados o sus planes están definitivamente frustrados, sin que Ellos consigan advertirlo a tiempo? Como se verá enseguida, solo demasiado tarde comprobarán los Golen que algo muy extraño le ha ocurrido al sucesor de Felipe III. En efecto, aquel Rey, cuya educación fue confiada a los monjes más eruditos de Francia, esto es, a los domínicos, se había convertido en un Iniciado Hiperbóreo, en un potencial enemigo de los planes de la Fraternidad Blanca. ¿Cómo ocurrió tal herejía? ¿Quién lo inició en la Sabiduría Hiperbórea? La respuesta, la única respuesta posible, sería la increíble posibilidad de que dentro de la Iglesia, en la Orden de los Predicadores, existiese una conspiración de partidarios del Pacto de Sangre, un conjunto de Iniciados en la Sabiduría de los Atlantes Blancos. No sospechan por supuesto, de los Señores de Tharsis, a quienes consideran definitivamente extinguidos, y no aciertan a descubrir oportunamente a los culpables del desastre: el golpe será demasiado conmocionante para asimilarlo con la necesaria rapidez. Y esa perplejidad inevitable, esa sorpresa paralizante causada por la Alta Estrategia de los Señores de Tharsis y el Circulus Domini Canis, señalaría el principio del fin de la Estrategia enemiga: a partir de entonces, luego que Felipe IV desempeñase brillantemente su misión, los Golen y la Fraternidad Blanca tendrían que esperar hasta el siglo XX antes de disponer de otra oportunidad histórica para instaurar el Gobierno Mundial y la Sinarquía del Pueblo Elegido.
Como dije, los Golen no conseguirían contrarrestar las consecuencias de la nueva situación. Habían maniobrado por varios años para fortalecer en Europa a la Casa de Francia y de su seno les surgía un Rey hostil a la hegemonía papal. Habían cedido el terreno de la enseñanza académica a los monjes domínicos y resultaría que entre ellos estaban infiltrados los enemigos del Dios Uno. Y, lo que era peor, a aquella Orden de Predicadores se les había confiado el Tribunal del Santo Oficio, encargado de inquirir sobre la fe. Hasta entonces, la Inquisición les permitía eliminar o neutralizar oposiciones bajo la amenaza de la acusación de herejía, pero, y esto lo asumían claramente, los mayores herejes eran ellos: en adelante, deberían obrar con cautela porque sino, a semejanza del jiu jitsu, la propia fuerza del atacante podría ser vuelta en su contra.
Imposibilitados de someterlo a la autoridad papal, los Golen intentarían infructuosamente eliminar a Felipe IV, fracaso que se debió al cerco de seguridad que los Domini Canis tendieron en torno del Rey; cuando finalmente lograron envenenarlo, en 1314, Felipe IV había reinado veintinueve años y cumplido con Honor la misión encomendada: y ante la grandeza de su obra, nada cuentan las calumnias de una Iglesia Golen derrotada y de un Pueblo Elegido que vio perderse su oportunidad histórica, aunque hayan sido repetidas sin fundamento a lo largo de setecientos años.
Mas, durante los veintinueve años de su reinado, tampoco dispondrían de alguna personalidad política equivalente para reemplazarlo u oponerle. El Rey de Inglaterra, Eduardo I, si bien interviene en los asuntos europeos, sólo lo hace indirectamente en tiempos de Felipe el Hermoso, especialmente a través de sus aliados, el Conde de Flandes y el Duque de Guyena: su guerra encarnizada contra los escoceses lo mantiene ocupado en la isla británica. Y en Alemania, el güelfo Rodolfo de Habsburgo, elegido en 1273 para poner fin al Interregno, muere en 1291 dedicado a guerrear contra los gibelinos y a acrecentar los bienes de su Casa; le sucede Adolfo de Nassau, quien sólo reina seis años trabado en lucha con los hijos de Rodolfo; y sigue luego Alberto I, que se entendería pacíficamente con Felipe IV y convendría con éste en que el curso del Rin sería la frontera entre Francia y Alemania. Nada podían hacer los Golen con estos soberanos para enfrentar a una personalidad como Felipe el Hermoso; y ya sabemos lo que podían esperar de los Reyes de Aragón y Sicilia. Quiero mostrarle con esto, Dr. Siegnagel, que al perder el control sobre el Rey de Francia, la Estrategia de los Golen se veía seriamente comprometida.
