LIBRO SEGUNDO - DIA 34


Trigesimocuarto Día


Al iniciarse el siglo XIII, los planes de la Fraternidad Blanca parecían cumplirse inexorablemente: y sin embargo fracasaron. ¿Qué ocurrió, entonces?”. Esta era, Dr. Siegnagel, la pregunta planteada en el Día Decimoctavo. La respuesta, que ahora podrá comprender con mayor profundidad, afirmaba que dos causas exotéricas y una esotérica, y fundamental, explicaban el fracaso; sintéticamente, las causas exotéricas se centraban en dos hombres de la Historia, Federico II de Alemania y Felipe IV de Francia; empero, ellos sólo expresaban la acción de ciertas fuerzas ocultas, a las que denominé “oposición de la Sabiduría Hiperbórea”. La primer causa exotérica y la oposición de la Sabiduría Hiperbórea ya fueron expuestas. Faltaría ahora, para completar la explicación, mostrar cómo el Circulus Domini Canis aplica el Golpe de Gracia a la Estrategia enemiga dirigiendo contra sus planes los actos de Felipe IV de Francia, la segunda causa exotérica.

En 1223 moría Felipe II Augusto, un Rey anestesiado por los Golen, que permaneció indiferente durante la Cruzada contra los Cátaros y permitió la consolidación de la Orden del Temple en Francia. Le sucedería Luis VIII el León, monarca física y espiritualmente débil, que participaría en 1226 de la segunda Cruzada contra los Cátaros y moriría ese mismo año. Desde entonces, y hasta 1279, gobierna Luis IX el Santo, quien deja definitivamente zanjada la cuestión del Languedoc al incorporar todos los territorios a la Corona de Francia por el casamiento, obligado, de la única hija del Conde de Tolosa con su hermano Alfonso de Poitiers. Posteriormente, el Rey güelfo de Aragón Jaime I confirmaría a Luis IX las conquistas territoriales occitanas cediendo, en el tratado de Corbeil de 1257, los derechos de Aragón sobre Carcasona, Rodes, Lussac, Bezier, Albi, Narbona, Nimes, Tolosa, etc., traicionando con ello la Causa por la que su padre, Pedro II, muriera en la batalla de Muret luchando contra Simón de Montfort; también cedería su hija Isabel para esposa de Felipe III, hijo de Luis IX. Es que este Jaime I era aquel niño que Pedro II había entregado como rehén a Simón de Montfort “para su educación”: muerto Pedro II, una delegación de Nobles catalanes gestionó frente a Inocencio III la devolución del niño, a lo que el Papa Golen accedió con la condición de que fuese educado por los Templarios de España, esto es, en la Fortaleza de Monzón, la misma donde Bera y Birsa asesinaran a Lupo de Tharsis, a Lamia, y a Rabaz. Tenía seis años Jaime I cuando fue puesto en manos de los Templarios, quienes se dedicarían durante varios años a lavarle prolijamente el cerebro y a convertirlo en un instrumento de su política sinárquica: no ha de sorprender, pues, su conducta poco solidaria con la Causa de la muerte de su padre ni la crítica que sobre los actos de éste vierte en su libro de memorias. Muy opuesta a la política güelfa de Jaime I sería, en cambio, la conducta de su hijo Pedro III el Grande, quien se jugaría entero frente a la teocracia papal.
Así pues, al morir Luis IX el Santo, en 1270, ocupa el trono su hijo, Felipe III, llevando como Reina a Isabel de Aragón, hermana de Pedro III. En esa Epoca ocurren los hechos que he narrado ayer, vale decir, el Conde catalán reconstruye el Condado de Tarseval y Valentina se enamora de Pedro de Creta. Felipe III gobernaría hasta 1285, fecha en que le sucedería Felipe IV, el brazo ejecutor de los Domini Canis. Mas ¿qué sucede mientras tanto en la cima del Poder Golen, es decir, en el papado? Para responder hay que remontarse a la muerte de Federico II, cuando se enfrentaba en una guerra exitosa contra Inocencio IV, una guerra que amenazaba terminar para siempre con los privilegios papales: en esas circunstancias, los Golen lo hicieron envenenar en 1250. Pero el Emperador ya había causado un daño irreparable a la unidad política europea y dejaba en Italia un partido gibelino fuertemente consolidado que no se sometería fácilmente a la autoridad papal. Cabe destacar que el odio que los Golen experimentaban entonces hacia la casa de Suabia era sólo superado por el que volcaron durante milenios sobre la Casa de Tharsis: a aquella Estirpe, como a ésta, habían jurado destruir sin piedad.
