Cuadragésimo
Día
El 13 de Junio de 1303 se celebra una
Asamblea de Estados Generales en el Louvre, presidida por el Rey. En ella se
renuevan las denuncias contra Bonifacio VIII y se plantea formalmente la necesidad
de convocar a un Concilio que lo condene y nombre un nuevo Papa. Los Nobles,
las Ciudades, y los Obispos nacionalistas aceptan. Guillermo de Plasian
solicita ser el acusador de Bonifacio en el futuro Concilio; es aceptado
también, y lee una declaración donde expone sus argumentos: “Yo, Guillaume de Plasian, Caballero, digo,
anticipo y afirmo que Bonifacio, quien ahora ocupa la Santa Sede , será
hallado un hereje perfecto, de acuerdo a las herejías, hechos prodigiosos y
doctrinas perversas mencionadas a continuación: 1ro. no cree en la inmortalidad
del Alma; 2do. no cree en la vida eterna, pues afirma que más bien desearía ser
un perro, un asno o cualquier otro bruto antes que francés; cosa que no diría
si creyera que un francés tiene un Alma eterna. No cree en la Presencia verdadera,
pues adorna su trono con mayor magnificencia que el altar. Ha dicho que para
humillar a su majestad y a los franceses trastocaría el Universo entero. Dio su
aprobación al libro de Arnaud de Villenueve, el brujo protegido de los
cistercienses, que había sido condenado por el Obispo y la Universidad de París.
Hizo erigir estatuas de sí mismo en las Iglesias con el propósito de que se le
rinda culto junto al Crucificado. Tiene un Demonio familiar, al que llama
‘Bafoel’ que le revela cuanto desea saber: por eso dijo que aunque toda la
humanidad estuviese ubicada a un lado, y él solo en el otro, él no puede
equivocarse, ya se trate de un aspecto de hecho o de derecho. Expresó en su
prédica pública que el Sumo Pontífice, así ponga precio a todos los sacramentos
y cargos eclesiásticos, no puede cometer simonía, lo que es una herejía
afirmar. Al igual que un hereje confirmado, que sostiene que sólo la suya es la
fe verdadera, calificó a los franceses –notoriamente uno de los pueblos más
cristianos– de Cátaros. El es un repugnante sodomita, como lo prueban numerosos
testimonios. Es también un asesino: en su presencia hizo dar muerte a muchos
clérigos diciendo a sus guardias, cuando no llegaban a matarlos con el primer
golpe: ‘Golpea, golpea, Dali, Dali’. Obligó a sacerdotes a violar los secretos
del confesionario. No observa vigilias ni ayunos. Lanza filípicas contra el
Colegio de Cardenales, contra la
Orden de Caballeros Teutónicos, contra la Orden de Predicadores
Domínicos, contra los hermanos menores y los Franciscanos Espirituales,
repitiendo a menudo que arruinan el mundo, que son hipócritas y falsos, y que
nada bueno habrá de suceder a quien se confiese ante ellos. Tratando de
destruir la fe, ha concebido una vieja aversión contra el Rey de Francia, en su
odio hacia la fe del verdadero Cristo, porque en Francia es donde está y estuvo
el esplendor de la fe, el gran apoyo y ejemplo de la Cristiandad. Levantó
a todos contra la Casa
de Francia, a Inglaterra, a Germania, confirmando el título de Emperador al Rey
de Germania, y proclamando que hacía eso para destruir el orgullo de los
franceses, quienes se vanagloriaron de no estar sujetos a nadie en cuanto a las
cosas temporales, que nadie había en la tierra arriba de su Rey, añadiendo que
ellos mintieron a través de su gola, y declarando que así un Angel descendiese
del cielo y dijese que los franceses no están sujetos ni a Bonifacio ni al
Emperador, sería una anatema. Permitió que se perdiera la Tierra Santa …
empleando en sus guerras personales y en sus lujos el dinero destinado a la
defensa de ese sitio. Ha sido públicamente reconocido como simoníaco, y mucho
más aún, como la fuente y la base de la simonía, vendiendo beneficios al mejor
postor, imponiendo sobre la
Iglesia y sobre el Obispo servidumbre y vasallaje, con objeto
de enriquecer a su familia y a sus amigos con el patrimonio del crucificado, y
para convertirlos en Marqueses, Condes, Barones. Disuelve matrimonios por
Dinero… anula los votos de las monjas… en síntesis, Caballeros, dijo que, en
breve, haría de todos los franceses mártires o apóstatas”.
