LIBRO SEGUNDO - DIA 57


Quincuagesimoséptimo Día


Apenas internados en el mar, los barcos de Georg de Spira y Nicolaus de Federmann fueron azotados por terribles tempestades; parecía como si la naturaleza entera, como si el mismo Creador, se hubiesen propuesto echar a pique aquella flota. Al fin, un milagro, y la no menos milagrosa pericia de los capitanes, impidió el naufragio e hizo posible que atracasen en las Canarias, donde aguardaron mejores vientos para completar la travesía. Ya en Coro, Spira, cuya ambición por el oro iba pareja con su valor sin límites, organizó una expedición improvisada de cuatrocientos hombres y partió de inmediato rumbo al Sur del Lago Maracaibo, lugar en el que ciertas leyendas locales situaban a una riquísima, e inexistente, ciudad. Dejó a su Teniente General con el encargo de viajar hasta Santo Domingo a traer lo que faltaba y darle alcance en las serranías de Carora. Mas Nicolaus de Federmann, que estaba complotado con los Señores de Tharsis, lejos de cumplir estas órdenes se dispuso también a marchar en dirección al Sur, pero tomando una ruta mucho más al Oeste, siguiendo la indicación de unos indios que aseguraban haber visto construcciones de piedra.
Con este propósito, se trasladó a Cabo de la Vela, sobre la costa del Mar de las Antillas, y embarcó a Santo Domingo, quedando los Señores de Tharsis con el Capitán Antonio de Chavez y los soldados catalanes. Pronto regresó Federmann acompañado de ochenta hombres, treinta caballos, pertrechos y víveres frescos, se unió a ellos, y partieron hacia el Sur Oeste, en abierta contradicción a las instrucciones de Spira: en lugar de dos frailes domínicos iban ahora tres, pues la Dama, Violante de Tharsis, había insistido en viajar disfrazada de ese modo, alegando que “los peligros que la acecharían sola en Coro no serían, seguramente, menores que los que padeciesen sus familiares en la expedición”, argumento que convenció a los imprevisibles Hombres de Piedra.
Si la excursión de Spira podía considerarse improvisada, y escasa de hombres y medios, la empresa de Federmann era simplemente exigua: poco podían hacer sus cien hombres y cincuenta caballos contra los indecibles peligros que acechaban en esas tierras agrestes y desconocidas; tampoco alivió la situación la pequeña tropa de veteranos de Santa Marta al mando del Capitán Rivera que se les unió en medio del camino: aquellos hombres estaban perdidos en la selva, descontentos de marchar inútilmente tras una riqueza que no aparecía por ninguna parte. Luego de padecer las mil penurias que ofrecen los bosques tropicales, con sus ofidios ponzoñosos, arañas, insectos, tigres feroces, y su vegetación intrincada a la que había que abrir en picada, los invasores experimentaron el cierzo helado de las altas cumbres que rodean el valle Dupar. Y después del descanso, nuevamente la selva caliente, las plagas, y los indios salvajes, que ahora los hostilizaban sin cesar. Sin embargo, continuaron impertérritamente hacia el Sur, atravesaron los Ríos Apure y Meta, aparte de mil torrentes menores, y se internaron en el territorio de la actual Colombia. Pero aquel país quedaba fuera de la concesión de los Welser y Federmann no tenía ningún derecho a su exploración.
Y hasta entonces no había indicios de que estuviesen en el camino correcto; los pocos indios que consiguieron capturar daban indicaciones imprecisas sobre las ciudades de piedra: al Sur, siempre al Sur; pero hacia el Sur sólo hallaban aldeas miserables e indios de salvajismo sin par, antropófagos y cazadores de cabeza, aborígenes que envenenaban sus flechas y lanzas y los seguían sin descanso, emboscándolos permanentemente, atacándolos por la retaguardia al marchar y en los campamentos al descansar. Tras un año y medio de avanzar en aquel sentido, diezmados, convertidos la mayoría de los hombres en esqueletos vivientes cubiertos de harapos, se imponía a criterio de Federmann la decisión de regresar; en caso contrario no podría impedir ya el amotinamiento de los sobrevivientes o su deserción: de los cien hombres de su tropa sólo quedaban vivos cincuenta, y la mayoría en estado deplorable.