Durante cincuenta años el Circulus Domini Canis aguardó su oportunidad. Esta se presentó con Felipe IV, sobre el que ejercieron gran influencia desde su infancia, dado el alto número de instructores del infante que se contaban entre sus filas. Al morir Felipe III, su hijo tenía diecisiete años y había sido iniciado secretamente en la Sabiduría Hiperbórea. Es posible afirmar, pues, que al comenzar a reinar, ya disponía de un proyecto claro sobre su misión histórica; y tenía también a su lado los hombres que lo asesorarían y le permitirían ejecutar sus ideas. Porque conviene diferenciar claramente entre dos objetivos, complementarios, que se ponen como meta en ese momento: uno es el propuesto por el Circulus Domini Canis, y ya explicado, que procuraba, simplemente, detener la Estrategia enemiga e impedir que los Golen concretasen la Sinarquía del Pueblo Elegido; otro es un objetivo que, entonces, brotaba de la Sangre Pura de Felipe IV, y que consistía, como en el caso de Federico II, en expresar en su más alto grado la Función Regia. Con respecto al segundo, no hay que olvidar que en todo el linaje de los Capetos, al igual que en todas las Estirpes Hiperbóreas, existía una misión familiar plasmada por sus remotos antepasados en tiempos de la caída en el Pacto Cultural; y la Estirpe de Felipe IV era de Sangre muy Pura, aunque sus últimas generaciones hubiesen estado dominadas por los Sacerdotes del Pacto Cultural, es decir, por los monjes y Obispos Golen: aquella dinastía, en efecto, se iniciaba en 987 con el primer Rey de Francia, Hugo Capeto, hijo de Hugo el Grande y nieto del Conde de París y Duque de Francia, Roberto; éste era, a su vez, hijo de Roberto el Fuerte, miembro de la casa real sajona, investido por Carlos el Calvo, nieto de Carlomagno, con el título de Conde de Anjou, para que con sus tropas germanas detuviese los ataques normandos. En Felipe IV renacía así, como había sucedido con Federico II, un fruto que procedía de una misma raíz racial sajona y que se había desarrollado ocultamente en el fértil campo de la Sangre Pura.
Se verá cómo ambos objetivos se alcanzan conjuntamente; cómo la Función Regia, asumida enteramente por Felipe IV, deposita en la sociedad la semilla de la nacionalidad; y cómo las medidas tomadas en su gobierno, medidas basadas en la Sabiduría Hiperbórea, iban a causar el fracaso de los planes de la Fraternidad Blanca. Lamentablemente, Felipe IV no llegaría a ver totalmente realizados sus anhelos por el mismo motivo que tampoco los alcanzara completamente Federico II: la Epoca no era propicia para la aplicación integral de una Estrategia que sólo podría culminar con la Batalla Final contra las Potencias de la Materia; una Epoca tal aún está pendiente en la Historia y quizá ya estemos entrando en ella; pero Felipe IV se aproximó bastante, lo más que pudo, a su objetivo; y en ese hecho innegable radica su Gloria.

En primer lugar de importancia los instructores Domini Canis revelaron al infante en qué consistía la Función Regia del Pacto de Sangre, concepto que Federico II, setenta años antes, había comprendido claramente: Si existe un pueblo racial, una comunidad de sangre, siempre, siempre, se conformará en su seno una Aristocracia del Espíritu, de donde surgirá el Rey Soberano: el Rey será quien ostente el grado más alto de la Aristocracia, la Sangre Más Pura; quien posea tal valor, será reconocido carismáticamente por el pueblo y regirá por Derecho Divino del Espíritu. Su Soberanía no podrá ser cuestionada ni discutida y por lo tanto, su Poder deberá ser Absoluto. Nada hay Más Alto que el Espíritu y el Rey de la Sangre expresa al Espíritu; Y en la Sangre Pura del pueblo subyace el Espíritu; y por eso el Rey de la Sangre Pura, que expresa al Espíritu, es también la Voz del Pueblo, su Voluntad individualizada de tender hacia el Espíritu. De manera que nada material puede interponerse entre el Rey de la Sangre y el Pueblo: por el contrario, la Sangre Pura los une carismáticamente, en un contacto que se da fuera del Tiempo y del Espacio, en esa instancia absoluta más allá de la materia creada que se llama El Origen común de la Raza del Espíritu. Y de aquí que todo cuanto se conforme materialmente en relación al pueblo le deba estar subordinado al Rey de la Sangre: todas las voluntades deben sumarse o doblegarse frente a su Voluntad; todos los poderes deben subordinarse ante su Poder. Incluso el poder religioso, que solo alcanza los límites del Culto, debe inclinarse bajo la Voluntad del Espíritu que el Rey de la Sangre manifiesta.
