LIBRO SEGUNDO - DIA 6


Sexto Día


La sierra Catochar siempre fue rica en oro y plata. Mientras mi pueblo era fuerte en la península ibérica, esa riqueza permitió que los Señores de Tharsis viviesen con gran esplendor. El modo de vida estratégico había sido olvidado miles de años antes de adquirir los derechos de aquel Señorío y ya no se “ocupaba” la tierra para practicar el cultivo mágico: en esa Epoca, se creía en la propiedad de la tierra y en el poder del oro. Todos los Reinos estaban infestados de comerciantes y mercaderes que ofrecían, por oro, las cosas más preciosas: especias, géneros, vestidos, utensilios, joyas, y hasta armas; sí, las armas que en el pasado eran producidas por cada pueblo combatiente, siendo las más perfectas acaparadas por los pueblos del Pacto de Sangre, entonces podían adquirirse a los traficantes por un puñado de oro. Y los Señores de Tharsis, con su oro y su plata, compraban a los campesinos la mitad de sus cosechas: la otra mitad, menos lo necesario para subsistir, correspondía como es lógico a los Señores de Tharsis por ser estos los “propietarios” de la tierra. Y el sobrante de aquellos alimentos, junto con el oro y la plata que abundaban, iban a parar a los puertos de Huelva, que entonces se llamaba Onuba, para convertirse en mercancías de la más variada especie.
Los fenicios, descendientes de la Raza roja de la Atlántida, se contaban entre los pueblos que adhirieron de entrada al Pacto Cultural. En el pasado habían sido enemigos jurados de los iberos: tan sólo cien años antes de que mi familia llegase al Señorío de Tharsis, los fenicios tenían ocupada la ciudadela de “Tarshish”, que se hallaba enclavada cerca de la confluencia de los ríos Tinto y Odiel. Finalmente, luego de una breve pero encarnizada guerra, mi pueblo recuperó la plaza, aunque condicionada por un tratado de paz que permitía el libre comercio de los hombres rojos. Desde Tarshish hasta Onuba, en pequeños transportes fluviales o en caravanas, y desde Onuba hasta Medio Oriente en barcos de ultramar, los fenicios monopolizaban el tráfico de mercancías pues la presencia de mercaderes procedentes de otros pueblos era incomparablemente menor. Sin juzgar aquí el impacto cultural que aquel tránsito comercial causaba en las costumbres de mi pueblo, lo cierto es que los Señores de Tharsis gobernaban un país tranquilo, que iba siendo famoso por su riqueza y prosperidad.

Pero he aquí que aquella paz ilusoria pronto vino a ser turbada; y no precisamente, como podría concluirse de una observación superficial, porque el oro de Tharsis hubiese despertado la codicia de pueblos extranjeros y conquistadores. Tal codicia existió, e invasores y conquistadores hubo muchos, empero, el motivo principal de todos los problemas, y finalmente de la ruina de la Casa de Tharsis, fue la llegada de los Golen.
Desde el siglo VIII antes de Jesucristo, aproximadamente desde que Sargón, el Rey de Asiria, destruyera el Reino de Israel, comenzaron a aparecer los Golen en la península ibérica. Al comienzo venían acompañando a los comerciantes fenicios y desembarcaban en todos los puertos del Mediterráneo, pero luego se comprobó que también avanzaban por tierra, al paso de un pueblo escita al que habían dominado en Asia Menor. Este pueblo, que era de nuestra misma Raza, atravesó Europa de Este a Oeste y llegó a España dos siglos después, cuando la obra destructiva de los malditos Golen estaba bastante adelantada. Los Golen, por su parte, evidenciaban claramente que pertenecían a otra Raza, cosa que ellos confirmaban con orgullo: eran miembros, se vanagloriaban, del Pueblo Elegido por el Dios Creador para reinar sobre la Tierra. Sus maestros habían sido los Sacerdotes egipcios y venían, por lo tanto, en representación de los Atlantes morenos. Todos los pueblos nativos de la península, y también el que luego llegó con los Golen, no recordaban ya el modo de vida estratégico y estaban en poder de Sacerdotes de distintos Cultos: la misión de los Golen consistía, justamente, en demostrar su autoridad sacerdotal y unificar los Cultos. Para ello disponían de diabólicos poderes, que recordaban sin dudas a los Atlantes morenos, y una crueldad sin límites.