Impresionados por las acusaciones de
Plasian, todas acompañadas de abundantes pruebas, los parlamentarios convienen
en invitar a Bonifacio VIII a
asistir al Concilio para que ejerza su defensa. Empero, Felipe IV
no se conforma con la aprobación colectiva y redacta cartas personales a las
numerosas diócesis de Francia; mientras Nogaret parte a Roma para notificar al
Papa, Guillermo de Plasian, escoltado por disuasiva tropa real, visita
personalmente cada ciudad, poblado o aldea, y recoge la firma de los
estamentos. Como cabía esperar, casi todos firman al leer la carta del Rey y
oír la exposición del acusador oficial; sólo se resisten los cistercienses y
las otras Ordenes benedictinas, principales refugios de los Golen: Citeaux, el
Cluny, y el Temple, desaprueban airadamente la conducta de Felipe el Hermoso y
manifiestan que nada hay de reprochable en Bonifacio VIII. En cambio la Universidad de París,
los domínicos de París y los franciscanos de Turena se declaran a favor del
Rey.
A mediados de Agosto, Bonifacio VIII
publica una bula en la que afirma que sólo el Papa está autorizado a convocar
un Concilio e intenta defenderse de las acusaciones de Plasian y Nogaret. Al
final se pregunta: ¿cómo se ha llegado al absurdo que los Cátaros acusen de
hereje al Papa? Pero los espías de Felipe IV le informan que se está redactando el
decreto de excomunión del Rey y entredicho del Reino de Francia: a la bula se le ha puesto por adelantado la
fecha de su emisión: 7 de Setiembre de 1303.
Felipe IV decide dar un
golpe de mano y capturar a Bonifacio antes que dé a conocer su infame
resolución. Ya en Francia, sería juzgado por el Concilio y depuesto
formalmente, nombrándose en su lugar un Obispo francés de su confianza. Para
cumplir este plan concede carta blanca
a Guillermo de Nogaret, a quien entrega su propia espada y dice estas
históricas palabras:
–“La Honra de Francia está en vuestras manos, Señor
Caballero”.
Guillermo de Nogaret se dirige a
Italia acompañado sólo por Sciarra Colonna, el más temible enemigo personal de
Bonifacio, y por Charles de Saint Félix, un Domini Canis que era nieto de Pedro de Creta y Valentina de
Tharsis: Nogaret conocía a Charles de niño, pues éste era hijo de quien fuera
el Señor de la familia de Saint Félix de Caramán. En Florencia, el banquero del
Rey de Francia entrega a Nogaret una importante suma, pues tenía la orden de
proveer al gascón de cuanto fuese necesario para su misión. Desde allí parten
varios hombres adictos al partido gibelino para dar aviso a los Señores aliados
de los Colonna, en las proximidades de Anagni, Alatri y Ferentino. El Papa se
encuentra en su palacio de Anagni, su ciudad natal en el antiguo Estado
pontificio de Frosinone; la vecina ciudad de Ferentino, rival gibelina de la
güelfa Anagni, es el punto de reunión de los conspiradores; el día elegido: el
6 de Septiembre, es decir, un día antes de la emisión de la bula que
excomulgaría a Felipe IV.
