LIBRO SEGUNDO - DIA 38


Trigesimoctavo Día


La célebre querella de las investiduras, entablada entre Gregorio VII y Enrique IV, entre la Espada sacerdotal y la Espada volitiva, sería renovada ahora por Bonifacio VIII y Felipe IV: pero donde antes había triunfado la primera, ahora se impondría la segunda, con todo el peso que puede descargar la Verdad Absoluta sobre la mentira esencial. Los tiempos habían cambiado y no se trataba ya de un enfrentamiento entre el Sacerdote del Culto y el Rey de la Sangre, en el cual el primero llevaba las de ganar porque dominaba la Cultura a través de la Religión y la Iglesia organizada mientras que el segundo carecía de la orientación estratégica necesaria para hacer valer el poder carismático de la Sangre Pura. Con Felipe IV los Golen se hallaban frente a un Rey Iniciado que se oponía en el plano de las Estrategias, vale decir, en el contexto de la Guerra Esencial: el Sacerdote del Culto y el Pacto Cultural, contra el Rey de la Sangre y el Pacto de Sangre; la Cultura sinárquica contra el modo de vida estratégico; el Papa Golen Bonifacio VIII y el concepto teocrático del Gobierno Mundial, contra el Rey de la Sangre Pura Felipe IV y el concepto de la Nación Mística; los planes de la Fraternidad Blanca contra la Sabiduría Hiperbórea. Sí, Dr. Siegnagel, esta vez la querella se planteaba en el plano de dos Estrategias Totales, y su resolución implicaría la derrota total de uno de los adversarios, es decir, la imposibilidad de cumplir con sus objetivos estratégicos. Mas, como se trataba de la Estrategia de las Potencias de la Materia contra la Estrategia del Espíritu Eterno, representadas por Bonifacio VIII y Felipe IV, no sería difícil predecir quién saldría vencedor. Ello fue mejor sintetizado por Pierre Flotte, un Señor del Perro que era ministro de Felipe el Hermoso: cuando Bonifacio VIII afirmó: “Yo, por ser Papa, empuño las dos Espadas”, él le respondió: “Es verdad, Santo Padre; pero allí donde vuestras Espadas son sólo una teoría, las de mi Rey son una realidad.”

Ya en Octubre de 1294 se reúnen numerosos sínodos provinciales franceses para tratar sobre la ayuda que el Rey reclamaba a fin de solventar la guerra contra Inglaterra. Muchos aprueban la transferencia, durante dos años, de un diezmo extraordinario, pero la mayoría de las Ordenes hacen llegar su protesta al Vaticano. Y aquí puede decirse que comienza una de las divisiones más fecundas en el seno de la Iglesia: los Obispos franceses, en gran número, van siendo ganados por la Mística nacional, y se sienten carismáticamente inclinados a apoyar a Felipe el Hermoso; por otra parte, la Iglesia Golen, representada en Francia por las Ordenes benedictinas, esto es, la Congregación de Cluny, la Orden Cisterciense y la Orden Templaria, se oponen furiosamente a las pretensiones de Felipe IV: es el Abad de Citeaux quien eleva a Bonifacio VIII los reclamos más virulentos, luego de la asamblea general de 1296 en la que se compara a los “Obispos serviles”, que aceptan pagar impuestos, con los “perros mudos” de la Sagrada Escritura, en tanto que al Rey se lo equipara al Faraón. Aquella diferencia, que por entonces estaba bastante acentuada, fue dividiendo en dos bandos a la Iglesia de Francia. En el bando del Rey, se alineaban los Obispos nacionalistas, algunos de los cuales eran Señores del Perro, aunque la mayoría se componía de simples patriotas que temían en el fondo un enfrentamiento con la Santa Sede: a ellos no los descuidaría Felipe IV, asegurándoles en todos los casos la protección real contra cualquier represalia que sus conductas les pudiesen ocasionar; también la Universidad de París, la más prestigiosa escuela de Derecho Canónico de Europa, se hallaba dividida: allí, aparte de la cuestión de la reforma impositiva, se debatía aún sobre la legalidad de la elección de Bonifacio VIII, siendo muchos los canonistas que consideraban a Celestino V como el verdadero Papa. Las siguientes medidas de Felipe IV, y los movimientos estratégicos de los Domini Canis, tenderían a consolidar la unidad de este bando, a aglutinarlos en torno del Rey de la Sangre, y a oponerlos a Bonifacio VIII.