Inocencio III y los Papas siguientes, deciden despojar a los Hohenstaufen de todos sus derechos sobre Italia, es decir, sobre Roma, Nápoles y Sicilia, e impedir que algún miembro de esa Casa accediese al trono imperial. A Federico II le sucede su hijo Conrado IV, rápidamente excomulgado por Inocencio IV: muere en 1253 dejando como heredero a su único hijo, el pequeño Conradino, nacido en 1252. Como regente del niño, gobierna Sicilia Manfredo, hijo natural de Federico II. Excelente general, este Rey continúa la guerra emprendida por su padre contra el papado Golen: recibe tres excomuniones de Urbano IV, arma terrible de la época pero que no hace mella en el poderoso ejército sarraceno que ha formado. Manfredo vence en todas partes y amenaza concluir la obra purificadora de Federico II; y para desventura de Urbano IV, casa a su hija Constanza con el infante Pedro de Aragón, es decir, con el futuro Rey Pedro III. Es entonces cuando los Golen deciden realizar una maniobra ambiciosa, que sería inicialmente exitosa pero que finalmente causaría la ruina de sus planes: intentan reemplazar a la Casa de Suabia de Alemania por la Casa de los Capetos de Francia en el papel de ejecutora de los planes de la Jerarquía Blanca.
Pese a lo que se diga, el plan no era descabellado pues, particularmente fortalecidos, pero a su vez divididos por el carácter feudal de sus Estados, los Señores Territoriales alemanes podían ser fácilmente debilitados en sus aspiraciones imperiales; de hecho el Interregno, el período actual en el que no existía acuerdo para elegir al Rey de Alemania, podía mantenerse indefinidamente. Sería ésa, entonces, la ocasión de apoyar al Rey de Francia y asignarle el papel que en un tiempo se le confió a Federico II. Pero los Golen no pensaban en el presente Rey Luis IX, personalidad fuerte y difícil de manejar, sino en su sucesor Felipe III, más débil e influenciable por los clérigos de su corte. Urbano IV ofrece el trono de Sicilia a Luis IX pero el Rey de Francia no acepta pues considera legítimos los derechos de la Casa de Suabia: quien sí acepta es su hermano Carlos de Anjou, Conde de Provenza. Este Caballero, héroe de las Cruzadas, quiere ser Rey como sus hermanos y acepta convertirse en verdugo de la Casa de Suabia. Con su intervención en los asuntos de Italia, los Golen logran comprometer a Francia en su política teocrática y se preparan a restaurar el Poder del papado según la concepción de Gregorio VII e Inocencio III: después vendrá, suponen, el Gobierno Mundial y la Sinarquía del Pueblo Elegido.
De acuerdo a la organización feudal de los provenzales, los Señores sólo cedían tropas por cuarenta días, y a condición de no transportarlas a demasiada distancia. No pudiendo sacar nada por ese lado, la Orden Cisterciense le financia a Carlos de Anjou un ejército mercenario de treinta mil hombres. Aquella tropa de aventureros sin ley penetra en Italia en 1264 y derrota completamente a Manfredo en la batalla de Benevento: luego se entregarían a matanzas y saqueos sin par, sólo comparables a las invasiones bárbaras. En la mencionada batalla, además de Manfredo, perdieron la vida muchos Caballeros del bando gibelino, entre ellos el padre de Roger de Lauría, niño que se criara en la cámara del Rey de Aragón, Pedro III, pues su madre era Dama de Compañía de la Reina Constanza; Roger de Lauría fue, por supuesto, el genial almirante de la armada catalana, la más poderosa de su Epoca, con la que Pedro III conquistó el reino de Sicilia años más tarde.