Los Señores de Tharsis, por su parte, soportaron con estoicismo la campaña y sólo perdieron tres soldados catalanes; pretendían seguir hacia el Sur, pero no encontraban forma de persuadir al alemán. Finalmente, ante su irrevocable determinación, optaron por una solución heroica, a la que Nicolaus no se pudo tampoco negar: se quedarían allí y continuarían solos con la búsqueda. El plan era poco menos que suicida, pero como ninguna de las partes estaba dispuesta a ceder, Nicolaus de Federmann aceptó dejarlos ir en secreto, simulando un extravío que evitaría problemas con los Welser o el cargo de deserción. Así fue como un día, se separó de la columna cansina la vanguardia española de Tharsis y se perdió para siempre, pues ni los alemanes de la Casa Welser, ni los españoles del Reino, los volvieron a ver jamás.
Nicolaus de Federmann prosiguió con sus exploraciones, siempre desobedeciendo las órdenes de Georg de Spira. En 1539, junto con Jiménez de Quesada y Sebastián de Belalcazar, Gobernadores de Santa Marta y de Quito respectivamente, con quienes se encontró en plena selva, fundó la ciudad de Santa Fe de Bogotá. Luego emprendió con los mencionados capitanes un viaje a Cartagena de Indias y de allí pasó a España con Quesada. Aunque descubridor y explorador de tierras, no consiguió riqueza alguna y volvía prácticamente arruinado. No obstante, cuando llevó a los Señores de Tharsis las noticias sobre la suerte corrida por Lito y los Hombres de Piedra, aquéllos lo recompensaron generosamente y lo emplearon en la Villa de Turdes, adonde terminó sus días.


América en tiempos de Carlos V


¿Y qué había ocurrido con los Señores de Tharsis en América? Al separarse de Nicolaus Federmann se hallaban del lado Oeste de la Cordillera Oriental, a unos mil kilómetros del punto de partida y a otros trescientos de la ciudad de Quito, a la altura en que se origina el Río Napo. Era una región de páramo frío y desolado, donde soplaba un cierzo gélido que hacía crujir los dientes y se calaba hasta los huesos. Habían dado con un sendero escarpado que parecía hecho por la mano del hombre, ya que a ciertos trechos podían observarse apilamientos de piedras que hacían las veces de muros de contención para los derrumbes aluvionales de tierra, y los seguían con renovada esperanza: no imaginaban ni remotamente que aún recorrerían cinco mil kilómetros hasta llegar a destino. Todo lo que les pudo dejar Nicolaus eran diez caballos y muy pocas provisiones: con cuatro caballos alcanzaba para cargar todo, los escasos víveres, las jaulas con los pollos, y hasta las armas, ahora inútiles por no tener ni un gramo de pólvora. A la vanguardia avanzaba Lito de Tharsis, que iba montado y seguido de tres indios comprados en Coro, valiosos por lenguaraces y baqueanos; más atrás, cabalgaban los otros cinco Hombres de Piedra; y a la retaguardia, marchaba la tropa de infantería compuesta por los siete soldados catalanes, cuya fidelidad por sus amos españoles los impulsaba a seguirlos hasta la muerte; los dogos españoles, de proverbial fiereza, presidían el paso de toda la columna explorando el camino cincuenta metros adelante.