El día señalado, en el máximo secreto,
llegan una docena de Señores, enemigos jurados de Bonifacio VIII,
que aguardaban desde hacía años una oportunidad semejante para tomar venganza:
todos ansían íntimamente una ocasión para ejecutar a Bonifacio, pues consideran
inútil su traslado a Francia; irónicamente, Guillermo de Nogaret deberá apelar
a toda su autoridad para protegerlo y cumplir, así, con la Estrategia de Felipe el
Hermoso. Cada Caballero había viajado por separado, acompañado de una pequeña
escolta que no despertaría sospecha alguna; a estas tropas se sumaban los
efectivos mercenarios aportados por el Capitán Reinaldo Supino, guardia de
Ferentino que se vendió a Nogaret por 1.000 florines. En total se juntan 300
jinetes y 1.000 infantes: aquellas compañías serían realmente exiguas para la
empresa que se proponían realizar, sino fuese que contaban a su favor con el
principio de la sorpresa, ya que ni Bonifacio
VIII, ni sus secuaces Golen,
imaginaban remotamente que podían ser atacados en Anagni. Formado a pocos
kilómetros de distancia, el batallón de Nogaret parecía surgido de la nada; y
nadie en Italia pudo saber con antelación de su existencia como para advertir a
los Golen.
Uno de los Caballeros gibelinos era
Nicolás, de la poderosa familia de los Conti, cuyo hermano Adenulfo, residente
en Anagni, prestaría vital colaboración a los invasores. Por su intermedio, se
logra comprar al comandante de la guardia papal, Godofredo Busso, por una buena
bolsa de oro, mientras que el mismo Adenulfo se ocuparía de engañar a los
anagneses durante el ataque.
A medianoche llegan los guerreros de
Kristos Lúcifer frente a la antigua capital de los Hérmicos; dos Caballeros
portan los estandartes de Francia y de la Iglesia. Nicolás
Conti los guía hasta una puerta en la muralla que ha sido abierta desde adentro
y todos se precipitan al grito de: “¡Muera Bonifacio!¡Viva el Rey de Francia!”.
Los jinetes, seguidos de la infantería, se despliegan en varios grupos por las
angostas y empinadas calzadas. Van en derechura donde se yerguen los suntuosos
palacios, pertenecientes a los Cardenales y al Papa, y varias Iglesias de
espléndida ornamentación. El comandante de la guardia papal se une, junto con
parte de los suyos, a las fuerzas intrusas y comienza el sitio al palacio de
Bonifacio VIII, que apenas dispone
de unos pocos hombres para resistir. Por una vez, la historia se invierte: el
argumento es el mismo, los personajes semejantes; es la lucha del Espíritu
contra las Potencias de la
Materia , del Rey de la Sangre contra los Sacerdotes Golen, de los
representantes del Pacto de Sangre contra los del Pacto Cultural; pero esta vez
es el Rey de la Sangre
quien triunfa sobre el Sacerdote Golen, sobre los exterminadores de la Sangre Pura , sobre los
proclamadores de Cruzadas contra la Sabiduría Hiperbórea.
Dentro de la suntuosa residencia, el orgullo de Bonifacio se desploma. ¡Vedlo
allí, temblando y llorando como una mujer, al Demonio Golen que pretendía
imperar sobre el carisma del Rey de la Sangre ! Quizá no llora por la tragedia del
momento sino por el futuro castigo que le impondrán su Señor, el Supremo
Sacerdote Melquisedec, y los Maestros de la Fraternidad Blanca.
Los pobladores de Anagni, a todo esto,
despiertan con la sorpresa de que su ciudad está ocupada por tropas del Rey de
Francia. Alguien hace tañir las campanas llamando a reunión y todas las
familias corren hacia la plaza del mercado; las noticias son abrumadoras:
Sciarra Colonna ha venido con un batallón provisto por el Rey de Francia y
seguramente va a matar al Papa. Godofredo Busso se ha pasado al enemigo y la Ciudad ha quedado
desguarnecida. Rápidamente, en medio de una gran confusión nombran como jefe a
Adenulfo Conti. Este, acompañado de algunos vecinos, previamente escogidos
entre los partidarios de los Colonna y de los Conti, se marcha a parlamentar
con los asaltantes. Habla con Reinaldo Supino y regresa enseguida; asegura con
vehemencia que será imposible resistir a los “franceses”, quienes ya están
saqueando los palacios de los Cardenales: sólo queda la posibilidad de unirse a
ellos y compartir el botín. Desesperados, los güelfos se entregan al pillaje,
robando codo a codo con los gibelinos los palacios cardenalicios y papales. Así
desaparecerán obras de arte de valor incalculable, tesoros de la antigüedad, y
riquísima vajilla de oro y plata; cada uno toma cuanto le place y puede cargar.