Muerto Manfredo, y desbaratado el partido gibelino, sólo queda el niño Conradino en Suabia como último retoño viril de los rebeldes Hohenstaufen. Carlos de Anjou acuerda con Urbano IV la usurpación de sus derechos: se hace proclamar Rey de Nápoles y se apodera de Sicilia. Inmediatamente establece un régimen de terror, orientado principalmente contra el bando gibelino; las expropiaciones de bienes y títulos, ejecuciones y deportaciones, se suceden sin cesar; en poco tiempo los franceses son tan odiados como los sarracenos de Tierra Santa. Una de las víctimas más ilustres es Juan de Prócida, el Sabio de las Cortes de Federico II y Manfredo: miembro de una noble familia gibelina, Señor de Salerno, de la isla de Prócida, y de varios Condados, no sólo sería despojado de sus títulos y bienes, sino que Carlos de Anjou cometería una cobarde violación con su esposa e hija; sólo salvaría la vida merced a la admirable prudencia con la que supo tratar al Papa Golen Urbano IV.
Un gran clamor se eleva en los años siguientes contra la dominación francesa. En 1268 Conradino, que a la sazón contaba con dieciséis años, acude a Italia al frente de un ejército de diez mil hombres, confiando que en la península se le unirían más tropas. Carlos lo aniquila en Tagliacozzo, haciendo pasar horrible suplicio a los Caballeros que logra tomar prisioneros. Conradino, el último Hohenstaufen, trata de embarcarse para huir de Italia pero es traicionado y conducido a poder de Carlos de Anjou. Se suscita un pedido unánime para que el nieto de Federico II sea perdonado, pero Clemente IV se muestra inflexible: “la muerte de Conradino es la vida de Carlos de Anjou”; los Golen no están dispuestos a suspender el exterminio de la Estirpe que tanto mal causó a los planes de la Fraternidad Blanca.
Luego de una parodia de juicio, Conradino es condenado a muerte en Nápoles. Antes de entregar la cabeza al verdugo, el niño demuestra su gallardía mediante un gesto que significará, a corto plazo, la virtual derrota de Carlos de Anjou: se quita un guante y lo arroja a la multitud que ha venido a observar la ejecución, mientras grita: ¡Desafío a que un verdadero Caballero de Cristo vengue mi muerte a manos del Anticristo! Un instante después es decapitado ante la presencia de Carlos de Anjou, el legado papal, numerosos Cardenales y Obispos, y decenas de Golen que no pueden ocultar su regocijo por la extinción del linaje de los Hohenstaufen: en ese momento sólo quedaba vivo el Rey de Cerdeña Enzo, hijo de Federico II, pero prisionero de por vida en un Castillo de Boloña desde 1249, quien sería prontamente envenenado para mayor seguridad. No obstante, el gesto de Conradino no sería en vano, pues aún quedaban Caballeros dispuestos a luchar contra las fuerzas satánicas: el guante es recogido por Juan de Prócida en nombre de Pedro III de Aragón, esposo de Constanza de Suabia. La hija de Manfredo, y prima hermana de Conradino, es ahora la legítima heredera de los derechos que la Casa de Suabia tiene sobre el trono de las dos Sicilias y la única esperanza del partido gibelino.
Hay que ver en la acción desplegada desde entonces por Juan de Prócida, otro aspecto de la oposición de la Sabiduría Hiperbórea a los planes de la Fraternidad Blanca, vale decir, de la causa esotérica del fracaso de dichos planes. En efecto, aquel gran Iniciado Hiperbóreo se refugió en Aragón, junto a otros ilustres perseguidos por Carlos de Anjou y los Golen, y fue incorporado a la nobleza aragonesa. El Rey le otorgó varios Señoríos en Valencia, desde donde tomó contacto con el Circulus Domini Canis y se integró a su Estrategia. A él, más que a nadie, corresponde el mérito de haber persuadido a Pedro III sobre la justicia de la Causa gibelina. Durante años este Señor del Perro asesora al Rey de Aragón sobre los asuntos de Italia y planifica el modo de conquistarla; le secundan con ánimo entusiasta, Constanza, que desea vengar a su padre Manfredo y a la destrucción de su familia, Roger de Lauría, Conrado Lancia, y otros Caballeros sicilianos no iniciados. En 1278 Pedro III se siente lo suficientemente fuerte como para llevar a la práctica su proyecto siciliano. Envía entonces a Juan de Prócida en misión secreta a Italia y Medio Oriente.
