LIBRO SEGUNDO - DIA 58


Quincuagesimoctavo Día


Los Amautas iban custodiados por dieciséis guerreros que se alternaban, de a ocho, para cargar las literas. A ellos se sumaron los seis Señores de Tharsis y los cuatro catalanes sobrevivientes: al indio baqueano no se le permitió viajar y hubo que dejarlo con los muiscas. De la última escaramuza habían salvado ocho caballos y dos de los dogos españoles, además de las jaulas con los pollos de Castilla y la totalidad del equipaje.
Seguían a los Amautas por una estrecha senda que se dirigía en línea recta hacia el Este, ascendiendo permanentemente por la Cordillera Oriental. Un día después, luego de pernoctar en una gélida caverna a 3.500 metros de altitud, ganaron la cumbre de una sierra que partía como brazo de la cadena principal. Todo indicaba que allí se iniciaría el descenso, pero los sucesos inmediatos desmentirían aquella presunción. De pronto, a la vuelta de un recodo, el camino concluyó bruscamente frente a una impenetrable pared de piedra: la montaña se levantaba ante la caravana impidiendo su paso. Cualquier europeo, en situación semejante, habría dado media vuelta y buscado otro camino que franqueara el obstáculo: eso sería lo lógico. Pero estaba visto que los Amautas del Bonete Negro, como los Señores de Tharsis, no se regían por los principios de la Lógica. Aquéllos, sin inmutarse, bajaron de sus asientos y se entregaron a unos extraños preparativos. Los Hombres de Piedra, asombrados aún por la detención, observaron con más detenimiento la pared montañosa y entonces, casi simultáneamente, comprendieron lo que ocurría: se encontraban en presencia de una entrada sellada por las Vrunas de Navután, una entrada similar a la de la Caverna Secreta del Cerro Candelaria, en la lejana Huelva. Ahora las Vrunas eran claramente perceptibles para ellos y hubiesen podido atravesar la pared en un instante, con sólo aproximarse estratégicamente a la abertura oculta. Mas, no se les escapaba que sólo los Iniciados Hiperbóreos son capaces de efectuar aquella operación: en la Casa de Tharsis sólo unos pocos entre miles de descendientes habían conseguido hacerlo y eso les valió el ser considerados Noyos o Vrayas. ¿Qué harían entonces? ¿Dejarían abandonados a los cuatro catalanes?; y, lo más intrigante: ¿cómo pasarían aquellos rudos guerreros, que a todas luces se veía no eran Iniciados ni mucho menos?
Las respuestas no tardarían en llegar. Uno de los Amautas tomó un recipiente de porongo y, destapándolo, procedió a dar de beber a cada uno de los guerreros de su guardia. Minutos después el brebaje había hecho efecto y los indios estaban como hipnotizados, mirando sin pestañear pero conservando el equilibrio. Evidentemente, la droga les había privado momentáneamente de la conciencia, pues los Amautas los tomaban por los hombros y los empujaban hasta las rocas de la montaña; y éstos se dejaban conducir dócilmente. Pero lo más admirable para los Señores de Tharsis era el observar cómo los Amautas introducían al guerrero en la entrada secreta y desaparecían en el interior de las enormes piedras, para regresar enseguida a buscar al siguiente.
–¡Dioses! –exclamó Lito de Tharsis–. Si nuestra Casa hubiese poseído la fórmula de esa substancia…
Al fin sólo quedaron los españoles de ese lado de la montaña, y los Amautas ofrecieron el porongo haciéndoles señas para que bebiesen. Los seis Hombres de Piedra desistieron de probar la droga, pero forzaron a que lo hiciesen los escépticos catalanes. Cada uno de ellos sorbió un trago y experimentó, minutos después, un efecto fulminante: cayeron al suelo profundamente dormidos. Hubo, así, que arrastrarlos hasta la entrada secreta, pero inexplicablemente era ahora posible introducirlos en ella.
Aquella entrada secreta no daba, como en Huelva, a una caverna sino a un túnel de unos cien metros de longitud, en cuyo extremo surgió un nuevo motivo de sobresalto para los Señores de Tharsis. En efecto, a la salida del túnel se encontraron en medio de una calzada de piedra con murillos a los costados y perfectamente alineadas de Norte a Sur, que se perdía en la distancia hacia ambos puntos cardinales. Sobre los murillos laterales, grabados con signos del alfabeto rúnico futark, se veían a ciertos trechos inscripciones y señales.
–No hay dudas que se trata de una lengua germánica. Empero –comentó Lito– este camino tiene todo el aspecto de haber sido construido por los Atlantes blancos. ¡Observad esas piedras! ¡la forma en que están talladas! ¡se trata de auténticos meñires, que sólo Ellos pueden haber plantado!