Comercio entre Iberos y Fenicios

El Dios Creador y las Potencias de la Materia los enviaban para reafirmar el Pacto Cultural. Los tiempos estaban maduros para que el hombre recibiese una nueva revelación, un conocimiento que traería más paz, progreso y civilización que lo hasta entonces alcanzado por los pueblos del Pacto Cultural, una idea que algún día haría que estos bienes fuesen permanentes y acabaría para siempre con el mal y con las guerras: esa revelación, ese conocimiento, esa idea, se sintetizaba en el siguiente concepto: la singularidad de Dios tras la pluralidad de los Cultos. Los Golen, en efecto, habían venido para iluminar a los pueblos, y a los Sacerdotes de todos los Cultos, sobre la multiplicidad de los rostros de Dios y la necesaria unidad que éste mantiene en su propia esfera; ésta sería la fórmula: “por sobre todas las cosas están los Dioses y por sobre todos los Dioses está El Uno”. Por eso ellos no pretendían reemplazar a los Dioses, ni cambiar sus Nombres, ni siquiera alterar la forma de los Cultos: “es natural, decían, que Dios posea muchos Nombres puesto que El exhibe muchos Rostros; es comprensible, también, que haya varios Cultos para adorar los distintos Rostros de Dios; nada de esto ofende a Dios, nada de esto cuestiona su unidad; pero donde El Uno se mostrará inflexible con el hombre, donde no aceptará disculpas, donde posará sus Mil Ojos Justicieros, será en el sacrificio del Culto”. Porque, cualquiera fuese la forma del Culto, “el Sacrificio es Uno”, vale decir, el Sacrificio participa de El Uno.
De acuerdo con esta novedosa revelación, la unidad del Dios Creador se comprobaba en el Sacrificio ritual; y la adoración al Dios Creador, para todo Culto, se demostraba por el Sacrificio ritual. Ay Dr., a pesar de que hoy en día esos Cultos parecen tan lejanos en el tiempo, no puedo pensar sin estremecerme de horror en las miles y miles de víctimas humanas causadas por el descubrimiento de los Golen.

He de referirme ahora a un aspecto escabroso de la conducta de los Golen. Acaso la clave esté en el hecho de que consideraban al Dios Creador, en su unidad absoluta, como masculino. El Uno, en efecto, era un Dios macho y nada había más arriba ni más abajo de El que equilibrase o neutralizase aquella polaridad. Admitían una relativa androgenia cósmica hasta determinado nivel, poblado por Dioses y Diosas debidamente apareados; pero en la cima, como Creador y Señor de los demás Dioses, estaba El Uno, que no era ni andrógino ni neutro sino masculino. El Uno no admitía Diosas a su lado pues se bastaba a sí mismo para existir: era un Dios macho solitario. Con tan aberrante concepción, no debe sorprender que los Golen fuesen también hombres solitarios. Empero, aunque la clave de su conducta esté aquí, no ha de ser tan fácil derivar de ella el principio que los llevaba a practicar entre ellos el onanismo y la sodomía ritual.
Por su costumbre de habitar en los bosques, alejados del pueblo, y sus prácticas depravadas, muchos creyeron que los Golen procedían de Frigia, donde existía un Culto antiquísimo a la Abeja macho Bute, el cual también era realizado por Sacerdotes sodomitas: allí los Sacerdotes se castraban voluntariamente y el templo estaba guardado por una corte de eunucos. Otros suponían que procedían de la India, donde se conocía de antiguo un Culto de adoradores del falo. Pero los Golen no procedían ni de Frigia ni de la India sino del País de Canaán y no practicaban la castración ni la adoración del falo sino la sodomía simple y llana: habían desterrado a la mujer del mismo modo que su Dios había destronado a todas las Diosas; llevaban una vida solitaria y a menudo excenta de placeres, salvo la sodomía ritual, que representaba la Autosuficiencia de El.