En segundo lugar, se explica a Felipe IV la caída que los pueblos del Pacto de Sangre sufren por causa de la “fatiga de guerra” y los modos empleados por los Sacerdotes del Pacto Cultural para desvirtuar, deformar, y corromper, la Función Regia. En el caso del Imperio Romano, los conceptos anteriores, heredados de los Etruscos, estaban contemplados en el Derecho Romano antiguo y en muchos aspectos se mantendrían presentes hasta la Epoca de los Emperadores Cristianos. Concretamente sería Constantino quien abriría la puerta a los partidarios más acérrimos del Pacto Cultural, cuando autoriza con el Edicto de Milán la práctica del Culto Judeocristiano; pero el daño más grande a la Función Regia lo causaría Teodosio I setenta años después, al oficializar el Judeocristianismo como única religión de estado. Comenzaría entonces el largo pero fecundo proceso en el que el Derecho Romano se convertiría en Derecho Canónico; es decir, aquello del Derecho Romano que convenía para fundamentar la supremacía del papado sería conservado en el Derecho Canónico, y el resto sabiamentre expurgado o ignorado. Ese proceso brindaría la justificación jurídica al Cesaropapismo, la pretensión papal de imponer un absolutismo religioso sobre los Reyes de la Sangre, cuyos más fervorosos exponentes fueron Gregorio VII, Inocencio III, y Bonifacio VIII.
Antes de la decadencia del Imperio, los Reyes y Emperadores Romanos se atribuían origen Divino y ello constaba también en el Derecho Romano. La tarea de los canonistas católicos fue, si se quiere, bien simple: consistió en sustituir a los “Dioses Paganos”, fuente de la soberanía regia, por el “Verdadero Dios”; y en reemplazar al máximo representante del Poder, Rey o Emperador, por la figura de “Pedro”, el Vicario de Jesucristo. Aunque es obvio, hay que aclarar que después de estas sustituciones todo origen Divino quedaba desterrado del Derecho Canónico, que en adelante sería el Derecho oficial del mundo cristiano: Jesucristo se había presentado sólo una vez y había dicho: –“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. El derecho Divino de regir la Iglesia, y a toda su feligresía, ricos o pobres, nobles o plebeyos, le correspondía, pues, únicamente a Pedro; y, desde luego, a sus sucesores, los Altos Sacerdotes del Señor. Pedro había sido elegido por Jesucristo para ser su representante y expresar su Poder; y Jesucristo era el Hijo de Dios; y el Dios Uno en el Misterio de la Trinidad, el Dios Creador de Todo lo Existente: nada habría, pues, en el mundo que pudiese considerarse más elevado que el representante del Dios Creador. En consecuencia, si alguien osase oponerse a Pedro, si pretendiese ejercer un Poder o una Voluntad contrapuesta a la del Vicario de Jesucristo, si se arrogase un Derecho Divino, para ello, se trataría claramente de un hereje, de un hombre maldito de Dios, de un ser que por su propia insolencia se ha situado fuera de la Iglesia y al que corresponde, con toda justicia, suprimir también del mundo.
El Derecho Canónico no dejaba, así, ninguna posibilidad para que los Reyes de la Sangre ejerciesen la Función Regia: la Soberanía real procedía ahora del Culto Cristiano; y los Reyes debían ser investidos por los sucesores de Pedro, los Sacerdotes maximus. Y si la realeza debía ser confirmada, quedaba con ello anulado el principio de la Aristocracia de la Sangre Pura, tal como convenía al Pacto Cultural. Naturalmente, como tantas veces antes, los pueblos se someterán al hechizo de los Sacerdotes y sobrevendrán los tiempos tenebrosos de la ausencia de Rey, en los cuales la Función Regia ha sido usurpada por las Potencias de la Materia. Los Reyes del Derecho Canónico no son Reyes de la Sangre sino meros gobernadores, agentes del Poder estatal, de acuerdo a la definición del Papa Gelasio I: “aparte del Poder estatal existe la Autoridad de la Iglesia, de donde procede la soberanía de aquél”. De esta idea gelasiana se deriva la teoría de las Dos Espadas, formulada por San Bernardo Golen: el Poder estatal es análogo a la “Espada temporal”, en tanto que la Autoridad de la Iglesia equivale a la “Espada espiritual”; Pedro y sus sucesores, por lo tanto, empuñarían la “Espada espiritual”, ante la que deberá inclinarse la “Espada temporal” de los Reyes y Emperadores.