La observación de Lito fue prontamente confirmada por los Amautas: cuando ellos llegaron a esas tierras, muchos siglos atrás, aquel sendero ya estaba. Pero sólo los Iniciados podían acceder a él y por eso se lo llamaba “El Camino de los Dioses”. Los invasores blancos jamás podrían hallarlo, aunque seguramente utilizarían las dos calzadas paralelas que los ingas construyeron imitando El Camino de los Dioses. Pero ellos, los dos Amautas del Bonete Negro, no deberían hablar de esos temas con los Huancaquilli pues tal misión les estaba reservada a los “Atumurunas”, que los aguardaban al final del Camino.

                       
La capital, Cuzco, se hallaba en el centro de las cuatro regiones en que se dividía el Imperio incaico: al Oeste, el Kontisuyu; al Este, el Antisuyu; al Norte, de donde procedían los Señores de Tharsis, estaba el Chinchasuyu; y al Sur, hacia donde se orientaba el Camino de los Dioses, se encontraba el Kollasuyu. Los dos Caminos Reales hallados por los conquistadores de Pizarro, iban de Norte a Sur, siguiendo un trazado paralelo al Camino de los Dioses: la ruta costera, nacía en Tumbes y llegaba hasta Talca, en Chile, 4.000 kilómetros después; la central, mil kilómetros más extensa, partía desde Quito y concluía en el lago Titicaca, a orillas del Río Desaguadero. El Camino de los Dioses, mucho más oriental, también terminaba su recorrido en el lago Titicaca. Pero la diferencia radicaba en que los Caminos Reales eran sendas por las que se canalizaba toda la actividad del Imperio: el Camino de los Dioses, por el contrario, era un camino secreto, sólo conocido y empleado por los Amautas del Bonete Negro, los temidos Iniciados de la Muerte Fría Atyhuañuy.
El Camino de los Dioses mostraba un perfecto estado de conservación, rivalizando en algunos tramos de excepcional belleza con las mejores carreteras europeas: ello se conseguía por la distribución permanente de cientos de hombres a lo largo de su recorrido, quienes se encargaban del mantenimiento de la calzada, del servicio de chasqui, y del sostenimiento de los tambos que existían cada tres o cuatro leguas. Justamente, a poco de andar por el ciclópeo camino de piedra, los viajeros dieron con un tambo de amplias dimensiones: según supieron luego los Señores de Tharsis, aquellos “Tambos Grandes” se edificaban en las cercanías de las salidas laterales, y secretas, del Camino de los Dioses. El lugar estaba atendido por miembros de la misma Raza morena que servía a los Amautas; unos niños corrieron a descargar las llamas que estos traían y a conducirlas a un corral, pero demostraron gran temor por los caballos españoles, que debieron ser atendidos por los catalanes. Allí comieron las infaltables tortillas de maíz, tamales, bebieron el api caliente, y descansaron medio día. Un chasqui, entre tanto, partió a la carrera para adelantar la noticia sobre la llegada de los Señores de Tharsis.
A pesar de las agotadoras jornadas, durante las cuales marchaban todo el día y sólo se detenían por las noches en los tambos más cercanos, el tiempo pasaba sin que el Camino de los Dioses pareciese terminar nunca. Y semana tras semana, el frío, el viento, y la nieve, los castigaban sin cesar, puesto que el Camino rara vez descendía por debajo de los 3.000 metros, obligándolos a estar permanentemente abrigados. Un motivo de alegría lo constituyó la rápida mejoría de Guillermo de Tharsis: dos días después de la cura la fiebre cedió notablemente y la pierna comenzó a desinflamarse; a los quince días ya podía caminar casi normalmente. Pero sesenta días después, aún se hallaban transitando por la misma carretera rectilínea, cuyos accidentes mil veces repetidos, escalones, rampas, túneles y puentes colgantes, se les antojaban ahora monótonos y aburridos. La presencia de las inscripciones rúnicas en la misma lengua germánica fue constante durante los miles de kilómetros recorridos, aunque tendía a aumentar en variedad y perfección a medida que se apoximaban a destino. Pero aquellas leyendas y señales eran evidentemente posteriores a la construcciones megalíticas que se encontraban diseminadas a lo largo del Camino de los Dioses: tales piedras exhibían el antiquísimo e inconfundible Signo de las Vrunas de Navután, de las cuales las runas sólo reflejan un simbolismo superficial.