Lógicamente, si bien los Golen eran extremadamente tolerantes hacia la forma de los Cultos, y en lo único que no transigían era en lo concerniente a la unidad de Dios en el Sacrificio, se entiende que manifestasen predilección hacia los pueblos cuyos Cultos se personificaban en Dioses masculinos y cierto desprecio por los adoradores de Diosas. A muy corto plazo esta actitud de indiferencia o desprecio, cuando no de franco rechazo, que los Golen dispensaban a las Diosas, iba a entrar en colisión con la forma tan particular que había adquirido en mi pueblo ibero el Culto a Belisana.
                       
Pero ellos contaban, ciertamente, con el apoyo de las Potencias de la Materia. De otro modo no se explicaría su éxito, pues en relativamente poco tiempo, consiguieron dominar a los pueblos de hispania, e, inclusive, a los de Hibernia, Britania, Armórica y Galia. Pese al creciente poder de los Golen, su siniestra doctrina no hubiera causado ningún daño a los Señores de Tharsis, siempre dispuestos a aceptar todo lo que contribuyese a perfeccionar la práctica del Culto. No fueron los Sacrificios a El Uno los que determinaron la suerte de mi familia sino otra actividad que los Golen realizaban con gran energía: procuraban, por todos los medios, hacer cumplir la segunda parte del Pacto Cultural. Es decir, si bien ya no era necesario hacer la guerra a los pueblos del Pacto de Sangre, puesto que fueron derrotados culturalmente, aún permanecían intactas muchas obras megalíticas de los Atlantes blancos y eso constituía “un pecado que clamaba al Cielo”. “Los pueblos del Pacto Cultural faltaron a sus compromisos con los Dioses y esa culpa sería severamente castigada”; sin embargo, y por suerte para ellos, existía una solución: practicar el Sacrificio con el máximo rigor y secundar a los Golen en el cumplimiento de la misión. Con otras palabras, los pueblos nativos debían ahora consagrarse al Sacrificio, sacrificarse y sacrificar y, como recompensa, los Golen los liberarían del castigo Divino ejecutando Ellos mismos la destrucción de las obras megalíticas o su neutralización. Esto sería todo, si no fuese porque los Dioses habían hecho una advertencia y quien la desoyese arriesgaría ser destruido sin piedad para escarmiento de los hombres: lo que no se iba a perdonar de ninguna manera en adelante, pues la Paciencia de los Dioses estaba agotada, era el recuerdo del Pacto de Sangre y la búsqueda de la Sabiduría. Esto era lo prohibido, lo abominable a los ojos de los Dioses. Pero lo más prohibido, y lo más abominable, un pecado irredimible, era sin dudas el querer conservar la Piedra de Venus. El que no entregase voluntariamente a los Sacerdotes del Culto, o a los Golen, la Piedra de Venus, sufriría la condena de exterminio, es decir lo pagaría con la destrucción de su linaje, con el aniquilamiento de todos los miembros de la Estirpe.
Demás está decir que los Golen se hicieron muy pronto de casi todas las Piedras que todavía continuaban en manos de los pueblos nativos. A diferencia de los Sacerdotes del Culto, ellos sólo remitían algunas a la Fraternidad Blanca: otras las reservaban para utilizarlas en actos de magia, pues se jactaban de conocer sus secretos y de poderlas emplear en provecho de sus planes; y a éstas las denominaban, peyorativamente, huevos de serpiente. Los Señores de Tharsis, claro está, jamás confiaron en los Golen ni se amedrentaron por sus amenazas. Pero la Espada Sabia era una realidad que se había trocado en leyenda popular y a la que no se podía negar con seriedad: los Golen sospecharon desde un primer momento que en esa arma existía un secreto vestigio del Pacto de Sangre. Puesto que los Señores de Tharsis no accedían a entregarla voluntariamente, y que no podía ser comprada a ningún precio, decidieron aplicar contra ellos todos los recursos de su magia, los diabólicos poderes con que los habían dotado las Potencias de la Materia. Y aquí la sorpresa de los Golen fue mayúscula pues comprobaron que aquellos poderes nada podían contra el Fuego demencial que encendía la sangre de los Señores de Tharsis. La locura, mística o guerrera, que los distinguía como hombres impredecibles e indómitos, los situaba también fuera del alcance de los conjuros mágicos de los Golen. No quedaba a éstos otra alternativa, de acuerdo a sus demoníacos designios, que apoderarse por la fuerza de la Espada Sabia y someter a la Casa de Tharsis a la pena de exterminio.
