LIBRO SEGUNDO - DIA 63


Sexagesimotercer Día


Se interrogará Ud., Dr. Siegnagel, ¿cómo fue que mis captores me enviaron al Hospital Dr. Patrón Isla, de la Ciudad de Salta? La respuesta es tristemente sencilla, no muy difícil de imaginar. Los Agentes Infernales, que conocían el secreto de sus drogas sobre el cuerpo humano, sabían que a mí me resultaría imposible huir de cualquier lugar: la voluntad de resistir estaba completamente enervada y, como dije, había perdido totalmente la orientación externa. No podría moverme del sitio en que estuviera, esto lo tenían bien claro. Pero entonces Yo había decidido morir.
Lo explicaré mejor: si bien Ellos habían quebrado mi voluntad de librarme externamente, Yo comprobaba a cada instante que conservaba intactas las facultades espirituales interiores. La voluntad de mi Espíritu, Dr., no estaba quebrada en el reducido ámbito de la conciencia. Quizás Ellos destruyeran parte de la estructura psíquica, pero el daño sólo podía reducirse al campo del Alma o al cerebro físico, es decir, al terreno exclusivamente material. Desde luego, Ellos no podían saber con exactitud qué había ocurrido con el Espíritu Eterno porque los Iniciados de la Fraternidad Blanca carecen de capacidad para percibir a los Seres Increados; pero consideraban un triunfo de sus técnicas de lavado de cerebro el comprobar que Ya no existían manifestaciones espirituales. Concretamente, se referían al “Yo”, la manifestación del Espíritu, como un piloto indicador del estado del prisionero: si el tratamiento culminaba con la desintegración del Yo, ello significaba que un proceso irreversible impediría el re-encadenamiento espiritual. Aunque el Símbolo del Origen continuase presente en la Sangre Pura, la destrucción de la estructura psíquica tornaba imposible que el Yo se pudiese concentrar nuevamente en la esfera de conciencia. Pero en mi caso esto no había ocurrido. Como comprenderá, Ellos esperaban que la ingestión de las psicodrogas diese por resultado un estado de esquizofrenia aguda, esperanza que en mi caso se vio reforzada por las confesiones que habían logrado arrancarme. Mas la verdadera situación consistía en que todo cuanto consiguieron obtener en el interrogatorio no era voluntario ni involuntario sino mecánico: sus drogas actuaron sobre el sujeto consciente del Alma, no sobre el Yo, y lo forzaron a volcar el contenido de la formidable memoria racial de los Señores de Tharsis, una cualidad propia de la especialización biológica de mi familia con la que presumiblemente los Rabinos no estaban habituados a tratar. Creyeron así que mi Yo estaba fragmentado o desintegrado y que jamás volvería a producirse un estado de conciencia espiritual estable: la confesión demostraba, para Ellos, la fractura irreversible de la voluntad espiritual.
Pero aquella confesión era sólo una estúpida traición del alma, cuyo sujeto leía los contenidos de las memorias psíquicas. En una esfera profunda, la voluntad de mi Yo resistió en todo momento la violación sin poder impedir que los contenidos mnémicos se exteriorizacen mecánicamente: surgieron entonces, para deleite de los Rabinos, los recuerdos que las memorias conservaban sobre la Estrategia propia y su ejecución. Se enteraron de lo ocurrido con Noyo y partieron en el acto sobre sus pasos, suponiendo dejar tras de sí un despojo humano. Sin embargo, está visto que, como siempre, no les resultaría tan sencillo acabar con los Señores de Tharsis.
¿Qué había ocurrido? Pues, que Yo alcancé a comprender qué consecuencias se esperaban del lavado de cerebro y atiné a simular con gran convicción la demencia esquizofrénica prevista por Ellos. Finalmente, convencidos de que mi locura no tenía remedio, decidieron evacuarme del comprometido Monasterio Franciscano e internarme momentáneamente, hasta la llegada de Bera y Birsa, en un Hospital Neuropsiquiátrico. Para eso tenían que “legalizarme”, es decir, concederme el status jurídico de prisionera política, a fin de obtener el asentamiento burocrático en el Hospital y aventar toda futura investigación. Comenzaron entonces por convocar a un tal “Coronel Víctor Perez”, militar de raza hebrea que trabajaba para el Shin Beth. Este tomó a su cargo el caso y elaboró un expediente inflado de falsedades, en el que constaba la supuesta actividad subversiva de mi hijo Noyo y el apoyo que Yo le brindaría, tanto a él como a la organización en la que militaba. Fraguó la descripción de las circunstancias de la detención, los interrogatorios y el tenor de las confesiones; y obtuvo de un Médico militar el diagnóstico de demencia y de un Juez la orden de internación en el Hospital Neuropsiquiátrico Dr. Javier Patrón Isla. Y de este modo llegué hasta aquí, Dr. Arturo Siegnagel. Pero entonces Yo había decidido morir.