Una semana antes de llegar al lago Titicaca, arribaron a un tambo donde los esperaban ocho Amautas del Bonete Negro y un extraño personaje. Era éste un anciano de cabellos grises y facciones de tipo europeo nórdico, cuyos ojos celestes y piel clara confirmaban su pertenencia a la Raza Blanca. Como los dos primeros Amautas que conocieran los Señores de Tharsis, el anciano blanco y sus acompañantes sólo querían ver la Piedra de Venus. Lito de Tharsis, que interpretaba correctamente sus deseos, accedió pacientemente a ello, desenvainando la Espada Sabia y quitando la cinta del arriaz. Una exclamación de asombro y aprobación brotó de las nueve gargantas. Y recién entonces dieron muestra de reparar en los Hombres de Piedra. Todos habían desmontado y se hallaban atrás de Lito de Tharsis, admirados a su vez por la reacción de sus anfitriones. El anciano, hablando el mismo dialecto germánico que los Amautas, pero en forma mucho más clara, preguntó:
–¿Y la Princesa? ¿Habéis traído a la Princesa?
Semejante cuestión desconcertó a Lito, que se volvió para cruzar una mirada con sus parientes. Descubrió así los ojos de Violante de Tharsis, irreconocible como Dama bajo el hábito domínico, y súbitamente lo comprendió todo. Golpeándose la frente con la palma de la mano dijo sonriente:
–Sin dudas os referís a mi prima Violante. Pero tenéis razón Noble Anciano: ¡Ella es una Princesa de Tharsis! –Y acto seguido bajó la capucha y dejó al descubierto el hermoso rostro de la Dama. Al verla el anciano, y los diez Amautas, sonrieron a su vez y se golpearon la frente con la palma de la mano, imitando el gesto de Lito de Tharsis.


Ruinas de Ollantay Tambo
Se encuentran entre Machu Pichu y Cuzco, a una altura de 2750 metros. (Arriba, un grabado del año 1877 muestra un aspecto general. Abajo, el interior de las Ruinas).



Las Ruinas de Tambo Machay, en las inmediaciones de Cuzco, Perú
El anciano era uno de los Atumurunas, a los que las frases en quechua, pronunciadas por Lito de Tharsis habían invocado. Mas ¿quiénes eran los Atumurunas? Según respondió el anciano, que luego del recibimiento narrado se tornó tan parco y lacónico como los Amautas, los Atumurunas pertenecían a una Familia: eran miembros de la Casa “Inga Kollman”; “Inga”, quería decir “descendiente”, vale decir, que los Atumurunas eran los “descendientes” de Kollman.
Eso era comprensible, explicó Lito a los Hombres de Piedra, pues la partícula “ing” significa descendiente en las lenguas germánicas, como en Merovingio o Carolingio; pero ¿y quién era Kollman? El anciano se negaba a responder alegando que sus parientes se lo explicarían “cuando llegasen a Koaty, la Isla de la Luna. ¿Dónde quedaba la “Isla de la Luna”?: “en el lago Titicaca, al que llegarían tras una semana de marcha”. “El sendero lateral que conduce desde el Camino de los Dioses hasta Cuzco hacía días que lo habían dejado atrás; ahora se encontraban en una región todavía no explorada por los españoles; pero había que apurarse pues los ‘ingas’ tenían noticias de que se preparaba una expedición hacia el Sur; los Huancaquilli blancos llegaron justo a último momento, cuando los Atumurunas ya desesperaban de que se cumpliese la advertencia de los Dioses”. Y nada más que esto se le podía sacar al anciano Atumuruna.


Siete días después divisaban una colosal fortaleza de piedra en lo que debía ser el extremo Sur del Camino de los Dioses. El Camino, en efecto, terminaba frente a la fortaleza, y ésta, cuyas murallas tenían forma de media luna, se recortaba contra una montaña de inaudita altura. Sin embargo el Camino no estaba totalmente interrumpido: una salida secreta, sólo apta para Iniciados Hiperbóreos, permitía atravesar el obstáculo. Pernoctaron allí y fueron persuadidos por el anciano para que dejasen los animales y equipaje, ya que no podrían transportarlo a la Isla. Al día siguiente pasaron por la salida secreta, previa libación del misterioso brebaje por parte de los cuatro catalanes y los cincuenta guerreros que ahora los acompañaban: los Señores de Tharsis, en cambio, sólo tenían que situarse frente a la Piedra y escuchar las Vrunas de Navután en la Lengua de los Pájaros; ellas les indicaban qué movimientos estratégicos deberían hacer para aproximarse correctamente a la salida secreta y traspasar el Velo de la Ilusión. Del otro lado de la montaña se encontraron a sólo cinco leguas de la orilla del lago, en dirección al puerto de Carabuco. Corría entonces junio de 1535.