Algunos descubren las bodegas, encargadas de satisfacer los exquisitos
paladares de los purpurados y calmar su inextinguible sed, y pronto las
botellas circulan de mano en mano. Durante el día, pocos serán los anagnenses
que no se hayan robado algo o embriagado; nadie se aventura por las calles y la
ciudad queda bajo el control total de los escasos hombres de Nogaret.
Mientras se efectúa el saqueo
nocturno, y la población se halla entretenida en esa bárbara tarea, una febril
actividad guerrera se desarrolla en torno al palacio de Bonifacio, quien,
consciente que con su reducida guardia no podrá resistir mucho tiempo, trata de
llegar a un acuerdo con los sitiadores; su legado recibe las condiciones:
rendirse a discreción, levantar la excomunión a Felipe el Hermoso, rehabilitar
a los Colonna, y concurrir prisionero a Francia para ser juzgado en el
Concilio. Al conocerlas, Bonifacio se resiste a aceptarlas y queda sumido en la
desesperación: sólo atina a vestir la indumentaria sacerdotal Golen y a
aguardar a sus enemigos sentado en el Trono. Entre sollozos de amargura, ora
fervorosamente al Dios Creador para que realice el milagro de salvarlo y salvar
los planes de la
Fraternidad Blanca. ¿Será posible, se pregunta a gritos, que
los Señores de la Guerra
triunfen sobre él, que es un representante del Creador del Universo? Si él, en
quien se había confiado para que frenara a los Reyes temporales, fracasaba, ¿qué nuevas
desventuras sobrevendrían después a las Ordenes Golen, que por tantos siglos
desarrollaron los planes de la Fraternidad Blanca ? Tras cada una de estas
preguntas se convulsionaba y era evidente que no tardaría en perder la razón.
Con excepción de dos Obispos, uno
español y otro italiano, todos huyen de su lado como pueden; algunos son
capturados y muertos por los hombres de Sciarra Colonna, en tanto que otros son
conservados como rehenes pues se entregan voluntariamente, entre ellos su
propio sobrino. Aquellas noticias terminan de deprimir a Bonifacio. Al fin,
cede una ventana y penetran por ella Guillermo de Nogaret y Charles de Saint
Félix, seguidos por media docena de soldados de Ferentino que se mantienen a
prudente distancia para no ser reconocidos por el Papa. Nogaret y Charles se
aproximan al Trono: luciendo la
Tiara papal, réplica de la corona egipcia de los Sacerdotes
Atlantes morenos; vistiendo la túnica blanca de los Sacerdotes levitas de
Israel, en la que está bordado el Trébol de Cuatro Hojas de los Sacerdotes
Golen, estilizado como cruz celta; en su mano derecha sosteniendo la Cruz , símbolo del
Encadenamiento Espiritual, y en la izquierda las Llaves de San Pedro, símbolo
de la Llave
Kâlachakra con que los Dioses Traidores al Espíritu del
Hombre consumaron su Traición Original; allí estaba sentado, con sus ojos
llameantes de odio y de terror, uno de los hombres más perversos de la Tierra.
–¡Cátaro, hijo de Cátaro! –exclamó
desafiante al reconocer a Nogaret–. ¡Tu amo, el Rey de Francia, no podrá contra
la Ley de Jehová
Dios!
–Caballero soy del Rey de Francia
–respondió el gascón– y os puedo asegurar, detestable Sacerdote, que mi Señor
sólo conoce y respeta la Ley
del Honor, que es la Ley
del Espíritu Santo, de la
Voluntad del Dios Verdadero; sólo tu Dios Jehová, que es un
Demonio llamado Satanás, al que obedeces servilmente, puede oponerse a esa Ley.