El Caballero siciliano viaja vistiendo el hábito domínico. Se entrevista con los principales representantes del partido gibelino de Italia y Sicilia, quienes prometen ayudar al Rey de Aragón, y en 1279 llega a Constantinopla para pactar con el Emperador Miguel Paleólogo, que está por ser atacado con una flota por Carlos de Anjou. Sin embargo, hecho que Carlos de Anjou no sospecha, no existe en ese momento en el mundo flota más poderosa que la armada catalana del Rey de Aragón. El bizantino contribuye con treinta mil onzas de oro para sostener la campaña y Juan emprende el regreso, previo paso por la isla de Sicilia; allí recoge el compromiso del Noble Alécimo de Leutini, y otros, de preparar un alzamiento contra los franceses; todas estas gestiones obedecen a la Estrategia de Pedro III, que desea evitar un enfrentamiento directo entre Francia y Aragón y prefiere que el cambio surja de un complot local contra Carlos de Anjou.
En 1281 todo está listo para la revuelta cuando una maniobra de los Golen obliga a suspender los movimientos. Carlos de Anjou fuerza en Viterbo la elección de Simón de Brieu, un Cardenal francés altamente esclarecido sobre los planes de la Fraternidad Blanca, que profesa un odio feroz hacia la Casa de Suabia y la Causa gibelina. Toma el nombre de Martín IV e inmediatamente desata una terrible persecución de gibelinos en toda Italia: evidentemente los Golen sospechan que algo se trama contra Carlos e intentan detenerlo. Martín IV es un típico exponente de la mentalidad Golen, a la que entonces se llamaba impropiamente “güelfa”: de la pasta fanática de Gregorio VII e Inocencio III, posee además la crueldad de un Arnauld Amalric; por su instancia las matanzas, violaciones y saqueos se suceden sin cesar, sometiendo a los sicilianos a un régimen de terror insoportable: al final la misma Roma acabará rebelándosele. Pero en 1282 ese estado de cosas toca a su fin en Sicilia. Durante la celebración de la pascua, el 30 de marzo, un soldado francés intenta abusar de una joven siciliana en Palermo y, al grito de “mueran los franceses”, estalla la insurrección general: los franceses son exterminados en Palermo, Trápani, Corleone, Siracusa y Agrigento; en un día mueren ocho mil y el resto debe huir precipitadamente de la isla. Al mes no se podía hallar francés vivo en toda Sicilia.
Fueron aquellas reacciones populares las famosas “Vísperas Sicilianas”, que no ocurrieron al azar puesto que en esos días había zarpado de Barcelona Pedro III con su poderosa armada y se encontraba en Africa, a escasa distancia de Sicilia. Sus proyectos, largamente elaborados, se llevaron a cabo con gran precisión; en junio avista varias naves sicilianas: son embajadores de Palermo que vienen a ofrecer la Corona de Sicilia al Rey de Aragón y a la Reina Constanza. Poco después desembarca en la isla en medio del júbilo general del pueblo, que se veía con ese acto de soberanía libre para siempre de la dominación francesa y güelfa. No se trataba, pues, de invasión sino de una legítima elección real: el pueblo siciliano, librado por sus propios medios de la ocupación francesa se daba sus propios reyes, restaurando así los derechos antiguos de la Casa de Suabia en la persona de la nieta de Federico II. Pero los Golen no se tragan el anzuelo.