En el otro bando, el de la Iglesia Golen propiamente dicha, encabezada por Bonifacio VIII, se agrupaban los enemigos de la Nación Mística, es decir, los partidarios del “Enemigo exterior e interior”, las Ordenes Golen y su núcleo secreto: el Colegio de Constructores de Templos. Para Felipe IV, y así sería expuesto en el proceso a los Templarios, desde tales Sociedades Secretas se elaboraba un complot destinado a debilitar a las monarquías en favor de un Gobierno Mundial. Contra este bando satánico, aún lo suficientemente poderoso como para intentar la última defensa de los planes de la Fraternidad Blanca, Felipe IV debía golpear con toda la fuerza de su Espada Volitiva, tratando a la vez de que el golpe respondiese a la Más Alta Estrategia Hiperbórea.
Bonifacio VIII no pierde más tiempo. Decide aplicar sobre el Rey de Francia, y en forma extensiva a todo aquel que osase imitarlo, el prestigio universal de la Iglesia Católica. De este prestigio surge el principio de obediencia a la autoridad papal, la que hasta entonces nadie osó desobedecer sin sufrir graves penas en su condición religiosa, cuando no castigos de orden más concreto. El llamado a una Cruzada para salvaguardar la Religión Católica convocaba las más fervorosas adhesiones, ponía en movimiento miles de fieles; y sólo se trataba de un mandato papal, de una orden obedecida por respeto a la Santa Investidura de su emisor. ¿No sería, acaso, el momento justo para aplicar aquel prestigio sobre ese reyezuelo rebelde, que se atrevía a interferir en los planes centenarios de la Iglesia Golen? Pero Bonifacio VIII no tomaba en cuenta, al evaluar la fuerza de aquel prestigio, la reciente pérdida de Tierra Santa, ni la frustrada Cruzada contra Aragón, ni la presencia aragonesa en Sicilia, ni la extrema debilidad que la guerra contra la Casa de Suabia había producido en el Reino alemán, ni la casi inexistencia del Imperio, salvo el título que aún se otorgaba a los Reyes alemanes, etc. Nada de esto tomó en cuenta y decidió pulsear a Felipe IV mediante la bula Clericis laicos del 24 de Febrero de 1296.
En ella se prohibía, bajo pena de excomunión, a todos los príncipes seglares demandar o recibir subsidios extraordinarios del clero; los clérigos, por su parte, tenían prohibido pagarlos, salvo autorización en contrario de la Santa Sede, bajo la misma pena de excomunión. Se llegaba así al absurdo de que un Obispo corría el riesgo de ser excomulgado, no sólo por caer en herejía, sino también por pagar un impuesto. No se le escapará, Dr. Siegnagel, las connotaciones judaicas que hay detrás de tal mentalidad avara y codiciosa.
La reacción de Felipe IV fue consecuente. Reunió en Francia una asamblea de Obispos para debatir la bula Clericis laicos, en la que acusó a quienes la obedeciesen de no contribuir a la defensa del Reino y ser, por lo tanto, pasibles del cargo de traición: el Derecho romano se oponía, ya, al Derecho canónico. Envió algunos Obispos leales y ministros a Roma a tratar la cuestión con el Papa, mientras secretamente alentaba a los Colonna para que fortaleciesen al partido gibelino. Pero, además de tomar estas medidas, hizo algo mucho más efectivo: el 17 de Agosto promulgó un edicto por el que se prohibía la exportación de oro y plata del Reino de Francia; otro edicto real prohibía a los banqueros italianos que operaban en Francia aceptar fondos destinados al Papa. De este modo el Papa quedaba privado de recibir las rentas eclesiásticas procedentes de la Iglesia de Francia, incluidos sus propios feudos.
Bonifacio VIII, desde luego, no esperaba semejante golpe por parte del Rey francés. Felipe IV había expuesto la nueva situación al pueblo mediante bandos, libelos y asambleas convocadas al efecto; y la había expuesto hábilmente, de modo que la Iglesia de Roma aparecía como indiferente frente a la necesidad de la Nación francesa, como interesada solo egoístamente en sus rentas: mientras la Nación debía movilizar todos sus recursos para afrontar una guerra exterior, se pretendía que aceptase pasivamente, “bajo pena de excomunión”, que el clero derivase importantes rentas hacia Roma. Estos argumentos justificaban ante el pueblo y los estamentos el edicto real, y predisponían a todos contra la bula papal: en forma unánime se solicitaba a Felipe IV desobedecer la Clericis laicos, cuyo contenido, según los legistas seglares, era manifiestamente perverso pues obligaba al Rey a faltar a las leyes de su Reino. Para Bonifacio VIII, cuyo amor por el oro iba parejo con su fanatismo por la causa Golen, la privación de aquellas rentas significaba poco menos que una mutilación física, máxime cuando se tenían noticias de que el Rey inglés Eduardo I estaba imitando las medidas de Felipe en cuanto a exacción de diezmos eclesiásticos, y ahora se aprestaba a desobedecer también la Clericis laicos y a incautarse de la totalidad de las rentas de la Iglesia. Se comprenderá mejor el dolor de Bonifacio VIII si observamos los montos de las rentas en cuestión: Italia aportaba 500.000 florines oro en diezmos papales; Inglaterra 600.000; y Francia, que venía reteniendo una parte destinada a la Cruzada contra Aragón, 200.000. Se trataba de un filón al que por nada del mundo se podía renunciar.