–¡Maldito Golen! –ahora era Charles de
Saint Félix, o Charles de Tharsis Valter, o Charles de Tarseval, el que
hablaba– ¡Tened por seguro que el Rey de Francia acabará contigo y con las
Ordenes diabólicas que os secundan! ¡Jamás podréis gobernar al Mundo mientras
existan Iniciados como él o Federico II!
¡Pero tened por más seguro todavía que Nosotros, los Guerreros Eternos de
Kristos Lúcifer, acabaremos algún día con los Jefes de tus Jefes, con la Jerarquía Oculta
de Sacerdotes Supremos que mantienen al Espíritu Increado en la esclavitud de
la materia creada!
Bonifacio palideció y se estremeció de
terror al oír al Hombre de Piedra. Uno como halo de hostilidad esencial se
desprendía de aquel Caballero con una intensidad impresionante: ¿qué era la
muerte de la Vida Cálida
frente a esa otra Muerte que se intuía a través de su presencia? ¿qué la
pérdida de la Vida ,
de los goces y riquezas efímeras, del Poder en este Mundo o el castigo del
Supremo Sacerdote en el otro Mundo que tanto lo atemorizaba hasta entonces,
frente al abismo de la Muerte
eterna en que lo hundían los Ojos de Hielo del caballero francés?
–¡Herejes! –gritó fuera de sí, en
momentos en que una puerta saltaba hecha añicos y entraba a toda carrera una
multitud precedida por Sciarra Colonna– ¡Respetad a quien, por disposición del
Dios Unico, debe gobernar en todo el Orbe!
Sciarra,
aquel enemigo mortal de Bonifacio, alcanzó a oír sus últimas palabras y le
propinó una violenta bofetada con la manopla de hierro, haciendo brotar sangre
de su mejilla. Nogaret tuvo que contenerlo para que no lo atravesase allí mismo
con su espada. El pueblo y los soldados, entretanto, echaban mano de cuanto
objeto valioso tenían a su alcance.
Con el palacio tomado, Bonifacio
prisionero, y la Ciudad
bajo control, la situación no se presentaba, sin embargo, promisoria. Una cosa
era entrar en secreto en Italia, y preparar un ataque por sorpresa, y otra
salir llevando al Papa prisionero. Ni siquiera en Anagni podrían mantenerse
mucho tiempo si los pobladores descubrían cuán pequeño era el número de las
tropas ocupantes. En el puerto de Ostia los esperaba un barco de la familia
Annibaldi, aliados de los Colonna, mas, para llegar hasta allí, necesitarían un
importante refuerzo. Los hermanos de Sciarra eran los encargados de concurrir
con 5.000 hombres, pero se retrasaron y el día 7 de Septiembre transcurrió en
tensa calma, mientras los anagneses iban despertando de la sorpresa. El 8, todo
seguía igual pero comenzaron a circular rumores entre los pobladores de que
habían sido víctimas de la traición y de un golpe de mano de unos pocos
atacantes. La hostilidad comenzó a hacerse sentir en la forma de múltiples
provocaciones a los soldados de Nogaret y enseguida se vio que habría que dejar
Anagni cuanto antes. Guillermo de Nogaret, Charles de Saint Félix y Sciarra
Colonna se hallaban deliberando sobre la conveniencia de matar a Bonifacio o
arriesgarse a llevarlo con ellos cuando se enteran que Godofredo Busso se ha
pasado nuevamente al bando del Papa y les ha cortado la entrada al Palacio.
Inmediatamente se reinicia la batalla, ahora sangrienta, y los tres enviados de
Felipe IV se ven obligados a huir dejando a Bonifacio VIII
en manos de los güelfos. Días después se encuentran en Francia, siendo aprobado
por el Gran Rey todo lo actuado en Anagni.