Observe, Dr. Siegnagel, que nuevamente los Golen parecían tener ganada la partida: no existían ya los herejes Cátaros, ni se dejaba sentir la presencia del Gral, ni había un pretendido Emperador Universal como Federico II que disputase al Papa el Poder Espiritual, ni siquiera había Rey en Alemania, y sí un Rey en Francia, Felipe III, completamente controlado por la Iglesia, y una Sinarquía Financiera Templaria en plena marcha, y un Rey francés, Carlos de Anjou, ocupando las dos Sicilias y manteniendo a raya a los luciféricos gibelinos. Pero de pronto el Golpe de Pedro III, que ellos no podían preveer porque era un producto de la Alta Estrategia de los Domini Canis, hacía resurgir el peligro del gibelinismo y amenazaba con el fracaso a los planes de la Fraternidad Blanca. Los Golen no lo iban a permitir impunemente. En  noviembre de ese año Martín IV fulmina la excomunión contra Pedro III y lo conmina a retirarse de Sicilia y amar a Carlos de Anjou, fiel vasallo del Papa. Ante la indiferencia del aragonés repite la excomunión en enero y marzo de 1283, preparando la mano para asestar a éste una puñalada por la espalda: en la última bula, en efecto, afirma que el Reino de Aragón es vasallo del Papa por compromiso de Pedro II, el abuelo de Pedro III muerto en la batalla de Muret, y que el Pontífice tiene la facultad de nombrar como Rey a quien mejor le pareciere; quita pues la Corona al excomulgado aragonés y priva de los sacramentos de la Iglesia a los pueblos y lugares que le obedecieren. El plan Golen consistía en librar una lucha a muerte contra Pedro III y ensanchar el Dominio de Francia a costa del de Aragón: sería el paso previo para que un Rey de la Iglesia fuese elevado al trono de un Gobierno Mundial, apoyado por la Sinarquía Financiera Templaria, y preparase los medios para instaurar la Sinarquía Universal.
En ese plan, evidentemente, los Golen subestiman a Pedro III. En verdad, todos se equivocan con el aragonés pues ignoran la fuerza espiritual que ha desarrollado por influencia de Juan de Prócida y los Domini Canis. Mas éste pronto da muestras de poseer un valor a toda prueba; una intrepidez sin límites; una lealtad inquebrantable hacia los principios de la Sabiduría Hiperbórea, esto es, a la herencia de la Sangre Pura de su Estirpe, que le concede el derecho divino de reinar sin pedirle cuenta a nadie más que a Sí Mismo; y un monolítico sentido del Honor, que le dicta su Espíritu, y que lo impulsa a luchar hasta la muerte por su ideal, sin claudicar jamás. Formidable enemigo es el que han desafiado esta vez los Golen.
La puñalada por la espalda significaba comprometer al Reino de Aragón en una guerra con Francia, lo que Pedro III justamente procuraba evitar. Creen los Golen que la presencia de Pedro III en Aragón dejará la plaza de Sicilia libre a Carlos de Anjou para consumar una nueva ocupación. Pero la isla, protegida por la armada catalana, se ha convertido en una Fortaleza inexpugnable: Pedro III se retira tranquilamente a Aragón en 1283 dejando la defensa en manos del temerario y afortunado almirante Roger de Lauría. Carlos de Anjou posee la segunda flota importante del Mediterráneo, financiada por la Orden cisterciense de Provenza, por el Reino de Nápoles, y por el Papa, pero no acierta a plantear una táctica coherente para enfrentar a Roger de Lauría, quien en sucesivos choques la irá destrozando inexorablemente. Luego de hundir algunas naves y capturar otras, se apodera de las islas de Malta, Gozo y Lípari; después se dirige a Nápoles y tiende una celada a los franceses mostrando sólo una parte de su escuadra. Carlos de Anjou está ausente y su hijo, Carlos el Cojo, Príncipe de Salerno, decide responder al desafío pensando en una fácil victoria: se lanza entonces en persecución de los catalanes con todas las galeras disponibles, chocando a poco con el resto de la armada enemiga. Fue aquélla la más importante batalla naval de la Epoca, en la que Roger de Lauría echó a pique gran número de galeras francesas, capturó otras tantas, y sólo muy pocas lograron escapar. Esta suerte no tuvo la nave capitana, que fue capturada por Roger en persona y en la que se encontraban Carlos el Cojo, Jacobo de Brusón, Guillermo Stendaro, y otros valerosos Caballeros provenzales e italianos. El hijo de Carlos de Anjou es llevado prisionero a Sicilia, donde todos reclaman su ejecución en venganza por la muerte de Conradino; sin embargo, ¡Oh misterio de la nobleza espiritual hiperbórea!, es la Reina Constanza quien lo salva y manda que lo confinen en Barcelona.