Este fue, Dr. Siegnagel, el verdadero motivo del contínuo estado de guerra en que debieron vivir en adelante los Señores de Tharsis, lo que significó la pérdida definitiva de la ilusoria soberanía disfrutada hasta entonces, y no la “codicia” que pueblos extranjeros y conquistadores pudiesen haber alimentado por sus riquezas. Al contrario, no  existía en todo el orbe un Rey, Señor, o simple aventurero de la guerra, al que los Golen no hubiesen tentado con la conquista de Tharsis, con el fabuloso botín en oro y plata que ganaría el que intentase la hazaña. Y fueron sus intrigas las que causaron el constante asedio de bandidos y piratas. Mientras pudieron, los Señores de Tharsis resistieron la presión valiéndose de sus propios medios, es decir, con el concurso de los guerreros de mi pueblo. Pero cuando ello ya no fue posible, especialmente cuando se enteraron que los fenicios de Tiro estaban concentrando un poderoso ejército mercenario en las Baleares para invadir y colonizar Tharsis, no tuvieron más salida que aceptar la ayuda, naturalmente interesada, de un pueblo extranjero. En este caso solicitaron auxilio a Lidia, una Nación pelasga del Mar Egeo, integrada por eximios navegantes cuyos barcos de ultramar atracaban en Onuba dos o tres veces por año para comerciar con el pueblo de Tharsis: tenían el defecto de que eran también mercaderes, y productores de prescindibles mercancías, y estaban acostumbrados a prácticas y hábitos mucho más “avanzados culturalmente” que los “primitivos” iberos; pero, en compensación, exhibían la importante cualidad de que eran de nuestra misma Raza y demostraban una indudable habilidad para la guerra.
Por “pelasgos” la Historia ha conocido a un conjunto de pueblos afincados en distintas regiones de las costas mediterráneas y tirrenas, de la península egea, y del Asia Menor. Así que, para hallar un origen común en todos ellos, hay que remitirse al Principio de la Historia, a los tiempos posteriores a la catástrofe atlante, cuando los Atlantes blancos instituyen el Pacto de Sangre con los nativos de la península ibérica. En verdad, entonces sólo había un pueblo nativo, que fue separado de acuerdo a las leyes exógamas atlantes en tres grandes grupos: el de los iberos, el de los vaskos, y el de los que después serían los pelasgos. A su vez, cada uno de estos grandes grupos se subdividía internamente en tres en todas las organizaciones sociales tribales de las aldeas, poblados y Reinos. Aquel pueblo único sería conocido luego de la partida de los Atlantes blancos como Virtriones o Vrtriones, es decir, ganaderos; pero el Nombre no tardó en convertirse en Vitriones, Vetriones, y, por influencia de otros pueblos, especialmente de los fenicios, en Veriones o Geriones. El “Gigante Geriones”, con un par de piernas, es decir con una sola base racial, pero triple de la cintura para arriba, o sea, con tres cuerpos y tres cabezas, procede de un antiguo Mito pelasgo en el que se representa al pueblo original con la triple división exogámica impuesta por los Atlantes blancos; con el correr de los siglos, los tres grandes grupos del pueblo nativo fueron identificados por sus nombres particulares y se olvidó la unidad original: las rivalidades e intrigas estimuladas desde el Pacto Cultural contribuyeron a ello, acabando cada grupo convencido de su individualidad racial y cultural. A los iberos ya los he mencionado, pues de ellos desciendo, y los seguiré citando en esta historia; de los vaskos nada diré fuera de que temprano traicionaron al Pacto de Sangre y se aliaron al Pacto Cultural, error que pagarían con mucho sufrimiento y una gran confusión estratégica, puesto que eran un pueblo de Sangre Muy Pura; y en cuanto a los pelasgos, el caso es bastante simple. Cuando los Atlantes blancos partieron, iban acompañados masivamente por los pelasgos, a quienes habían encargado