Siete días transitaron por aquella escarpa, que ahora descendía en franco declive hacia un pequeño valle situado, no obstante, entre altas montañas. Sin saberlo, se estaban acercando a una fortaleza septentrional del imperio incaico, que servía de Marca fronteriza con el imperio muisca: una guarnición de dos mil indios, de uno u otro imperio, se relevaban cada seis meses para ocupar aquel bastión. Al doblar un recodo, los Señores de Tharsis divisaron las murallas y el caserío de piedra, mientras se acercaban hacia allí a través de una serie de terrazas escalonadas, dispuestas inteligentemente para tal fin. Un silencio sepulcral reinaba en el lugar y no se veía movimiento alguno; la puerta carecía de resguardo y afianzaba la impresión de estar frente a una ciudadela despoblada y abandonada. Sin embargo, no bien hubieron traspuesto la muralla, el silencio se hundió bajo un ensordecedor concierto de atroces alaridos y una lluvia de flechas comenzó a caer sobre los intrusos. Cubriendo a Violante, y seguidos por los infantes, los cinco Señores de Tharsis cargaron con la caballería sobre la masa de indios que penetraba a chorros por las puertas de la fortaleza; empero, aunque las hojas sevillanas causaban gran mortandad entre los aborígenes, su cantidad era tan grande que pronto tuvieron que retroceder hacia las casas centrales. Ante las órdenes de Lito, los Señores de Tharsis desmontaron y corrieron más que de prisa a buscar refugio.
En una vivienda carente de defensa alguna, rodeada sólo de un tapial de dos codos de altura, se encontraban Lito de Tharsis, Violante, Roque, los dos frailes, un indio, y los cinco caballos. Por una abertura trapezoidal observaban cómo un número escalofriante de indígenas los había acorralado en una trampa sin salida. A gritos llamaron al otro Noyo, Guillermo, quien al fin respondió desde una casa contigua, adonde buscara protección con el resto de la tropa. Estaba herido en una pierna, algo que podía ser mortal debido a la ponzoña que los indios ponían en la punta de sus flechas, y avisaba que tres de los soldados habían muerto, así como los dos sirvientes indios, y dos caballos. Nadie imaginaba cómo iban a salir de tan apretada situación, cuando un brusco silencio se hizo en el bando aborigen. Los Señores de Tharsis aguzaron la vista y observaron cómo los indios se apartaban con respeto para dar paso a un personaje ataviado con telas de lana de brillantes colores y tocada su cabeza con un gorro en forma de bonete, del que colgaban plumas blancas y rojas. Venía sentado sobre una litera cargada por ocho hombres y traía en la mano un hacha de piedra; un grupo de indios, que también se distinguían por la indumentaria, y gozaban de evidente autoridad sobre los guerreros, caminaban a los costados del vehículo.
A prudente distancia del asilo de los invasores, se detuvo la curiosa caravana y el ocupante de la litera echó pie a tierra, disponiéndose a deliberar con sus acompañantes: sin duda discutían el modo de acabar lo más pronto posible con los españoles. En eso estaban cuando tronó el grito de Lito de Tharsis y dejó a todos clavados en su sitio. Se había precipitado afuera en un instante, sin yelmo, con la rubia cabeza descubierta y la Espada Sabia, a la que quitara la cinta para exhibir la Piedra de Venus, enarbolada en alto, mientras profería con voz estruendosa:

–¡Apachicoj Atumuruna!
–¡Apachicoj Atumuruna!
–¡Purihuaca Voltan guanancha unanchan huañuy!
 ¡Pucará Tharsy!

Callaron sorprendidos los recién llegados, pero luego de mirarse entre ellos enseguida gritaron a su vez:
–¡Huancaquilli Aty!
–¡Huancaquilli Aty!
y luego, echándose a temblar, como presa de un escalofrío de terror, el de la litera exclamó:
–¡Huancaquilli Aty unanchan huañuy!
–¡Huancaquilli Aty unanchan huañuy!
Al oír estas palabras todos los indios retrocedieron unos pasos, ensanchándose el claro formado frente al refugio de los españoles. Lito de Tharsis había regresado a la casa tan sorpresivamente como irrumpió en la escena y observaba, a buen resguardo, la reacción de los nativos.
–¿Qué le habéis dicho? –interrogó uno de los frailes.
–No lo sé exactamente –respondió Lito–. Son palabras que me ha dicho la Piedra de Venus en la Caverna Secreta. Creo que se refieren al sitio al que debemos ir. De pronto, tuve la convicción de que debía comunicarlas a nuestros atacantes. Y ya veis el resultado: parecen conocer su significado.