Embarcar en las piraguas de totora constituyó una experiencia original para los españoles, aunque los desconfiados catalanes temían irse a pique en cualquier momento. Sin embargo, seis horas después recalaban sin problemas en la Isla de la Luna. Bajaron sobre una pequeña playa, de no más de diez pies de Castilla de ancho, bordeada por un prominente barranco de 200 varas de altura: un angosto y visible camino en zigzag permitía subir hasta la cumbre del despeñadero, desde donde se extendía la superficie habitable de la Isla. De acuerdo a las explicaciones de los Amautas, sobre la Isla Koaty existía un poblado fortificado y un Templo. Pero ellos no iban a la superficie.
Cuando todos hubieron descendido en la playa, el Atumuruna les reveló que habrían de atravesar otra entrada secreta, que se hallaba allí mismo en la pared del barranco. Nuevamente, los Hombres de Piedra localizaron las Vrunas y los catalanes tuvieron que ser drogados. Más allá de la Ilusión del Barranco, había un penumbroso túnel, revestido íntegramente de bloques de piedra, que declinaba en rampa y se hundía en las entrañas de la Isla. Durante veinte minutos continuaron bajando, hasta que el túnel se estabilizó y los condujo al umbral de una puerta custodiada por dos Amautas del Bonete Negro: al ver a los recién llegados, uno de ellos golpeó un enorme gong de plata con una maza que portaba entre sus manos. Un espectáculo inusitado se ofreció de pronto ante la azorada mirada de los españoles. Comprendieron así, que se hallaban frente a una caverna de titánicas dimensiones, tan grande que todo un poblado cabía en ella: y el sonido del gong había alertado a todos los pobladores, que ahora salían masivamente de las viviendas para observarlos con curiosidad. Casi todos, notaron los Señores de Tharsis, pertenecían a la misma Raza mestiza de los Amautas. La salida del túnel daba a un pasillo elevado desde el cual se dominaba gran parte de la caverna, la que no estaba mejor iluminada que el corredor anterior: bajo sus pies se desplazaban cientos de modestas casas de piedra, separadas por calles y plazas, distinguiéndose de tanto en tanto unos edificios más grandes, que debían ser Palacios y Templos. El Atumuruna les hizo indicaciones para que lo siguieran y tomó por el pasillo, desde el cual partían de a trechos unas escaleras talladas en la roca para descender al poblado.
El pasillo dio una curva abierta y los situó adelante de un edificio que quizá fuese el mayor de la ciudad: una amplia escalera, flanqueada por dos tigres de piedra, permitía llegar hasta él. En la puerta los aguardaban un grupo de hombres de diversas edades, pero de vestimenta y Raza semejante al anciano Atumuruna. Todos demostraban una intensa alegría por la presencia de los Señores de Tharsis, y algunos, sin poderse contener, se adelantaban y les estrechaban el antebrazo, en una especie de saludo romano. Allí se retiraron los Amautas del Bonete Negro y los Atumurunas los hicieron pasar al Palacio, a una sala semicircular con gradas que daba toda la impresión de constituir un anfiteatro o un foro. Los Hombres de Piedra debieron acomodarse en torno a una mesa central con forma de media luna, en tanto que una docena de Atumurunas se distribuían en los peldaños.
Un anciano Atumuruna, al que llamaban Tatainga y que era muchísimo más viejo que quien los guiara hasta allí, tomó la palabra y se dirigió hacia los Señores de Tharsis:
–Sé que hay uno de vosotros que comprende nuestra lengua sagrada. Eso me halaga enormemente. Nosotros, en cambio, no conocemos la vuestra y habréis de disculparnos por ello. Empero, sabemos sí de dónde provenís: del mismo Mundo del que vinieron nuestros Antepasados, hace ya más de seiscientos años.
Asintió Lito de Tharsis, con un gesto, y Tatainga continuó:
–Ahora, Huancaquillis blancos, ¿nos haréis la Gracia de mostrarnos la Piedra de la Estrella Verde?
Extrajo, Lito, la Espada Sabia de su vaina y, quitando la cinta, expuso la Piedra de Venus a la contemplación de los Atumurunas. Un murmullo de aprobación acompañó la exhibición, pero Tatainga se aproximó para examinarla de cerca. Se volvió luego e hizo una seña a unas bellas Iniciadas que guardaban la puerta; éstas salieron y regresaron al instante trayendo una base cuadrada sobre la que descansaba un objeto, al que no se podía ver por estar cubierto por una tela blanca con guarda de esvásticas negras. Las Iniciadas depositaron su carga con gran delicadeza sobre la mesa medialunada y se retiraron a sus puestos. El anciano Atumuruna quitó, entonces, la tela y los Hombres de Piedra pudieron observar, en el colmo del asombro, una corona germánica de hierro, en la que estaba engarzada una Piedra de Venus exactamente igual a la de la Espada Sabia.
¡Esta es la Corona del Rey Kollman! –afirmó Tatainga con voz respetuosa.