la tarea de transportarlos por mar hacia el Asia Menor. Allí se despidieron de los Atlantes blancos y decidieron permanecer en la zona, dando lugar con el tiempo a la formación de una numerosa confederación de pueblos. Sucesivas invasiones los obligaron en muchas ocasiones a abandonar sus asentamientos, mas, como se habían transformado en excelentes navegantes, supieron salir bien parados de todos los trances: sin embargo, aquellos desplazamientos los traerían nuevamente en dirección de la península ibérica; en el momento que transcurre la alianza con los lidios, siglo VIII A.J.C., otros grupos pelasgos ocupan ya Italia y la Galia bajo el nombre de etruscos, tyrrenos, truscos, taruscos, ruscos, rasenos, etc. El grupo de los lidios que convocaron los Señores de Tharsis, aún permanecían en Asia Menor, aunque soportando en esa Epoca una terrible escasez de alimentos; reconocían por las tradiciones el parentesco cercano que los unía a los iberos, pero afirmaban descender del “Rey Manes”, legendario antepasado que no sería otro más que “Manú” el Arquetipo perfecto del animal hombre, impuesto en sus Cultos por los Sacerdotes del Pacto Cultural.
Una vez logrado el acuerdo con los embajadores del Rey de Lidia, que incluía el consabido intercambio de princesas, decenas de barcos pelasgos comenzaron a llegar a los puertos de Tharsis. Venían repletos de temibles guerreros, pero también traían muchas familias de colonos dispuestas a establecerse definitivamente entre aquellos parientes lejanos, que tanta fama tenían por su riqueza y prosperidad. Esa pacífica invasión no entusiasmaba demasiado a los de mi pueblo, pero nada podían hacer pues todos comprendían la inminencia del “peligro fenicio”. Peligro que desapareció no bien estos advirtieron el cambio de situación y evaluaron el costo que supondría ahora la conquista de Tharsis. Por esta vez los Golen fueron burlados; pero no olvidarían a la Espada Sabia, ni a los Señores de Tharsis, ni a la sentencia de exterminio que pesaba sobre ellos.
En aquellas circunstancias, la alianza con los pelasgos fue un acierto desde todo punto de vista. Los Lidios se contaban entre los primeros pueblos del Pacto de Sangre que habían vencido el tabú del hierro y conocían el secreto de su fundición y forjado: en ese entonces, las espadas de hierro eran el arma más poderosa de la Tierra. Sin embargo, pese a ser notables comerciantes, jamás vendían un arma de hierro, las que sólo producían en cantidad justa para sus propios usos. Fabricaban, en cambio, gran número de armas de bronce para la venta o el trueque: de allí su interés por radicarse en Tharsis, cuya veta cuprífera de primera calidad era conocida desde los tiempos legendarios, cuando los Atlantes cruzaban el Mar Occidental y extraían el cobre con la ayuda del Rayo de Poseidón. El cobre casi no había sido explotado por los Señores de Tharsis, deslumbrados por el oro y la plata que todo lo compraban. La asociación con los lidios modificó esencialmente ese criterio e introdujo en el pueblo un novedoso estilo de vida: el basado en la producción de objetos culturales en gran escala destinados exclusivamente para el comercio.
Una disuasiva muralla de piedra se levantó en torno de la antiquisíma ciudadela de Tarshis, que los pelasgos denominaban Tartessos y terminó dando nombre al país, con un perímetro que abarcaba ahora un área cuatro o cinco veces superior. La vieja ciudadela se había transformado en un enorme mercado y en los nuevos espacios fortificados los talleres y fábricas surgían día a día. Telas, vestidos, calzado, utensilios, cacharros, muebles, objetos de oro, plata, cobre y bronce, prácticamente no existía mercancía que no se pudiese comprar en Tartessos: y salvo el estaño, imprescindible para la industria del bronce, que se iba a buscar a Albión, todo, hasta los alimentos, se producía en Tartessos.