Sí, estimado Dr. En esos días, mi único deseo era morir con Honor, suicidarme antes de caer en las garras fatales de Bera y Birsa, quitarles a los Malditos Inmortales el placer de su venganza, el cumplimiento de la sentencia de exterminio que trataban de ejecutar desde la Epoca de los Reyes iberos. Sólo necesitaba una mínima recuperación física y un pequeño descuido de la vigilancia médica para quitarme la vida por cualquier medio. Sin dudas, Dr., que ésto hubiese podido hacerlo sin problemas en todo este tiempo que llevo internada. Huir ya no representaba salida para mí sin orientación externa y, de todos modos, la misión estaba realizada: Noyo guardaba en la Caverna Secreta de Córdoba la Espada Sabia; y aunque Yo no pudiese encontrarlo, aunque quisiera, la orden del Señor de la Guerra se había cumplido y eso era lo importante. Entonces, morir no representaba más que un pequeño intervalo hasta la Batalla Final: iría astralmente a K'Taagar y regresaría pronto, para ajustar las cuentas al Enemigo del Espíritu Eterno. Mientras tanto, eludiría la última persecución de Bera y Birsa. Este era mi pensamiento al llegar aquí, Dr. Siegnagel.
Empero, algo me hizo cambiar de idea no bien llegué; y fue por eso que, a pesar de que continué simulando estar demente, inicié la redacción de esta extensa carta. Para ser clara, “ese algo” por el cual troqué mis intenciones suicidas fue Ud., Dr. Siegnagel. En verdad, apenas le vi, comprendí que tenía Ud. manifestado en alto grado el Símbolo del Origen; pero aprecié también que era inconsciente de ello, que desconocía hasta en sus menores detalles la Sabiduría Hiperbórea: es Ud. un Hombre de Sangre Pura, Dr. Siegnagel. Pero la memoria de la Sangre se halla bloqueada por su Alma. No conoce Ud. la existencia de su Espíritu Eterno ni sabe cómo orientarse hacia el Origen. Padece de una amnesia metafísica que es producto de la Edad Oscura en que actualmente vivimos, propia del encantamiento con que las Potencias de la Materia sumen al hombre en el Gran Engaño, característica de la decadencia espiritual del hombre y de su atracción por la cultura materialista: en fin, es Ud., Dr. Siegnagel, un hombre dormido. Pero es un Hombre. Un ser dotado de Espíritu Increado que puede despertar. Su presencia aquí, en este oscuro nosocomio, la he tomado como una señal de los Dioses, como un mensaje del Señor de la Guerra y del Capitán Kiev, tal vez como una revelación del Pontifex, Señor de la Orientación Absoluta. Al verlo, Dr., comprendí a qué se refería el Capitán Kiev cuando anunciaba que “hombres dormidos restablecerían el nexo antiguo con los Dioses”: tales hombres dormidos son, sin dudas, semejantes a Ud. Lo tienen todo en la Sangre Pura, pero en forma potencial: sólo requieren la Iniciación Hiperbórea para que esa potencia racial se desarrolle y aflore en la conciencia. Y la Iniciación Hiperbórea, Dr. Siegnagel, hoy por hoy, sólo es capaz de concederla en esta parte del mundo el Pontifex Maximus de la Orden de Odín, el Señor de la Orientación Absoluta, o los Constructores Sabios que lo secundan. Para transmitirle esta verdad fue que cambié mi decisión de morir voluntariamente. Debe tener presente, Dr. Siegnagel, el punto de vista ético de los Señores de Tharsis: para la Estrategia de liberación espiritual de los Dioses Leales al Espíritu del Hombre, implica mucho más Honor el que Yo trate de despertarle a Ud. que el suicidio para huir de las infames represalias de los Demonios Inmortales. ¿Acaso ese castigo, la posibilidad de ese terrible final, no estaba previsto de entrada en la Estrategia sugerida por el Capitán Kiev?
Sí. Decidí despertarle, o al menos intentarlo, ¿pero cómo? No hablando con Ud. pues un prejuicio profesional le hubiese impedido dar crédito a las palabras de una enferma mental. Tal vez escribiendo nuestra historia en una carta, como la presente, pero no se me escapaba que me encontraría en situación semejante: su incredulidad sería también inevitable. No obstante existe la posibilidad de que un hecho concreto, ajeno a mí pero suficientemente efectivo, torne consciente la historia de la Casa de Tharsis: y ese hecho no puede ser otro más que mi propia muerte a manos de los Inmortales Bera y Birsa. Vale decir, debo conseguir que los Demonios Golen dejen suficientes rastros de su inmenso poder como para convencerle a Ud. de que en algún grado la historia narrada en la carta es verdadera; y debo lograr que la carta llegue a sus manos después de mi muerte. Es lo que intentaré hacer, Dr. Siegnagel. Por lo pronto, ya he concluido la carta y he comenzado, desde hace tiempo, a realizar la Estrategia que creo dará los resultados esperados: con los últimos restos de mi voluntad graciosa luciférica, he tratado de dirigirme telepáticamente hacia Chang Shambalá, hacia los miembros de la Orden de Melquisedec, y he desafiado a los Demonios Inmortales. Los he desafiado en nombre de la Casa de Tharsis, que es la más grande ofensa para su infernal orgullo, y ahora espero, no sin temor, la respuesta de Bera y Birsa. Ya los siento, Dr. Arturo Siegnagel, avanzando entre los Mundos de Ilusión, aproximándose ciegos de odio hacia mi humilde celda, salvando el Espacio y el Tiempo, dislocando la Realidad, Pachachutquiy, Pachachutquiy.