En ese momento, la litera, con el extraño ocupante, se alejaba a paso rápido, mientras los guechas, puesto que de guerreros muiscas se trataba, se sentaban en el suelo en su gran mayoría. No dejaban de mirar hacia el refugio de los españoles ni por un instante, las lanzas y flechas prontas para atacar; y en sus inexpresivos rostros, serios y achinados, era imposible adivinar las intenciones. Lo único seguro que indicaba la actitud de los indios es que se disponían a esperar; mas, ¿esperar qué, a quién?
Así, sitiados en las precarias casas de piedra, fueron pasando las horas sin que nada turbara la impasible vigilancia. Pero los Señores de Tharsis estaban dotados en alto grado de la virtud de la paciencia: no en vano habían hecho guardia durante 1.700 años frente a la Espada Sabia. Se sentaron, pues, a su vez, para aguardar los futuros movimientos de los sitiadores. En pocas horas oscureció sin que los indios se movieran de su sitio, aunque se distinguía tras sus filas que diversas hogueras comenzaban a encenderse: pronto un grupo de mujeres se ocupó de distribuir a cada guecha una torta de maíz y una escudilla de cerámica con un líquido humeante. La noche se hizo cerrada y los españoles decidieron descansar y vigilar por turnos. Todos consiguieron dormir pues el amanecer los encontró en la misma situación del día anterior. No obstante, aún transcurriría la mañana y parte de la tarde antes de que se notase algún cambio.
El número de guerreros, en lugar de decrecer, había ido aumentando con el correr de las horas, y ahora prácticamente no existía sitio donde no se divisara uno de ellos: cubrían la plaza y las callejuelas que corrían entre las casas, estaban subidos en los techos, pilares y murallas, y, en fin, hasta donde alcanzaba la vista, se los podía ver en actitud expectante pero francamente hostil. Se advertía sin mucho esfuerzo que acechaban por millares, y que sería muy difícil zafar el cerco. Al promediar la tarde, los Hombres de Piedra comprobaron que algo nuevo ocurría: los guechas, se pusieron súbitamente de pie y se apartaron dificultosamente para dejar pasar a una caravana que avanzaba desde la puerta exterior de la fortaleza. Esta vez eran tres literas que llegaban; en una regresaba el enigmático personaje del día anterior; y en las otras dos, venían sentados unos hombres de facciones del todo diferentes a las de los indígenas: mientras aquéllos presentaban caracteres indudablemente asiáticos, los recién llegados mostraban los rasgos inconfundibles del hombre occidental europeo. Inclusive su tez, evidentemente bronceada por las exposiciones solares, era bastante pálida, y contrastaba notablemente con la piel amarilla de los muiscas. Empero, sus indumentarias delataban que se trataba de indígenas, de otra etnia pero indígenas al fin: vestían unos hábitos negros de lana de llama, muy semejantes a la saya de los Cátaros, y cubrían sus cabezas con bonetes negros del mismo material. Pero lo que más atrajo la atención de los Señores de Tharsis, lo más increíble, eran los escudos redondos y emplumados que portaban: en su centro, claramente visible, llevaban pintada una de las Vrunas de Navután. A su paso, arrancaron un murmullo de temor de parte de los muiscas y los españoles observaron con asombro que la mayoría de los guerreros evitaba mirarlos.
Al detenerse, el jefe al que Lito había dirigido las palabras de la Piedra de Venus se abocó a llamar a los dos insólitos personajes que lo acompañaban. Luego de descender, los tres se aproximaron hacia la casa ocupada por los intrusos. A cierta distancia, se pararon y conferenciaron durante unos minutos; finalmente, el de la víspera, se acercó resueltamente y gritó:
–¡Huancaquilli Aty! ¡Huancaquilli Aty!

Lito de Tharsis vaciló un instante, en tanto todos los ojos de los Hombres de Piedra estaban clavados en él, pero enseguida salió y se enfrentó con el indio. Como la primera vez, enarbolaba ahora también la Espada Sabia. Al verlo, los dos de negro sin dudarlo, avanzaron a su encuentro. Sin embargo, su interés no radicaba en Lito sino en la Espada Sabia: ambos dijeron al unísono:
¡Coyllor Sayana! –que en quechua significa: “Piedra de la Estrella.