¿Para qué necesitaba Bonifacio VIII tales cantidades? En parte para financiar la guerra con la que pensaba romper el cerco gibelino que se estaba desarrollando en Italia, donde aún quedaba pendiente la cuestión siciliana; y en parte para enriquecerse él y su familia, ya que Benedicto Gaetani estaba dotado con perfección de los rasgos del ambicioso ilimitado, del trepador inescrupuloso, del tirano corrupto; valgan estos ejemplos: cuando accedió al papado anuló inmediatamente las leyes y decretos de Nicolás IV y Celestino V que beneficiaban a los Colonna, transfiriendo los títulos en favor de sus propios familiares; del Rey Carlos II obtuvo para su sobrino el título de Conde de Caserta y varios feudos; para los hijos de éste, los de Conde de Palazzo y Conde de Fondí; para sí mismo, se apropió del viejo palacio del Emperador Octaviano, convertido entonces en la Fortaleza militar de Roma, al que restauró y reedificó magníficamente, empleando para ello dinero de la Iglesia; igual procedimiento siguió con otros castillos y fortalezas de Campania y Maremma, todos los cuales pasaron a integrar su patrimonio personal; poseía palacios, a cual más bello, en Roma, Rieti y Orvieto, sus residencias habituales, aunque el más bello y lujoso era sin dudas el de su ciudad natal de Anagni, donde pasaba la mayor parte del año; vivía pues en un ambiente de lujo y esplendor que en nada condecía con su condición de cabeza de una Iglesia que exalta la salvación del Alma por la práctica de la humildad y la pobreza; carecía de escrúpulos para conceder cargos y favores a cambio de dinero, es decir, era simoníaco; colocaba el dinero, suyo o de la Iglesia, indistintamente, en manos de los banqueros lombardos o Templarios para ser prestado a interés usurario; carecía de toda piedad cuando de alcanzar sus fines se trataba, cualidad que demostró de entrada al hacer asesinar a Celestino V, y confirmó luego con las sangrientas persecuciones de gibelinos que desató en Italia; y para completar este cuadro de su siniestra personalidad, quizá baste con un último ejemplo: como todo Golen, Bonifacio VIII era afecto a la sodomía ritual.
Por supuesto, así como los Golen no habían dispuesto de un Rey de la talla de Felipe IV para oponer a éste, tampoco disponían de un San Bernardo para sentar en el solio pontificio: Benedicto Gaetani era lo mejor que tenían y a él confiaban la ejecución de su Estrategia. Y la mejor Estrategia parecía ser, frente a la dureza y valentía de Felipe IV, la de retroceder un paso y prepararse para avanzar dos. Con otras palabras, se procuraría calmar al Rey atemperando el sentido de la bula Clericis laicos, cosa que intentaría con otra bula, Ineffabilis amor, del 21 de Septiembre de 1296, y se dedicarían todos los medios disponibles por la Iglesia para acabar con la amenaza gibelina en Italia y Sicilia; y en cuanto al pretexto de la guerra con Inglaterra, esgrimido por el Rey de Francia para justificar sus exacciones, se lo neutralizaría obligando a las partes a pactar la paz; pura lógica: sin guerra, el Rey no tendría motivos para exigir impuestos ni contribuciones al clero.
A Ineffabilis amor le siguen las bulas Romana mater ecclesia y Novertis, en las que ora amenaza al Rey con la excomunión, ora le manifiesta su total aprobación de los diezmos, siempre y cuando el Reino se hallase realmente en peligro; pero lo que se destaca en todas ellas es la soberbia con que se dirige al Rey, a quien considera un mero súbdito. Estas bulas levantarían una ola de indignación en Francia, puesto que eran leídas públicamente por orden del Rey, y predispondrían aún más a los Obispos franceses contra la intransigencia papal. Son ellos quienes se reúnen en una asamblea en París y solicitan al Papa, el 1 de Febrero de 1297, la autorización para subvencionar a Felipe IV, que enfrenta en ese momento la traición del Conde de Flandes. Este, en efecto, se había aliado al Rey de Inglaterra, que intentaba recuperar la Guyena, y amenazaba el Norte de Francia. Bonifacio VIII debe ceder ante los hechos y autorizar las contribuciones, quedando Clericis laicos en letra muerta.