Días después de la derrota de su hijo llega Carlos de Anjou a Gaeta mas no se atreve a atacar a los españoles; esa indecisión es aprovechada por Roger para asolar la guarnición de Calabria y hacerse de varias plazas continentales; en corto tiempo Sicilia dispone de un Gobernador en Calabria que amenaza, ahora por tierra, el dominio francés de Nápoles. Mas, cuando Carlos se decide enviar el resto de su armada a las costas de Provenza, para apoyar el avance del Rey de Francia, sus naves son tomadas entre dos fuegos frente a Saint Pol y derrotadas completamente por Roger de Lauría: ese desastre, que costó siete mil vidas francesas, representó el fin del poderío naval napolitano de Carlos de Anjou.
A todo esto, Martín IV descarga en 1284 el golpe que, piensa, será mortal para el aragonés: mediante una Bula ofrece las investiduras de Aragón, Cataluña y Valencia al Rey de Francia para uno de sus hijos no primogénito. Acepta Felipe III en nombre de su hijo Carlos de Valois y se apresta a invadir Aragón. La gigantesca empresa guerrera será financiada ahora por toda la Iglesia de Francia. Y, como en tiempo de los Cátaros, Martín IV publica una Cruzada contra el excomulgado Rey de Aragón: las órdenes benedictinas, cluniacense, cisterciense y Templaria, agitan a Europa entera llamando a combatir por Cristo, a cruzarse contra la abominable herejía gibelina de Pedro III. Pronto Felipe III, que es también Rey de Navarra, reúne en ese país un ejército integrado por doscientos cincuenta mil infantes y cincuenta mil jinetes, formado principalmente por franceses, picardos, tolosanos, lombardos, bretones, flamencos, borgoñones, provenzales, alemanes, ingleses, etc.
Con el concurso de cuatro monjes tolosanos que revelan a Felipe III un paso secreto por los Pirineos, los Cruzados invaden Cataluña en 1285. Rodeando al Rey, y animándolo permanentemente, van los principales Golen cistercienses, que consideran esa guerra cuestión de vida o muerte para sus planes de dominación mundial: difícilmente aquel Rey, que en modo alguno merecía el apodo de “el Atrevido”, se hubiese lanzado a la aventura de la cruzada sin la insistencia sostenida de Martín IV y la presión de los Golen franceses. El legado Papal advierte a Pedro III “que debe obedecer al Pontífice y entregar sus Reinos al Rey de Francia”, a lo que el aragonés responde: “es fácil tomar y dar Reinos que nada han costado. El mío, comprado con la sangre de mis abuelos, deberá ser pagado al mismo precio”. En Cataluña la resistencia se torna encarnizada; todas las clases sociales apoyan a Pedro III en lo que se presiente como una Guerra Total. Los Caballeros aragoneses, los infalibles ballesteros catalanes, los feroces guerreros almogávares, los sirvientes y combatientes del pueblo, detienen, hostilizan e infligen permanentes derrotas a los Cruzados. Al fin, una epidemia termina por desmoralizarlos y optan por retirarse a los Pirineos. Pero en el Collado de Paniza los está esperando Pedro III, que se ha adelantado a cortarles el paso, y se libra durante dos días la gran batalla. El ejército francés resulta aniquilado: de los trescientos mil Cruzados sólo cuarenta mil regresan vivos; el rey Felipe III muere en la campaña y a Francia le será imposible ya la conquista de Aragón. Es en estas circunstancias que accede al trono de Francia Felipe IV, el Hermoso.