                       
Desde la ventana trapezoidal, los Hombres de Piedra seguían atentamente los acontecimientos, aprestados para correr en ayuda de Lito de Tharsis. No alcanzaban a oír las palabras que pronunciaban, pero era indudable que tanto Lito como los Amautas del Bonete Negro hablaban a intervalos regulares. Transcurrieron los minutos en la misma forma, hasta que el intercambio de palabras y frases adquirió el inequívoco tono del diálogo. Al fin, el Señor de Tharsis giró y se encaminó sin problemas hacia el albergue de sus parientes; el jefe muisca, por su parte, dio una orden y de inmediato los guechas se desconcentraron sin protestar: sólo la guardia real que acompañaba a las literas se mantuvo en las cercanías de la casa.
–¿Qué ha sucedido? –Indagó Violante sin poderse contener, apenas Lito traspuso la puerta–. ¿Habéis logrado haceros entender por los naturales?
–Aparentemente el peligro ha pasado –afirmó Lito, cuyo semblante reflejaba aún la estupefacción que lo embargaba–. Señores de Tharsis: nos enfrentamos a un Gran Misterio. Según lo que he logrado comprender, estos seres de túnica negra nos estaban aguardando desde hace muchos meses, quizás un año o más. Las palabras que Yo he pronunciado ayer, pertenecen a una lengua más bien profana, propia del Imperio que ha conquistado Pizarro. Por eso, al principio no pudimos entendernos. Pero luego, y oíd bien lo que os voy a decir porque aunque parezca fantasía no lo es, ellos hablaron en un idioma que es exclusivo de los Amautas del Bonete Negro, especie de Iniciados del Culto a la Luna Fría, o decreciente, Aty, es decir, a la Muerte Fría; y aquí viene lo incomprensible: esa lengua, es una variante antigua del bajo alemán o del danés. Aún no lo sé con certeza por la forma bárbara en que lo hablan, pero creedme que no será difícil aprenderlo. Naturalmente, que vosotros estaréis tan sorprendidos como Yo: ¿cómo puede ser que nos estuviesen esperando, cuando sólo los Dioses sabían que vendríamos? y ¿quiénes son estos Iniciados, que en tierras tan lejanas y desconocidas hablan una lengua germánica? Por el momento no tengo las respuestas.
–Pero ¿qué haremos ahora? –preguntó Roque.
–Pues, parece que los Amautas del Bonete Negro deben conducirnos hacia algún sitio. Supongo que los custodios de esta fortaleza estarán conformes con que nos vayamos cuanto antes, dado que la presencia de los nombrados no les agrada en absoluto, y las nuestras, después de la matanza que hemos hecho, no ha de caerles nada simpática. Propongo que salgamos a la plaza, y nos mantengamos lo más cerca posible de los Amautas.
Así recogieron el equipaje, y, tomando a los caballos por la brida, fueron saliendo lentamente hacia el extenso patio donde los Amautas se hallaban esperando, acomodados en los asientos de las literas. Lito fue a la otra casa, y comprobó con pesar que el Noyo ardía de fiebre y que la pierna herida estaba gravemente hinchada. Llevándolo en sus brazos, se unió a los Hombres de Piedra y les dijo:
–No podemos partir sin curar a Guillermo. Lavaremos su herida con agua caliente y vinagre, del cual todavía nos quedan unas gotas.
Procedió, entonces, a solicitar agua, tratando de hacerse comprender por los Amautas, pero éstos, no bien advirtieron el estado del Noyo, dieron varias instrucciones a los muiscas y aquéllos se dedicaron a la curación: en un brasero de piedra, colocaron un recipiente con agua al que agregaron las enormes hojas de una planta muy verde; luego de hacer hervir el potaje, lavaron con su jugo, la herida, a la que cubrieron con hojas de la misma clase; y después de vendar cuidadosamente, trajeron una especie de camilla compuesta de dos largas varas y tela transversal, acostaron al Noyo, y dos guerreros de la guardia real lo cargaron rumbo a la puerta de la fortaleza: los muiscas no disimulaban la urgencia que tenían por ver a los extranjeros fuera de sus murallas.