En Abril de 1297, Bonifacio envía a París a los Cardenales Albano y Preneste portando una nueva bula: en ella ordena a los monarcas en conflicto establecer una tregua de un año mientras se pacta el tratado de paz definitivo; la negociación estaría a cargo del Papa. Felipe los recibe, pero antes de permitir que lean el rescripto hace la siguiente advertencia: –“Decid al Papa que es nuestra convicción que sólo al Rey corresponde mandar en el Reino. Que Nos somos el Rey de Francia y no reconocemos competencia de nadie por arriba nuestro para intervenir en los asuntos del Reino. Que el Rey de Inglaterra y el Conde de Flandes son vasallos del Rey de Francia y que Nos no aceptamos otro consejo que la Voz del Honor para tratar a nuestros súbditos”.
La bula fue leída, pero Felipe no respondió hasta Junio de 1298, cuando la suerte de las armas le era adversa ante las fuerzas unidas de Inglaterra y Flandes. Entonces aceptó el arbitraje de Bonifacio VIII pero no en calidad de Papa, sino sólo como “Benedicto Gaetani”: de esta manera evitaba admitir la jurisdicción papal en las cuestiones del Reino.
A todo esto, la polémica sobre la legitimidad de Bonifacio VIII continuaba más viva que nunca. En Francia, los Señores del Perro se encargaban de actualizar el debate, mientras que en Italia la agitación corría por cuenta de los Colonna: la preferencia por Bonifacio VIII o Celestino V se había transformado allí en sinónimo de güelfo o gibelino. Los Colonna, recibiendo ayuda secreta de Felipe IV, y aliados ahora al Rey Fadrique de Sicilia, hijo de Pedro III de Aragón y Constanza de Suabia, se presentaban en la óptica del Papa como los candidatos más firmes para una vendetta Golen. Sólo necesitaban una oportunidad, y ésta se presentó cuando el encono de Esteban Colonna lo llevó a asaltar una caravana papal que transportaba el tesoro pontificio desde Anagni a Roma. Esteban Sciarra Colonna no había obrado con intención de robo sino con la certeza de rescatar los bienes de la Iglesia que estaban en poder de un usurpador; por eso condujo el tesoro a la luz del día a su Castillo de Palestrina.
El escarmiento que Bonifacio VIII aplicaría a los Colonna, y a los gibelinos, sería ejemplar, aunque característico de la mentalidad Golen. Primero presentó al pueblo de Roma el acto de Sciarra Colonna como un crimen incalificable, por el que responsabilizó a toda su Estirpe: –“El Cardenal Pedro es el Jefe de los gibelinos y tanto él como el Cardenal Jacobo fueron los culpables de que la elección papal se retrasara dos años en Perusa. Ahora, otro miembro de esa familia osa alzarse contra la autoridad del Papa, la más elevada del Universo, y se atreve a robar su tesoro: ese linaje maldito debe ser proscripto de la Iglesia”. En vano fue que los Cardenales Colonna proclamasen la ilegalidad de Bonifacio VIII, que aportasen en favor de sus acusaciones las dudas que la Universidad de París sostenía sobre la renuncia de Celestino V, o que solicitasen la formación de un Concilio General de la Iglesia para expedirse sobre el caso: en menos de un mes, y con la aprobación del Sacro Colegio, los Cardenales Jacobo y Pedro son ex-comulgados y depuestos, así como Juan Colonna y sus hijos, Agapito, Jacobo y Esteban Sciarra. Además de apartarlos de la Iglesia y del cristianismo, en la bula se ordena confiscar sus bienes, propiedades y títulos. Naturalmente, los Colonna se resisten y Bonifacio les responde publicando una Cruzada: quienes participen de ella obtendrán las mismas dispensas que si hubiesen ido a Tierra Santa.
Al paso de los cruzados las matanzas de gibelinos se renuevan en toda Italia. El Castillo de Sciarra, en Palestrina, es tomado y, por orden de Bonifacio, reducido a escombros, la tierra arada y cubierta de sal. Sciarra y el resto de los Colonna deben huir a Francia, completamente arruinados. Poco después les toca el turno a los Franciscanos Espirituales: según otra bula, el Santo Oficio encontraba herética sus doctrinas y ordenaba la disolución de la Orden