Evidentemente por influencia del Pacto Cultural, la alianza entre mi pueblo y los lidios culminó en una explosión civilizadora. Muy pronto el antiguo Señorío de Tharsis se convirtió en “el Reino Tartéside” y, en pocos siglos, se expandió por toda Andalucía: los tartesios fundaron entonces importantes ciudades, tales como Menace, hoy llamada Torre del Mar, o Masita, a la que los usurpadores cartagineses rebautizaron Cartagena. Su flota llegó a ser tan poderosa como la fenicia y su comercio, altamente competitivo por la mejor calidad de los productos, consiguió poner en grave peligro la economía de los hombres rojos. Recién a partir del siglo IV A.J.C., a causa de la colonización griega y de la expansión de la colonia fenicia de Cartago, declinó en algo la supremacía comercial y marítima mediterránea de los tartesios.
Debo insistir en que el hecho de ser parientes cercanos facilitó enormemente la integración con los pelasgos. Ello se pudo comprobar especialmente en el caso del Culto, donde casi no había diferencia entre los dos pueblos pues los lidios adoraban también a la Diosa del Fuego, a la que conocían como Belilith. Con pocas palabras: para los lidios, Beleno era “Bel”, y Belisana, “Belilith”; también, por provenir de una región donde el Pacto Cultural tenía mayor influencia, presentaban algunas diferencias en la lengua y en el alfabeto sagrado; la antigua lengua pelasga, que en mi pueblo aún se hablaba con bastante pureza, había sufrido en los lidios el influjo de lenguas semitas y asiáticas: sin embargo, aquella jerga de navegantes, era más adecuada para el comercio de ultramar que ellos practicaban. La otra diferencia estaba en el alfabeto: hacía miles de años que en mi pueblo se había olvidado la Lengua de los Pájaros; empero, los últimos Iniciados, y luego los Sacerdotes de la Flama, conservaron el alfabeto sagrado de trece más tres Vrunas, a las que representaban con dieciséis signos formados con líneas rectas y a los que habían asociado un sonido de la lengua corriente: de ese modo se disponía de trece consonantes y tres vocales; las vocales sólo las conocían los Señores de Tharsis pues expresaban el Nombre pelasgo, secreto, de la Diosa Luna, algo así como Ioa; pues bien: la novedad que traían los lidios era un alfabeto sagrado compuesto por trece más cinco letras, es decir, por dieciocho signos que representaban sendos sonidos de la lengua corriente; tenía también trece consonantes, pero las vocales eran cinco: y, las dos agregadas, los lidios no podían suprimirlas ya sin perder más de la mitad de sus palabras. De todo esto, lo más importante, aquello en lo que se debía acordar de entrada, era el Nombre de la Diosa y el número del alfabeto sagrado. Sobre lo primero, se convino en referirse a la Diosa en lo sucesivo con un Nombre más antiguo, que había sido común a los dos pueblos: Pyrena; desde entonces, Belisana y Belilith, serían para los tartesios la Diosa del Fuego Pyrena. Con respecto a lo segundo, los Señores de Tharsis, que estaban en esa ocasión apremiados por la presión enemiga, no tuvieron más remedio que aceptar la imposición del alfabeto sagrado de dieciocho letras: el único consuelo, ironizaban, consistía en que “el número dieciocho agradaba mucho más a la Diosa que el dieciséis”.
Por lo demás, los lidios habían sufrido una suerte parecida a la de mi pueblo. En algún momento de su historia los ganó la Fatiga de Guerra y acabaron cediendo frente a los pueblos del Pacto Cultural; los últimos de sus Iniciados consiguieron entonces plasmar las “misiones familiares” en un número aún mayor de Estirpes que las existentes entre los míos; eso explicaba la gran cantidad de familias de artesanos, especializados en los más variados oficios, que integraban el pueblo de los lidios.