Pero nada de esto es cierto, aunque se lo codifique en el Derecho Canónico. La pretendida “Espada espiritual” de la Iglesia Golen es sólo una Espada sacerdotal. Y el Poder que un Rey de la Sangre está autorizado a ejercer por el Derecho Divino del Espíritu Eterno, no es precisamente análogo a una “Espada temporal” sino a una Espada de Voluntad Absoluta, a una Espada cuya empuñadura se encuentra en el Origen, más allá del Tiempo y del Espacio, pero cuya hoja puede atravesar el Tiempo y el Espacio y manifestarse al pueblo. En todo caso, el Rey de la Sangre empuña la Espada Volitiva, cuya acción se llama Honor, y plasma con sus toques las formas del Reino: de esos golpes de Voluntad real, de esos actos de Honor, brotará la Legislación, la Justicia, y la sabia Administración del Estado Carismático.
Si Felipe IV desea presentarse como Rey de la Sangre, aclaran los Domini Canis, deberá restaurar previamente la Función Regia, deberá abandonar la ilusoria “Espada temporal”, que le fue impuesta a sus antepasados por los Sacerdotes del Pacto Cultural, y empuñar la verdadera Espada Volitiva de los Señores del Pacto de Sangre, la Espada que manifiesta el Poder Absoluto del Espíritu. Sin embargo, el Derecho Canónico, vigente en ese momento, legaliza la jerarquización de las Espadas de acuerdo al Pacto Cultural: primero la Espada sacerdotal, pontificia; segundo la Espada “temporal”, regia. Es necesario, pues, modificar el orden jurídico existente, circunscribir el Derecho Canónico al ámbito exclusivamente religioso y establecer un Derecho civil separado: la Función Regia exige inevitablemente la separación de la Iglesia y el Estado.
Ahora bien: frente a esta exigencia, Felipe IV no se encontraba en la situación de iniciar algo totalmente nuevo, una especie de “revolución jurídica”; por el contrario, el Circulus Domini Canis iba preparando el terreno para ello desde los tiempos de Luis IX, abuelo de Felipe IV. A partir de esos días, en efecto, los Señores del Perro venían influyendo sutilmente en la Corte francesa para favorecer la formación de toda una clase de legistas seglares, cuya misión secreta consistiría en revisar, y actualizar, el Derecho Romano. Felipe III, el hijo de Luis IX, fue un Rey completamente dominado por los Golen cistercienses, quienes lo mantuvieron en una ignorancia tal que, valga como ejemplo, jamás se le enseñó a leer y a escribir; su estructura mental, hábilmente modelada por los instructores Golen, correspondía más a la del monje que a la del guerrero. Los Señores del Perro nunca intentaron alterar este control pues su Estrategia no pasaba por él sino por su hijo Felipe IV; sin embargo, en su momento lograron influir para que Felipe III aprobase una Ley, aparentemente provechosa para la Corona, en la que se reservaba el derecho de otorgar títulos de nobleza a los legistas seglares; ese instrumento jurídico se hizo valer luego para promover a numerosos e importantes Domini Canis a los más altos cargos y magistraturas de la Corte, hasta entonces vedados a todas las clases plebeyas. Aquellos legistas seglares, pertenecientes al Circulus Domini Canis, se abocaron con gran dedicación a su misión específica y, para 1285, ya habían desarrollado los fundamentos que permitirían constituir un Estado en el que la Función Regia estuviese por encima de cualquier otro Poder. Felipe IV contaría de entrada, pues, con un equipo de consejeros y funcionarios altamente especializados en Derecho Romano, quienes lo secundarían fielmente en su confrontación con el papado Golen. De las más prestigiosas universidades francesas, especialmente París, Tolosa y Montpellier, pero también de la Orden de Predicadores, y hasta de la nueva burguesía instruida, saldrán los legistas que darán apoyo intelectual a Felipe IV: entre los principales cabe recordar a los Caballeros Pierre Flotte, Robert de Artois y al Conde de Saint Pol; a Enguerrand de Marigny, procedente de la burguesía normanda, así como su hermano, el obispo Philippe de Marigny; a Guillermo de Plasian, Caballero de Tolosa y ferviente Cátaro; y a Guillermo de Nogaret, miembro de la familia de villanos que habitaba en las tierras de Pedro de Creta y Valentina, en San Félix de Caramán: sus abuelos habían sido quemados en Albi por Simón de Montfort, pero él profesaba secretamente el catarismo e integraba el Circulus Domini Canis; fue profesor de leyes en Montpellier y en Nimes, antes de ser convocado a la Corte de Felipe el Hermoso.