Es que la vida de Bonifacio ya no
serviría a los intereses Golen pues aquél había perdido irremediablemente la
razón: un mes después de los sucesos de Anagni, el 11 de Octubre de 1303,
moriría en Roma, concluyendo con él la
Era de la dominación Golen medieval en la Santa Sede , y
fracasando la inminente concreción de los planes de la Fraternidad Blanca ,
es decir, el Gobierno Mundial y la
Sinarquía del Pueblo Elegido. La Alta Estrategia de
los Señores de Tharsis y del Circulus
Domini Canis estaban triunfando
sobre las Potencias de la
Materia : Felipe IV, quien aparecía como la causa exotérica
del fracaso Golen, era un Iniciado Hiperbóreo que cumplía al pie de la letra
las pautas esotéricas de la Sabiduría Hiperbórea. Pero la muerte de
Bonifacio, Dr. Siegnagel, señalaba sólo el principio del fin. Faltaba aún
desmantelar la infraestructura financiera de los Templarios, el germen de la Sinarquía del Pueblo
Elegido.
La crisis que quebró el Alma de
Bonifacio se produjo cuando su diabólico orgullo se vio terriblemente humillado
por los actos de sus enemigos: Primero el Cátaro Nogaret, tratándolo como un
súbdito del Rey de Francia y haciéndolo prisionero en su nombre. Luego el
misterioso Charles de Saint Félix, transmitiéndole su poder aterrador y
predicando el fracaso de los planes más secretos de las Ordenes Golen: eso
confirmaba las sospechas de Bernard de Soisset, el Obispo de Pamiers, de que en
torno a Felipe el Hermoso existía una conspiración de los Hijos de las
Tinieblas; rodeado de enemigos, capturado en su propio palacio de Anagni,
bañado en sudores fríos, Bonifacio comprendía tarde ya que había subestimado a
Felipe el Hermoso y que no tomó con suficiente seriedad los frecuentes avisos
de alarma que enviaban los monjes del Cister y los Templarios. Presa entonces
de una mezcla de odio y terror, sentía que su Alma se iba deprimiendo sin
remedio. A continuación el Banditti
Sciarra, atreviéndose a golpearlo y aún amenazándolo de muerte, mientras sus
hombres lo cubrían de insultos. Y por último, la traición de su pueblo natal,
saqueando sin pudor su palacio, aliándose a sus enemigos que eran los enemigos
de la Iglesia Golen ,
la Iglesia
del Dios Uno Creador del Universo, del Dios del cual él, el Sacerdote Maximus, era una manifestación
viviente: ¡Oh Dios Uno, qué ingratitud la de su pueblo! quizás aquella agresión
de los suyos, por ser menos importante pero más afectiva, dolía más que las
anteriores ofensas. Y, naturalmente, dentro de ese dolor se destacaba en mayor
grado la angustia de haber sido despojado del oro y la plata, de sus tesoros de
arte de belleza sin par reunidos en toda una vida de adquisiciones, muchos de
ellos heredados o pertenecientes a la familia Gaetani. El peso del fracaso se
descargaba sin atenuantes, aplastando en unas horas a Bonifacio VIII.
Demasiadas emociones juntas, aún para un Golen de legendaria crueldad, las que
afligían al Papa de 69 años.
Cuando fue rescatado por el pueblo de
Anagni su conciencia se había situado fuera de la realidad y, aunque muchos
prometían devolver lo robado, Bonifacio no estaba en condiciones de
comprenderlo. Mecánicamente solicitó ser llevado al palacio de Letrán. Allí los
Cardenales Orsini, al comprobar su estado demencial, lo mantuvieron apartado de
los romanos. Con los ojos desorbitados exclamaba: ¡Bafoel! ¡Bafoel! ¡Aliquem ad astra fero! En algunos
momentos de lucidez estallaba en pedidos de venganza contra sus enemigos y
auguraba la ruina de quienes lo habían traicionado. Pero luego su mente se
oscurecía y sufría raptos de ira continuados en los que aullaba, echaba espuma
por la boca, e intentaba morder a quienes lo cuidaban. Al final, el 13 de
octubre de 1303, murió convertido en una bestia furiosa, cumpliendo así la
profecía de Celestino V. El santo había dicho: –“habéis subido como un zorro, reinaréis
como un león, y moriréis como un perro”.